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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Alegato contra la codicia

 Tras subir lentamente las escaleras,

arrastrado por la apretada multitud de pasajeros,

sale por la boca del metro de Syntagma,

justo delante del Parlamento, en el momento mismo

en que el reloj señala las nueve en punto.

A esta hora la muchedumbre llena la plaza,

y Dimitris Christulas, desconcertado

por el movimiento que observa a su alrededor,

busca refugio detrás de un árbol.

Enseguida saca el revólver

del bolsillo derecho de su americana

para dirigirlo a su sien.

Cuando su dedo índice roza el gatillo

se da cuenta de que su escondite no es perfecto.

Le observan, en efecto, una mujer empeñada

en arreglar una rueda del cochecito de su hijo;

y un vendedor ambulante de Senegal

que acaba de extender en la acera

una manta para los falsos bolsos de marcas caras;

y un muchacho montado en una bicicleta,

quien es el más cercano a Christulas

y el único que escucha sus palabras:

"no quiero dejar deudas a mi hija".

De inmediato se produce el silencio,

el silencio sobre Syntagma, sobre Atenas, sobre el mundo.

Al día siguiente, escandalizados, los noticieros

informan de la muerte de Dimitris Christulas.

Dan detalles: se había trasladado en el metro

desde su barrio de Ambelokipi hasta Syntagma.

Era un farmacéutico jubilado de 77 años,

y la tarde anterior le había pagado al casero

el importe del último alquiler de su piso.

En el bolsillo izquierdo de su americana

tenía, redactada cuidadosamente, una nota

con los motivos de su acción: era -según afirmaba-

demasiado viejo para empuñar un kalasnishkov y rebelarse,

como aconsejaba que hicieran los jóvenes,

y se negaba a buscar en la basura,

en contenedores y papeleras,

el alimento al que creía tener derecho

después de decenas de años de trabajo.

Los noticieros se extienden en estadísticas

sobre la difícil vida de los ancianos

y el terrible azote que cae sobre Grecia,

con la propagación de la epidemia de suicidios;

entretanto, muchos atenienses rodean el árbol

de la plaza Syntagma con flores y cirios.

Pero volvamos al silencio que se apodera del escenario

mientras Christulas percibe en la yema de su dedo

el extraño frío del gatillo. Ese silencio tenso,

abrumador, cargado de presagios,

más estruendoso que cualquier ruido.

Nadie puede escapar a ese silencio

porque está alojado en la boca del estómago,

en el hígado, en el pulmón, en la víscera más íntima.

Yo, os aseguro, no consigo arrancarlo de mí mismo

cuando veo a los Christulas

que no han tenido el arrojo de Christulas,

hurgar en los contenedores y papeleras de mi barrio,

la cara azorada, los ojos evasivos,

en ceremonias repetidas bajo el estigma de la deshonra.

Los nuevos mendigos, a diferencia de los antiguos,

-curtidos en la tarea, supervivientes de hierro-

se sumergen torpemente en la basura,

vacilantes, inexpertos, al borde del pánico,

como si estuvieran inmersos en una pesadilla

de la que ya no lograrán despertar.

Los hay a cientos por el centro de la ciudad,

con sus mejillas afeitadas, sus corbatas

y sus dignos trajes raídos, al principio.

Luego, a medida en que pasan los días,

desaparecen las corbatas, brotan las barbas

y los pantalones, ya sin raya, se exhiben sucios y arrugados.

El nuevo mendigo ya compite con el viejo mendigo

en el áspero dominio de la calle:

"un euro para comer, amigo";

"un euro para comer, hermano".

Algunos nada dicen mientras representan

en la obra el papel que nunca imaginaron.

Un anciano, en mi calle,

-un anciano de no menos de 90 años-,

vestido con un elegante abrigo negro,

con gesto digno deja el sombrero también negro

a sus pies, para las monedas,

y empieza a tocar con un oboe una pieza de Mozart.

Siempre es la misma,

una única pieza en su repertorio,

y la toca rematadamente mal;

y cuando alguien acerca la mano a su sombrero

para soltar una moneda, se sonroja

antes de saludar militarmente.

Otro, cerca de él, canta

-con mayor habilidad-

unas cuantas arias de ópera;

otro, ya enajenado,

hace ademán de bailar entre los turistas;

otro, quieto, muy quieto,

sentado en una sillita plegable

-de esas de pescador de caña-

mira con ojos despavoridos a la gente que pasa.

Y es difícil no sentir el silencio aniquilante

que rodea a la hermandad del asfalto,

el mismo silencio, el mismo

que se agolpa en la plaza Syntagma

cuando Dimitris Christulas

acerca la pistola a su cabeza.

Ese es asimismo el silencio

en el que se enroscan

las extrañas palabras del hombre

que tengo delante -un viejo, como todos,

aunque todos son viejos, ese tipo de hombres.

Busca también él algo en la papelera

y luego, de repente, señala con el dedo

a un edificio que está a su frente:

la sede de la Bolsa, neoclásica,

anodina, cerrada a cal y canto,

pues hoy es domingo, y las finanzas

también descansan en el Día del Señor.

Es un hombre encorvado, de aspecto tímido,

que me recuerda a mi padre

-a como era mi padre en sus últimos años,

bastante más bajo que en mi infancia.

Compro el periódico en el quiosco

situado frente a la Bolsa,

sin perder de vista el dedo que señala.

Hasta que veo que el dedo se hace puño

y el hombre amenaza al invisible adversario

que acecha detrás mío. Exclama:

"¡los codiciosos!, ¡los codiciosos!"

Lo dice con vehemencia pero sin gritar,

en voz muy baja, casi un murmullo,

como hacía también, airado, mi padre, en raras ocasiones.

"¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!".

Pasa junto a mi y se acerca

a la puerta acristalada de la Bolsa.

Algunos transeúntes se quedan observándolo

mientras sigue levantando el puño contra el edificio

y su imagen se agiganta en la distorsión del cristal.

Súbitamente el planeta deja de girar.

El sol del mediodía

clava en tierra los pasos y los gestos

-la ciudad, los paseantes, el puño amenazador-,

y otra vez estalla el silencio

que envuelve el último ademán de Christulas

allá en Syntagma, en el corazón de Atenas.

"¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!".

Detrás de la gran fachada de cristal

-como si fuera la gigantesca bola de un mago-

puedo contemplarlos claramente,

juntos, en el nervioso tropel de la compraventa,

y uno a uno, el depredador dispuesto

al asalto final sobre la presa.

