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I. La sordera de los dioses

Los dioses del Olimpo parecen haber abandonado a Grecia a su propia suerte, y ponen oídos sordos a los ruegos del primer ministro Lucas Papademos, que encabeza un gobierno nacional encargado de sacar al país del abismo del Hades. El  parlamento aprueba un nuevo plan de ajustes mientras estallan los motines en las calles, porque Europa, con cara de pocos amigos, exige extraer sangre de donde ya no la hay.

"No podemos vivir a base de promesas que se repiten una y otra vez", dice Jean Claude-Juncker, hablando en nombre de los países de la Unión Europea, que demanda más acciones concretas, más recortes presupuestarios, más reducciones de salarios y pensiones, más desempleo, pues de lo contrario las llaves de la cañería se mantendrán cerradas y los 130.000 millones de euros comprometidos para salvar a Grecia de la quiebra, no fluirán. La quiebra, que significaría el exilio político y económico, fuera de la zona del euro, fuera de las salvaguardas de la banca mundial, todas las ventanillas del crédito clausuradas, un país apestado, bajo cuarentena, que tendría que inventar de nuevo so moneda.

Pero frente a la historia de una catástrofe hay siempre otra historia salvadora. Basta trasladarse de las aguas cálidas del mar Egeo a las aguas congeladas del mar de Groenlandia para encontrarse con el ejemplo aleccionador de Islandia. Mito o realidad, muchos invocan la experiencia de la pequeña isla de hielos eternos, un país donde los banqueros enriquecidos en base al fraude y la especulación, y causantes de la crisis que ha sacudido al país, sí pagan por sus culpas en la cárcel, y si han huido al extranjero con sus valijas colmadas de dólares y euros, son diligentemente extraditados.

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15 de febrero de 2012
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El clic de David Foster Wallace

David Foster Wallace Rodrigo Fresán no mezquina ningún adjetivo a favor de David Foster Wallace, a quien llama ?la mente más brillante e influyente de su generación?, en la reseña de El rey pálido, la novela inconclusa y póstuma que Mondadori tradujo el año pasado. Incluye este juego de palabras:

Así ?al igual que títulos encomiables como Casa desolada de Charles Dickens, Moby Dick de Herman Melville, La pianola de Kurt Vonnegut, Algo ha sucedido de Joseph Heller, JR y Su pasatiempo favorito de William Gaddis o Y entonces llegamos al final de Joshua Ferris?, El rey pálido es otra trabajosa y muy trabajada gran novela sobre el trabajo que pone a trabajar a ese trabajador que es el lector. 

La reseña, que apareció en Radar Libros, dice que se trata de una novela del lenguaje. ?O, mejor dicho, de David Foster Wallace como idioma más que como, apenas, estilo?. Y no reprime además una pequeña patadita a Jonathan Franzen, gran amigo y contrario literario de David Foster Wallace. Dice también:

