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Capote

Por 20 de diciembre de 2005 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

La semana pasada, en este mismo portal, Héctor Feliciano informaba sobre la caída en las ventas de ficción en beneficio de la no ficción en los EEUU, especialmente después del 11S. Pocos días después, Marcelo Figueras recogía el testigo y añadía que muchos escritores han renunciado a decir nada sobre la realidad –ni siquiera en la ficción- y, con ello, han perdido contacto con los lectores. No he dejado de pensar en eso, sobre todo después de ver la película Capote, en la que un excepcional Philip Seymour Hoffman encarna al autor de A sangre fría.
La película narra precisamente el nacimiento del género que Capote llamó “novela de no ficción”. Y fue un parto con fórceps. Capote contrató abogados para que mantuviesen a sus personajes vivos mientras investigaba. Conforme avanzaba en el texto, crecía en él –y en su editor- la convicción de que cambiaría la historia de la literatura americana. Y no le faltaba razón. Pero el final que necesitaba esa novela perfecta era la ejecución de sus protagonistas. Y llegado el momento, no vaciló en mover las piezas para acelerarla o, por lo menos, asegurarla.
Capote no sólo llegó a los límites del talento sino, sobre todo, a las fronteras de la moral. Manipuló a un condenado a muerte y dispuso de su vida sin considerar que también estaba consumiendo la suya. Consiguió una novela brillante. Y luego nunca fue capaz de escribir otra.
Janet Malcolm dice que todo periodista es “moralmente indefendible”, porque utiliza a personas reales y lee sus historias desde el punto de vista de su provecho propio. Y todos los que hemos hecho entrevistas sabemos que a menudo el entrevistado se siente extrañado ante la edición que hacemos de sus palabras. La extrañeza es similar a la del que escucha su voz en una grabadora. Pero no tiene que ver con el sonido, sino con el contenido de lo que dice. Al menos los novelistas inventan sus mentiras. Los periodistas, en cambio, las toman de la realidad.
¿Es posible hablar de la realidad con la misma actitud que de la ficción? Por lo general, escribimos en tercera persona y afirmamos sin cautelas, como si lo que dijésemos fuese verdad independientemente de nosotros. Eso no es problema cuando informamos sobre la firma de un acuerdo comercial o el resultado de un partido de fútbol. Pero al tratar con historias humanas, las cosas se complican. En la realidad no hay narradores omniscientes. Estamos condenados a formar parte de ella, a ser personajes que miran a otros y hablan con ellos desde el laberinto de nuestras propias historias, siempre con la ilusión de narrarlos, como un triste remedo de Dios.

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