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Eder. Óleo de Irene Gracia

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La natividad de Satán

¿Cuántos tipos como Kony merecerían la fama universal que les condujera detenidos ante el tribunal penal internacional de La Haya? La lista es larga. Es probable incluso que Joseph Kony no llegara a ocupar un lugar muy destacado en ella. Incluso cabe pensar, como ya han sugerido algunos, que el señor de la guerra ugandés, genocida y secuestrador en masa de niños, ni siquiera sea un peligro efectivo en este momento. Y sin embargo, hay algo de ejemplar en esta campaña, a pesar de que ponga los pelos de punta a los vigilantes antibuenistas y antiprogres, siempre atentos, y con razón, a que las buenas intenciones no den pie a la buena conciencia o incluso a acciones reprochables.

Hay que reconocer la excelencia profesional de la campaña. La elección del sujeto es perfecta, limpia, sin matices. No hay excusa que valga con el personaje, su ejército criminal impregnado de simbología y palabrería religiosa, su actuación infame desde hace 26 años, esos millares de niños reclutados a la fuerza como guerrilleros, los ritos parricidas a los que se les obligaba, las mutilaciones, los asesinatos en masa? Pensemos en otros candidatos: cualquier otro genocida, sirio o sudanés para poner un caso, hubiera tropezado inmediatamente con algún tipo de polarización o alineamiento de ideologías, partidos, religiones o incluso países. Kony no: es el malvado perfecto, que suscita el consenso negativo universal. La excelencia profesional se extiende luego al uso de los medios, desde el diseño gráfico de la campaña hasta los vídeos, desde el kit solidario hasta la difusión viral de las imágenes y mensajes. Kony se ha convertido en una marca global potentísima. Este hombre malvado ha pasado a ser la encarnación icónica del mal, es decir, el diablo hecho hombre. Invisible Children ha producido la natividad de Satán, sacando de las profundidades de Africa un caso ejemplar que sirve para movilizar las fuerzas del bien en el mundo. La profesionalidad de los artistas plásticos y audiovisuales, siendo grande, no es el hecho más notable de toda esta campaña. Lo excepcional está en el concepto intelectual y político que significa revertir el procedimiento de la fama. Conocíamos casos en que alguien que había destacado por su actividad violenta o criminal se convertía en un icono universal gracias a las ideas o valores que decía defender con sus acciones brutales. En este caso estamos ante el procedimiento inverso: lanzamos a la fama a un criminal de masas para que encarne en toda su crudeza el mal que ha perpetrado y poder entregarlo así a la justicia. Kony es una estrella del pop, estrella oscura y pestilente como su alma, pero estrella al fin. La operación es arriesgada, sin duda. Se entiende perfectamente que surjan las dudas y las críticas. Pero no se pueden negar ni la valentía ni el sentido del riesgo de sus promotores, tampoco su carácter pionero como experimento comunicativo. Si Kony termina ante el fiscal Luis Moreno Ocampo, como muchos deseamos, quedará abierto un camino, de tránsito polémico y difícil, pero muy interesante para futuras actuaciones políticas y reivindicativas del signo que sea. La campaña Kony 2012 es una nueva forma de movilización global de las opiniones públicas inédita hasta ahora y capaz de levantar alrededor de una causa a una velocidad desconocida a millones de personas. Aunque, ¡cuidado!, si esta vez es una buena causa, igual la siguiente no lo es tanto.



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12 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Goytisolo, premio Formentor

Juan Goytisolo Es imposible no recordar el premio Formentor de los años 60, que lo entregaba un famoso hotel en Mallorca. El Premio Formentor, que tiene como antecencedente a galardonados como Samuel Beckett, Jorge Luis Borges, Juan García Hortelano, Jorge Semprún, Saul Bellow y Witold Gombrovicz, cobró el año pasado nueva vida al ganarlo Carlos Fuentes. Ahora, este 2012 le fue entregado hoy a Juan Goytisolo por el conjunto de su obra, que incluye no solo las novelas sino los ensayos. Dice la nota en El País:

