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Fábulas de tragedia

Veo en los cines, en el espacio de tres semanas, lo siguiente: una niña que causa muertes violentas antes de nacer (en la tan excelente como inquietante La hija de Martín Cuenca); dos recién nacidas confundidas de madre en la incubadora del hospital (Madres paralelas, Almodóvar histórico); una pequeña, Vanesa, desaparecida o raptada, en Espíritu sagrado (el más que interesante debut en el largometraje de Chema García Ibarra); una célebre lady que siendo esposa regia de la casa Windsor anhela ser de nuevo, solo, niña aristócrata (en Spencer, la obra maestra con sutiles ribetes políticos del chileno Pablo Larraín). Es como si la irrupción femenina en el cine (un espacio que ocupaban tradicionalmente los hombres en los rangos más altos) no se limitase ya solo a los creadores; desde la cuna del relato, y aun dentro del útero de la inconsciencia, reclaman estas niñas su protagonismo prenatal.

El arranque de Spencer es de los más fulgurantes que yo recuerde, en una película que, antes de verla, imaginábamos más próxima al biopic monárquico y a la crónica rosa que al film de intriga o terror. Pues bien, estábamos equivocados. Después del sensacionalismo barato de su anterior y tan fallida Ema, las primeras imágenes del nuevo Larraín en inglés nos desconciertan, nos crean sinsabor, nos fascinan. ¿Dónde estamos? Aquello parece la campiña inglesa, pero la caravana de jeeps del ejército aplasta con sus ruedas unas aves yacentes en la calzada, y los cocineros de un gran establecimiento llevan en procesión hasta los fogones unos contenedores en forma de ataúd que al abrirse resultan transportar alimentos de alta gama. Todo ello entremezclado con el descapotable que conduce una joven rubia que lo primero que dice es “Estoy perdida” (la interpretación de Kristen Stewart es memorable). La historia de esa hermosa joven perdida entre carreteras y la búsqueda de un sándwich barato es la historia de Lady Di, algo que no sabríamos hasta bien avanzada la película de no ser por la propaganda y los periódicos.

Spencer sucede en la Navidad de 1990 y en lo que se supone que es Sandringham, la finca de recreo que la familia real británica tiene, entre otras posesiones, en el condado de Norfolk, y cercana ésta a la costa. El año tampoco yo lo vi especificado en pantalla, aunque es fácil de calcular; los dos niños del príncipe Carlos y de Lady Diana ya están crecidos, sus padres enfadados (con razón, ella), y alguna de las escenas mudas más punzantes de este film tan malévolo como riguroso son las que muestran a la sabida amante del príncipe heredero, Camilla Parker Bowles, presente en las ceremonias sagradas y los festejos sociales; dos o tres veces, la amante del príncipe mira con sarcasmo a Lady Di, que es la esposa legítima pero recibe dichas miradas como si ella fuera la intrusa y su rival Camilla la reina in pectore. Con esas miradas de soslayo, con esos silencios sepulcrales en las cenas navideñas, con los collares de perlas repetidos, con las prescripciones obligatorias del vestuario que ha de llevar en palacio y con las escapadas de la triste princesa Diana, la humillación del poderoso al débil entra en el protocolo navideño, y la cena muda de Nochebuena y los preparativos de la gran cacería de ciervos se convierten así en set pieces aterradores; la tragedia se anuncia ya, pero lo que nos llega con gran desasosiego es el miedo que pasa Lady Di en aquellos rincones y pasillos de la inmensa mansión (Sandringham ocupa, entre todas sus dependencias, 32 kms cuadrados de terreno), inacabables en sus dimensiones, amenazantes en su lujoso orden y cargados en cada piedra y en cada percha de los vestidores de una historia y una obligación ineludibles.

Y en ese momento me acordé de El resplandor, una película que no es fácil de olvidar, te guste más o te guste menos. Kubrick hizo con ella, partiendo de una hábil pero mediocre novela de Stephen King, el retrato definitivo de la casa encantada, los duendes de la neurosis y el desafío padre/hijo, añadiendo (según mi interpretación personal publicada en el nº 219, diciembre 2019, de Letras Libres) el motivo literario de la “angustia de las influencias” estudiada con tanto ahínco por Harold Bloom. No lo he leído en ninguna reseña, pero me parece innegable que Larraín, en clave un poco menos metafísica, ha hecho, con personajes históricos un spin-off de El resplandor, un film ya condensado con sardónica brillantez por Steven Spielberg en veinte minutos de su Ready Player One. En Spencer la cámara se pasea por los interminables pasillos alfombrados con veloces steadycams (aquí sin cochecito infantil a pedales), y la planificación subraya el aislamiento del edificio central del palacio, como un Hotel Overlook sin lámparas horteras ni sangre a raudales en los elevadores, pero sí todo lo demás: el aura de un lugar hermoso y peligroso, la posesión del presente a manos del pasado, los muertos que retornan, en este caso con el espantapájaros vestido como el Spencer padre. Incluso, pues Larraín es así de atrevido, así de descarado, hay una cita precisa, maravillosamente engarzada, a The Shining: la escena de la despensa del palacio real a la que acude Lady Di en mitad de la noche porque tiene hambre, y es sorprendida por el mayor Gregory, el factótum de la reina (el extraordinario Timothy Spall); el diálogo alimenticio entre el edecán y la princesa evoca la importancia que en el film de Kubrick tenía la despensa-almacén de congelados, desempeñando aquí Spall además la función del camarero redivivo que le limpiaba el traje manchado de licor a Jack Nicholson, mientras hablaban ambos en los suntuosos retretes de Frank Lloyd Wright que el director neoyorkino hizo copiar a su equipo artístico.

Spencer lleva un subtítulo después del título: la fábula de una tragedia auténtica (“a fable from a true tragedy”), y no se trata de un capricho pedante. La tragedia ocurrió, en el accidente mortal junto al Sena (¿o fue un crimen?), y la fábula la puso, ya antes de su aparición como hermosa hada en la boda principesca, la propia Lady Di, cantada en su funeral por un juglar de la categoría de Elton John. Lo malo es que, en su última media hora, después de cautivarnos y darnos pavor en los noventa minutos precedentes, Larraín se pone onírico y saca de la manga a Ana Bolena, un fantasma mucho menos temible que las gemelas o la hermosa desnuda putrefacta del hotel kubrickiano. Ya sabemos que el recurso a los sueños es la mortaja de la fantasía, en el cine aún más que en la novela, y en Spencer la introducción de la decapitada Bolena, además de forzada y reiterativa es relamida: esas danzas macabras imaginarias que se bailan en los salones supuestamente de Sandringham pero filmados en palacios centroeuropeos. El final olvida la parte soñada y recupera la fabulada: el romance de Maggie, la camarera lesbiana enamorada de la princesa, pudo suceder; en el film se sostiene de un modo creíble y emotivo gracias a la contención y el recato que muestran las dos actrices. Y es otro hallazgo del guion, que firma Steven Knight, el retorno a la comida basura de Diana, aquí ya en compañía de sus hijos. Escapados los tres del palacio y de la Navidad opresiva en una travesura que moviliza al gobierno británico, el restorán desastroso les da felicidad instantánea y les une. Reencontramos así la prosopopeya de la alta cocina del arranque del film, ahora sin ejército ni ritual.