"¡Los codiciosos!, ¡los codiciosos!".

En el espejo deformante

todos somos codiciosos o cómplices de la codicia,

pues, por cobardía o miedo,

renunciamos al deber de explicar que el hombre

era el único animal que se había preguntado

por lo que había tras la línea del horizonte,

y nos rendimos a lo más cruel y sangriento,

el único animal que atesora con avaricia

mucho más de lo que pueda necesitar en una vida,

y a costa de destruir la vida de los otros.

Todos somos codiciosos o cómplices de la codicia,

porque hemos permitido que un ser implacable,

nacido en la cloaca de la peor pasión,

se apoderara de la entera condición humana

y dictara sus brutales leyes al universo.

De modo que el codicioso,

bárbaro adorador del ídolo de oro,

avanza a cara descubierta, libre de toda atadura,

saqueador de la belleza, dueño del mundo.

Somos, pues, culpables.

Nuestro delito ha sido dejar

que el depredador que hay en nosotros

expulsara a todo lo noble y digno

que estábamos obligados a preservar

para seguir siendo considerados seres humanos.

Hemos dejado que se nos robaran

hasta las palabras, y ahora nuestro lenguaje

ya es el lenguaje del mercado, del beneficio,

del tráfico de almas,

sin ningún lugar para la compasión.

Nos hemos ofrecido en sacrificio

para ser carne de una rapiña sin límites

y nuestros restos yacen, esparcidos,

alrededor del altar.

Y falta ya muy poco

para que también la libertad

nos sea arrebatada

por el amor a la codicia,

que parece ya el único amor permitido.

O eso es lo que cree

ese hombre que amenaza sin ira a un edificio

-ese hombre que me recuerda a mi padre anciano-

mientras entona una acusación a los espectros:

"¡los codiciosos!, ¡los codiciosos!".

Y eso mismo es lo que cree

Dimitris Christulas, la mano apretada en la culata,

al observar la plaza Syntagma, centro de Atenas,

situada tan sólo a unos quilómetros

del corazón antiguo, la Acrópolis,

donde hace exactamente 2.454 años

se representó por primera vez Antígona,

y el hombre cantó a lo más elevado de sí mismo:

"Muchas cosas hay portentosas,

pero ninguna tan portentosa como el hombre"

proclama, en el teatro, el coro de ancianos.

Dimitris Christulas dispara.

Al caer se lleva consigo un retazo

del azulísimo cielo de Grecia.

 

 

Rafael Argullol 

6 de abril de 2012



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12 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El peñazo

  El conde Charencey fue el más dicharachero de los comparatistas de sonsonete que tantas alegrías han dado a la causa de la pureza neolítica del vascuence. Las etimologías de catapúm chimpún que correteaban antes de sus felices días por la filología vasca se remontaban a Adán y Eva, lo que estuvo muy bien su momento, pero el siglo de Darwin reclamaba algo más pétreo para edificar una iglesia. Tras un primer aviso en los Annales de philosophie chrétienne, Charencey se lanzó a comparar las lenguas más lejanas y disparatadas con el propósito de establecer su origen común previsiblemente vasco. En 1862 alumbró La langue basque et les idiomes de l’Oural que tantos entusiasmos caucásicos, bereberes y dravidianos indefectiblemente vascos produjo. 
 
  Charencey anunciaba que los nombres de las herramientas ancestrales de los vascos no eran tales —vamos, sí que eran ancestrales, pero no herramientas— por su ninguneo del hierro y decidida preferencia por la piedra. Las denominaciones del hacha, la azada y el cuchillo remitían, por lo visto, a la peña como materia prima.  A ese monolitismo se unía la ciertamente alegre observación de que el vascuence no tiene nombres para los metales. Y la conclusión era que los iberos, o sea vascos, datan en el paisito desde la época de la piedra pulimentada, el neolítico, de donde viene el peñazo. 
 
  En 1868, Pablo Ilarregui, secretario del Ayuntamiento de Pamplona y vicepresidente de la Comisión de Monumentos de Navarra, descubrió las peñas de Charencey y propuso que la lengua neolítica bien merecía una academia. Pero sucedió que la muchachada preferió hacer una carlistada, la segunda o tercera, no se sabe bien, hay tantas. No obstante, el canto rodó y rodó, y su más esclarecida estirpe epigonal ha sido la constituída por los poetas picapedreros, los Unamuno, Oteiza, Celaya y Aresti, que tan vasca piedra han metaforado. Pueblo, raza, lengua, sangre, toda la tripacallería vasca fue pétrea durante el siglo XX, y la nutrición monofágica fosilizó tópicos y cerebros, era de temer que desempeñarse como el interesante de la piedra durante muchas galeuscas tuviera efectos secundarios.
 
  Podíamos, para variar, echar un vistazo a las peñas de Charencey. Y no es por aguar la piedra con latines, pero aizkora (hacha) viene de asciola (hachuela), y aitzurra (azada) de hastula (lanzuela), mientras aizto (cuchillo) es diminutivo de lo mismo: has(tula)to. También el nombre vasco de la hoz viene del latín: de falcitari (cortar con hoz) > aigitai > egitai > igitai. Y, para más despeñe, también los nombres vascos de los metales son latinos: burdin (hierro), con la sonorización de las sordas típica del vasco, deriva de pyritis que significa marcasita, mena de hierro. Ya ves, todo ha sido una lástima.


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12 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rojo de sangre

El marido, destituido de todos sus cargos por graves faltas disciplinarias. La esposa, detenida y acusada de asesinato. En dos meses, una de las familias más poderosas de China ha pasado del cielo al infierno. El hombre, Bo Xilai, máximo dirigente de una poderosa municipalidad de 30 millones de habitantes, iba a incorporarse a la cúpula dirigente, nueve sillas tan solo, del comité permanente del Politburó del Partido Comunista Chino. La esposa, Gu Kailai, era una exitosa abogada de negocios. Nada queda ahora de la carrera política del primero y vamos a ver qué queda de la vida de la segunda en un país que castiga con la muerte este tipo de delitos.

