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Que cien años no es nada

Hoy, 27 de febrero se cumplen cien años del nacimiento de Lawrence Durrell en la localidad india de Julundur. En los países civilizados se está celebrando la efemérides con artículos, ediciones especiales y, sobre todo, manifestaciones espontáneas de gratitud por las muchas horas de inolvidables lectura que  ese hombre nos proporcionó. Por descontado que España guarda un silencio sepulcral y desagradecido. Nada. Como si jamás hubiera oído nadie hablar de ese Lawrence ¿qué?

Y sin embargo se le debe, como poco, el majestuoso Cuarteto de Alejandría, repleto de hallazgos, sugerencias y fertilidad literaría, por no hablar del descubrimiento de la ciudad de Alejandría o el regalo de un personaje como la misteriosa Justine. Con sólo que Durrell hubiese dejado esos cuatro libros como testimonio de su paso por este mundo ya debería ser recordado con gratitud año tras año. Pero es que encima dejó atrás otras dos huellas de su paso que conducen a unos  lugares tan impagables como son Grecia y la Provenza , la primera vivida apasionadamente durante su etapa más vital y creativa (las islas, el sol, la luz, los baños, los olivos, los sucesivos amores o los libros fruto de todo ello) y la segunda durante los largos años vividos allí en su  madurez, dejando como testimonio de ello el Quinteto de Avignon y un retrato encantador de ese universo que nos cae a un tiro de piedra y titulado Visión de Provenza.  Y para qué dar las gracias por ello si aquí andamos sobrados de todo.

Pero algo muy grave tiene que estar pasando si además de despreciar a los grandes hombres con el olvido se desprecian incluso los soportes materiales de sus obras, y me estoy refiriendo a los libros.  Actualmente paso por el emotivo trance de desalojar un piso en el que se me han acumulado libros desde hace lo menos treinta años.  Muchos de ellos los ha acarreado (literalmente) por estaciones francesas, inglesas e italianas, y he sentido una indecible sensación de orgullo cuando finalmente los he visto  colocados en el lugar que les estaba reservado en las estanterías de casa. ¿Para siempre?

Quiá.

Primera sorpresa: actualmente ya nadie compra libros de segunda mano porque, me dicen los profesionales del ramo, no se valora que sea una edición muy cuidada y a cargo de un intelectual muy prestigiado…hace treinta años.  Lo de que sea un ejemplar agotado e inencontrable tampoco es valor suficiente.  La impresión general es que, antes o después, Google acabará ofreciéndolo, y qué más da si la edición es anónima y mediocre si sale (palabra mágica) gratis.

Segunda sorpresa: nadie quiere libros usados ni quiera gratis porque, me dicen los profesionales del ramo, a ellos no les salen tan regalados como parece. En primer lugar hay que mandar a buscarlos con una furgoneta y pagar a quien los cargue, y una vez en el almacén hay que contratar a otra persona para que los introduzca en la base de datos porque, me dicen, las pocas ventas que se hacen llegan a través de Internet.

Tercera y última sorpresa: hay instituciones, por ejemplo las universitarias,  que después de mucho insistir están dispuestas a aceptar una biblioteca pero sólo si es excepcional . Y ello no para incorporarla a sus propios fondos sino para ponerla en una sala cuya llave las secretarias se la facilitan a quien la pida, con el resultado de que a los pocos meses han desparecido los ejemplares más valiosos.  No sé si sirve de mucho consuelo la certeza de que a esos saqueadores les aguarda la misma suerte cuando quieran dejar a buen recaudo sus respectivas bibliotecas.

Otras instituciones, como por ejemplo las bibliotecas públicas de las comunidades históricas tampoco aceptan libros si no están escritos en su lengua vernácula. Y otras instituciones más, por ejemplo las penitenciarias y las asistenciales, aseguran que sus bibliotecas están muy desasistidas y que aceptarán gustosas  toda clase de libros…a condición de que se los depositen en los correspondientes estable cimientos. Es decir, cargar una vez más con los libros, ahora para depositarlos en la cárcel o un hospicio. Vivir para ver.