Digámoslo así: entrar a la alteradora y reconfortante El rey pálido equivale a sumirnos como becarios explotables, y a hacer horas extra a las órdenes de un jefe tan exigente como imprevisible. Pero, ah, de golpe todo hace clic y encaja, y el placer de poder contar que uno estuvo allí. El idioma impuesto al servicio de los impuestos como hasta hora impensable y torrencial motivo narrativo. La mecánica de la burocracia mutando a folletín zombi cuya conclusión prometía una conjura entrópica digna de Thomas Pynchon. Tal como están las cosas, El rey pálido es algo así como si el nabokoviano Charles Kinbote de Pálido fuego se hubiese sentado a escribir una temporada completa de The Office. Pero que a nadie espante o disuada la falta de final. Nada le interesaba o preocupaba menos a Wallace que la última página: ?Las novelas son como matrimonios. Tienes que estar de ánimo para acometerlas no por lo que será la experiencia sino porque te sientes tan triste cuando se acaban?. Así, como en todo matrimonio perfecto, hay en El rey pálido momentos de irritación feroz y tedio casi estupidizante que ?lo comprendemos enseguida? es el modus operandi de Wallace para enfrentarnos, de pronto, a instantes de una brillantez y gracia encandiladores en abismo. Otro chiste sin final, ni remate, sí; pero la ganancia aquí pasa por el viaje y no por el destino final, en las horas de escritorio y no en la vuelta a esa otra oficina llamada hogar. En uno de los ensayos incluidos en Hablemos de langostas, Wallace definió los relatos de Kafka como ?una especie de puerta?, y nos propuso ?que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no sólo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre? y se abre hacia afuera: porque durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos?. Lo mismo, pienso, podría decirse e imaginarse de El rey pálido. ?Y estoy seguro, chicos, de que ahora ya saben lo extremadamente difícil que es mantenerse alerta y concentrado en lugar de ser hipnotizado por ese monólogo constante dentro de sus cabezas. Lo que todavía no saben es cuántos son los riesgos en esa lucha.? Así les habló Wallace, en 2005, a los graduados del Kenyon College. Sus tan inspiradoras como inquietantes y ominosas palabras pueden leerse y releerse ahora en el librito This is Water: Some Thoughts, Delivered on a Significant Occasion, about Living a Compassionate Life. Años antes tuve el placer de cruzarme con él en otro campus made in USA. No puedo decir que conocí a DFW porque estuve con él apenas por una hora o dos en un bar. Pero sí puedo afirmar que no voy a olvidarlo. Gracioso, simpático, tímido, inteligente, con ese look de Björn Borg grunge y ese pañuelo sobre la frente y anudado en la nuca, como queriendo mantener bajo control todo lo que burbujeaba y hervía ahí adentro. ?Es que sudo mucho?, me dijo, me acuerdo. Nuestro turno ahora. De sudar. Es sano, hace bien, y se eliminan tantas toxinas. Si no, claro, siempre se puede leer la muy bien refrigerada Libertad de Jonathan Franzen.

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14 de febrero de 2012
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Angelopoulos

Conocí a Theo Angelopoulos en Montreal a fines del verano de 2005, formando parte del jurado internacional del Festival de Cine que él presidía y entre cuyos miembros estaban Anna Karina, la joven actriz francesa Amira Casar y el cineasta chileno Silvio Caiozzi. Fueron casi dos semanas de relativo sopor (la selección a concurso no fue muy afortunada) e intensa concentración, ya que la dirección del festival nos sacaba y entraba como a un equipo de fútbol, en un pequeño autobús destinado casi siempre a la salas oscuras pero también a alguna excursión campestre, en la que seguíamos discutiendo acerca de las películas vistas y disfrutando todos del delicioso humor excéntrico de quien fue esposa y musa inolvidable de Godard, un nombre que a la Karina no le gustaba mencionar. Mis mejores recuerdos de aquellos días son las conversaciones sobre cine y literatura con el director griego, que era un devoto admirador de Borges, al que él llamaba (hablábamos en francés) ‘Borgès'. Su terrible accidente hace un par de semanas le iguala a otros grandes artistas que murieron atropellados (pienso en Gaudí, por un tranvía barcelonés que circulaba a diez por hora, o en Barthes, a quien mató el golpe de una furgoneta de reparto), y significa que su última trilogía quedará inconclusa. Yo había visto precisamente en abril de aquel mismo año, en los Renoir de Madrid, la primera parte, aquí llamada ‘Eleni', y a Angelopoulos le gustó oír lo mucho que me había gustado; andaba entonces metido de lleno en el guión de la siguiente parte, ‘El polvo del tiempo', que me envió por correo electrónico meses después y le comenté por escrito, aunque esa segunda película (dada a conocer en 2009) me ha resultado imposible de ver.

    No parece que Theo Angelopoulos vaya a ser llorado por las multitudes en España, donde una buena parte de su filmografía nunca fue estrenada y él arrastró la fama de ser plúmbeo y lento, dos adjetivos que, hablando de cine, suelen acompañar a algunos de los mejores (Bresson, Pasolini, Oliveira). Con la excepción antes citada, me jacto de haber visto toda su amplia filmografía, en cines cuando pude, en festivales y filmotecas si no, y el resto en los tres excelentes ‘packs' de dvd que aquí publicó Intermedio y tal vez se sigan encontrando en el mercado. ‘Paisaje en la niebla' está reconocida como obra maestra absoluta, y sin duda lo es, pero ni esa película ni ninguna otra de las suyas se explica sin el peculiar ‘continuo' narrativo, lleno de saltos en el tiempo y elipsis, que se inició en 1970 con su primer y ya deslumbrante largometraje ‘La reconstrucción'.