El poder político raramente se asocia con el crimen común. Los políticos poderosos suelen caer por sus faltas políticas o por asuntos de corrupción y de sexo. Es difícil imaginar que uno de los mayores delitos del repertorio criminal común, el asesinato, llegue a producir la caída de un dirigente. Hay que remontarse a otras épocas para toparse con esta mezcla inquietante que la superpotencia china presenta hoy al mundo en la criminalización doble de Bo Xilai y su esposa. Uno de los príncipes rojos, hijo de un mitificado fundador de la República Popular, y aspirante él mismo hasta hace dos meses a una alta magistratura, ha sido destituido de todos sus cargos y sometido a arresto domiciliario; y su esposa, hija también de un general de la época fundacional comunista, así como uno de sus sirvientes, acusada de asesinato. Puede que todo sea un montaje. O no. El ascenso de Bo Xilai, encaramado en un izquierdismo neomaoísta, ya era una anomalía en sí mismo. También un desafío a la línea neoliberal de los actuales gobernantes, el presidente Hu Jintao y el primer ministro Wen Jiabao, justo en el momento del quinto relevo generacional después de Mao. El escándalo entero extiende dudas sobre el carácter pacífico del relevo y más bien constituye un indicio de que la lucha por el poder en un sistema opaco e indescifrable alcanza una intensidad inesperada, que no se corresponde con la venta del producto que se hace a los occidentales, tan desengañados con las disfunciones de sus sistemas democráticos. El caso judicial en sí será difícil de dilucidar y es probable que jamás se sepa la verdad. El sistema no permite hacerse muchas ilusiones. A estas horas, por ejemplo, todavía no se tiene noticia alguna de la versión de los hechos según los acusados. Normalmente, el derecho de defensa es una palabra vacía, pero lo es más todavía en un caso como este en el que se producen y anuncian a la vez un delito común y una depuración ideológica. El cuerpo del delito, es decir, el cadáver del ciudadano británico Neil Heywood, supuestamente asesinado por Gu Kailai, fue incinerado, por lo que habrá muchas dificultades para certificar que no murió por una intoxicación etílica sino por envenenamiento. Sucedió en noviembre de 2011, en un hotel de Chongqing, la inmensa ciudad de la que Bo Xilai era alcalde y primer dirigente comunista, territorio además donde puso en práctica sus ideas contra las mafias y la corrupción, adornadas por vocabulario e iconografía maoístas, que le dieron prestigio político y le catapultaron hacia la cúpula del régimen. La denuncia contra Bo Xilai y su esposa tiene dos orígenes. De una parte, los rumores que conmocionaron a la colonia británica acerca de la muerte de Heywood, hasta el punto de suscitar la petición de una investigación por parte del Gobierno de Londres. Por la otra, el comportamiento del número dos de Bo Xilai, el vicealcalde de Chongqing, Wang Lijun, que se refugió durante unas horas en el consulado de Estados Unidos en Chengdu y se entregó después a las autoridades chinas, aparentemente para evitar las represalias de su jefe, a quien acusó de intrigar para escalar en el poder, y de su esposa Gu Kailai, a quien imputa el asesinato. Todo estalló el 15 de marzo, en la reunión anual parlamentaria que se celebró en el Palacio del Pueblo de Pequín. Allí apareció todavía Bo Xilai, antes de caer en desgracia. Allí Wen Jiabao le reprendió públicamente por el escándalo del jefe de policía. El pasado martes por la tarde, la agencia Xinhua anunció la doble imputación, de indisciplina y de asesinato. En la red social Weibo, equivalente de Twitter, han sido bloqueados desde el 10 de abril todos los términos relacionados con los personajes de este drama. El Departamento Central de Propaganda del Partido Comunista, más conocido por los blogueros como el Ministerio de la Verdad, ha emitido directivas que prohíben referirse al escándalo de Chongqing. El comunismo como sistema ha desaparecido. Pero no las purgas estalinistas. Stalin liquidaba primero a sus compañeros bolcheviques y luego borraba sus imágenes de las fotos. Las viudas solían sobrevivir en el dolor y la pobreza. La última purga de la China posmaoísta reescribe en forma de un culebrón posmoderno los combates cruentos entre sus dirigentes para alcanzar el poder.



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12 de abril de 2012
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¿Qué separa al metafísico del físico?

Aristóteles se preguntaba en un importante momento de su Física por la frontera en la que el matemático se separa del físico. Cabe formular una interrogación análoga respecto a la sutil frontera que divide al físico del metafísico. Consideremos por ejemplo  un tema de absoluta actualidad, a saber el de la interpretación del fenómeno, poco cuestionable desde el punto de vista científico, del Big Bang y de un universo en expansión. Se sabe que la hipótesis fue avanzada entre otras razones al comprobar que las galaxias se alejan las unas de las otras. De manera ingenua ello podría dar lugar ya a una interrogación metafísica: ¿la expansión supone
que la materia se extiende (rarificándose) en el espacio o el espacio mismo se dinamiza, dilatándose, en tal expansión? La teoría de la relatividad vendría  a dar respuesta  en el segundo sentido. La física cierra aparentemente  la interrogación metafísica.

En realidad, en este caso la respuesta física precede ya a la interrogación metafísica pues, sólo en el marco de la teoría cabalmente física de la relatividad pudo avanzarse una hipótesis como la del Big Bang, pero sería perfectamente legítimo que una persona a la que se le habla simplemente de la tesis científica de la expansión del universo, sin vincularla formalmente a la
relatividad, formule la interrogación señalada. Esa persona esta indiscutiblemente abriéndose a una disposición relativa a la Physis que no es exactamente aquella que caracteriza al físico, una disposición metafísica  no coincidente con  aquella a la que se refiere Heidegger, pero a la que el pensador alemán englobaría entre las actitudes del espíritu reductoras de la cuestión de la verdad a la cuestión del conocimiento.