Solución final: aprovechando el persistente anticiclón invernal que hemos disfrutado,  improvisé un tenderete frente a mi casa y tuve la satisfacción de ver cómo había transeúntes que optaban por llevarse unos cuantos libros bajo el brazo. Pero conste que los más usados, es decir, los más queridos, releídos y consultados no los quería nadie y hoy deben de estar a punto de ser reciclados para ser reconvertidos en bolsas para la compra o papel de envolver regalos. Pero ya digo que algo muy grave nos está pasando.

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27 de febrero de 2012
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La vida otra

Nunca se ha escrito un libro igual que éste, la historia de la transformación de un hombre en mujer contada con una notable voluntad literaria y tomando su autor el propio cuerpo como el campo de un experimento primero fisiológico y a la postre de alcance moral. En julio de 1972, el reputado periodista británico James Morris, quien, establemente casado y padre de cinco hijos, llevaba casi veinte años ensayando las formas y el ‘ánima' de una femineidad sentida desde la infancia, llegó a Casablanca, miró en el listín telefónico el nombre de un tal Doctor B. y, tras convenir el pago de unos altos honorarios, concertó la operación que sellaría su nueva persona; antes de esa drástica cirugía genital, Morris, según confiesa en el libro, había ingerido, a partir de 1954, unas 12.000 píldoras y cerca de 50.000 miligramos de materia femenina.

     ‘El enigma' (‘Conundrum' en el original que en los años 1970 causó sensación en Gran Bretaña) se lee como un apasionante relato de formación, un ‘Bildungsroman' en el que no falta la epopeya heroica (Morris escaló el Everest con la expedición británica que por primera vez, en 1953, llegó a su cima), la búsqueda de un talismán que procurará dolor y salvación, el reposo final del guerrero, metamorfoseado en amazona. La sinceridad de la narración, a veces lacerante, conmueve en ciertos de sus pasajes y reflexiones, pero lo que nos atrae hasta el final es la capacidad de Morris para novelar con extraordinario vigor situaciones anecdóticas, paisajes de fondo y personajes inevitablemente secundarios en un libro tan auto-referencial; destaca el encendido canto marcial al ejército y, en concreto, al 9º regimiento de lanceros de Su Majestad Británica, en el que sirvió a fines de la segunda guerra mundial. Tiene especial relieve, en esas páginas del capítulo 4 de ‘El enigma', su exaltación de los tanques, vistos como pistolas gigantes cuyos mecanismos de propulsión, sus tubos, soportes y engranajes apuntan a un fin, "conseguir que la pistola se acerque a su objetivo para disparar de forma certera". Curioso, o revelador, en alguien cuya obsesión personal era mientras tanto erradicar de su cuerpo el arma de su virilidad.

     Morris se sintió siempre, cuando era James, como un ser especial (nunca pensó en sí mismo como homosexual) paulatinamente consciente de que no debía vivir su rareza tan sólo como tragedia: "al desear con tanto fervor y tanta insistencia ser trasplantado al cuerpo de una chica, no hacía más que aspirar a una condición más divina, a una reconciliación interior". Su llegada a Oxford, con nueve años, para formar parte del célebre coro de voces blancas de Christ Church, le dio un primer refugio de felicidad, de ‘pertenencia': en la erudita y bellamente artificiosa ciudad universitaria (como años después entre las escenografías acuáticas de Venecia), la propia anomalía adquiría carta de naturaleza admitida, y llega a hablar de un "nirvana infantil" cuando, vestido con los suntuosos faldones del corista, cantaba con su voz de soprano en las funciones de la catedral ‘oxoniense'. Y sobre las dos ciudades, Oxford y Venecia, ha escrito libros que están entre lo mejor de la literatura viajera anglosajona.

    El contraste, que Morris no elude, son las duras escenas (en el extraordinario capítulo 16) de la clínica marroquí donde empezó la vida de Jan entre otras personas en su misma situación, que "a pesar de hallarnos mutilados y lisiados, a pesar de arrastrarnos por los pasillos con las vendas colgando y apretujando el camisón con el puño, irradiábamos felicidad".