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28 de enero de 2022
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Cristian Alarcón: El cronista antes del salto a la ficción

Hace tres décadas que Cristian Alarcón no deja de sorprendernos. Es cronista, fabulador, inventor de proyectos narrativos, gestor de sueños de verdad y justicia a partir de la palabra, mentor de al menos dos generaciones de periodistas narrativos en América Latina. Y ahora Premio Alfaguara 2022 con su primera novela, El tercer paraíso.
En 2010 Marcela Aguilar me convocó junto a otros escritores y profesores a presentar y entrevistar a los “domadores de historias” del continente. Tuve la suerte y la alegría de escribir sobre los dos primeros libros de Cristian, que forjaron su fama de cronista de los mundos de la droga, el crimen, la rebeldía y la dignidad. Al final, veo que anuncia el camino “al campo”, a la naturaleza, que bulle y brilla en su novela, que leeremos muy pronto. Ya estaba en su cabeza hace 12 años. Este es el perfil-entrevista que salió en Domadores de historias. El capítulo se llama: La revelación

* * *

No conozco ningún periodista latinoamericano que se haya acercado tanto como Cristian Alarcón a los rigores del método antropológico de la observación participante, con su combinación de ciencia y ética. Y la diferencia no sólo están en la investigación ‘de campo’. Mientras se sumerge en el mundo de los desconocidos y despreciados, este reportero erudito también se nutre de teoría y literatura y se zambulle como un psicólogo en sus propios sentimientos y reacciones ante lo que descubre. Y al final, cuando está a punto de ahogarse, se eleva a la superficie y escribe como un poseso, como un iluminado.

El periodista narrativo suele ir, ver algunas escenas, anotar y contar lo que vio. Puede escribir como los dioses, pero casi siempre se pasea por la realidad como un turista atento. El antropólogo, en cambio, busca presenciar y averiguar tantas escenas y tantas historias que al final es capaz de armar su tesis doctoral o su libro académico con el convencimiento que da la ciencia. Su problema suele ser el opuesto: tiene muchísimos datos e historias, pero muchas veces le falta el garbo, la elegancia y el nervio de la literatura.

En Estados Unidos, unos pocos periodistas en profundidad, como Ted Conover, J. Anthony Lukas o Peter Matthiessen, han combinado investigación a fondo con gran estilo. Yo al menos nunca había leído a un reportero latinoamericano hacer esto con tal compromiso y maestría. Eso es lo que hace tan especiales los dos libros que hasta ahora ha publicado Cristian Alarcón: Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (Norma, 2003) y Si me querés, quereme transa (Norma, 2010).

Para hacer Cuando me muera quiero que me toquen cumbia se pasó año y medio metido con los ‘pibes chorros’, los jóvenes y niños ladrones, el eslabón más bajo de la cadena de miseria y violencia del país rico y soberbio.

Los pibes chorros tenían un santo propio, el Frente Vital, un chico que murió baleado por la policía y al que le rezaban con desesperación. Alarcón reconstruye la vida y la muerte del Frente, relata escenas tiernas y terribles con los chicos, con los adultos que fueron chicos, mezcla con maestría la vida de la calle, la lógica del robo, la miseria, el no futuro, el embrujo oscuro de la violencia, el sadismo de los policías. La voz que habla siempre es la del narrador y la historia sigue linealmente la cadena de descubrimientos del autor mientras se interna en el submundo de las villas miseria.

En los años siguientes, Cumbia se convirtió en un libro exitoso, comentado, admirado, pero no salía la secuela. En mis encuentros con Cristian, me contaba que estaba investigando una historia mucho más compleja y cuya escritura debía ser más poliédrica.

Así pasaron siete años. Recién a principios de 2010 emergió el nuevo libro.

Y sí: Si me querés, quereme transa cumple gran parte de las promesas y expectativas que muchos habíamos depositado en el libro anterior. Cristian Alarcón puede seguir subiendo, claro, pero pienso que aquí llegó a cotas inusitadas en la profundidad de investigación y en el trabajo de la estructura, el estilo, el ritmo, la tersura brillante de la prosa.

Transa, en el argot de la calle, quiere decir vendedor de droga. La autora de la frase, la que exige que la quieran transa, es la endurecida, práctica, hipersensible Alcira, uno de los personajes más fuertes y dolidos de la literatura argentina. El libro es la historia y el viaje a la inquietante y compleja psiquis de Alcira, quien regentea una casa tomada en permanente construcción, donde vende droga, defiende como leona a su familia y sus incondicionales, e impone su lógica.

El libro es también la historia de Teodoro, el último de los peruanos que se masacran entre sí para quedarse con el negocio, pero que también luchan a punta de pistola por su honor y su dignidad. Cristian Alarcón cuenta la historia de Teodoro, su hermano, sus aliados, sus competidores, sus enemigos en el tenebroso mundo de la controlada violencia de estos narcos que bajaron de las montañas de Perú para adueñarse de una selva urbana en medio de la ciudad que se cree europea.

En sus páginas brilla, como en el libro anterior, la prosa poética de Cristian, su forma de relatar escenas vistas y vividas. Pero también se echa más para atrás, para reflexionar y aportar un riquísimo contexto histórico, sociológico, psicológico y antropológico. Y junto con la voz del narrador, surge la brillante construcción de unos ‘monólogos autobiográficos’ de sus protagonistas: Alcira, Teodoro y un puñado más. Son voces que surgen, como si salieran de una lámpara oriental, y destilan el fluido de la manera de pensar y sentir de cada uno. Veo en estos relatos en primera persona la influencia del genial El emperador, el libro seminal de Ryszard Kapusinski.

Por Cumbia, Alarcón ganó el Premio a la Integridad Periodística del prestigioso North American Congress of Latin American (NACLA). Después de Transa le ofrecieron ser director académico del proyecto Narcotráfico, Ciudad y Violencia en América Latina de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) y el Open Society Institute.

Pero conocí a Cristian mucho antes de estos logros y honores. Fue en Ciudad de México, en marzo de 2001. Ambos fuimos al primer taller que Ryszard Kapuscinski dio para la FNPI, la vuelta del maestro a Latinoamérica 30 años después de haber cubierto la región para la agencia polaca PAP. Allí Cristian contó su proyecto, y su temor a meterse demasiado. “¿Cuánto hay que meterse con el mundo del que uno está escribiendo?, ¿hay un límite?”, recuerdo que le preguntó al maestro polaco.

Yo ya sabía que Cristian había empezado en el periodismo por el lado del compromiso personal, sin separar nunca su lucha y sus crónicas. Estudió en la más antigua y politizada escuela de periodismo de Argentina, en la Universidad de La Plata. En 1993, uno de sus compañeros, Miguel Bru, fue secuestrado por la policía de la provincia y desapareció. La necesidad de contar y de luchar por Miguel – a quien llamaron el primer desaparecido de la democracia – movilizó a sus compañeros, y Cristian empezó a escribir del tema en el entonces joven diario porteño Página 12.

Pasó más de una década en Página escribiendo de crímenes, cubriendo y descubriendo los desmanes policiales, después pasó a la revista TXT y al diario Crítica. Desde entonces, sus crónicas salieron en Gatopardo, Rolling Stone, Etiqueta Negra y Soho, pero su corazón se volcó, se derramó sin paliativos en sus libros, extremadamente ambiciosos.

La última vez que lo vi en Buenos Aires Cristian invitó a su casa y me llevó a su placar. Allí me mostró con orgullo las camisetas de su ahijado, Juan. Juan es el hijo de Alcira. La protagonista de su último libro le insistió por años en que él fuera el padrino de su hijo. Después de mucho negarse, aceptó, y la escena en que Juan es bautizado y Cristian se convierte en su padrino es una de las más emocionantes de Si me querés, quereme transa.