     Angelopoulos ha sido, a la altura de Eisenstein o Rossellini, uno de los cineastas políticos fundamentales, pero en su caso la hondura de la reflexión histórica llega a la pantalla con la musicalidad ceremoniosa de sus relatos, que parten siempre del substrato helénico y alcanzan resonancias universales. Los larguísimos planos-secuencia coreográficos que marcan su forma de hacer revelan una gran maestría en el arte de mover dentro del campo fílmico a los personajes, a menudo contrastados por la presencia totémica de estatuas del pasado rotas o desmembradas. Siendo alguien nacido en un archipiélago no es extraño además que las aguas desempeñen tan alto valor poético en su imaginería; nunca se me ha borrado de la memoria la escena de los comediantes junto a la orilla del mar en ‘Paisaje en la niebla' o, hablando de nuevo de ‘Eleni', la figura del maestro de escuela leyendo un libro en un aula de bancos que flotan en un pueblo inundado, con dos únicos niños como alumnos que escuchan una lección inútil.

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14 de febrero de 2012
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Individuos que no pueden serlo

Indicaba en la columna anterior que las hipótesis einstenianas sobre el carácter discreto de la luz, abre la auténtica caja  de  Pandora que para la visión hasta entonces convencional de la naturaleza suponen las interrogaciones cuánticas. La física se ve rapidamente abocada entonces a la meta-física, es decir a enfrentarse a  problemas que se habían hasta entonces abordado en un marco más bien meramente especulativo, siendo paradigma de ello  textos como la Crítica de la Razón Pura de Kant, o la Ciencia de la Lógica de Hegel.

Abordaré hoy uno de los problemas más representativos, el de la individualidad, apuntando a una meta-física cuyo soporte científico sea no la física  newtoniana o relativista sino la teoría cuántica. 

 Utilizamos en el lenguaje corriente la palabra individuo, y sin necesidad de mayor reflexión, ni de recurrir a etimologías,  estaríamos  de acuerdo en lo siguiente: un individuo es una entidad discreta, es decir, en relación de continuidad consigo misma y separada de los demás individuos.

La naturaleza no siempre se presenta bajo forma de individuos. Con paciencia podemos atribuir un número entero al contenido de un saco de arroz (mil, dos mil granos etcétera), lo cual es prueba de que se trata de un conjunto de individuos,  pero no podemos hacer tal cosa con un continuo ondulatorio, como un haz de luz (al menos de entrada, pues el considerar que en determinadas condiciones la luz se comporta como un conjunto discreto de elementos llamados fotones, constituyó quizás-como ya he sugerido- la más fértil conjetura  de Einstein).

Los individuos pueden mantener entre sí ciertos lazos. Sean por ejemplo dos partículas cuyo movimiento es influido por el de la otra (análogamente al caso de la tierra y la luna). Si nos interesamos por esta influencia pasamos de considerar individuos a considerar sistemas.[1] Cabe pues decir que hay un conocimiento de los lazos que mantienen ciertos individuos, pero tal conocimiento no excluye el referirse a los individuos mismos que -por definición- poseen una entidad con independencia de los lazos que les vinculan con otros.

 Así cada una de las dos partículas tiene en cada instante una posición que puede ser considerada con independencia de la posición de la otra,  y ello vale también para la velocidad. En suma: el devenir de un estado propio de  un individuo (su posición, por ejemplo) puede hallarse afectado por su relación con el estado de otro individuo, pero ateniéndonos a un instante (es decir sin referencia a la evolución) no deja de ser un estado propio del mismo,  y el estado en ese instante  del sistema constituido por ambos    se reduce a  yuxtaposición de  los valores que se dan en cada uno de los estados separados. Pues bien:

Supóngase  por un momento que, incluso en ausencia de toda referencia a la evolución temporal, no hubiera manera de asignar un estado separado a la partícula A y a la partícula B. En la analogía con la tierra y la luna, se trataría, por ejemplo,  de un momento en que pudiéramos asignar una posición relativa de la tierra y la luna, pero no pudiéramos asignarles una posición por separado.

