Tres meses de confinamiento asomado a los balcones, seis enmascarado por las aceras y otros tres de largas vacaciones en el campo más o menos urbanizado me dejan muy temeroso de los ajetreos de la ciudad. Apenas regreso a la jungla del asfalto, confieso que no entro todavía en el interior de las tiendas, ni en los bares ni en los comedores cerrados de los restaurantes; desde luego no cojo ningún tipo de transporte colectivo ni acudo a concentración humana alguna. Mi vida en la ciudad se ha limitado a ir al supermercado y al mercado, siempre salvaguardando las distancias de protección; y a la panadería, a la farmacia y a las terrazas de mis restaurantes favoritos. Vivo en modo de ventilación constante a la espera, aunque haga frío, y añoro que no tengamos más estufas a la parisiense y los bares no dispongan de mantas para la clientela como en Copenhague.
Tengo la sospecha, además, de que este estado larvario va a durar más tiempo del que se nos dice, si es que alguna vez alguien pudo decir algo convincente al respecto. Que me temo que no, puesto que apenas se ha cumplido ni uno solo de los vaticinios que anunciaron nuestros gobernantes –de cualquier color, quede claro. No ha habido nueva normalidad más que en un suspiro, los riesgos de la inmunidad de manada resultan elevadísimos, la promesa de una vacunación salvífica y universal se ensombrece y la política sobrevive activando falsos conflictos. Nuestros gobiernos son oscilantes cuando gestionan: o dejan que la realidad nos devore, incapaces de atreverse a comprender cómo se organiza el interés público frente a las multinacionales del universo digital, más “matrix” que nunca, o bien son todo inconvenientes y cortapisas frente al dinamismo empresarial, más envalentonado el aparato funcionarial cuanto más pequeño el tamaño de la empresa.
Sin embargo, los tiempos vuelven a estar cambiando como hace medio siglo ya cantase el bardo de Duluth, Minnesota, tanto que el propio cantante-premio nobel ha vendido los derechos de sus canciones a un fondo de inversión dadas las incógnitas que depara el futuro, sobre todo el inmediato. Hace dos veranos le vi por última vez: Bob Dylan parecía una momia. El coronavirus, simple y llanamente, acelera el tiempo. Podremos vivirlo con cierta melancolía, pero la realidad es esa: la idea de las grandes aglomeraciones ha entrado en crisis. Aquel espíritu que respiraban películas como New York, New York, un mundo veloz, de alta densidad, el modelo Manhattan que tantas veces ha narrado Woody Allen, se ha volatilizado. El maestro sociólogo de Benidorm, José Miguel Iribas, preconizó el éxito del urbanismo social: la gente quiere vivir donde hay más gente, donde hay más vida, solía decir. Hoy, ha cambiado de perspectiva.
Otro agitador de ideas urbanistas, el arquitecto holandés mundialmente reconocido, Rem Koolhaas, inauguraba poco antes de la pandemia –en febrero de 2020– una multidisciplinar exposición en el corazón mismo de la gran manzana: el Museo Guggenheim con fachada a la mítica 5ª Avenida, un helicoide invertido que hizo famoso a otro arquitecto, Frank Lloyd Wright. La muestra llevaba por título Country side. The future, pero igual podría haberse llamado “¡Vámonos de la ciudad!”. Su catálogo, en formato pocket, ha sido editado por Taschen.
En suma, Koolhaas y su equipo de investigación, el AMO –que incluye gente de Harvard, la escuela de Bellas Artes de Pekín o la Universidad de Nairobi–, lo que han venido a decir es que la vida urbana es insostenible, que no es viable que el 80% de la humanidad viva concentrado en apenas el 2% del suelo de la Tierra mientras el 98% restante permanece vacío o se dedica en grandes extensiones –agrarias y ganaderas también– a alimentar a esas ciudades. Ese es un mundo ineficiente y absurdo en opinión del holandés, un mundo urbano factible frente al retraso existencial del campo, lo cual, ahora, es una falacia.
Al menos en Europa, ese espacio antropizado en su totalidad como decía George Steiner (en su famosa conferencia sobre Europa, cuya sexta edición en Siruela se ha impreso hace apenas unos meses), ese lugar donde encontramos una cabaña en el recodo más inhóspito de los Alpes, dispone a día de hoy de todos los recursos para satisfacer la vida contemporánea. Así, por ejemplo, resulta difícil no encontrar lugares a más de hora y media de distancia en coche de una gran ciudad que ofrezca de manera habitual alta cultura y educación universitaria…, o a más de media hora de un centro comercial o de un hospital con mínimos asistenciales… Y así podríamos seguir. Como en la vieja y noble campiña inglesa, la del retorno a Brideshead de Evelyn Waugh, donde no es posible mantener legiones de trabajadores domésticos y otras servidumbres, pero que dispone de agua, luz, gas, teléfono, televisión y wifi sin más limitaciones.
Nos vamos de la ciudad y regresamos al campo, sí… Comprobamos que Amazon llega hasta el último confín al tiempo que las ediciones digitales de la prensa nos conectan instantáneamente con la conciencia mundial. También teletrabajamos, compramos online y, para nuestro asombro, incluso Glovo o Deliveroo son capaces de llevarnos las pizzas recién horneadas con su tropa motorizada hasta el borde mismo de la piscina de igual modo que hace unos años nos acostumbramos a manejar la cuenta del banco, reservar hoteles y comprar billetes para viajar desde el teléfono móvil.
Ahora bien, volver al campo en vísperas del 5G y la inteligencia artificial está muy bien, pero va a requerir solucionar otras muchas cosas, empezando por la gestión de residuos y siguiendo por la propia planificación urbanística. Ha llegado la hora, irrenunciable, de gobernar en la escala del territorio y de la movilidad real de las personas, que ya no es a través de la calle sino de la autovía. Aquellos que se aferren a las viejas estructuras, a las administraciones heredadas, al conflicto ideológico y a la falta de ingeniería de la imaginación, los que se muestren sin versatilidad en las líneas fronterizas de las competencias, los que no sepan fomentar en vez de prohibir, están condenados a la decadencia más irremisible.