Cristian Alarcón acaba de cumplir 40 años, está en un momento dulce, alto de su carrera, y no para. Dí con él en un hotel de Monterrey, en la mañana del martes 21 de septiembre del 2010. Su voz sonaba pastosa, lírica, extrañamente lúcida al otro lado de la línea telefónica, habida cuenta que había bailado y bebido hasta las 5 de la mañana en la fiesta de los premios de la FNPI. Pero al mediodía salía para Nuevo León, para dar un taller, así que después de despertarlo, lo esperé a que se duchara y se tomara unos cafés en el bar del hotel. No había tiempo que perder.

Le propuse una entrevista que repasara cronológica y temáticamente su obra y su método. Acostado en la cama, después de hartarse de café pero otra vez con los ojos cerrados, me decía que sí, que dale.

–¿De qué planeta vienes, Cristian? Quiero decir, ¿dónde naciste y creciste, y qué de eso afectó lo que eres y haces ahora?

–Vengo de una aldea campesina en Chile, antes de entrar en el pueblo de La Unión, que fue creada después del terremoto de 1960 y del tsunami que destruyó gran parte de la región. Algunos de mis tíos fueron los primeros pobladores de este barrio, que se construyó con las casas que donó para las víctimas del terremoto el estado de Georgia. Cada estado de EEUU donó un barrio en Chile para los damnificados. Vengo de una madre enfermera, de un padre electricista, de una nana que me crió hasta los 5, en 1975. Vengo del campo, del Chile profundo…

–¿Cuándo cruzaste a Argentina?

–Fuimos a Bariloche, a Neuquén, cruzando la confluencia del Neuquén y Limay. Ahí viví hasta terminar la secundaria a los 17, y me fui a La Plata a estudiar Ciencias de la Comunicación…

–¿A qué edad empezaste a pensar que querías ser periodista?

–Hace poco estábamos jugando con unos amigos a acordarnos de cosas, y me acordé que a los 7 años, en un intento por seducir a mi maestra, de la que estaba enamorado, inventé una especie de juego del cuerpo humano, y en medio de ese juego me acordé lo que me había gustado el descubrimiento de que podía inventar. Me costaba mucho jugar. No tenía juguetes. Me dediqué siempre a leer, la lectura se transformó para mí en el exilio, en un refugio cada vez más vivo. El tedio del viento patagónico, el frío del invierno, el calor del verano lo fui compartiendo con La vuelta al mundo en 80 días, mucho Verne, entre los 7 los 12 años…

–Recuerdo que hace unos años me contaste que cuando fuiste a La Plata entraste en el mundo de la política, de la lucha por los derechos humanos, como algo lógico, casi natural… ¿Era el espíritu de la época y lo que se respiraba ahí, o lo traías con vos?

– Las dos cosas. Sí, ya venía politizado: hubo dos hechos políticos que me marcaron pronto. Cuando estaba en la secundaria yo era dirigente estudiantil, era una época de efervescencia a mediados de los 80, era insoportable a los 13 años, y cuando estaba en cuarto año hubo un intento de golpe y en el Alto Valle había resabios de grupos fascistas de la dictadura. Fue secuestrada una amiga, y era un momento de crisis personal porque mis padres me amenazaban con regresarme a Chile, a un internado de curas. Yo tenía terror de eso, y esa experiencia originó ciertos componentes posteriores. Y ya en la universidad, en 1993 desaparecieron a uno de mis compañeros de la carrera de periodismo en La Plata, Miguel Bru, y yo ya estaba colaborando con Página 12 en el suplemento de La Plata y empecé a publicar sobre esa investigación que hicimos… Yo estaba en la comisión que peleaba por Miguel y contra la impunidad, y al mismo tiempo escribía sobre el caso en el diario…

–¿Qué es para vos el trabajo de periodista de diarios? ¿Qué hiciste, qué aprendiste y qué te enseñó la experiencia de reportero?

– Desde el comienzo de mis estudios yo quería publicar en un diario. Desde muy pronto yo estaba buscando dónde publicar, tenía 18, 19 años cuando transitaba redacciones buscando un espacio, y antes de terminar la carrera ya estaba trabajando como redactor de policiales en un diario local, Hoy, que todavía existe, que era la competencia de El Día, el diario conservador. Por las tarde hacía policiales, investigaba crímenes locales. Me acuerdo el crimen de un pintor que había aparecido a la vera del camino que llevaba de La Plata a Punta Lara acribillado a balazos, y decían que se había suicidado…

–¿Por qué policiales?

– No logro recordar si yo elegí policiales o si fue otra cosa… Yo había escrito siempre sobre sociedad en un suplemento de los sábados. La primera nota que publiqué fue sobre los viajes de egresados del secundario, pero me llamaban mucho los temas policiales. Leía mucho, había descubierto los clásicos, a los 20 me había bajado todo Raymond Chandler, todo Dashiell Hammett, Patricia Highsmith, Georges Simenon… todo. Me había dejado seducir por la literatura policial. En la sección de policiales era feliz, me parecía fantástico hablar con policías y ladrones.

– Y en eso, estando en policiales de Página 12, te tocó el primer taller de crónica con Kapuscinski en México, donde nos conocimos. ¿Cuánto te influyó ese taller de Kapuscinski? ¿Esa experiencia fue importante para el paso que estabas por dar?

– Sí, claro. Yo todavía no había entendido las dinámicas que el periodismo me podía dar por un lado para huir del periodismo, y por otro para llevarlo hasta las últimas consecuencias. Kapuscinski nos definió el concepto del taller propio, que era la angustia que todos teníamos de trabajar en redacciones y no poder producir textos narrativos de calidad. Y todos los que salimos de ahí y escribimos libros o creamos medios después, como Graciela Mochkovsky que escribió su biografía de Jacobo Timerman, Julio Villanueva Chang creó Etiqueta Negra, Juan Andrés Guzmán fundó The Clinic, Boris Muñoz hizo un libro de crónicas de Estados Unidos, Juanita León publicó su País de plomo, casi todos salimos de ahí a seguir las lecciones del maestro…

–¿Vos ya sabías que querías escribir un libro o fue a partir de eso?

– Tal vez las dos cosas. El libro salió en el 2003, yo ya estaba escribiendo, había empezado, pero tenía mucho respeto, ya tenía un contrato con la editorial… Yo me había planteado escribir un libro antes, que eran historias de hijos de desaparecidos, en ese momento estaba enamorado de Josefina, una hija de desaparecidos de La Plata, una de las fundadoras de la organización H.I.J.O.S., y un día Juan Gelman le manda una carta a los chicos pidiendo permiso para hacer su libro Ni el flaco perdón de Dios. Esa carta la recibí yo en un departamento que Josefina tenía en el Abasto, cuando estaba en la mitad de la escritura de mi libro. Fue como una aplanadora que me pasó por encima. Me aterroricé ante la idea de que compararan mi trabajo con el del Poeta, y ese libro nunca lo terminé…

–¿Te parece que lo terminarás algún día?

– No sé, tal vez. El texto está ahí, como lo dejé ese día.

–¿Y cómo fue tomando cuerpo lo que finalmente se convirtió en tu primer libro, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia?