¿Tendría sentido en tales condiciones seguir hablando de individuos? Singulares individuos en todo caso a los que no cabría atribuirles propiedad definitoria que no fuera intrínsecamente compartida.


[1]     En la jerga de los físicos diríamos que los parámetros posición y velocidad de cada una de las  entidades son indisociables de los parámetros posición y velocidad de la otra, de tal manera que al referirse a las propiedades del sistema no utilizamos  dos parámetros sino cuatro.  

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14 de febrero de 2012
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Breviario de campaña

“Aunque estás dotado de todo lo que los hombres pueden adquirir con el talento, la experiencia o la dedicación, no obstante, por el afecto que nos une, he juzgado conveniente explicarte por escrito lo que, día y noche, acudía a mi mente cuando pensaba en tu candidatura”, le escribía Quinto Tulio Cicerón a su hermano mayor Marco, quien estaba por iniciar su campaña al consulado romano en el 64 a.C. Y añadía: “Por mucha fuerza que tengan por sí mismas las cualidades naturales del hombre, creo que, en un asunto de tan pocos meses, las apariencias pueden superar incluso esas cualidades.”

 

            Han transcurrido más de dos milenios desde que Cicerón se lanzase a una campaña electoral, pero muchos de los consejos de su joven hermano mantienen su vigencia. Por supuesto, uno de los cambios más relevantes es que, desde hace en realidad muy poco, ahora las mujeres también pueden aspirar a un cargo público, pero su argumento central se mantiene: en una campaña no cuentan tanto las virtudes de los contendientes como su imagen.

            En la Roma republicana —tan hipócrita como nuestra reluciente democracia—, Cicerón era considerado, como lo serían hoy Vázquez Mota o López Obrador, un homo novus: alguien que no tiene antepasados nobles y no pertenece a una familia política, como Peña Nieto, cobijado desde joven por el Grupo Atlacomulco. Quito Cicerón le dice a su hermano que ha de compensar esta condición con sus dotes oratorias: algo de lo que, visto lo visto, carecen los candidatos mexicanos. AMLO posee, si acaso, un estilo distintivo, y sus pausas y su acento contrastan favorablemente con la vetusta retórica de EPN. Como se percibió en los debates panistas, éste quizás sea uno de los puntos más endebles de JVM. Quinto insiste: “Tendrás que presentarte tan bien preparado para hablar como si en cada una de las causas se fuera a someter a juicio todo tu talento” (Ojo, EPN).

            Quinto le dice a Marco que, como homo novus, está obligado a hacer ostentación de sus amistades y de la alta condición social de los mismos: desde el inicio de esta campaña, AMLO se ha preocupado por anunciar a los miembros de su gabinete, figuras respetadas que disimulan su extremismo; JVM, por su parte, fue invitada a comer con el Presidente, pero este espaldarazo puede convertirse en un regalo envenenado. Peña, en cambio, debería esconder a sus aliados —como ya hizo con Elba Esther Gordillo—, pues representan la más anquilosada clase en el poder.

            En opinión de Quinto, Marco no debe preocuparse por contender contra rivales de familias ilustres, así podrá exhibir sus defectos, sus crímenes y sus depravaciones. AMLO es quien mejor puede intentarlo: tanto EPN como JVM están demasiado ligados a la corrupción centenaria del priismo o la fracasada estrategia contra el narco de Calderón. JVM, “mujer nueva”, sólo podría probarlo si se decide —en un gesto inevitable si quiere ascender en las encuestas— a distanciarse de las políticas de su reciente anfitrión.

            “Una candidatura a un cargo público debe centrarse en el logro de dos objetivos”, prosigue Quinto, “obtener la adhesión de los amigos y el favor popular”. Amigos que, en nuestros días, llamamos factores reales de poder: hombres de familia; amigos que garanticen la protección de la ley; magistrados; y amigos que consigan votos de las centurias. Hoy diríamos: empresarios, intelectuales y estrellas de TV; opinadores mediáticos; jueces y funcionarios; líderes sociales y promotores en twitter.