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12 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cómo me convertí en anti-capitalista

Jornada de huelga general en Madrid. Foto: gaelx Nunca he votado por la extrema izquierda ni la extrema derecha; considero que la mayoría de escritores latinoamericanos de izquierda han sido escandalosamente sobrevalorados; los gobiernos de Fidel Castro o Hugo Chávez me causan repulsión y al Che Guevara no lo soporto ni como tatuaje de Maradona; sin embargo, hace unos días me di con la sorpresa de que me había convertido en anti-capitalista. ¿Cómo así sufrí tal metamorfosis? Simplemente, volví a ver “Avatar” y reconfirmé que era un pastiche mediocre de efectos especiales al servicio de un mensaje ecológico de cuarta. Y al parecer, según una columna publicada por el abogado Alfredo Bullard, criticar una película taquillera es un acto anti-capitalista equivalente a hacer pintas en las calles o lanzar una molotov desde una motocicleta en movimiento. Bullard sostiene que la mayoría de escritores e intelectuales son izquierdistas aunque, irónicamente, desprecian el gusto de las “mayorías” que dicen representar porque disfrutan de los blockbuster y los bestsellers. En mi defensa, debo añadir que no todas las películas taquilleras ni todos los bestsellers me parecen malos, así como tampoco todos los fracasos mercantiles cinematográficos o literarios me parecen buenos. No sé si esta confesión será suficiente para ser eximido de ese insulto tan de moda en la prensa (que Bullard califica de “cariñoso”) que es ser considerado caviar. Por otra parte, la última vez que he reído a carcajadas no ha sido con una de esas porquerías del disforzado Adam Sandler sino con el libro descatalogado La maleta de Sergéi Dovlátov, autor ruso casi desconocido y publicado por una editorial independiente española, que quebró porque su maravilloso catálogo de autores de Europa del Este no pudo competir contra las sagas de magos escolares o vampiros teenegers. Sí pues, así de caviar y anti-imperialista resulté siendo. Quién lo iba a decir. Alfredo Bullard como antes Diego de la Torre (a quien le dediqué un post anterior) son representantes de la llamada “cultura del éxito”, una mentalización que brotó de la cabeza de los creyentes en las bondades de la aromaterapia y ha colonizado, con evidente éxito, los cerebros de empresarios, banqueros y abogados de EEUU y todo el mundo. Este efluvio de positivismo que envuelve al país y a sus ciudadanos se explica en centenares de libros, todos ellos superventas (para ira de mi recién estrenado “anti-capitalismo”), y fundamentalmente se refiere a tener una actitud positiva ante la vida, encerrando a todos en una burbuja de buenas vibraciones donde una duda es equivalente a ser pesimista y criticar algo exitoso (léase “vendedor”) es un síntoma de negatividad que debe ser extirpado antes de que infecte la burbuja. Como lo ha explicado muy bien Bárbara Ehrenreich en el libro Sonríe o muere (2011. Turner) cuando el mercado asume el “pensamiento positivo” y los empresarios se convierten en animadores agitando pompones, el pensar positivo no es un asunto ingenuo. En primer lugar, nunca fue tan fácil reducir personal porque ahora despedir a alguien no es dejarlo sin empleo sino darle la posibilidad de encontrar el éxito (se recomienda leer Me botaron de la empresa y ahora soy millonario) y, además, convencen al despedido de que no es una víctima del recorte presupuestal sino el culpable de su propia desgracia porque ya no se expulsa a la gente por su falta de profesionalismo o talento sino por esa carencia de optimismo que le impide atraer prosperidad y dinero a su familia y a la empresa. Otro efecto benéfico del pensamiento positivo es que el consumismo crece en sociedades lobotomizadas por libros como El secreto y las leyes de atracción. Compra lo que no puedes pagar, consume lo que quieras consumir, endéudate y sobregira tu tarjeta de crédito porque al final tu mente puede traer el millón de dólares que necesitarás para no declararte en quiebra. Obviamente, EEUU terminó en bancarrota por una suma de factores donde el pensamiento positivo fue determinante, no solo porque embaucó a los norteamericanos con la mentira de la bonanza económica y los préstamos fáciles, sino porque censuró a cualquier voz disidente. Ehrenreich comenta cómo antes de que se desate la crisis económica eran despedidos, bajo la acusación de tener pensamientos negativos, los agentes financieros que anunciaron el peligro del sobre endeudamiento. La cultura del éxito y el pensamiento positivo crea una sensación de bienestar ilusorio cuyo fin es propiciar el consumismo, el lucro y hacer crecer el mercado (sin que eso redunde necesariamente en una distribución equitativa) de manera desmesurada y sin regulación, pues cualquier duda o crítica es considerada pesimismo, negativismo y aguafiestismo. No es de extrañar, entonces, que los intelectuales y críticos que no participan de la celebración mercantilista sean llamados “socialistones”, “caviares” o anti-capitalistas. Y es que ahora criticar o reseñar negativamente una película o un libro exitoso no tiene como objeto discutir el valor de una obra artística: es un ataque comunista que busca impedir el crecimiento del capital. Siempre pensé que la falta de revistas dedicadas a la crítica cultural, y los cada vez más exiguos espacios dedicados a la reseña de libros, se debía a que “la cultura no vende”. Pero empiezo a sospechar que, en realidad, se trata de un plan estratégico para impedir que exista crítica literaria, cinematográfica o artística (salvo que sea elogiosa o inofensiva) que arremeta contra las obras que generan ganancias. No es que la gente le haga mucho caso a un crítico, claro está, “Avatar” seguirá consiguiendo espectadores y Paulo Coelho lectores por más que los reseñistas los manden a parir. Pero el asunto aquí es de principios: es un deber cerrarle el paso a esa negatividad obtusa, esa crítica rastrera, esos intelectuales izquierdistas que osan atacar al mercado con su tufillo de superioridad y, sobre todo, su envidia malsana por ser incapaces de generar dinero pese a su talento. O mejor dicho, de atraer hacia ellos prosperidad pensando positivamente en vez de andar de criticones.



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11 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Dos derechas

El primero fue un candidato astuto y malicioso: durante meses fustigó a sus adversarios, acusándolos de haber permanecido demasiado tiempo en el gobierno. Una cuidada puesta en escena lo mostró como paladín de una derecha abierta y tolerante; frente a los achacosos sostenedores de la dictadura, Sebastián Piñera se presentaba como un exitoso empresario —antiguo dueño de bancos, medios de comunicación y de la aerolínea LAN; cuarto hombre más rico del país—, capaz de oxigenar el espectro político chileno, jactándose de haber votado contra Pinochet en el plebiscito de 1988.

 

Pese a que Michelle Bachelet poseía unos de los más altos índices de aprobación en el continente, las más de dos décadas de administraciones de la Concertación pesaban demasiado y su candidato, el expresidente Eduardo Frei, seco y anodino, no despertaba el menor entusiasmo. Majadero y bullicioso, Piñera aprovechó los titubeos de su contrincante —así como la aparición del disidente socialista Marco Enríquez Ominami— y, por primera vez desde el restablecimiento de la democracia, condujo a la derecha a la Moneda. Su triunfo lucía como un mal necesario: a fin de cuentas, había ganado la alternancia.