    En ningún momento morboso ni lastimero, ‘El enigma' seduce por su historia y por la manera de contarla. Jan Morris ha seguido hasta hoy publicando buenos libros, que ella misma ve diferentes a los que escribía James, más volcados los últimos, dice, en las personas que en los lugares. "Del mismo modo que me siento emancipada como persona, también me siento liberada como escritora: tal vez todavía esté a tiempo de ser novelista", confesaba en la parte final de ‘Conundrum'. El tiempo llegó en 1985 con ‘Last Letters from Hav', una fascinante novela, finalista ese año del premio Booker, que recientemente ha sido completada con una secuela, formando el volumen titulado ‘Hav'.

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27 de febrero de 2012
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Felicidad: esa luz que se apaga

La prosperidad económica se hizo tan extensa y duradera que a los largo de los años anteriores a la crisis, desde 1995 a 2007, aproximadamente, que brotaron como setas de temporada miles de libros editados con el tema de la felicidad en sus contenidos. Libros que se dedicaban a enseñar cómo ser feliz, como evitar el sufrimiento, como prolongar la vida dichosa sin importar la estatura, el sexo, o la edad.

En un hermoso paralelismo histórico, mientras de un lado aumentaban los ingresos de otro crecían las recetas parea sacar provecho al nuevo estatus de  la personalidad.

 Desde manuales para saber  vivir  o tratados para disfrutar mejor  unas semanas, las editoriales cultivaron un bosque de publicaciones destinadas a abrillantar la riqueza, a personalizar el bienestar y a escoger una vida mejor, dinero aparte.

 De hecho no pocas  investigaciones sobre el  proceder del cerebro se encaminaban a localizar un punto F de felicidad como correlato al punto G de la sexualidad, ya pasado de moda. El placer cerebral base primordial del saber lo comprendía prácticamente todo pero, en primer lugar hacia presagiar que atendiendo bien esa área inteligente la vida alcanzaría un nivel superior. No habría de bastar pues ser listo en los negocios sino que fue cada vez más relevante estar avisado para lograr una vida feliz. Y sin que una cosa excluyera a la otra.

Prepararse para ser feliz llevó a vender más libros que cualquier otro manual orientado a ser más ricos. De hecho, nunca en ka Historia de la especie  se vivió con tal intensidad la obsesión, la obstinación y hasta la obligación de ser feliz. Mientras la religión cristiana tuvo relevancia lo chic era el dolor. Lo prestigioso, como decía Nietzsche era declarar que se padecía horrendas jaquecas y que siempre se dormía mal. El sentirse mal o muy mal en este mundo  podría ser una señal de un gusto espiritual exquisito puesto que lo realmente elegante radicaba en ir al cielo.

De otra parte, la Historia de la Humanidad, con o sin capitalismo salvaje, no ha dejado de presentar motivos trágicos y consecuencias tan sangrantes como desgarradoras. A la reiterada tristeza de la crónica mortalidad infantil, se unía la amargura de las pandemias, las plagas de langostas y las bombas atómicas.  Sólo estos quince años desde finales se los noventa a comienzos del siglo XXI permitió tratar de pensar en la felicidad como una de las mercancías a incluir en el sistema personista del capitalismo de ficción. La felicidad o el bien que se ofertaba entre muchísimos otros como una insólita propuesta de los tiempos en los que ha apestaba la saturación hiperindividualista.

Sin duda buscar la felicidad, soñar con ella o dar unos sorbos de ella , fue un asunto de toda la vida y de todas las vidas, fauna y flora incluidas. Lo significativo, sin embargo, de aquellos años previos a esta Gran Crisis es que se perfilara la dicha como un bien accesible, un artículo posible si se posee la debida enseñanza para cazarlo.

De hecho, prácticamente, todos los libros de autoayuda - tan abundantes que desde hace años posee una sección propia y extensa en las librerías- son de la misma naturaleza. Directa o indirectamente, los  libros de autoayuda van encaminados a adiestrarnos e  ser felices y todos juntos, los de hallar la felicidad espiritualmente o por stretching vienen cargados de consejos,  estudios, ejercicios prácticos   o meditación a la manera de un manual del consumidor ya avezado y maduro. Porque ser  feliz en este mundo y cuánto más mejor requiere, sin duda, la relación con los demás puesto que sin ellos la felicidad nunca será posible. El superindividualismo fue la enfermedad infantil del capitalismo tardío pero hoy el "personismo" es la clave eléctrica del bienestar. La felicidad funciona bien, las luces se encienden, el fruto luce, dependiendo de las conexiones interpersonales.