– Yo soy muy maníaco y ‘workahólico’, así que trabajaba todo el día. No sé en qué momento lo decidí, pero poco a poco, todo el tiempo libre que me dejaba el diario lo iba invirtiendo en mis propias historias, pensando en publicarlas también en Página. Un año y medio me llevó investigar una mafia de policías de la Zona Norte del conurbano bonaerense, que asesinaban a chicos por la espalda. Los editores del diario eran remisos a publicarme los avances de esa investigación. Pero yo venía con datos, con pruebas, con historias que no podían soslayar y me tenían que publicar. Era un gran placer poder ‘colar’ esas publicaciones diarias. Era el viejo orgullo de sentir que yo tenía una historia única, que podía producir cambios políticos y sociales… Al final el capo de la mafia policial fue sentenciado con pruebas que surgieron de la investigación, a 22 años de cárcel por homicidio, y su lugarteniente también fue preso. Yo me sentía muy washiano, quería ser Rodolfo Walsh…

– … Pero el libro que hiciste al final no es sobre los policías sino sobre los chicos…

– Cuando ya conseguí eso (que los policías fueran presos), creía que el libro iba a ser sobre el escuadrón. Incluso creo que el contrato con Norma lo hice sobre ese tema. Pero después me dije: ‘qué aburrimiento, tener que mostrar todas esas pruebas otra vez, ya lo sabe la gente…’ yo quería contar otra historia, y yo tenía pasión por una literatura más contemporánea, y el día clave fue el día en que descubrí la historia del Frente Vital, en santo de los pibes chorros. En ese momento sentí que tenía una historia entre manos, una historia que tenía el vértigo de la violencia urbana y todos los ingredientes del pop…

– Yo lo releí en estos días justo antes de leer el otro, y es una historia complicada de contar, ¿no? El Frente es un personaje que está siempre ausente, pero al mismo tiempo siempre presente…

– Sí, es el muerto eterno. Gustavo Gorriti me critica de que la trama está suspendida, que las historias no terminan, que no ato las cosas, como si de alguna manera inconsciente estuviera no cerrando el relato en un intento de abrir sentidos…

– Yo lo veo mucho como un relato de voces, más que de hechos, el susurro, el murmullo, los chismes. Los silencios son muy elocuentes…

– Ya las páginas de los diarios contestan todas las preguntas, quieren llenar los silencios. Yo quiero muchas veces dejarlos flotando…

– En Cumbia la que habla es tu voz. ¿Cómo creaste la voz narrativa? ¿Usaste palabras de ellos, quisiste imitar los ritmos y cadencias de cómo hablan estos chicos?

– Yo quería escribir un folletín, estaba obsesionado con la obra de Manuel Puig, y me gustaba mucho lo neobarroco, había leído a Lezama Lima. Pero en un momento sentí que me había ido de la forma, del estilo que corresponde al relato policial, y cuando empecé a escribir me fui reencontrando con lo que consideraba propio del policial…

– Pero ¿cómo te salió escribir así? ¿Fuiste contando y el estilo te salió fluido, o tuviste mucho trabajo para encontrar la forma de narrar?

– Déjame que haga memoria… Por el tercer capítulo siento que lo encontré. Después en Transa me pasó lo mismo. Al principio iba despacio, pero después ya ni tenía que mirar las notas, los documentos, nada. Sin mirar escribía y escribía, y me salía solo. Yo soñé con ellos durante todo un año, los tenía dentro. Estaba tomado por ellos, muy tocado. No podía hablar de otra cosa…

– ¿Te afectó, te sigue afectando la historia? ¿Saliste? ¿Se puede salir? ¿Se debe salir?

– Yo me dejo tomar. No tengo filtro. Lo único que he hecho durante todos estos años es psicoanálisis con una analista lacaniana, pero vivo de una manera intensa la vida con las situaciones, con cada una de las personas de las que escribo, esta vida espantosa de ellos la padezco yo.

–¿Cuánto tardaste en poder emprender otro libro?

– Muy poco. No puedo vivir sin estar metido en una historia larga. Es una sensación sublime de estar siempre sobre una tabla de surf, montando una ola. La imprevisibilidad que tiene una historia de largo aliento no la tiene nada: ni las condiciones de una noticia ni nada. Me resulta natural tener un chip, un archivo con información periodística y literaria al mismo tiempo, estar todo el tiempo sacando más y más información real y al mismo tiempo buscando las posibilidades literarias de cómo contarlo. Quiero saber cómo va a hablar un personaje, saber que el habla del personaje no es el testimonio, es más que las palabras que está volcando ante el grabador, esa construcción que está haciendo para mí. Quiero saber cómo va a terminar hablando.

– Construyes entonces sus voces literarias a partir de sus voces ‘reales’. ¿Y con los nombres? Dices que todos están cambiados. ¿Cómo construyes los nombres de estos personajes? ¿Cómo eliges los seudónimos?

– Son musicales, tienen el mismo ritmo de los reales. Deben sonar iguales.

– Es casi como el pastor que pone un nuevo nombre al acólito, ¿no?

– Sí, hay como un bautizo. Esos seres, cuando los renombras, adquieren otra entidad. El otro día llevé a Philippe Bourgois (el gran antropólogo norteamericano especializado en contar, desde la ciencia pero con enorme pericia narrativa, las vidas y estrategias de supervivencia de colectividades de pequeños traficantes de drogas y de drogadictos en las calles de EEUU) a la casa de Alcira, Denis y Juan. Y él los llamaba con los nombres de sus personajes. Alcira hizo un ceviche de dos pescados y calamar, una causa peruana, y Denis después de tantos años fue el anfitrión y Alcira fue a la cocina y cocinó, y ella que es tan fálica y tan masculina le cocinó, lo atendió como una esposa servicial. Y Philippe los llamaba por sus nombres de ficción… fue maravilloso.
En Cuando me muera, Matilde, Marco, Chaías, tienen más que ver con personas que existen. Chaías es mi abuelo, Isaías Casanova, que será el personaje de mi tercer libro. Israel, que es el nombre real de ese personaje, es una palabra hermana de Chaías, así que también hay una relación de sonidos. Hay paralelismos que a veces sólo yo veo. Otras me recuerda cosas, como Matilde, que se lo puse por Matilde Urrutia, la mujer de Neruda…

– En el primer libro decís que el cambio de nombre es para preservar su integridad, y en Transa decís que es para no colaborar con el poder judicial y la policía. ¿Por qué ese cambio?

– Los personajes de Cumbia son menores de edad, y los otros son mayores, y los crímenes que se les imputan a los de Transa son más graves, de sangre. Sería miserable darlos a conocer. La integridad tiene que ver con sus movimientos biográficos, no puedo darlos a conocer. Tuve que cambiar todo, el nombre del barrio, las calles, todo. Y también quiero que no sean perjudicados por el libro con el correr de los años, porque tengo la ambición de que sean libros que sigan siendo leídos por muchos años. Es mi ambición, perdurar. Una de las cosas más maravillosas que me pasaron, de meterme en ese mundo considerado bajo, sucio, y mostrar lo brillante. Y que ellos lo vean así, ir a una cárcel y ver mi libro manoseado, baqueteado. Bien usado.

– ¿Del primero al segundo ves un cambio, un progreso, una mejora?