Un jurado reunido en México acaba de concederle el Premio Formentor de las Letras al conjunto de su obra. Pocas veces las circunstancias habrán subrayado tan claramente el carácter extraterritorial ?y casi intempestivo- de un escritor. Presidido por Carlos Fuentes, ganador de la edición del año pasado, y formado por los escritores Sergio Ramírez, Bárbara Jacobs, Julián Ríos, Basilio Baltasar, Jorge Volpi y Patricio Pron, el jurado ha premiado a Goytisolo ?por la renovación estilística y por la maestría de su incomparable dominio expresivo?. También ha incidido en su ?independencia de criterio? y en su labor como ?interlocutor entre la cultura europea y la cultura islámica como intelectual que ha ayudado a modelar la conciencia de un Mediterráneo agitado por numerosos conflictos pero fundado sobre el patrimonio común de judíos, moros y cristianos?. El Formentor -que se suma a premios como el Octavio Paz (2002), el Juan Rulfo (2004) o Nacional de las Letras Españolas (2008)- reconoce tanto la obra narrativa de Juan Goytisolo ?que incluye clásicos contemporáneos como Señas de identidad o Makbara- como su trabajo ensayístico ?de Contracorrientes a Crónicas sarracinas- . Una y otro son fruto del inconformismo de su autor: respecto a su propia obra y respecto a una lectura unívoca de la tradición española marcada artificialmente por la pureza de sangre. ?Cada cual debe buscar su camino. Desconfío mucho de las clasificaciones de los profesores, de las generaciones. Cada escritor es una anomalía. Alguna vez me han dicho que era un escritor raro y siempre pienso que Cervantes se define a sí mismo como raro inventor. La literatura es el dominio de lo raro. Un creador ha de ser consciente de que hace algo nuevo. Si no, no merece la pena escribir. Aunque te arriesgues a la incomprensión?, declaró el escritor a este periódico cuando en 2008 se publicó su, hasta ahora, última novela El exiliado de aquí y allá (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores, el sello en el que se están publicando también sus obras completas). (?) Esa trayectoria es la que acaba de reconocer el jurado del Premio Formentor, un galardón que el año pasado renació con el nombre del galardón que en 1961 impulsó la editorial española Seix Barral con la colaboración de una decena de sellos extranjeros. Aquella distinción tenía dos modalidades: el Prix International de Littérature y el Premio Formentor. Uno reconocía a un autor de resonancia mundial: Beckett y Borges abrieron un palmarés que luego engrosarían Saul Bellow y Witold Gombrowicz . El otro se concedía a una novela presentada por alguno de los editores convocantes y luego era publicada por todos los demás. Fue el caso de Juan García Hortelano o Jorge Semprún.



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12 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sé que mi padre decía

Esta novela que ahora reedita la editorial Los libros del lince ganó en 2009  el Premio Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón, pero no tiene mucho que ver con lo que uno espera encontrar cuando empieza a leer una novela de detectives. Para empezar, no sigue la moda de los relatos nórdicos de crímenes, que de forma tan merecida se han ganado un aprecio prácticamente universal. Y tampoco es un remedo de los grandes escritores de género estadounidense. Por no haber  ni siquiera hay policías violentos, detectives en vísperas de alcoholizarse, comisarías ruinosas y polvorientas ni laboratorios científicos en los que desentrañar habilidosamente la verdad. A decir verdad, Sé lo que dice mi padre no se parece a nada de lo que habitualmente se acumula en las estanterías reservadas a la novela negra. No tiene referentes. Resulta ocioso  traer a colación a gente como Patricia Highsmith, Jim Thompson o Fred Vargas porque no hay parangón con ninguno de ellos.

 

Lo que más llama la atención es la absoluta y radical falta de juicio moral acerca de los personajes, sus actos o la sociedad que los ampara. Ni siquiera a la hora de describir a Jon Asecas, un pistolero que empieza por verse implicado azarosamente en la trama y acaba erigiéndose en uno de los actores principales, se utiliza el rasgo que hubiera permitido definirlo nítidamente y de un solo trazo, es decir, su condición de miembro de ETA, unas siglas que sólo aparecen una vez y por un motivo equivocado y por completo ajeno a la trama. Aunque mi conocimiento de la literatura producida en el País Vasco en los últimos años no es tan exhaustivo como para poder afirmarlo con toda seguridad, yo diría que es la primera vez que en un relato de ficción aparece un miembro de esa organización sin que, directa o indirectamente, se le juzgue por su militancia o se le cuelgue algún tipo de etiqueta moral, ya sea a favor o en contra. El tal Jon Asecas actúa como actúa y son sus actos quienes le sitúan a uno u otro lado de la línea moral que cada lector tiene en su conciencia. Y lo mismo podría decirse del resto de personajes, que vaya otros. Si acaso, el juicio emana de los propios actores del conflicto. Por ejemplo Ismael Ochoa, el narrador, es reiteradamente negado en insultado por todos cuantos le rodean, empezando por su propio padre, debido a su condición de ex legionario. Si deseaba romper con su pasado, e incluso si buscaba negar sus orígenes y empezar desde cero en otro sitio (vienen a decirle su concuidadanos), ¿no tenía a su disposición un montón de opciones antes que enrolarse en la legión?