De hecho, con las redes sociales el mundo se electrificó desde uno a otro confín. O como decía Lenin: socialismo es igual a electricidad más revolución.

Esta revolucionaria luminaria supuestamente "feliz", sin embargo, ha venido a chisporrotear en los últimos cinco años y si la Gran Crisis no ha reducido el grado de conectividad globalizado sí ha rebajado la bondad de las conexiones hasta llegar a este 2012, año bisiesto en que son mellizos tanto el desempleo como una orgánica oscuridad social. La vida dirigida a brillar gracias a la extensión de libros, profesores, carteles, masajes y spas ha ido perdiendo su próspera intensidad y en esta nueva atmósfera de  recesiones nacionales ha emergido un nuevo pensamiento sobre el yo y los demás. ¿Un pensamiento triste?  (CONTINUARÁ)

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27 de febrero de 2012
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Sobre el trabajo y el dolor

Hace unos días leí a un cronista de diario describir la así llamada "crisis" como un arrasamiento de las condiciones vitales de gran parte de la población trabajadora, lo cual es cierto, pero añadía que estábamos regresando a la época de Dickens. Este tipo de manifestaciones bombásticas son harto frecuentes e indican una ignorancia total de la época de Dickens, o de la nuestra. Por lo visto el cronista no sabía que en la Inglaterra victoriana los niños empujaban vagonetas en las minas de carbón. Su esperanza de vida era de siete años, pero a pesar de ello salían más baratos que las mulas.

No es necesario ir tan atrás. Basta con saltar a Georgia, Carolina, Virginia, Pittsburg o Nueva York en 1910. O a Macedonia, Serbia, Grecia en 1919, así como a otros cientos de lugares y fechas del siglo XX. Los que he mencionado son los que están a la vista de cualquier espectador en la excelente exposición de Lewis Hine de la Fundación Mapfre. Allí pueden verse las caras tiznadas de casi un centenar de niños que partían piedras en las minas de Virginia. Sus ojos parecen agujeros perforados en una máscara negra. O las niñas que trabajaban doce horas en las fábricas textiles de Carolina. O los niños empleados por las serrerías, el algodón, el vidrio, en tareas que pocos adultos soportaban.

Las fotografías de Hine, un hombrecito con cara de ratón que vivió entre 1874 y 1940, son un testimonio colosal sobre la vida de los trabajadores hace cien años. Verdaderos iconos, muchas de estas fotos las hemos visto en los lugares más insospechados, desde portadas de libros hasta cubiertas de vinilos rockeros, sin saber que eran suyas. Verlas ahora juntas es en verdad emocionante.

Hine no buscaba la compasión, ni el sentimentalismo, ni siquiera la caridad. Él era un documentalista, lo que no excluye, por supuesto, que algunas de sus placas sean para nosotros verdaderas obras de arte del mismo modo que hoy nos admiran algunos frescos góticos que en su momento fueron tan artesanales como la herrería. A él le interesaba el mundo del trabajo porque sus fotografías eran también duro trabajo y por eso no sólo expone el dolor, el sufrimiento, la explotación o la miseria, no se recrea sólo en los horrores de la sociedad industrial. También es consciente de que el trabajo es un modo de dominar el mundo, de controlar las condiciones de nuestro dolor, de nuestro sufrimiento, e incluso las condiciones de nuestra explotación.

Por eso la sociedad americana que en el primer tercio de siglo XX le había proporcionado aquellas imágenes infernales, cambia por completo en los años treinta cuando Hine fotografía la épica del trabajo. Son sus célebres imágenes de la construcción del Empire State Building, un canto glorioso a la audacia, el esfuerzo, el sacrificio y la imaginación de los humanos. Aquellos obreros que colgaban sobre el vacío estaban siendo fotografiados por un frágil hombrecillo de cincuenta y siete años que también colgaba sobre el vacío. Un trabajador entre otros trabajadores que hacía funambulismo entre cables y jácenas.