            Los primeros días de su gobierno dejaron entrever ya su auténtico carácter: una inteligencia sibilina, propia de un típico hombre de negocios, que resultaba fría y soberbia a la hora de gobernar. Muy pronto, las virtudes que Piñera demostró en campaña se revelaron como graves defectos; su discurso impertinente y deslenguado, que contrastaba con el pasmo de Frei, apenas tardó en volverse torpe y antipático. (El semanario The Clinic acaba de publicar un tomito titulado Piñericosas, convertido en un inmediato best-seller).

            En su afán por renovarse y exhibir figuras alejadas de la política, la derecha no ha vacilado en presentar insignes empresarios como candidatos. Sea con Berlusconi, con Fox o con Piñera, la lógica es la misma: quien administra exitosamente una empresa —y se hace rico en el proceso— no tendrá problemas para administrar una nación. Craso error: el bien privado y el público pertenecen a universos contrarios, y creer que quien se ha beneficiado del primero gestionará adecuadamente el segundo ha sido un yerro garrafal de los partidos de derecha, y sus votantes.

            Bastó que la economía mundial se desacelerase, que el modelo capitalista —del que Chile se presentaba como alumno aventajado— entrase en crisis y que los servicios públicos acentuasen su descomposición para que Piñera se hundiese en las encuestas. Las movilizaciones estudiantiles del año pasado, en las cuales surgieron líderes tan carismáticos como Camila Vallejo, reforzaron la idea de que los empresarios permanecerán siempre alejados del interés ciudadano. Incluso en una sociedad tan conservadora como la chilena —uno de cuyos síntomas ha sido el brutal asesinato del joven Daniel Zamudio a manos de jóvenes neonazis—, la derecha pura y dura se atasca. Y, cuando el modelo neoliberal hace aguas, la peor opción consiste en confiar el Estado a uno de sus adalides: parafraseando a Shakespeare, es como dejar que un alemán custodie nuestra cerveza.

Mario Vargas Llosa, que además de escribir portentosas novelas ahora se dedica a promover candidatos de derechas —no siempre liberales—, apoyó sin dudar a Piñera. Hay que decir a su favor que también pidió el voto para nuestro segundo ejemplo. Un hombre que, al contrario de su colega chileno, no fue un candidato deslumbrante. Si Juan Manuel Santos ganó las elecciones en Colombia, se debió a los brutales errores de Antanas Mockus, su excéntrico rival. El reacio delfín de Álvaro Uribe, acaso el mayor caudillo de derechas del continente de los últimos años, no tuvo más que aguardar a que el candidato del Partido Verde se desbarrancase para obtener una cómoda victoria.

No obstante, una vez en el poder Santos ha representado una gran sorpresa tanto para sus seguidores como para sus enemigos. Con los modales suaves y un tanto hipócritas que caracterizan a los cachacos —tan parecidos a los defeños—, Santos no dudó en distanciarse de su atrabiliario, bravucón y maniqueo predecesor paisa. En un santiamén, limó asperezas con Chávez, atacó la corrupción y el autoritarismo uribista y se ganó las simpatías de sus detractores. Sin ceder un ápice con la guerrilla, cuyos líderes se encargó de diezmar desde que era ministro de Defensa, ha forzado la reciente liberación de los rehenes más antiguos de las FARC.

El contraste con Piñera no puede ser mayor: frente al 24% de aprobación de éste, Santos supera el 60%. ¿Las razones? Aun siendo ambos de derechas, el colombiano es esencialmente un político; más que eso: un hombre pragmático, con vocación de estadista, que ha logrado eludir los excesos ideológicos de Uribe y ha sabido imponerse como el más sagaz —y maquiavélico— de los gobernantes de América Latina. Enrique Peña Nieto y Josefina Vázquez Mota, nuestros candidatos de derechas, tendrían en Santos el mejor ejemplo a seguir.

 

twitter: @jvolpi



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11 de abril de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Muro de Hierro

Empezaré por el final. Recomendaré a todos ustedes que lean el libro antes de empezar la presentación. 'El Muro de Hierro' de Avi Shlaim será mi libro de cabecera en los próximos meses al menos por tres razones, todas ellas muy prácticas. Me servirá para entender y documentar la crisis actualmente en marcha entre Israel e Irán a propósito del desarrollo nuclear en este último país. Me servirá también para entender la crisis que se está fraguando entre Egipto e Israel alrededor del tratado de paz entre ambos países, surgido de los acuerdos de Camp David de 1978 entre Sadat y Begin gracias la mediación de Carter y ahora discutido, si no impugnado por algunas de las fuerzas políticas ascendentes después de la caída de Mubarak. Y me servirá para entender también lo que va suceder entre el conjunto del mundo árabe e Israel, después de las revoluciones árabes y la marcha de algunos de estos países hacia regímenes de democracia parlamentaria. 'El Muro de Hierro' es el libro de un historiador, y no de un historiador cualquiera, sino de uno de los historiadores israelíes revisionistas, todos ellos investigadores y académicos que publicaron alrededor de 1988, en el 40 aniversario del Estado de Israel, trabajos que discutían y ponían en duda la versión oficial de la historia de Israel, sobre todo de la Guerra de 1948 contra los países árabes que precedió a la creación del Estado y a la independencia. Shlaim recuerda en su prólogo a esta segunda edición española que Shlomo Ben Ami, ex ministro de Exteriores de Israel y también historiador considera que los nuevos historiadores influyeron directamente en el transcurso del proceso político y en realidad de las negociaciones entre israelíes y palestinos. En la batalla dialéctica entre las dos partes la existencia de una historiografía que ponía en duda la historia oficial, y sobre todo los mitos y los relatos mitificados, hizo cambiar las posiciones de unos y otros. La historia modifica la realidad política. El conocimiento del pasado sirve para modelar el futuro. Es bien curioso que sea precisamente Israel el país de donde sale la historiografía de mayor potencia política de las últimas décadas. No sé yo si los nuevos historiadores seguirán influyendo en el curso futuro con tanta intensidad como lo han hecho hasta ahora, pero sí es seguro que sus aportaciones deberán ser tenidas en cuenta por los políticos y sobre todo por quienes intentamos comprender y analizar el curso de los acontecimientos. (Este texto corresponde a mi intervención ayer martes, en la presentación del libro 'El Muro de Hierro' de Avi Shlaim, publicado por la editorial Almed, celebrada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, con la participación del editor, Jerónimo Páez, el autor, Avi Shlaim, el ex presidente del Gobierno Felipe González y el enviado especial de la Unión Europea para el mundo árabe Bernardino León, además del autor de este blog.)