– Sí, creo que Transa es un libro mejor. No soy quién para juzgarlo, pero creo que es un libro mucho más ambicioso, resultado de una experiencia extrema, adulta, de transitar de otra forma el territorio. Fui jaqueado por el territorio del Frente y sus personajes, sufrí y juré que nunca me dejaría volver a atrapar por algo así. Ahora me siento agotado, vuelvo a renegar y quiero otro tema muy distinto. Me vi totalmente tomado por mis personajes, me convertí en el teléfono de urgencias del barrio, yo no tenía cumpleaños de amigos, vida familiar, nada. Yo tenía que estar en la villa noche y día, cada vez que tenía tiempo libre. Eso me hacía llevar una vida prosaica, neurótica, vivía entre la intensidad de la villa y la intensidad de necesidad artificiales que necesitaba para hacerme cargo. Eso era en Cumbia; en Transa el compromiso y la intensidad subieron, porque todo era más…

– Encontré en la página 120 una frase que creo que es el eje, el credo de todo esto: “En mi ética la mayor virtud está en la verdad, la verdad está lejos de las comisarías y los tribunales; la verdad está solo en la calle.” ¿Es así?

– (Se ríe, le agarra un ataque de tos, se vuelve a reír) Estas cosas las escribo en un estado de exceso. Estas cosas nunca las anoto en libretas.

– Pero inmediatamente te contradecís, porque sacás mucho de causas judiciales, de entrevistas con policías, jueces y abogados….

– ¡Ahí está la construcción del personaje del cronista! Esa frialdad para construir como personaje al cronista la adquirí con el segundo libro. En el primero era mucho más yo, un cronista mucho más presente y protagónico y en la edición me dediqué a limarlo para dejarlo sólo como un estúpido que tenía miedo todo el tiempo a los tiroteos.
En el segundo también lo limé, porque mi yo es enorme y soy un ególatra terrible, me encanta hablar de mí mismo, pero después agarro la guadaña y empiezo a mutilarlo (carcajadas). En Transa el cronista no soy yo, sino que es el personaje que le da una certeza al lector, y piensa que el lector quiere que le den una certeza sobre el lugar donde está parado. Claro que me contradigo porque hay una investigación que yo disimulo. Es como la mujer adúltera y procaz que parece santa. O el jugador que puede disimular su vicio. A mí me encanta jugar con esa mentira. ‘Yo soy el cronista de la calle’, digo. Y en realidad, no pude hacer ese libro hasta que no leí 54 causas judiciales con los homicidios, los desgrané, y esa renuncia al periodismo de investigación como forma de contar es una toma de posición literaria. Renuncio a las primicias, a los nódulos fálicos del periodismo, a la construcción del héroe, soy un anti-héroe porque lo quiero ser.

– ¿Tuviste problemas para elegir con quién ibas a terminar? El personaje de Alcira termina en la escena tierna de la ceremonia del bautismo de su hijo, pero después de eso viene el final duro, la última de las masacres en la villa, el triunfo a sangre y muerte de las fuerzas de Teodoro…

– No le quería regalar todo a ella, hasta el final. No sé si se lo merece. Creo que Teodoro se lo merece más. Me peleo con ella, es como mi madre, poderosa y tan fálica, y me dan ganas de castrarle ese vergón que construye con su carácter… ya no soporto la misoginia de estas mujeres que exhiban el falo enorme...

–¡Tomá!

– Por favor, esto ponelo. De toda la entrevista, te pido que pongas por favor esto que acabo de decir, para llevárselo a mi analista. Sí, estoy harto, pero al mismo tiempo me produce una fascinación, esa fascinación que me sigue produciendo Alcira, que es power, alegre, enamorada, que se la pasa amando y odiando… siempre.

–¿Viste algún paralelismo entre su personaje y el personaje femenino fuerte que domina Cumbia, que para mí es Sabina, la madre luchadora del Frente Vital, que se enfrenta a la policía por su hijo muerto y se enfrenta a los otros pibes chorros para que no se maten?

– Sabina es más bien la viuda de su propio hijo. Eso es más fuerte. Parece que perdió a su hombre, y es su hijo. Es el roble en medio de la tempestad, que resiste al huracán, que sigue en pie cuando todos cayeron. Esa idea de supervivencia, de la virtud de lo vital es muy importante para mí. Hay una cita sobre el vitalismo extremo en ese libro. Hay un sociólogo, Zygmunt Bauman, que habla de tribus urbanas, de la modernidad líquida y esas cosas, que retoma el tema del vitalismo, que creo que es inevitable, ineludible para leer la contemporaneidad, y los símbolos de eso son extremadamente contemporáneos. El vitalismo está relacionado con la posibilidad de desacralizar todo: la vida, la muerte, la religión, el dolor, la angustia, las corporaciones, el Estado, el pasado, el futuro, está más allá del bien y del mal…

– Pero también en Transa hay mucha guerra y mucha violencia. Noto un trabajo tremendo de construir la épica de las batallas entre los narcos, las matanzas, los asesinatos, el tiempo que se detiene como en las películas para contar minuciosamente los momentos de matar y morir. Para mí es casi como las batallas de El señor de los anillos…

– (carcajadas) ¡A mí me encanta El señor de los anillos! Lo leí de chico, y cuando voy por la vida pienso que las personas están divididas entre elfos, hobitts… Estaríamos entre El señor de los anillos y Germán Arciniegas, el mundo del bosque, la selva, los olores. El olor y la traición son los temas de mis libros. Y es en el mundo de la selva, ¿no?, donde se construyen los olores. No me puedo sustraer a eso, y eso está construido sobre la foresta, la selva barroca, como toda selva, sin muchos matices lumínicos, la luz que queda, que toca. Luminosidad compleja, el sol penetrando en los ramajes, llegando a tocar imperceptiblemente el último de los hongos y los seres que reptan por la tierra, pero llegando a todos, creo que escribo desde esa posición.
Y voy a escribir ahora sobre eso, a volver al fondo de la casa de mis abuelos, treparme al cerezo, ya derribado pero que sigue en mi memoria. Ahora eso está lleno de casitas, pero me trepo hasta la última rama para otear el horizonte desde arriba. Esa visión maravillosa de un mundo posible, asible, narrable, alejarse de todas las angustias que la vileza del cotidiano puede producir para sobrevolar impune e inmune sobre todo…

–¡Chapeau! Creo que te agarré maravillosamente con la guardia baja, en esta mañana de resaca y medio dormido, ¿no? (carcajadas de Cristian en el tubo). Alejarte y acercarte, es lo que siento que hacés en todos tus textos. En Transa siento que tomaste dos decisiones que no son la misma decisión: la de meterte tanto hasta el grado de convertirte en padrino en la familia de tus personajes, y la de contarlo en el libro. No sé si fueron la misma decisión en un momento, o si fueron dos…

– Fueron dos, fueron dos, y con el tiempo he aprendido a no especular. Tomo decisiones. No me paso pensando las cosas, las maduro a fuego lento, no puedo vivir todo el tiempo cuestionándome, hay una neurosis que no soporto, la inseguridad… sé que no quiero hasta que quiero, pero no estoy todo el tiempo pensando quiero, no quiero, quiero, no quiero…. Y yo supe que no quería ser el padrino del niño, hasta que en un momento sí quise. Todo en el libro es verdad, todo, todo, y es cierto. Está caricaturizado, pero es cierto. Y el día que quise saltar no tuve vuelta atrás, no me lo replanteé y tampoco me puse a pensar en qué pensarían los demás…

– Sería un insulto pensar que hiciste ese acto personal para el libro, claro que no, pero ¿cómo decidiste contarlo?