LEWIS HINE

Alguna de esas imágenes, como la archicélebre de Ícaro sobre el ESB, forma parte de la más auténtica y vigorosa poesía social del siglo XX, un verdadero arte del trabajo. Contra el tópico establecido, la lírica del obrero no se llevó a cabo en los países socialistas, sino en EEUU. La épica bolchevique o maoísta es gélida, oficinesca, de un colosalismo mesopotámico, demasiado similar a la representación de los nazis. No hay lugar para la dignidad, la alegría, la gracia, la fantasía o la celebración de la cuadrilla. Los obreros de Hine, en cambio, son propiamente humanos, están construyendo estructuras colosales, pero además celebran la vida y el trabajo.

En su extraordinario libro Men at Work, parcialmente reproducido en el catálogo, Hines comienza diciendo: "Las ciudades no se construyen a sí mismas, las máquinas no pueden hacer máquinas a menos de que tras ellas estén el cerebro y el sudor de los hombres. Llamamos a nuestra época la era de la máquina. Pero cuantas más máquinas utilizamos, más hombres verdaderos necesitamos para hacerlas y dirigirlas". Sus fotografías son cantos poderosos del siglo XX, un tipo de canto que entre nosotros ya es imposible porque nuestras máquinas han dado un salto abstracto y enigmático para construir un mundo nuevo, inasible, invisible, que aún no sabemos cómo representar.

Dije al comienzo que era desolador constatar hasta qué punto muchos políticos y cronistas no han asimilado la velocidad con la que el siglo XX se ha alejado de nosotros. Aquel mundo de las máquinas tenía una característica hoy inexistente: el esfuerzo, el dolor, el sacrificio, podían dar como resultado una sociedad cada vez más abierta, unas construcciones grandiosas, una mayor libertad y una educación admirable. Hoy no sabemos cómo usar el sacrificio, el dolor y el sufrimiento de manera que no sean exclusivamente negativos. En consecuencia, los anulamos. De ahí la desaparición de la ética en la política: si no hay motivos para sacrificarse, entonces todo está permitido.

El mismo día en que leí lo de Dickens vi por televisión a unos burócratas que jamás habían pisado el mundo del verdadero trabajo cantando la Internacional con el puño en alto.

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27 de febrero de 2012
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La ciencia y la piel de gallina

Por qué hay canciones que nos erizan la piel y nos conectan con un viejo amor, un sueño perdido o que incluso nos hacen llorar? Hace unos días, el periodista científico Michaeleen Doucleff publicaba en The Wall Street Journal «Anatomía de un generador de lágrimas», donde analizaba el poder conmovedor de la música y en particular de una de las cinco canciones más descargadas en iTunes, Someone Like You, de la antidiva Adele. He seguido en Twitter el interés por los escalofríos musicales que propician analogías con las emociones. Eso que tan bien expresó Mendelssohn al afirmar que en ambas realidades ?la musical y la emocional? existen formas parecidas de crecer y de empequeñecerse, de calma y de excitación, de intervalos soñadores. Como la comida, el sexo o las drogas, la música estimula los circuitos del cerebro y libera dopamina en los centros de placer y recompensa. Y en el caso de la canción de Adele, según Doucleff, se pasa de la tristeza al bienestar gracias a las llamadas apoyaturas ?una especie de contrapunto musical que puede producir tensión, alivio e incluso lágrimas?. Confieso que Adele no me hace llorar, pero recuerdo con nitidez otras canciones con las que he experimentado ese pellizco.