Para prever lo que pueda ocurrir entre Israel e Irán hay que ver qué ha ocurrido en las anteriores guerras y cuál ha sido la posición de Estados Unidos. Avi Shlaim nos permite comprender gracias a su libro que no es nueva la idea de una amenaza existencial que ahora se esgrime. Al contrario, pertenece al corpus ideológico casi fundacional y está unida directamente a la idea misma del Muro de Hierro. Este es el título del libro y mucho más, quizás el tema que recorre todo su itinerario histórico, como lo hacen los temas musicales. ¿Qué es el Muro de Hierro? Es un concepto acuñado en fecha tan lejana como 1923 por Vladimir Zeev Jabotinski, judío de origen ruso instalado en Londres, teniente de la Legión Judía que combatió en la Primera Guerra Mundial con banderas propias pero bajo disciplina británica y fundador del sionismo llamado revisionista, frente a la cúpula del sionismo que representa Chaim Weizmann, partidario de una resolución negociada y diplomática a la reivindicación nacional judía. Decir Jabotinski es para muchos decir militarismo e incluso fascismo sionista, según palabras utilizadas por quien fue el primer presidente de Israel. El Muro de Hierro no es exactamente Masada, la fortaleza aislada que resiste hasta el último hombre y prefiere el suicidio a la rendición. El Muro de Hierro no es tampoco permanente. Pero puede llegar a ser ambas cosas. Shlaim nos cuenta que Jabotinski lo consideraba un instrumento, el más importante, para garantizar la existencia de Israel. Israel no surge según su concepto de una negociación. Pero una vez los árabes hayan sido desposeídos de toda esperanza de borrar a Israel del mapa, el Muro de Hierro se convierte en el instrumento que hay que utilizar para la negociación. Shlaim considera: 1.- que todo el sionismo ha terminado adhiriéndose al Muro de Hierro. 2.- que sin embargo no todos reconocen la existencia de los palestinos como pueblo, tal como los reconocía Jabotinski: Golda Meir no los reconocía, por ejemplo; otros todavía peor, desprecian o destetan a los palestinos. 3.- otros más, Avigdor Lieberman por ejemplo, quieren expulsarles o deportarlos. Jabotinski practicaba en cambio una educada indiferencia. 4.- que el revisionismo genuino implica, finalmente, sentarse a negociar, cosa que no quieren hacer casi nunca los seguidores actuales de Jabotinski. Jabotinski practica esta ?educada indiferencia? respecto a los árabes, pero en ningún caso piensa en expulsarlos de Palestina. El fundador del revisionismo era un nacionalista radical pero realista, que se podría contraponer a lo que hoy llamamos el buenismo izquierdista, partidario de las componendas, y es precisamente su realismo político el que le lleva a extremar la dureza de sus posiciones frente a los árabes hasta acuñar la idea de un Muro de Hierro. El problema estratégico más serio del revisionismo es su idea de la tierra de Israel, el Gran Israel, que deja escasos márgenes para negociar y que tiene el grave inconveniente demográfico de que en un muy próximo futuro contará con más árabes que judíos. En cuanto a su método, su otro gran problema es su nula confianza en la diplomacia, la negociación y el multilateralismo, al menos durante la fase del Muro de Hierro. Finalmente, desde el Muro de Hierro nunca están las cosas maduras para negociar. Todo ello sirve para atenerse a la política tan eficaz de ir ganando tiempo. ?Los jefes de las delegaciones israelíes para las negociaciones bilaterales aparentemente tenían instrucciones de no moverse y dar la impresión de que estaban teniendo lugar negociaciones reales y de que el proceso de paz estaba vivo y tenía buena salud, pero sin hacer concesión alguna en asuntos básicos?, escribe Shlaim en relación a la ronda de conversaciones que se celebraron en Washington, después de la conferencia de Madrid. Pero estas frases valen para casi todo el proceso de Oslo e incluso para cualquier negociación. El Muro de Hierro también es la capacidad de defenderse y de tomar las decisiones por uno mismo sin contar finalmente con nadie exterior, amigo o aliado. Es quizás la parte más falaz de la teoría: sin diplomacia, sin aliados, sin suministro de armas y sin ayuda financiera, no hay Muro de Hierro que valga. Pero ahí funciona el sarcasmo de Moshe Dayan sobre las relaciones con Estados Unidos: ?nuestros amigos norteamericanos nos ofrecen dinero, armas y consejo: tomamos su dinero, tomamos las ramas y rechazamos el consejo?. Sirve muy bien para entender la actual tensión con Obama a propósito del ataque al Irán nuclear de los ayatolas. Decía que me iba a servir del libro para entender tres crisis en curso. Respecto a Irán, una de las conclusiones que sacamos de la narración del rosario de guerras en las que está involucrado Israel es que toda guerra es imprevisible. Pueden salir mal las que se plantean bien y bien las que se plantean mal, aunque el margen para empeorarlo todo y siempre es notablemente alto. Sobre todo, porque casi todas son guerras elegidas, no son el último recurso, es decir, no son guerras necesarias e inevitables. Cabe decirlo de Suez, de las guerras de Líbano y de la de Gaza y también de la que se está imaginando para destruir el poder nuclear iraní. Hay una creencia en la fuerza militar que va más allá de lo razonable. Consiste en pensar que la demostración de fuerza servirá para imponer la autoridad y proporcionar una lección a quien la sufra. Como demuestra el Muro de Hierro, es una creencia, en buena parte compartida con Estados Unidos, que puede encegar a los creyentes y conducir al desastre. Vamos a la segunda. Para saber qué va ocurrir entre Egipto e Israel es imprescindible conocer en detalle cómo se construyó el acuerdo de paz entre ambos países. En la nueva etapa será inevitable que salgan de nuevo los temas que quedaron pendientes en Camp David, que eran fundamentalmente dos:  Sadat quería hacer la paz por separado con Israel pero sin que en realidad pudiera ser acusado de ello por los otros países árabes; pero no tenía más remedio que hacerla, porque la única paz que estaba dispuesto a firmar Begin era por separado con Egipto. Y Sadat quería a la vez completar Camp David con la resolución del conflicto palestino, cuestión que quedó reflejada en un documento aparte: ?Un marco para la paz en Oriente Próximo?, en el que se contemplan las famosas resoluciones 242 y 338 de retorno a la situación anterior a la Guerra de los seis días, de 1967, como base para la negociación. Ahora será inevitable que el nuevo Egipto post Mubarak, sea como sea y se configure la correlación de fuerzas entre islamistas y militares, se replantee los acuerdos de Camp David, sobre todo la parte que quedó pendiente, la resolución del conflicto con los palestinos. Incide