– Estoy tirado en la cama y me estás haciendo sentir como en el consultorio del psicoanalista… pero mirá, así me salen los libros. Cuando pude escribir esa escena, la del bautismo, me separé. Literal. De mi pareja, de mi casa, de mi ciudad, me fui y huí a Río de Janeiro a la terraza de mi amigo Ricardo Corredor con vista al Cerro Redentor, otra asociación libre, ¿no? Así redimiéndome de una relación, de las relaciones con el mundo, a escribir esta escena, este libro, acompañado de una amiga que estaba escribiendo su novela. Ahora ya salí de todo eso, logré terminar el libro, me deja feliz pero agotado, y estoy listo para volver al sur…

– Como Pino Solanas, como Carlos Sorín….

– … como la canción de Caetano (canta: Vuelvo al sur…), sí pero vuelvo a mi tierra, a mi tierra mapuche, y al campo. Y a mi necesidad espiritual….

– Entonces te vas de los territorios de estos libros. No vas a completar una trilogía, una cartografía de los males de la sociedad poniendo el dedo en los más vulnerables o los más despreciados….

– Vamos a ver, porque quizás debería haber escrito primero el que voy a escribir ahora. Siempre estoy escribiendo sobre el campo, sobre lo rural, una y otra vez. Quiero convencerme de que soy un ser urbano o suburbano, ¡y al final me encuentro campesino y bruto! Todos éramos del campo, de hace poco o de hace mucho… Antes las ciudades eran otra cosa, prolongaciones de lo rural, excusas para la economía, para el orden social, para el Estado, y el campo está lejos, se puede escapar de los jueces y los impuestos… claro que es una idea romántica, ahora el sistema capitalista entra en el campo. Pero para mí lo contemporáneo es la imposición de un orden institucional sobre la vida. Es muy gracioso porque cuando me metí con estos personajes que vienen de la violencia rural y la terminan expresando en la violencia urbana, con personajes que vienen de paisajes agrestes a agitarse en torno a una villa, mis amigos sociólogos me decían que podía ser leído como reaccionario, asociar el campo a la barbarie y la ciudad a la civilización.
Pero más que sociológico es filosófico. Hay algo de lo sublime que está en la noche del campo, los murmullos, el cambio de la temperatura, la soltura, la tranquilidad, es el momento de las historias, la noche. De la oralidad andina de mis personajes, del pensamiento, de la reflexión, del silencio asociado al más allá, a lo espiritual también, del rezo, de la comunicación con el uno mismo, la introspección. La música, la guitarra, la baguala, la ranchera, es el momento de la radio, de la onda corta, la vieja radio de los años treinta y cuarenta, un mundo lejano que llega por ondas, y es el momento del sexo, del amor, de la dominación pero que no es la del día. Al día el hombre domina la tierra, el clima, los animales, y en la noche domina a su mujer. Es hermosa la noche en el campo, ¿no?, es el momento más sublime…

– ¿Contás para qué, estás en un lucha, una guerra, te parece que sirve para algo?

– Acabo de participar de un seminario sobre mafias y narcotráfico, y acabo de inaugurar la red de periodismo policial de America Latina Cosecha Roja. En ese contexto tomé la decisión laboral y política de no estar como autor, y me pregunto, no, cuántos pueden escuchar lo que digo, en qué contexto puedo hablar y ser escuchado. En los debates de lo actual no sé si sirve, si esto sirve para algo. No sé si se puede hacer algo con el narcotráfico en el mundo desde la palabra. Me propuse tanto no quedar pegado a la misión… ¡que me parece que lo logré!
Obvio que las radios y las televisiones me llaman para comentar sobre el último chorro o la última batalla entre narcos, pero rechazo esos lugares, la identificación con ese tipo de expertos. Me lo advirtió Sergio Parra, el poeta chileno, hace muchos años en una conversación en el bar El Toro: ‘no te conviertas en un experto’. Hay que saber entrar y salir. Hay que lidiar con eso.
Cuando me pregunto para qué, lo que me preocupa es el para qué de la literatura: para que los lectores comprendan algo que no sabían, para que se sientan hermanados con las vicisitudes de los otros. En el otro está la respuesta a todo. En mi devenir está el otro, como uno mismo que es otro. Soy para el otro. Escribo para el otro. Para mí, la experiencia. Para ti, el discurrir, el flujo. Si hay un para qué es el ‘para otro’, no para mí. Vivo y escribo para otros. Cada vez siento más el placer de dar. Contrastar, contraponer, evidenciar, desnudar, lograr que sea más que lo que es, que sea lo que tiene que ser… lo que busco es eso, al final: lo que no pueda mentirme…

– ¡No mientas más, flaco!

– Eso es: ¡ya no me mientas más!, ¿no?… (Y termina con una larga y sorda carcajada de satisfacción).

Se acabó el tiempo. Tiene que tomar su avión. Nos despedimos entre los reverberos de risa. No sé por qué, pero estoy seguro de que, después de que colgamos los respectivos aparatos, la risa seguirá viajando por las líneas telefónicas, subirá al ciberespacio, rebotará en el satélite y volverá a bajar en algún rincón húmedo y perdido de esa selva barroca donde Cristian Alarcón se agazapa para saltar sobre su próximo libro.

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26 de enero de 2022

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Cuatro mil semanas de lío

Perdemos tontamente el tiempo porque se nos ha olvidado que existe un “mundo que mundea a nuestro alrededor” (Heidegger), entregados como estamos a tanta pantalla. “Desactivad las notificaciones”, aconsejan los psicólogos que advierten de los peligros de una sociedad intoxicada de cortisol, la principal hormona del estrés. A la gente le gusta decir que está liada, es una forma de darse importancia y ocuparse de misiones que espantan el sentido de la vida. Cuando yo era una pobre mujer de siete cabezas que iba corriendo a todas partes, oí a mi hija decirle por teléfono a su padre: “Hablamos más tarde, que ahora estoy reunida”. La caricatura de mí misma que me devolvía fue una bofetada de sentido común.

¡Cuántos correos, llamadas, gestiones y reuniones superfluas hemos sumado a lo largo de nuestras carreras, robándonos a nosotros mismos un tiempo precioso e irrecuperable! El lío se ha convertido en emblema de prestigio social en nuestra sociedad hiperproductiva: cuanto más liados, más interesantes parecemos, asegura Oliver Burkeman en su libro Cuatro mil semanas: Gestión del tiempo para mortales, las mismas que calcula que se viven en una existencia de ochenta años. En él reflexiona sobre nuestra provisionalidad finita, y afirma que nunca lo tendremos todo bajo control ni conseguiremos dejar a cero la bandeja de entrada del correo. Pero alerta de la forma en que malgastamos las horas, de nuestra negligencia creativa y de la comodidad que nos empequeñece.

Aplaudimos la flexibilidad laboral como nueva conquista, pero nos rodean personas que han perdido la voz de puro agotamiento y que, a fin de afrontar su ansiedad, van aún más rápido, dispuestas a pelear amargamente contra sus molinos de viento. Lo dijo Marilynne Robinson: “El espíritu de los tiempos es el de una urgencia sin alegría”. Las buenas citas son muletas que nos ayudan a pensar más despacio.

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26 de enero de 2022
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Malas bestias

Lo superfluo del raciocinio y de la argumentación es el corazón de la política española, la cual se va pareciendo cada vez más a una serie de la tele

Si usted ha visto alguna serie o película española habrá observado que casi siempre hay una o varias personas que gritan, gesticulan, lanzan improperios e insultan. La atmósfera general suele ser la de una caseta de títeres muy zafios. Nunca se argumenta o se dialoga, que es la gracia de las series británicas o incluso de las francesas, porque los personajes no se definen por su capacidad de raciocinio, que es nula, sino por su mera presencia. Los esforzados actores y actrices solo pueden afirmar que ahí están ellos dando fe de que su cuerpo ya es suficiente para que el espectador identifique sin error quién es el más idiota.