            Debido a su radicalismo, tras la elección de 2006 AMLO perdió a más de la mitad de sus votantes (excepto un núcleo duro en torno al 15%). De allí que siga a Quinto, tratando de recuperar el favor de otros sectores. Difícil adivinar si lo logrará con los “hombres nuevos”, esas clases medias que hoy tanto desconfían de él. EPN y JVM cuentan con el apoyo de todos estos grupos —el primero más que la segunda— y luchan cuerpo a cuerpo por el “favor popular”. El consejo de Quinto es pactar con tus enemigos: lo hace AMLO con su República Amorosa. De seguir la recomendación, JVM tendría que dirigirle un guiño a la Maestra para asegurarse su imparcialidad.

            Por último, Quinto señala la importancia de la “opinión pública” que, según él, sólo se obtiene si tus aliados divulgan una buena imagen de ti: los poderosos y los medios, los jóvenes, “la compañía asidua de quienes has defendido”, la multitud urbana y rural. En fin, lo que sabemos. Para lograrlo, Quinto da un consejo que siempre han usado nuestros políticos: prometerlo todo. No importa cuantas de esas promesas se vayan a cumplir.

            En la Roma republicana, como en el México democrático, las campañas fingían estar basadas en argumentos —la vieja arte oratoria—, pero quienes en verdad saben de estrategia electoral, como Quinto Cicerón o Antonio Sola, saben que eso es lo de menos. Importan las alianzas, importan el respaldo de nuevos y viejos amigos —a cambio de defender sus intereses—, importan nada más la apariencias. Buena suerte, candidatos. Alea jacta est!

 

twitter: @jvolpi

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14 de febrero de 2012
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Si una noche de verano un viajero

Antes de una viaje o de las vacaciones me emociono revisando en mi biblioteca Los Libros Que Quiero Leer, y hago una lista exhaustiva, tratando de combinar Los Libros Clásicos con Los Libros Que Me Acaban de Llegar, Los Libros Que Me Pueden Servir Para La Novela Que Estoy Escribiendo con Los Posibles Libros a Reseñar, Los Libros Que Me Provocaron Tanto Placer Que Los Quisiera Releer con Los Libros Recomendados Por Un Amigo Que Respeto y Los Libros Que Podría Enseñar En Un Curso El Próximo Semestre. Antes la ansiedad se acababa ahí, pero ahora a esa lista se agregan los libros que tengo en PDF o Word. Alguien me dijo que esos libros no suelen provocar culpa porque uno no los ve acumulando polvo en la mesa de noche -están bien escondidos en las entrañas del Kindle o el iPad--; puede que sea cierto, pero el problema es otro: con ellos ya no hay la disculpa de que uno no los pudo conseguir en la librería de su ciudad, de modo que también tienen a proliferar. Y ahí está la lista de Manuscritos De Los Amigos Que Esperan Una Opinión Urgente y Libros Enviados Por Una Editorial Amiga Para Escribir Algo En La Contratapa y Libros Llegados Al Correo Porque es Muy Fácil Enviar Mails a Desconocidos. Es un milagro comenzar a leer un libro: ¿cómo fue que precisamente ese, entre tantos otros, llegó a ser el escogido? Enero y febrero son grandes meses porque tengo la ilusión de que desbrozaré en algo la maleza (pero no: por cada libro que leo, compro o me llegan siete). Y ahí voy, con los Cuentos reunidos de Felisberto Hernandez (me gustaría subrayar todas sus líneas); Los ministros del diablo, de Pascale Absi, una antropóloga francesa que escribe sobre la presencia del diablo en las tradiciones de las minas en Bolivia (me siento muy inteligente leyendo libros serios); Los malditos, de Leila Guerriero, sobre algunos geniales autores malditos latinoamericanos (un libro convoca a otros: después de leer el perfil de Barón Biza, me digo que debo buscar El desierto y su semilla); The Tiger's Wife, de Téa Obreht (el New York Times lo ha elegido entre los libros del año, así que decido que debe ser bueno, y sí, lo es, aunque de una manera algo convencional); Canción de Tumba, de Jorge Herbert (una de esas novelas que hacen decir: tengo que leer todo de este autor); El asesino de chanchos, de Luciano Lamberti (cuentos engañosamente simples; se me ocurre que podría robarme algunas ideas, algunas estructuras, nadie conoce a Lamberti todavía y nadie se dará cuenta); Manuscrito encontrado en Zaragoza, de Jan Potocki, que leo deslumbrado en un viaje en bus al Lago Titicaca. También están Los Libros Que Aparecen En El Camino: en una librería de Cartagena descubro La luz difícil, de Tomás González, y recuerdo que un amigo alguna vez me había recomendado a ese autor (su corta extensión lo ubica rápidamente en el primer lugar de la lista); también me llevo la nueva novela de Evelio Rosero porque tengo un gran recuerdo de Los ejércitos (leo cien páginas de La carroza de Bolívar, no termina de engancharme y la dejo); mi pareja, Liliana, está leyendo Una nota estridente, de Enrique Lihn, y yo me deslumbro con algunos poemas; en una librería de La Paz me topo con Interior mina, un testimonio de las minas de Bolivia, decido que me puede servir para la novela que estoy escribiendo. Hace unos días me llegó en PDF No aceptes caramelos de extraños, de Andrea Jeftanovic (hoy por la mañana leí dos cuentos) y anoche un escritor, Maximiliano Barrientos, me prestó los Cuentos Reunidos de Hebe Uhart, que andaba buscando hace tiempo, y también El desierto y su semilla, y otro, Gary Daher, me trajo una edición bilingüe español-italiano de un libro de Jaime Saenz. Ya perdí la lista que ordenaba el caos. En realidad ordenarlo es una ficción. Aun así sueño con el próximo viaje, con la próxima vacación, con la nueva lista que me hará creer que algún día terminaré de leer Todos Los Libros Que Quise Leer Antes De Mi Muerte.