De adolescente, en las largas tardes de verano, escuchaba Es fa llarg esperar y sus notas pronunciaban una densa sensación de expectativa, en especial cuando Maria del Mar Bonet sube de octava para decir doliente: «El cel roig i el sol que ja se’n va». Todos tenemos una banda sonora que nos acompaña hasta la muerte ?aún recuerdo la sonrisa que esbozamos en la despedida de Enrique Puig cuando al terminar la liturgia sonó Matilda?. No hay más que fijarse en Obama para entender cómo explota el contagioso poder de la música. Después de que en el Apollo Theater se lanzara a cantar Let’s Stay Together, las ventas del viejo tema se dispararon. Hace cuatro años publicó la música que llevaba en su iPod. Fue un golpe maestro y creó escuela. Ahora, sus temas preferidos acaban de aparecer en una playlist de Spotify. Obama pasa de la celebridad a la intimidad con un suave encabalgamiento, baila arrobado con su mujer como nunca ha hecho aquí ningún presidente del Gobierno, y además de cantar bien, sabe que cuando a dos o más personas les gusta la misma canción se dispara un mecanismo gozoso que incita a reconocerse en el otro. Hace tiempo que los jukebox se callaron. Habitaba en el acto de elegir una canción, o varias, un deliberado ejercicio de cercanía. Hoy la música se escucha en solitario, con auriculares y en silencio. Pero es tan necesaria como siempre, y más ahora que la ciencia demuestra que no estamos locos cuando al escuchar una canción creemos vivir una vida paralela, en las antípodas de las primaveras valencianas, la sumisión laboral y los juicios por corrupción. Basta con darle al play. (La Vanguardia)

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27 de febrero de 2012
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La izquierda es culpable

No disponemos del bálsamo de Fierabrás que nos sacará de la crisis, pero al menos sabemos quién tiene la culpa. No hablemos de las responsabilidades, más o menos compartidas. Tampoco de causas y orígenes. Nada de sistemas ni historias. No, hurgar por ese lado es propio de culpables, escondidos detrás de las justificaciones grandilocuentes y del intelectualismo frívolo. Hay que hablar de culpa y de culpables, de pecado y de pecadores. A los que hay que exigir arrepentimiento y penitencia: de rodillas, ceniza en la cabeza y a rezar al rincón. La izquierda es culpable porque a ella se debe el desenfrenado tren de vida que ha pretendido dar sanidad y escuela pública para todos, salarios dignos para los trabajadores, pensiones para nuestros jubilados, subsidios de paro para los que pierdan empleo, cuidados gratuitos para la población dependiente y desvalida e incluso una renta mínima para los más necesitados. Por vivir por encima de nuestras posibilidades, en resumen.

También es culpable por su culto al leviatán del Estado, al que ha terminado convirtiendo en un ídolo propio, de forma que aunque también puedan ser de derechas quienes lo utilicen para corromperse y enriquecerse, lo pertinente es cargar culpa y pecado sobre las espaldas de la izquierda. El gasto excesivo y al tuntún, los aeropuertos vacíos, los museos sin visitantes, los trenes sin pasajeros, las autonomías derrochadoras, el paquete entero de la corrupción, todo esto es de izquierdas aunque mande y decida la derecha. Socialismo europeo, como muy acertadamente denuncian el Tea Party americano y los candidatos republicanos. No es la única culpa que pertenece a la izquierda. También es culpa suya que no hayamos encontrado salida a la crisis. Cuando estaba en el Gobierno, por no haberla visto venir. Luego, por no hacer nada. O por hacer algo, que siempre es poco y mal. Por la política de estímulos y por la falta de estímulos. Por controlar todo desde el Estado y a la vez por adscribirse sin que le corresponda al liberalismo desregulador. Por gestionar el capitalismo y por querer destruirlo. Si lo miramos bien es por el mero hecho de existir: cualquier otro gobernante genera confianza solo por quitarle el sillón al izquierdista. Cuando recortó algo, era culpable por recortar; ahora que recortan otros, es culpable por no haber recortado suficientemente, y luego lo sigue siendo por quejarse de los actuales y más drásticos recortes. La culpa es de la izquierda por definición. Si hace algo mal la derecha es por contaminación socialdemócrata y reflejos izquierdistas; o porque sufre una conspiración de la izquierda para hacerla caer en una trampa. Pero su mayor culpa es la que ella misma confiesa, aunque luego no sepa arrepentirse ni purgarla: la derecha manda porque la izquierda no existe. ¡Anda! Pero si no existe, ¿cómo puede ser suya la culpa?