La trama, en su planteamiento, no puede ser más sencilla. Ese ex legionario que lleva muchos años dando tumbos por ahí, recibe de su ex mujer las pruebas necesarias para hacer un chantaje que les solucionará la vida a ambos. Todo lo que debe hacer es presentarse ante su único amigo de la infancia, mencionarle las pruebas de su intolerable y culposa doblez y sacarle un montón de pasta a cambio de su silencio. Pero nada sale como está previsto, entre otras cosas porque tampoco nadie es lo que parece, ni tampoco actúa como debería. Con notable habilidad, Willy Uribe teje esta historia de traiciones, derrotas, cobardías, crímenes y miserias en la que resultaría difícil trazar la vieja distinción entre buenos y malos, o entre ganadores y perdedores. Y como en toda buena historia, adivinamos que la palabra Fin no significa que todo quede resuelto y perdonado, o que cada uno vaya a conformarse con su suerte, pues incluso los supuestos ganadores acabarán recibiendo su merecido.    

Otro aspecto notable de la novela es su localización: transcurre  casi íntegramente en Bilbao y con personajes locales, pero contra todo pronóstico resulta de una verosimilitud muy de agradecer. Tal vez en gran parte elloc se deba a que Willy Uribe es un alumno aventajado de Ramiro Pinilla, un hombre que ha hecho del País Vasco un universo narrativo de gran riqueza y lleno de matices. Y que se empiece a poder hablar de ETA (o incluso de los  pistoleros de ETA) sin atrincherarse tras una andana de denuestos o beatificaciones es, me parece a mi, un síntoma de salud, o un primer paso hacia la normalización.  La Historia acabará situando a ETA donde corresponde. Y ya va siendo hora de que los ciudadanos (y quienes escriben ) vayan haciendo lo propio.

 

Sé que mi padre decía

Willy Uribe

Los libros del lince



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12 de marzo de 2012
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Amor y cicatrices

'Diario de invierno' no es un diario, sino la memoria física y sentimental de un hombre que, al llegar a los 64 años, entra en el invierno de su vida. Estas son las últimas palabras que Paul Auster escribe en este magnífico libro aparecido en español antes de salir en su lengua original en los Estados Unidos, y que tiene todo el impudor de las revelaciones íntimas y el poder ilusionista de la mejor literatura de ficción. ¿Ficción o autobiografía? Poco importa. Los datos y los nombres que se dan coinciden con los que ya sabemos de Auster (a veces por él mismo, en obras suyas anteriores), pero resulta fácil olvidar en muchas de las páginas que lo contado responde a la verdad; la novela se impone al recuento verídico.

Auster, que es (en la realidad) un hombre alto y fornido, apuesto, y con un pasado de jugador de béisbol, se presenta en este relato como alguien desde siempre -es decir, desde antes de llegar a la edad de su invierno- frágil e inseguro, y víctima de accidentes y dolencias graves. El repaso a las cicatrices que quedan en su cuerpo es lacerante, pero muy divertido el descubrimiento, siendo niño, de que la punta de su propio pene circuncidado se parecía a un casco, y de lo adecuado que es tener "un casco de bombero esculpido en tu propia persona, precisamente en la parte del cuerpo, además, que parece y funciona como una manguera" (cito por la excelente traducción de Benito Gómez Ibáñez en Anagrama).