(La Tercera, 11 de febrero 2012) 

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13 de febrero de 2012
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Mitologías

Lo dice él mismo en el prólogo, y como seguro  que lo hace mejor, me limito a reproducir sus palabras: “He deseado […] mostrar en una visión algo de la faz de Irlanda a cualquiera de mi propio pueblo que quiera  mirar hacia donde yo le invito. Por tanto, he puesto por escrito con exactitud y sinceridad mucho que he visto y oído, y excepto a modo de comentario, nada que tan solo haya imaginado”.

En otro lugar (concretamente en La filosofía de la poesía de Shelley, que es de la misma época que gran parte de los escritos recogidos en Mitologías) insiste: “Cualquier poeta con sensibilidad para lo supernatural comparte la convicción de que los recuerdos personales sólo son un fragmento de la Gran Memoria que renueva el mundo y los pensamientos del hombre generación tras generación”.

Todo símbolo tiene algo de universal y ejerce como vínculo entre dos ámbitos de significación, uno “natural” y otro “supernatural” y por lo tanto inefable, o sólo transmisible mediante la sensibilidad y el sentimiento. En el caso de Yeats, Irlanda (y de paso la lengua que la refleja) es el ámbito de significación natural, la expresión de lo que los irlandeses manifiestan de sí mismos. Durante años, Yeats se dedicó  recopilar historias y leyendas, unas veces por sí mismo, en la localidad de Sligo donde pasó su infancia, y otras veces gracias a los buenos oficios de otras personas que conocían su interés por los relatos populares. Y como él mismo dejó dicho, puso por escrito lo que le contaron sin poner nada de cosecha propia. El resultado, sobre todo en los dos primeros libros del presente volumen, El crepúsculo celta ( que es de 1893) y La rosa secreta ( de 1897,  es una colección de relatos protagonizados por hadas, duendes, caballeros, músicos y poetas del pueblo que habitan en lagos y bosques misteriosos y que se mezclan con los vivos unas veces para fortuna de éstos (por ejemplo cuando les avisan con antelación de un peligro de muerte o les advierten de lo que deben hacer para escapar de la desgracia que les acecha) y otras veces para su desgracia, pues son frecuentes las abducciones, los encantamientos y las desapariciones.