Sorprende que esa manera de gritar e insultar sea tan típica de la ficción española. No se da en ningún otro medio europeo y por lo que la curiosidad me ha permitido ver, tampoco en las series turcas, mucho más comedidas y correctas, lo que les ha ganado una popularidad inesperada entre los adictos a la televisión.

Lo superfluo del raciocinio y de la argumentación es también el corazón de la política española, la cual se va pareciendo cada vez más a una serie de la tele. No es solo que un concejal de Zaragoza llame “carapolla” al alcalde de Madrid como si estuviera en una taberna, finca o pensión de serie española, es que en general no hay ni una sola argumentación entre los partidos, seguramente por imitación a las series televisivas que parecen el solo alimento de los políticos. Así, por ejemplo, lo único que han sido capaces de mascullar los de Podemos ante las amenazas rusas sobre Ucrania es un “no a la guerra” que suena a película subvencionada por José Luis Rodríguez Zapatero. ¿A qué guerra? ¿De qué están hablando? Da lo mismo porque lo siguiente es aullar que Ucrania es machista y heteropatriarcal, en tanto que Rusia usa el lenguaje inclusivo. Esta o cualquier otra majadería. ¿Quién imita a quién?

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25 de enero de 2022
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¿Cuánto tiempo viven los poemas?

¿Cuánto tiempo vive un poema, una película, una canción o una novela, en nosotros? Las efímeras es el nombre de un hermoso e inofensivo insecto de la familia de las libélulas, el ser vivo más fugaz: muere apenas unas horas después de haber nacido. En el otro extremo, el más longevo, el único ser imnortal del planeta es un diminuto animal de agua, la venenosa medusa (turritopsis nutricula), que conoce el secreto de la metamorfosis y del eterno renacer. ¿Cuánto tiempo vive en nosotros un amor, una amistad, un amante? Amamos lo pasajero y lloramos su ausencia, nos atrae lo permanente y nos fatiga la repetición. Crecemos con los libros, músicas, teatro y películas que nos explican. Las novelas nos ofrecen, a cualquier edad, otras vidas posibles, experiencias de las que carecemos, y acudimos a las bibliotecas en busca de historias que nos indiquen qué soñaron, qué sintieron o cómo resolvieron o fracasaron hombres y mujeres de otras épocas ante los misterios a los que nos asomamos. Pienso en ello mientras rescato los poemas de Gabriel Ferrater que un día me asombraron y luego dejé de leer. Lo hago con cierto escalofrío al darme cuenta de que en mayo hubiera cumplido cien años y que ahora soy mayor que él cuando los escribió.

Regresar, ya adultos o ancianos, a los libros de juventud, es releernos, enfrentarnos a lo que un día fuimos, reconocer lo que aún permanece o medir la distancia entre lo que quisimos ser y lo que somos y lo que aún querriamos llegar a ser. Releer es mirar al libro a los ojos, a la manera de aquella cita de Platón que Seferis humanizó: «si el ojo quiere verse a sí mismo, ha de dirigir su mirada a otro ojo, pues al extraño y al enemigo lo vemos en los espejos». Conócete a ti mismo, sí, pero atendiendo la mirada del otro para que tu ego no te engañe. Por eso quizás es tan poco frecuente el hábito de releer, porque ir descartando formas de estar en el mundo es decidir olvidos y memoria. En las páginas de algunos de los libros nos veremos extranjeros de nosotros mismos, en otros será como reencontrarnos gozosamente con un viejo amigo y en otros más bajaremos la mirada ruborizados, y tal vez aquella noche no podramos conciliar el sueño, pensando qué queda de aquel otro yo que vibró con los versos alucinados de Hölderlin o se bebió la vida con el cónsul Firmin junto aquella alberca mexicana con hojas secas flotando sobre el limo y el cartel «No se puede vivir sin amor».

¿Cuánto tiempo vive en nosotros un poema, una película, una canción o una novela? Tambien los libros envejecen y mueren. Por sus propios deméritos, y entonces nos deshacemos de ellos, o porque ya cumplieron su misión, y entonces los relegamos a los últimos estantes. Hay autores de los que hicimos bandera cuando los considerábamos secretos y después, cuando se convirtieron en cita común, los arrumbamos sin nostalgia. Y hay autores que ya sabemos demasiado bien. De todos ellos, aguantan mejor los poemas que las novelas. Un truco de pervivencia es leerlos en otros idiomas para regresar con mirada nueva a su lengua original, después de la infidelidad cometida. Pero sin duda alguna, el mayor placer, ese otro tipo de goce que no nos pueden dar los libros inéditos, es la sorpresa de descubrir toda aquella belleza, toda la sabiduría que en su momento, por juventud o por distracción, no supimos apreciar. Me está pasando y es una delicia.

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24 de enero de 2022
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Es mucho peor: Lo que yo esperaba de 2022 hace diez años

A comienzos de 2012 el entonces jefe de redacción de la legendaria revista española El Ciervo, Alexis Rodriguez Rata, nos pidió a varios periodistas y escritores que pensáramos cómo nos íbamos a informar en una década. Era difícil. Facebook llevaba menos de diez años, Twitter era más nuevo, Instagram estaba naciendo, ni hablar de Tik Tok o Telegram. Ya existía Youtube pero no los youtubers. Y a nadie se le ocurría que Whatsapp se convertiría en algo más que una forma de escribirse y mandarse mensajes de audio, como un Gmail pero más ágil.

Lo que escribí hace diez años me parecía pesimista. Y leído ahora, es inocente, poco preciso, limitado.

Lo más importante es que en esa época yo imaginaba que el peligro de las redes sociales como reemplazo de los medios era comercial: su propósito era, imaginaba yo, vendernos más, dirigir nuestro afán comprador. Después supimos de Cambridge Analytica y la forma de usar las redes sociales para torcer elecciones y referéndums, para vigilarnos, para moldear nuestra visión del mundo y de nuestros vecinos, para hacernos descreer de los datos y la ciencia.

Releo hoy lo que publiqué en El Ciervo hace diez años. Me angustio. Estamos mucho peor. Juzguen ustedes.

Esto es los que escribí en enero de 2012:

¿Cómo me voy a informar dentro de 10 años?: Abriéndome camino entre la lluvia de mensajes de los informadores interesados

¿Cómo se informan hoy los jóvenes? Los diarios, la tele y la radio ya son marginales: todo viene por la pantalla de la laptop o notebook y por la pantallita de los móviles y los iPod y los iPad. No soy experto ni especialmente afecto a las nuevas tecnologías, pero como cualquier periodista de hoy, sé que los medios tradicionales tienen los días contados y que en 10 años todos nos informaremos de forma digital. El único límite a la pequeñez de los dispositivos es lo incómodo que resulta leer en pantallas demasiado pequeñas. Si no, todo se podrá ver en un reloj de pulsera, como ya hacía premonitoriamente James Bond en los años setenta.

Pero para mí lo más importante no es el cómo, sino el qué. Antes había que esperar a pie de quiosco o a que se prendiera el viejo aparato de tele para ver qué nos ponían. Estábamos a merced del criterio de quienes controlaban el acceso de la información. ‘Gatekeepers’, guardianes de la puerta. En los ochenta, Noam Chomsky los denunció como censores: lo ‘noticioso’ era lo que les convenía a ellos que supiéramos. Sí, podíamos suscribirnos a pequeñas revistas, ir a la biblioteca, ajustar la antena para escuchar radios internacionales. Pero la oferta era limitada, y por eso se formaban cofradías de información secreta, que compartían lo prohibido o aquello que los medios al uso no querían difundir.