Hay una parte central que descrita en dos palabras puede parecer árida y poco prometedora y de la que, sin embargo, el autor norteamericano saca un gran partido novelesco: la mención y comentario, una por una, de las casas en las que ha vivido, tanto en su país como en Europa, y especialmente en Francia, donde residió varios años. Las ‘moradas' de Auster tienen algo, como las de Teresa de Jesús (escritas por la santa a los 62 años y muy achacosa), de camino espiritual y de expiación, ya que en ellas empezó su formación, llegaron sus fracasos y sus preocupaciones, y también, en la última dirección que incluye, Park Slope, Brooklyn, encontró su paraíso, una casa rojiza de cuatro plantas con un pequeño jardín en la parte de atrás donde "quieres seguir viviendo hasta que ya no puedas subir y bajar las escaleras por tu propio pie".
Ahora bien, más allá del paisaje familiar (es muy conmovedor el retrato desventurado de su madre), de los percances físicos y de los domicilios, ‘Diario de invierno' es una confesión amorosa que lo cuenta todo: los primeros escarceos, las primeras ‘pajas', el gozo del amor mercenario y la felicidad del amor-pasión. Uno de los pasajes más fascinantes del libro es el encuentro con Sandra, una prostituta parisina que después del coito, y al mencionar el cliente Paul que es poeta (y lo era entonces), se puso a recitar de memoria a Baudelaire. Tanta impresión le causó la chica que, tiempo después, de regreso en Nueva York, él se preguntó si no debía volver a París y casarse con Sandra. Paul Auster se casó finalmente con la traductora y cuentista, hoy muy afamada, Lydia Davis, de la que se divorció pronto, y lleva treinta años casado con su segunda esposa, la también escritora Siri Hustvedt, a la que se declara en este falso diario, contando con gran elocuencia el momento en que la conoció y se enamoró irremediablemente. Una mujer inteligente y hermosa a la que era imposible idealizar, pues ya ella "se había inventado a sí misma".

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12 de marzo de 2012
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El trampolín de la política

Mucho se ha abundado últimamente en la falta de ejemplaridad de los políticos, casi tanto como en la necesidad de que estén mejor pagados. La política, entendida como un «abierto 24 horas», sin días de asuntos propios ni planes de conciliación, es mucho más que una inclinación y mucho menos que una pasión, aunque no falten quienes se llenan la boca con esa palabra tan polisémica que tanto sirve para explicitar entrega y arrojo como incontinencia. El mundo teme a los políticos apasionados, pero sigue mostrando desafección por los ejecutores del sistema. Están los políticos vocacionales, aquellos que en su storytelling cuentan cómo sintieron la llamada del servicio público; y están los «profesionales», que tras las primeras pasantías se sintieron empujados a colorear el tedio con un escaño. Los primeros han crecido con una gran tendencia hacia la idealización, mientras que los segundos, precozmente maduros, ejercen un férreo autocontrol programático a fin de no dejarse vencer por el reblandecimiento de las pieles. El peaje es aparentemente sacrificado para la clase política: hay que estar preparado para que a uno le hagan vudú o cosquillas en los pies; para que cualquier día aparezca algún trapo sucio, un bulo en el currículum, una inclinación sexual, un micrófono abierto, unos calcetines agujereados o un trato de favor. Pero ¿qué pasa cuando por fin se abandona el cargo, que no el coche oficial? A qué dedican el tiempo libre los que durante dos años cobrarán el 80% de su sueldo (y una pensión vitalicia por haber formado parte del consejo de ministros). ¿Valen en verdad dos discursos de Blair ?de media hora cada uno? 425.000 euros? ¿Y el caché de cerca de 100.000 de Aznar? Ahora, la ex vicepresidenta económica Elena Salgado se suma a la larga lista de ex captados por el sector de la energía: Felipe González en Gas Natural, Pedro Solbes en Enel, Josu Jon Imaz en Petronor. Cierto es que su experiencia pública amplía la visión estratégica de las compañías y suma poder y contactos, como ocurre con la banca: desde Isabel Tocino a Rodrigo Rato, Abel Matutes o Ángel Acebes. Pero el debate ni de lejos se centra en una cuestión de idoneidad, sino en la posición ética ante aquella sentida vocación por el bien común: «El bien es ciertamente deseable cuando interesa a un solo individuo, pero se reviste de un carácter más bello y más divino cuando interesa a un pueblo y a un Estado», mantenía Aristóteles. Existe una Ley de Incompatibilidades que, los menos, respetan a rajatabla, dedicándose a escribir poemas, como César Antonio Molina, o a crear fundaciones para el desarrollo en África como Fernández de la Vega. Pero una amplía mayoría, nada más apagarse los focos, se lanza al mundo contante y sonante desde el poderoso trampolín de la política con un claro objetivo: el bien colectivo, aquel sincero compromiso, pasa a ser el de uno mismo. (La Vanguardia)

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12 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El reflujo

Tras el primer golpe de mar, la resaca remata la faena. Hace justo un año pegó el tsunami, en Japón el 11 de marzo, con los resultados que ya conocemos: además de casi 16.000 muertos, 3.200 desaparecidos y de cuantiosas pérdidas en las regiones costeras, se produjo el mayor accidente nuclear desde Chernóbil y la devastación de una entera región alrededor de la central de Fukushima. Llevaba una carga doble: era el segundo percance atómico de la historia y también el mayor temblor de tierra en Japón desde que funcionan los registros.