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27 de febrero de 2012
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La cifra y la muerte

La madrugada del 13 de marzo de 1964, Kitty concluyó su turno en el bar como de costumbre, tomó su automóvil y lo estacionó a unos metros del conjunto donde vivía, en Low Gardens. En cuanto inició el camino a casa, distinguió una sombra a sus espaldas. Atemorizada, Kitty corrió hacia la calle Austin, seguida de cerca por un hombre. Antes de que pudiera refugiarse en un edificio, el intruso le asestó dos cuchilladas por la espalda. “¡Auxilio!”, gritó la joven. De entre las decenas de departamentos de la zona, sólo uno de los vecinos abrió la ventana y exclamó: “Dejen en paz a esa chica”. Al constatar que las luces se apagaban, el maleante buscó a Kitty, quien se había arrastrado hasta un porche. Al descubrirla, el sujeto, identificado luego como Winston Moseley, volvió a acuchillarla; luego la violó y la abandonó a su suerte.

 

De acuerdo con el New York Times, el asalto se prolongó por más de media hora, hasta que por fin alguien llamó a la policía. Kitty Genovese murió a las 4:15 de la mañana. Al menos 38 personas observaron el incidente sin que ninguna se decidiese a llamar a la policía; de haberlo hecho al inició del ataque, una patrulla habría tardado menos de 10 minutos en llegar.

            Aunque estudios posteriores han puesto en duda la precisión de este relato, en su momento desató una profunda indignación pública y dio lugar a que dos investigadores, John Darley y Bibb Latané, condujesen un célebre experimento psicológico, el cual dio como resultado el llamado “síndrome de responsabilidad difusa” y el “efecto espectador”. Sus paradójicas conclusiones indican que, entre más personas observan una emergencia, el tiempo que una de ellas tarda en intervenir se vuelve más largo. En otras palabras: la tendencia imitativa inscrita en nuestros genes nos frena a la hora de tomar una decisión distinta a la de quienes nos rodean.

 ¿Por qué recordar hoy a Kitty Genovese? Porque es como si todo México sufriera en estos años del “efecto espectador”. Las víctimas comparecen frente a nosotros todos los días, a todas horas, en la televisión y en la radio, en la prensa y en las redes sociales. Ubicuas, inobjetables. Sin embargo, debido a que nuestras neuronas espejo no se involucran emocionalmente con abstracciones, nos hemos acostumbrado a convivir con ellas, como si los muertos fuesen una compañía natural cada mañana y cada noche, semejantes a las predicciones de los meteorólogos o al himno nacional que cierra las transmisiones. 

“Hoy ha habido 12 ejecuciones”, “72 cadáveres han aparecido en una fosa” o “El número de muertes violentas ha llegado a 50,000”, escuchamos sin descanso. A continuación aparecen los expertos —o, peor aún, los voceros oficiales— para indicarnos que no, que los muertos no son 50,000, sino 47,500, o 48,221, o 62,124. A los cuales habría que sumar los 18,000 desaparecidos, según el recuento de diversas ONG. Cifras y más cifras que pasamos por alto, indiferente a lo que significan. Ése es nuestro escudo: habiendo tantas personas involucradas, no seré yo el primero en actuar. 

Pareciera como si los 112,336,538 de mexicanos estuviésemos confinados en ese conjunto de apartamentos en Queens y, frente al asesinato de 47,512 o 50,603 Kitties, ninguno de nosotros se decidiese a actuar. Algunos dirán que las situaciones no son equivalentes, que un país no es un edificio o, de manera aún más miserable, que la mayor parte de los 48,270 o 53,400 muertos —¿pero quién puede saberlo, si las cifras ni siquiera son confiables?— pertenecen a los malvados y por tanto sus muertes no deberían importarnos tanto.

Cada vez que un atildado funcionario comparece en televisión, asegurando que toda la culpa es de cárteles que se ajustician entre sí, se me revuelve el estómago. Es como si un médico dijese a los familiares de un paciente con cáncer: no se preocupe, sólo se multiplican las células malignas. Un buen gobernante no se desgarra las vestiduras frente a la horrible situación presente —los 30,000 o 40,000 narcos que en teoría se matan entre sí—, sino que se pregunta: “¿Por qué lo hacen?” Y, en vez de lavarse las manos, intenta prevenir la enfermedad. ¿Cómo? De la única forma posible: con profilaxis social. Con educación de buen nivel. Con cultura. Con oportunidades de trabajo.