en ello la situación de la franja de Gaza, la relación entre los Hermanos Musulmanes y Hamas o la difícil estabilidad del Sinaí, desmilitarizado durante 30 años y ahora terreno abonado para el terrorismo. La paz con Egipto ha sido una garantía para Israel en los últimos 30 años, cuya degradación no pueden permitirse ni Estados Unidos ni Israel. Enlaza esta cuestión con la tercera crisis. ¿Cómo se relacionará Israel con el mundo árabe en el futuro, es decir, con los países surgidos de la primavera de 2011? Basta recordar, como hace Shlaim, que la Liga Árabe tenía como objetivo central de su propia existencia la resolución del problema palestino y la desaparición de Israel, y que ahora, en cambio, se está ocupando de otras cosas como impedir las matanzas en Libia primero, ahora en Siria. La impresión más superficial es que Israel está esperando a que se defina algo más el paisaje para empezar a moverse de nuevo en el tema palestino y concentrando todos sus esfuerzos en su conflicto con Irán, justo en el momento de la crisis siria, lo que lleva a valorar el conjunto como una ofensiva definitiva contra lo que queda del frente de rechazo contra Israel. El libro sirve para entender y revisar muchos episodios y detalles más de la historia de las relaciones entre Israel y sus vecinos árabes. A veces basta con tener memoria, como a tiene Shlaim, pero otras además hay que poner en duda la versión oficial de los hechos. Dos ejemplos, entre muchísimos. La responsabilidad del fracaso de Camp David, atribuido a Arafat según las versiones de Clinton y de los isarelíes. O la reversibilidad del concepto de terrorista. Shlaim nos recuerda que Israel ha practicado incluso la piratería aérea: en 1954, con un avión de pasajeros civiles, obligados a aterrizar en territorio israelí para intercambiarlos por cinco soldados prisioneros de Siria, donde se habían infiltrado. El primer ministro Moshe Sharett atajó el incidente señalando que ?Israel debía elegir entre ser un Estado de derecho o un Estado pirata?. A propósito de Sharett, diré que me han interesado muchísimo en este libro los retratos psicológicos e ideológicos de los políticos israelíes y sobre todo los sucesivos primeros ministros. Y que destacaría precisamente entre todos el de Sharett, reivindicado por Shlaim como uno de los pocos que se opuso a la política del Muro de Hierro: ?un hombre equilibrado en tiempos de desequilibrio, un hombre de paz en una era violenta, un negociador que representaba una sociedad que menospreciaba las negociaciones, un hombre de compromiso en una cultura política que equiparaba el compromiso con la cobardía". Del diario de Sharett extrae Shlaim estos interrogantes: ¿Cuál es nuestro destino en el mundo? ¿Guerra hasta el final de las generaciones y vivir empuñando la espada??. El libro está lleno de humor y de chanzas sobre personajes y situaciones complicadas. Peres es ?el saboteador infatigable?. Rabin una ?efigie sin secretos?. Golda Meir decidió que ?limitaría su vocabulario a doscientas palabras aunque podía llegar a utilizar 500?. El negociador egipcio Hassan Tuhami, astrólogo de Sadat, bufón de la corte, santón y apoyo moral, enloquece y desvaría en Camp David, arrebatado por un ataque místico y le pregunta a Moshe Dayan si es el Anticrito. La árida historia militar y diplomática se alivia así con los aspectos más humanos y próximos. Pero nada de eso es humor gratuito, ni mucho menos. El título del capítulo sobre la guerra de los seis días valdría para el libro y para el Israel actual: 'Pobre pequeño Sansón', sacado de una frase de otro primer ministro, Levi Shkol: "preséntate a ti mismo como un pobre pequeño Sansón, un Sansón que inspire compasión?. El Muro de Hierro versa también sobre lo que ahora se llama el relato, esa idea posmoderna del discurso que moldea la realidad. Es decir, la capacidad política de explicar y ordenar el pensamiento, las ideas y los argumentos hasta imponerlos como agenda a los otros, consiguiendo así una victoria dialéctica previa a cualquier negociación. La historia revisionista va contra lo que Shlaim llama el relato heroico moralista de la creación del Estado de Israel y de su prolongación durante los 60 años posteriores. No hay relato nacional más eficaz actualmente en el mundo. Lo prueba la capacidad de Israel para modificar la agenda global. No recuerdo ahora quien dijo, creo que Kissinger, que para Israel todo es política interior. También lo demuestra el hecho de que la publicación de un poema por parte de un venerable premio Nobel de literatura pueda suscitar la prohibición de entrada a Israel de quien lo escribió. Debiera consolar a quienes han escuchado estupefactos las lindezas que le han caído a Günther Grass estos días saber, como nos ilustra muy bien el libro de Shlaim, que epítetos semejantes en los que entran en juego Auschwitz, Munich o Hitler se han prodigado también entre políticos israelíes por discrepancias domésticas o por las diferencias respecto a los numerosos y con frecuencia inútiles documentos y acuerdos de paz. Un elemento de este relato es la idea de Israel como una isla democrática en un mar de dictaduras. Es una idea que tiene relación también con el relato del Muro de Hierro y tiene un objetivo tranquilizador. Una parte de la opinión israelí quiere mantenerse tal como está, inmóvil e imperturbable dentro del Muro de Hierro. Por eso necesita que el mundo exterior sea profundamente hostil: el antisemitismo estará siempre amenazando, los árabes serán siempre los árabes y no cambiarán. El Muro de Hierro seguirá existiendo mientras Israel esté gobernado por una mayoría en la que se mezcla la inseguridad psicológica con el apetito territorial. El Muro de Hierro sirve para satisfacer ambas cosas, pero impide la resolución del conflicto. Corresponde también a un vértigo ante la paz definitiva, que Israel ha experimentado en varias ocasiones. Al final, la negociación siempre se ha convertido en una compra de tiempo. La seguridad finalmente es lo que hay, el Israel cercado por los árabes en el que se ha construido la nación real que existe. Pero este relato tiene plazo de caducidad. El cambio que está experimentando el mundo árabe no es un pie forzado para Israel, sino una oportunidad, que sus dirigentes sabrán aprovechar o no. El pie forzado es la demografía, que obligará a resolver el muy conocido trilema que tiene planteado Israel, entre su carácter judío, su integridad territorial y la democracia y los valores sobre los que se ha construido. El trilema solo permite salvar dos términos de tres. Si es judío y democrático debe ceder territorio. Si es judío en todo el territorio no puede ser democrático. Si es democrático y en todo el territorio deja de ser judío.