Cuando temblaron las profundidades a 60 kilómetros de la costa, otro terremoto, este político, estaba ya barriendo la superficie del planeta desde el Atlántico hasta el golfo Pérsico. Habían caído dos dictadores, el de Túnez y el de Egipto; dos más estaban en el disparadero, los de Libia y Yemen; ningún rincón del mundo árabe quedaba fuera de la oleada de protestas; prendía la guerra civil en Libia y empezaban las matanzas en Siria. Y otro terremoto más, este económico, que llevaba también azotando desde 2008 al menos, situaba al borde de la quiebra a los países de la periferia del euro y en la zona de peligro a la propia moneda única. En pocas ocasiones un fenómeno natural actúa como imagen tan plástica del acontecer del mundo, sometido a un momento excepcional de aceleración, a un brusco desplazamiento de los centros de poder y a unas crecientes dificultades para gobernar la globalidad desde las estructuras de las instituciones realmente existentes: los Estados nacionales y la arquitectura internacional surgida de la Segunda Guerra Mundial. Las cámaras infinitas con las que nos vigilamos a nosotros mismos se encargaron de grabar las imágenes de la inmensa catástrofe, que nos dieron la idea de cómo podía ser el fin de la civilización humana, es decir, de nuestro mundo. Con Fukushima quedó claro que terminaba una época y empezaba otra nueva, un mundo distinto. Podemos esperar que sea mejor porque no tendremos otro y sería vano compadecerse. Pero ya sabemos que no será fácil acomodarse. Será difícil organizar el suministro de energía, atrapados entre Putin y Arabia Saudí, con menos nucleares y sin dinero público para renovables: sufrirán los piadosos objetivos de limitación de emisiones establecidos en Kioto. No menos difíciles serán las transiciones de los países árabes a la democracia allí donde finalmente se saquen de encima las viejas estructuras. Por no hablar de la salida de la crisis en Europa, donde costará asegurar el mantenimiento del nivel de vida y los sistemas de bienestar. Ahora, un año después, se nota el reflujo. La salida no será verde. De las dictaduras policiales podemos pasar a unas democracias islamistas escasamente liberales como en Pakistán. Y en vez de un capitalismo reformado, nos quieren dar las dos tazas reglamentarias del de siempre.



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12 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Stalker para la gente que no se molestará en verla

Hace un par de meses vi Stalker por primera vez. Fue una experiencia tan compleja y perturbadora que inmediatamente me puse a buscar libros sobre Tarkovsky, un director con el que estaba muy en deuda pues hasta entonces solo conocía la magnífica Solaris. Descubrí que en algunos meses el escritor inglés Geoff Dyer publicaría Zona, nada menos que todo un libro sobre Stalker. Una cosa lleva a la otra: como no había leído nada de Dyer, para entretener la espera me puse a leer uno de sus libros más conocidos, Yoga for People Who Can't Be Bothered to Do It. Quedé deslumbrado. Acababa de descubrir a un cronista-ensayista genial, alguien que podía escribir sobre sus viajes y sus experiencias con las drogas en un tono casual, casi al paso, como si fueran cosa de todos los días; alguien que parecía encontrar lo sublime sin buscarlo (digamos, un anti-Chatwin). Por supuesto, esas experiencias son únicas, rarísimas, y el talento de Dyer consiste en lograr que nos relacionemos con ellas y las sintamos cercanas, al alcance de nosotros.

Zona: A Book About a Film About a Journey to a Room es un libro peculiar. Dyer no tiene la voz del ensayista académico que se lo sabe todo, que antes de hablar sobre algo ha investigado el tema hasta agotarlo. De hecho, una de las marcas de su estilo es el desarmar al lector mostrándole lo mucho que no sabe del tema. Menciona, por ejemplo, que alguien ha escrito sobre las similitudes entre la película de Tarkovsky y El mago de Oz, para luego señalar que el no puede corroborarlo porque jamás ha visto El mago de Oz. Puede sonar a broma, pero es un recurso que funciona. Otro recurso es el de posicionarse claramente como un fanático, un groupie de los peores, alguien que puede escuchar argumentos en contra de Stalker pero no los entiende: para él el cine ha sido inventado solo para que algún día alguien pueda filmar Stalker, y Tarkovsky es, entre otras cosas, "visionario, poeta y místico" y también "un profeta". Los superlativos que Dyer le dedica al director y a la película son agotadores. Hasta quienes coinciden con él pueden llegar a ponerse a la defensiva.