Si admiramos a los héroes y execramos a los villanos, es porque nos resulta terriblemente difícil separarnos de los demás: para bien o para mal, la evolución nos diseñó para copiarnos unos a otros. Pero si no queremos contemplarnos con vergüenza, como los 38 testigos que no auxiliaron a Kitty porque pensaron que alguien más haría la llamada, tenemos que exigir, sin tregua ni respiro, que las autoridades desmenuces esos números. Sólo el candidato que sea capaz de prometer un listado preciso y exhaustivo de esos 48,234 o 65,967 muertos debería tener nuestro voto. Porque sólo si transformamos las cifras en vidas y destinos concretos, nuestros torpes cerebros serán capaces de comprender un poco la tragedia que nos circunda.

 

twitter: @jvolpi

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26 de febrero de 2012
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El aire de los tiempos

Frente al parque del Oeste, ese lugar de Madrid donde siempre siento la ilusión del mar, convocamos el primer Salón Literario de Madame Marie Claire. Nos movía ante todo un impulso de belleza,el reunirnos alrededor de una mesa para conversar sin fines, trabas ni guiones políticamente correctos. También el deseo de recuperar la deliciosa tradición femenina de los salones franceses del XVIII, concebidos para que la gente mundana no se aburriera y los intelectuales tuvieran un espacio para poder comunicar sus ideas. Un puente entre las artes y la moda, bien argumentado por uno de nuestros más ilustres salonniers, Félix de Azúa: «hay una corriente profunda entre la literatura y la moda. Que nadie piense que estoy hablando de literatura, “ese oficio divino”, frente a la moda? todo lo contrario, lo que es divino es la moda y la literatura se añade como puede». No en vano, la raíz etimológica de la moda, modus, explica bien su esencia: «la manera del momento».

Al tiempo que escribía estas líneas, llegó la noticia de la muerte de Antoni Tàpies, el pintor español más importante después de Picasso y Miró. Y no pude dejar de pensar en la generosidad del artista cuando cuando hace ya más de tres años quiso participar en un especial dedicado a la relación entre las modas y las artes. En su estudio, se fotografió junto a la modelo Eugenia Silva, y conversaron acerca de las paletas de tierra y ocres, de sus matéricas pinceladas y de cómo en el lienzo desplegado sobre el suelo regresó a la figura humana. Observo su entrecejo de filósofo, su voluntad de iluminar la oscuridad, la belleza moral de su obra. Y celebro que este oficio nos haya dejado más imágenes como ésta, en la que logramos que la alta cultura y la moda dialogaran, sin los estúpidos prejuicios que aún permanecen en nuestro país. Lo que ha ocurrido sobre la pasarela esta nueva temporada es excepcionalmente paradójico. En plena recesión, los diseñadores han decidido celebrar la vida y colorear el aire de los tiempos. Vierten colores mediterráneos, estampan naturalezas vivas ?berenjenas y pimientos, girasoles y bungavillas? e imprimen la huella del sol en las faldas con vuelo. Encima de la pasarela sonaba un mambo infinito. Mientras los llamados PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España), en la cuerda floja, se debaten para no ser intervenidos, la huella de su cultura mediterránea inspira «la manera del momento». Una tendencia solar, libre y sensual que crea una ilusión de paraíso íntimo. Las influencias españolas, de Goya a Picasso y el propio Tàpies, marcan la temporada. Además del elogio a la inocencia en una paleta de colores pastel. Se prepara una primavera rebosante de moda en los museos. Y una nueva hornada de talentos demuestra, en España, que la imaginación sí es poder. El viaje de una idea desde la torre de marfil hasta la calle es apasionante. Y más aún cuando, para esta temporada, la moda ha enviado una contraseña: volver a reír. Éste será tu password vital para afrontar el aire de los tiempos. (Marie Claire)

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24 de febrero de 2012
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El Boomeran(g)
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