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Tocar la luz

Por 4 de mayo de 2021 Sin comentarios

Sònia Hernández

 

Al acabar un libro cuyo último verso es “yerma oquedad” no es difícil caer en el temor de que cualquier palabra que pueda decirse a continuación va a ser violenta. Y lo será por romper ese silencio hacia el que la autora, Tatiana Espinasa (Ciudad de México, 1959), ha estado tendiendo a lo largo de todos los poemas reunidos en Oscuras sombras (1991-2019), publicado por la editorial mexicana Ediciones Sin Nombre y el Instituto de Cultura Superior hace exactamente dos años, e ilustrado con algunas obras de la artista plástica Elena Gómez Toussaint.

En el prólogo a esta edición que reúne cinco títulos de la poeta, Ruth Bekhor escribe que “Leer a Tatiana Espinasa en particular es aprender a respirar con las palabras”. Sus poemas son breves y, efectivamente, aparecen plasmados en el centro de la blancura del papel como señalando un punto de amarre donde tomar aire: la palabra. Una palabra concebida como imagen que ha de ser contemplada para experimentar. Su formación en Filosofía se delata en una poesía existencialista en la que no se da una realidad sino un conjunto de percepciones. Sus poemas son la voz de un cuerpo que siente, que se repliega en sí mismo: se siente y siente a la otra persona solamente como una experiencia propia, puesto que el otro o la otra no puede ser sino un pensamiento, el recuerdo de un sentimiento, ausencia o idealización. “Esta torpe costumbre de inventarte”, escribe. El amor como un mero ejercicio de la imaginación, pero que duele.

El dolor y las heridas son abundantes en la obra de Tatiana Espinasa, con una actitud que la sitúa en una larga tradición poética –de mujeres, especialmente– en la que la voz es, principalmente, somática. La voz como lamento: “La súplica se ha vuelto queja”. Ese es el itinerario que parece inesquivable, la esperanza entendida como una demanda imposible de atender no tiene más posible resolución que el desconsuelo. Ya escribió Santa Teresa que incluso las súplicas atendidas acababan provocando lágrimas.

Algo de mística hay también en la poesía de Tatiana Espinasa, y no sólo porque la unión con la amada casi siempre se produce en el pensamiento, en el recuerdo; también en su capacidad contemplativa. El cuerpo es voz, como ya se ha dicho, pero también es tiempo. Es el tiempo, incontrolable, aquello que acaba de definir una naturaleza que más que materia es experiencia. Por eso la palabra asimilada es capaz de crear el entorno ontológico de la poeta. “No estás ahí. / Ni en el polvo cotidiano de la vida / ni en las tardes de presencia muda. // Estás en mí, / en las cosas que yo llamo / –raíz de mi raíz– / caudal, / espejo.” Y en ese ejercicio de nombrar para seguir viviendo, también puede suceder que la naturaleza permanezca indiferente al latido de esa voz.

La indiferencia del mundo que nos acoge es, tal vez, la peor de las heridas, con frecuencia simbolizada en la ausencia de la persona amada. Una ausencia que es el hueco yermo imposible de llenar o tapar porque es fruto de una ficción creada por seres condenados a ser incompletos. En la poesía de Tatiana Espinasa también contribuye a esa insatisfacción vital la carencia de un espacio o un territorio propio. Uno de los libros reunidos es Ciudad enmudecida, pero ya nos dice que, aunque es una urbe que huele a casa, paradójicamente no aporta ninguna seña de identidad a quien la habita. De la misma manera, sabemos de la importancia de un jardín, pero sellado, donde crece esa naturaleza que –en un absurdo círculo de significados que se convierte en herida– con frecuencia desoye la voz que la nombra y la construye. Habitar un territorio así, pues, no puede conducir a otro lugar sino al destierro, a lo que la autora llama exilio: “Apartada de la realidad / prisionera de mi exilio”.

Tatiana Espinasa Yllades, como su hermano, el también poeta y editor José María (Ciudad de México, 1957), es una de las autoras mexicanas que pueden considerarse como herederas del exilio republicano español de 1939. Su abuelo, Josep Espinasa Massagué, como alcalde, proclamó la república desde el Ayuntamiento de la localidad de Montcada i Reixac, muy cercana a Barcelona. Llegó a México en 1939 a bordo del Mexique, procedente de Burdeos. Por su parte, el padre de Tatiana y José María, Juan Espinasa Closas (Montcada i Reixac, Barcelona, 1927-Ciudad de México, 1990), suele ser citado como uno de los autores representantes de la segunda generación del exilio o hispanomexicanos: aquellos que estuvieron entre dos aguas.

Durante mucho tiempo, a esos niños de la guerra se le atribuyeron problemas de identidad y una pegajosa nostalgia de un país que habían dejado en su adolescencia o a principios de su juventud. Algunos cuentos de Espinasa Closas –editados también por la encomiable Ediciones Sin Nombre, que dirigen su hijo y Ana María Jaramillo– son claros ejemplos de esa melancolía. Y ésta es, tantos años después, otra de las heridas presentes en la poesía y en el pensamiento de la poeta: “Me he vuelto / la huella de tu herencia. / Soledad que exhuma de tus huesos”. El exilio del abuelo y el padre permanecen como herencia en la obra de Tatiana Espinasa, pero transformándose de circunstancia histórica o sociológica a condición psicológica o filosófica. Todos somos exiliados o herederos de diferentes desplazamientos.

El destierro de la poeta mexicana es el de quien renuncia a la realidad y sus apariencias para aferrarse al silencio que niega la materia, o que la convierte en polvo, tan presente en sus poemas, o simplemente en luz: “Dolor que estalla / en este atardecer incontenible de tristeza, / has tocado la luz.”

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Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

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