Zona se lee como un libro experimental, un tardío experimento vanguardista: Dyer narra Stalker de manera detallada, agotadora, escena tras escena; los que no la han visto se quedarán con la sensación de que quizás ya no sea necesario verla (lo cual iría contra el argumento de Dyer). En medio de esa narración aparecen brillantes intuiciones sobre el arte de Tarkovsky: cómo el director soviético y ruso mostró el "potencial visionario del cine, del espacio"; cómo la verdad definitiva de la película es ontológica (a cada individuo le ha sido reservado un objetivo especial, y la vida consiste en descubrir ese objetivo y llevarlo a cabo); cómo Stalker puede verse como una crítica encubierta del fracaso del comunismo; cómo esta película y otras de Tarkovsky enseñan a descubrir "la magia de lo ordinario que ha sido descartado, la arqueología fílmica de la cotidianeidad".

Dyer jamás disasocia el análisis de su experiencia personal. Sabe que el lugar especial que ocupa Stalker está muy relacionado con el momento específico en que la vio, y de ahí concluye que quizás no haya experiencias cinematográficas tan potentes como las de la adolescencia o la juventud. Un análisis de los deseos profundos en Stalker lo lleva a considerar sus propios deseos (un trío irrealizable con dos mujeres, por ejemplo), y su búsqueda de la proyección de la película en las cinematecas de todas las ciudades que ha visitado le permite reflexionar sobre la imposibilidad de ver nada de "valor cinemático" en una televisión ("el gran cine debe ser proyectado").

En Zona hay golpes bajos innecesarios, ataques obvios al abuso de efectos especiales por parte de Hollywood o a la mediocridad de buena parte de lo que se ve en las pantallas de hoy. Son detalles menores; el libro de Dyer es revelador: nos dice cosas nuevas tanto de Tarkovsky y su película como del autor de este estupendo ensayo-crónica.

 

(La Tercera, 10 de marzo 2012)

 



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12 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La Feria Internacional del Libro de Trujillo

Plazuela El Recreo, antes de que se arme la Feria Internacional del Libro. Luego de un viaje reprogramado, al fin me encuentro en Trujillo para participar de la Feria Internacional del Libro que organiza la Cámara Peruana del Libro. Las actividades que realizo empiezan hoy en La Plazuela El Recreo y el Auditorio José Watanabe. Aquí el itinerario: SABADO 10 4:00 pm Moderaré la Mesa Redonda Nueva Narrativa Latinoamericana con la participación de Natalia Moret (Argentina), Juan David Correa (Colombia) e Irma del Águila (Perú) 8:00 pm Presentaré mi libro Un sueño fugaz (Anagrama) DOMINGO 11 6:00 pm Presentaré el libro de la escritora argentina Natalia Moret, Un periodista en apuros (Mondadori)



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10 de marzo de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Gaborio

1.

He compartido con García Márquez algunas pausas entre comités y ferias del libro. Alguna vez me he quedado a solas con él, y hemos podido charlar solamente de literatura. Recuerdo ahora una, a propósito del lenguaje narrativo dominante. Le decía yo que suele ser meramente informativo y no soporta una segunda lectura, perdida la tension del suspenso.  Es el lenguaje, dijo él, del periódico de ayer. Y añadió: La diferencia la hace la poesía. Me gustó que apareciera la poesía en una conversación sobre la prosa al uso (indistinta, abrupta y casual), pero Gabo no solamente sabe de memoria tiradas de Rubén Darío sino que cultiva una larga intimidad con la poesía. Darío, es cierto, nos lleva a Garcilaso, celebrado en su obra; y por esa vía nos devuelve a Petrarca; Delaura se llama, no en vano, uno de sus héroes amorosos. Esa cualidad poética es patente en la audacia de sus definiciones, el brío de la imagen, el ritmo  del recuento, y el carácter de epifanía feliz que tienen sus resoluciones. Eso que se llamaba "la carpintería" de un gran escritor es el taller secreto de su obra y revela, en la sabiduría del lenguaje fecundo, tanto el arte de la composición circular como el manejo preciso de la caracterización. Pero también nos descubre la comedia humanista de la escritura, entre letrados, lectores, misivas, pergaminos, canciones y cuentos del camino. Esa gran tradición sostiene su optimismo en la comunicación, su fe en la civilización del diálogo. Nos sentimos bienvenidos a esta historia de la lectura compartida.