Desde un punto de vista estrictamente estilístico – por ejemplo comparándolos con los relatos de los grandes escritores anglosajones contemporáneos -    parecen formalmente toscos y reiterativos, por no hablar de las inconsistencias y los olvidos.  Sin embargo, y a pesar de las sucesivas traducciones (muchas veces desde el gaélico y siempre del inglés al castellano)  conservan el misterioso encanto de la tradición oral, el aroma que transmiten unas historias repetidas de generación en generación y que en muchos casos sus depositarios se resisten a transmitir por miedo a incomodar  a quienes las vivieron. También resulta sorprendente comprobar que algunas de esas historias entroncan directamente con el folklore y la tradición de culturas muy alejadas de la irlandesa.  A la vistas de lo cual se entiende que el propio Yeats hable de una Gran Memoria  de la que se desgajan recuerdos comunes a todos los hombres sensibles. Incluso cuando se trata de varios relatos que tienen un protagonista común (pienso por ejemplo en la historia de Hanrahan el Rojo) es claramente perceptible la autoría coral de sus aventuras vitales, debiendo felicitarnos de que no hayan venido el  Perrault de turno a reescribirlas para dotarlas de un orden narrativo y una uniformidad formal.

En la vida de Yeats hubo dos periodos vitales claramente diferenciados y perfectamente obvios para un lector normal. El primero de ellos, que abarca toda su etapa de formación y se prolonga más o menos hasta la I Guerra Mundial, coincide con el máximo interés del poeta por el mundo “supernatural”.  También coincide con su máximo nacionalismo y activismo político a favor de lo irlandés. De haberse quedado en esa etapa, Yeats nos parecería hoy un poeta prerrafaelita y simbolista, muy en la línea de los románticos y el apego de éstos por la naturaleza, tan cercana al mundo mágico y feérico.  Sin embargo, a partir de los cincuenta años Yeats rompió con su trayectoria anterior para convertirse, junto con T.S. Elliot y la ayuda breve pero intensa de Ezra Pound, en el referente de la poesía inglesa de su época. Conservó su interés por la metafísica, pero ahora desde una perspectiva más universal, la misma, por ejemplo, que le llevaba a preguntarse por la posibilidad de diferenciar al bailarín de la danza. Es inútil categorizar ambas etapas o primar una sobre la otra porque lo que toca es agradecerle libros como éste, y también los de su última etapa.

 

Mitologías

William Butles Yeats

Acantilado        

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13 de febrero de 2012
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Podridos de dinero

El principio que atribuye a cada ciudadano un voto se ha ido con el agua de la bañera, y lo que queda, a la vista de todos, es el viejo y malhumorado Tío Gilito, sentado encima de su bolsa inmensa de dinero. Esa es de momento la estampa de las primarias republicanas de las que saldrá el candidato que desafíe a Barack Obama en la elección presidencial. Una carrera o puja entre millonarios, en vez de un ejercicio de deliberación y de democracia. Desde Europa nos entusiasman las primarias, los debates televisivos, los caucus e incluso la propaganda adversa, pero la sustancia de estas elecciones la proporcionan las montañas inmensas de dinero que están inyectando a su capricho los multimillonarios partidarios de cada candidato, doce en concreto, gracias a una sentencia del Tribunal Supremo de 2010 que autoriza en nombre de la libertad de expresión las donaciones sin límite para realizar campañas negativas.