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11 de abril de 2012
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Tertulianos al plató

A veces los presentadores se impacientan y dicen: «Por favor, no estéis todos tan de acuerdo, a ver si dais más juego…». Los puristas se estremecen y remugan que no van allí a hacer el paripé, sino a defender su sagrada libertad de expresión. Pero acaban agachando la cabeza porque, ¿cómo no va a bajar el share si ellos mismos se preguntan a quién carajo puede interesarle su opinión? En la mesa siempre hay uno más relajado, más alfa, un incontestable porque es más cínico, culto o simpático que el resto; es el que dice: «Venga, yo ahora voy a llevarle la contraria a Ludovica aunque piense como ella». Y el aire tensa las ondas hasta el punto de que Ludovica, desconcertada, se queda sin tiempo y las voces la atropellan. En la pausa, siempre hay alguien que recuerda aquello de «esto es radio» o «esto es televisión». Y al final, todos abandonan el plató maquillados gratis, como si hubieran esnifado caviar. Existen auténticos profesionales de las tertulias. Cambias de canal y ahí están, con otro decorado y los temas de siempre. Un formato consolidado: barato, entretenido y útil en una sociedad sin tiempo para pensar. «Te lo compro», dicen aún algunos «motivados» cuando comparten la idea del otro y la hacen suya. Quien no tuviera constancia de las tertulias del Algonquin, Els Quatre Gats, el Gijón o los cafés bohemios de provincias donde se cultivaba un arte del conversar sin fines ni sin trabas podría pensar que un debate es un rifirrafe verbal entre políticos o periodistas donde resulta cada vez más difícil distinguir al uno del otro. Y es que hoy poco tiene que ver con el «grupo de personas que se reúnen con asiduidad para conversar y recrearse» al que hacen referencia tanto el diccionario de la RAE como el DGLC. ¿Conversar? En mi experiencia como tertuliana televisiva, siempre me sentí una torpe impostora, y más aquella vez en que una moderadora me recomendó: «Rápido y mortal, como un tirachinas». Sería injusto quitarle méritos a la figura del contertulio mediático, ese animal todoterreno que segrega hormonas mientras las ondas catódicas lo engordan tres kilos. El que habla con ingenio o sosería de los perdigones en el pie de Froilán, del obispo Reig, los recortes anunciados con escuetas notas de prensa o de las pulgas que invaden los expedientes de los juzgados. Y todo ello sin pitillo, ni whisky, ni intelectualidad al estilo La clave. No son estos tiempos para nostálgicos ni pedantes que reivindican la claridad de Cicerón; hoy gritar vende. Pero a veces se produce un chispazo llamado conexión humana y la palabra exacta traspasa la pantalla justo cuando nadie dice «esto es televisión». (La Vanguardia)

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11 de abril de 2012
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I. De monstruos inmortales

Este año se cumple el doscientos aniversario del nacimiento de Charles Dickens, sin
quien la novela tal como la conocemos hoy no existiría, como tampoco existiría sin Balzac, sin Tolstoi y sin Dostoievski, para no hablar sino del siglo diecinueve. Un monstruo inmortal de la literatura, Dickens fue sin duda un gran testigo de su tiempo. Un testigo de tal magnitud, que sus retratos de las condiciones de extrema miseria en Inglaterra en la segunda mitad del siglo
diecinueve, ejecutados con prodigioso realismo, influenciaron la conciencia de su época, la época de la expansión del industrialismo salvaje; e influenciaron aún la actitud pública sobre los males sociales que la explotación inicua acarreaba, empezando por la de los niños, él mismo obrerito en una fábrica de betún cuando su padre fue a dar a la cárcel por deudas. 

Desde su primera novela Las memorias póstumas del club Pickwick, escrita a los veinticinco años, Dickens describió lo que conocía profundamente, la Inglaterra que creaba su poderío expandiendo sus colonias en ultramar y sus fábricas en casa. Nadie mejor que él definió la época victoriana, y la encarnó.

Sus personajes eran contemporáneos suyos, y siempre vivió al lado de ellos y entre ellos, hijos de la cárcel, la avaricia, la pobreza, el desamparo y la explotación; y abogados venales, tinterillos, usureros, y ricos avaros, banqueros despiadados, aristócratas arruinados.

 

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11 de abril de 2012
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Solo por añadidura…

Muestra  de pertenencia a la especie humana es la erección del dinero en deidad, amarlo sobre todas las cosas, como lo es sin duda alguna la complacencia en el abuso del indefenso, o como lo es la necrofilia. Sólo los humanos hacemos tales cosas, si bien es cierto que podríamos hacer otras...

Y el problema es el de la compatibilidad con estas otras cosas que cabría hacer. No se trata tanto de que un individuo no reúna en sí pulsiones divergentes, máximas subjetivas  de las que son motor  diferentes finalidades. El problema es que más aun que el Dios de Abraham, el dinero no tolera competencia de otro señor.
Y las ocultas inclinaciones de alguno de los que le sirven son pronto desenmascaradas, sin que importe mucho el carácter de las mismas. Sólo lo que por añadidura se desprende de la devoción al dinero mismo es tolerado. No cabe aquí una disposición equivalente a la de los grandes de la pintura que encontraban en los pasajes evangélicos ocasión para una  profunda inmersión en las almas de los hombres y una búsqueda de las técnicas para expresarlas. Esta nueva deidad se impone realmente como el absoluto y en pos de su propia gloria se sacrificará
todo aquello que haya de ser sacrificado, empezando por el animal humano  que (en razón de su desmesura aunque también de su cobardía y ceguera) lo erigió precisamente  en deidad.

Y en la medida en la que los Slim y los Gates se erigen en modelos,  en cada uno de nosotros el paradigma del hombre se  transforma,  y con ello inevitablemente nuestra efectivo comportamiento en el seno de la vida social y de la vida natural, suponiendo todo ello una suerte de mutación en los rasgos que nos singularizan  en relación a los otros animales.

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10 de abril de 2012
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