2.

Cien años de soledad es un clásico moderno que nos pregunta, ¿qué es un clásico latinoamericano? Se puede responder: el texto que no cesa de proveer distinta información. Pero es también un clásico porque habla a través de nosotros acerca de nosotros mismos, de nuestro lugar en la saga de la lectura, en la que somos  lo que hemos leído. Nos devuelve el fervor de leer como si todo pudiese ser contado otra vez. Y da, así, la medida universal de lo que la novela es capaz de hacer  desde esta region del camino. No inventa a sus precursores, reconoce a sus lectores. La critica que acompaña a Cien años de soledad no es menos literaria, pero cuando es más literal resulta ser ligeramente disparatada.  No es extraño que sea asi porque esta novela es una ficcionalizacion, en primer lugar, de la lectura. El lector, en su lectura, corre la suerte de ser personaje él mismo de la novela.

3.

Se trata, por eso, de una metalectura, cuyo operativo es borgeano y cuya estirpe es cervantina. En un principio Cien años de soledad produjo una lectura como asombro, característica de los discursos de fundación, de la abundancia y el mito. Se  habló de “realismo mágico,” un fácil oxímoron que nombra  lo que no tiene nombre. La novela excedía el campo de la mirada. No se sometía al regimen de la perspectiva, que privilegia al lector y su capacidad de apropiar el mundo. Como buen objeto americano, demostró una conducta híbrida, una escena heteróclita, un humor hiperbólico. A poco, se impuso su lectura política, porque la novela también es una crítica de la violencia fratricida y la expoliación colonial. La visión pesimista de la historia produjo, irónicamente, una opción aleccionadora de lo político. Más tarde, se ensayó una lectura de orden cultural popular, dado su fecundo repertorio carnavalesco, su gusto material, el banquete y la risa. Pero luego vino una lectura nostálgica, típica de los años 80, cuando después de la destrucción de las opciones reformistas, la Utopía fue rematada en el Mercado. Se leyó la novela como la celebración de la comarca perdida, casi como su canto de sirena. Más cerca del fin de siglo, tuvimos lecturas más formales y analíticas, animadas por la teoría cultural y el psicoanálisis. Cada generación de lectores ha producido su propia novela. En un gesto digno de Gracián, como si citar las fuentes memoriosas estableciera la actualidad, García Márquez novelizó su propio Arte de Ingenio con Vivir para contarla, sus memorias, que rescriben su obra desde su lectura de la misma. Mi amigo Gerald Martin ha dedicado la vida a demostrar la veracidad de esa vida imaginada. En su Biografía de García Márquez, como Pierre Menard, ha copiado la vida al pie de la letra. Pero como el otro Quijote, ha hecho más ciertas las novelas. 

 4.

Mientras otros grandes relatos de los años 60 consagraban la tradición de un origen traumático y un destino trágico, Cien años de soledad   postuló una identidad post-traumática, que se transforma históricamente, desde las voces del relato oral, a favor de la vitalidad mundana de la cultura popular, y en contra de la agonía de la identidad como carencia. Hay, más bien,  un exceso de identidad latinoamericana en esta novela. Pero no se trata de una tipología, está lejos del neo-primitivismo, y no se resigna al pintoresquismo. Es una identidad de lo disímil, fundada en la pertenencia que demanda el tercio excluído de la diferencia. La vehemencia de lo diferente presupone el valor de la interpretación heterogénea. De cada hecho hay varias lecturas, y aunque se imponga la más autorizada, cuando no la más autoritaria, no suele tratarse de la verdadera. Porque la verdad está en disputa, y la novela nace de esa radical puesta en duda. Nunca una novela que afirma tanto, lo ha tachado todo, con fervor parejo. Nos dice que la historia es ucrónica; la cultura, utópica; y la política, trágica. Pero si el lenguaje nos alberga es porque nos permite formular la inteligencia de la duda.

 

 

 
 

 



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10 de marzo de 2012
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