Los jueces han reconocido así los derechos del dinero por encima de los derechos de los ciudadanos, algo que han aprovechado esos grandes electores que votan con su chequera y compiten entre sí en los apoyos a los distintos candidatos republicanos. La cerrada lucha entre tres candidatos, Mitt Romney, Rick Santorum y Newt Gingrich, que amenaza con durar más de lo conveniente antes de decantarse en favor de uno de ellos, se debe precisamente a la cantidad de recursos invertidos por estos acaudalados padrinos que les protegen. Para empeorar las cosas, las inversiones en anuncios televisivos autorizadas por los tribunales no ensalzan las virtudes de cada candidato, sino los defectos de los rivales. La sentencia que avaló estas prácticas conduce, para colmo, a un permanente ejercicio de hipocresía: las organizaciones que recogen estas inversiones no pueden tener una relación abierta con la campaña del candidato, algo que no les impide a cada uno de ellos asistir personalmente a las reuniones para animar la recaudación de fondos, aunque con el cuidado de abandonar la sala cuando se discute sobre los contenidos de los anuncios. Barack Obama ha criticado duramente estas prácticas, pero no ha tenido más remedio que aceptarlas y destacar a varios colaboradores suyos para que trabajen en una de estas organizaciones. Sabe que los republicanos están preparando una megacampaña para bombardearle con publicidad negativa en cuanto se sepa quién es el candidato republicano. De momento, se maneja la cifra de 100 millones de dólares ya apalabrados entre los Tíos Gilitos conservadores, pero algunos especialistas creen que la cifra podrá llegar hasta los 500. Entre ellos están los multimillonarios de Wall Street contrarios a las regulaciones exigidas por la crisis: consideran que todavía no han ganado la guerra entre el mundo de las finanzas y el de la política y que la reelección de Obama es la última batalla que les queda por librar.

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13 de febrero de 2012
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Los feos son perezosos

Casi todo el mundo quiere ser guapo, mejor dicho: estar más guapo. De la misma forma que de niños garabateamos diferentes firmas en busca de un pedazo de identidad, llega el momento en que uno se apresura a encontrar las gafas y el peinado que más le favorecen, y pueden pasar décadas aciagas en manos de ópticos y peluqueros creativos. Incluso quienes consideran que el atractivo es un asunto banal y lejano se regocijan cuando alguien les dice que lucen bien ?aunque se trate de una compasiva cortesía?. Quién no se ha preocupado alguna vez por salir bien en la foto, por si la corbata combina con la chaqueta o el maquillaje se ve natural ?qué magnífico oxímoron el que forman estas dos palabras: maquillaje y naturalidad?. La belleza es un sistema complejo y también dinámico, aunque sus cánones, desde la segunda mitad del siglo XX, poco hayan variado más allá de las declinaciones de estilo (minimalismo, androginia, hiperfeminidad y toda esa jerga que utilizamos en la prensa femenina). El progreso, eso sí, ha logrado que sea más fácil que nunca ser atractivo. Y el buen aspecto es un indicativo de salud física y mental, de empatía propia de quienes se dejan mirar complacientes. Que hoy vivimos más apegados que nunca a la imagen lo demuestra el hecho de que un político se injerte pelo o una política se quite arrugas y ambos sean noticia de portada. Y no de portadas de revistas del corazón sino de periódicos serios. La nueva imagen de María Teresa Fernández de la Vega llegó a ensombrecer la creación de su fundación Mujeres por África. Al mismo tiempo que el culto a las vanidades desembarca, cada vez con más páginas, en los periódicos, la fascinación y la denigración de la imagen nos dan una medida del tipo de sombra que proyectamos. Según postula Catherine Hakim en Capital erótico, un libro mediático que viene precedido por la polémica, «el interés de los hombres por el sexo eleva el capital erótico de las mujeres y puede conferir a estas una ventaja en las relaciones sociales». Hakim, entrevistada por Lluís Amiguet en La Contra, señalaba que incluso en las relaciones profesionales hay que dejar implícita una promesa sexual. Un regreso al pleistoceno: saca tus armas de mujer, repite esa caída de párpado y no olvides las medias de rejilla. Tantos años intentando ahuyentar el prejuicio de que cuando una mujer llega alto es porque se ha acostado con su jefe, y ahora nos vienen con esas. Cierto es que el buen aspecto ha dejado de ser letra pequeña, e incluso hoy es requerido para trabajar de limpiadora. Pero existe un asunto mayor que no incluye esta teoría del capital erótico: ¿acaso la psicología moderna no se ha cansado de repetir que el atractivo es importante, sí, pero no tanto para encantar serpientes como para gustarse a uno mismo? En esto Hakim tiene razón: «Los feos son unos perezosos». (La Vanguardia)

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13 de febrero de 2012
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El Boomeran(g)
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