Ahora casi todo está ahí, afuera. La red es un inmenso depósito, y por Facebook y Twitter nos llegan más links por minuto de nuestros amigos, contactos y gente a quienes seguimos de lo que podemos llegar a leer o ver. Pero los mismos poderes políticos y sobre todo económicos que antes decidían que algo fuera de difícil acceso, hoy dirigen nuestra mirada a lo que ellos quieren: si hablamos con nuestros amigos de Moscú, nos llega la publicidad de vuelos a Rusia; si compramos comida, nos ofrecen vinos para acompañar; si averiguamos por una casa de campo, nos inundan de publicidad de turismo rural. Lo hacen los publicistas, y lo hacen cada vez más las usinas de propaganda política. ¿En tu familia hay votantes de tal partido? Ahora van a por ti. Vigilan nuestros hábitos de consumo y nos atosigan de mensajes.

Por otro lado, las recomendaciones de nuestros amigos y falsos amigos corporativos, que nos espolean desde las redes sociales, nos van achicando la posibilidad de sorprendernos con cosas nuevas, con lecturas y películas y con ideas distintas a las que estamos acostumbrados a escuchar. El lema es “si te gustó aquello, te gustará también esto”. Y así nos vamos arropando en nuestros viejos gustos. Nos bombardean con mensajes y productos nuevos, pero son copias de lo que ya probamos y compramos antes.

¿Recuerdan cuando íbamos a la librería, recorríamos los estantes y nos dejábamos sorprender por un autor que ni sabíamos que existía? Era la época de charlas con gente inesperada que nos desafiaba con ideas muy distintas a las nuestras. En 10 años ya casi no saldremos a buscar noticias y mensajes nuevos: vendrán a por nosotros. Es un camino imparable. Y el desafío ya no será tanto buscar en el desierto, sino sacudirnos la maraña de lo muchísimo que nos quieren vender a todas horas para poder sorprendernos con algo que nos cambie, que nos abra la cabeza.

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21 de enero de 2022
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Maxim Ósipov: nada que envidiar a Chéjov

 

De entre todas las profesiones con las que se puede compaginar la de escritor, la de médico, en cualquiera de sus especialidades, está aureolada de un prestigio particular. Alguien que se enfrenta a lo más íntimo de la vida sin máscaras, que acompaña a un paciente al irse para siempre o al recuperarse de una convalecencia goza de un mirador desde donde se ve toda la condición humana, como explicó W. Carlos Williams en Los relatos de médicos (Fulgencio Pimentel). Para crear personajes de carne y hueso, hay que insuflarles vida, componer su historial, explorar sus heridas. Cuando se escribe con profundidad, se dice que se empuña, en lugar de la pluma, un bisturí, o que se tiene un ojo clínico. Escribir un relato y diagnosticar a un paciente requieren un esfuerzo de imaginación y empatía. Pensemos en Lobo Antunes, Bulgákov, Céline, El Saadawi, Stanisław Lem o Baroja. Y en la cumbre: Chéjov. Incluyan ahora en la lista a Maxim Ósipov (Moscú, 1963), si no lo hicieron ya con El grito del ave doméstica (Club Editor).

Se habla y se escribe mucho de Rusia, pero tal vez el árbol «Putin» no nos esté dejando ver el bosque, y así los rusos de a pie —como en tiempos zaristas o en la Guerra fría— continúan siendo entes abstractos y misteriosos. Para remediarlo, tenemos a Ósipov, cardiólogo en un hospital de Tarusa, a un centenar de kilómetros de la capital: la distancia mínima a la que podían acercarse, en un pasado no tan remoto, ex convictos del Gulag y otros «indeseables». Allí empieza eso que moscovitas y petersburgueses llaman glush o glubinka (lugares perdidos, remotos, desiertos), y para el autor es un punto de observación privilegiado tanto del leviatán estatal como de los destinos de gente anónima. Los diez relatos reunidos en Piedra, papel, tijeras —firmados entre 2009 y 2017 y con una complejidad estructural más próxima a la novela—, son una radiografía contemporánea del mayor país del mundo. Y suscitan la actitud con la que uno espera unos resultados médicos en una consulta; esto es, la crudeza que arrojan los síntomas, pero también un hilo de esperanza. Mal asunto sería recurrir a un médico pesimista. Ósipov se encuentra en un punto medio entre la exposición de la verdad sin paliativos de Flaubert y el arte como consuelo de George Sand.

La honestidad literaria de Ósipov pasa por escribir de lo que conoce bien. En sus relatos hay música, enfermedades, artes escénicas, absurdidad, violencia, burocracia, nostalgia, racismo, mezquindad humana alternada con bondad ciega, y el arte y su razón de ser. Parecería que no hay cabida para el análisis político, pero sí lo hay, y mucho, tanto si trata el Alzheimer de una anciana («Buena gente») como las relaciones de poder entre clases sociales («Un hombre del Renacimiento») o los trapicheos provinciales (en el cuento que da título al conjunto, «Piedra, papel, tijera», ese juego infantil en el que nadie sale ganador a la larga). Parte del interés del autor es que pertenece a una generación a caballo entre dos mundos —el soviético y analógico contra el neoliberal y digital— y es capaz de ser crítico con ambos. Aunque, como escritor (según Chéjov), su tarea no sea resolver problemas —eso se reserva para la práctica médica—, sino plantearlos de la manera correcta.

Los relatos de Ósipov no son un festival de alegría, es cierto, y en eso recuerdan a la filmografía de su coetáneo Andréi Zviáguintsev. Suerte, menos mal, del humor que los atraviesa —heredero de Gógol y Dovlátov—, del diálogo perspicaz con la tradición literaria —Dostoievski, Lérmontov, Platónov, Pushkin— y de ciertos toques poéticos. Como, por ejemplo, el significado de unos guijarros de playa en «Cape Cod», en que se cose un arco temporal intergeneracional con la guerra y la emigración de fondo. Tanto en el microcosmos eminentemente ruso («Cual ola de mar», «El Complejo», «Fantasía») como en las veces que hace cruzar fronteras a sus personajes («El amigo polaco», «En el Spree», «Sventa»), Ósipov nos regala retratos de compatriotas de ficción tan reales y universales, tan atrapados en sus circunstancias y fragilidades, que llegamos a sentir sus destinos. Por algo así Dovlátov afirmaba que el mayor disgusto de su vida había sido la muerte de Anna Karénina.

 

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21 de enero de 2022
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Tóper 1 y 2

 

Una secuela, un aprovechamiento cercano al spin-off, sustentado en la reutilización del nombre y el apellido del héroe.

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Carlos Tóper

Mi amistad con Carlos Tóper Valdivieso viene de 1964, de cuando yo acababa de publicar De las condiciones humanas y él acababa de conseguir el premio Acanto por sus investigaciones en el campo de la ortopedia neonatal. Nuestro primer encuentro fue en una cena con amigos comunes; nos caímos bien y pronto se sinceró conmigo: tenía una molestia intermitente en la escápula derecha que le impedía conducir el Pegaso Z-103 y jugar al fléndit con normalidad. Cuando volvimos a vernos, en la sauna Miraflores, me enseñó la gran mancha de su escápula derecha y, unas semanas después, en la boda de Marta Loverdos de Altimira, desnudó su torso para mostrar, a todos los invitados, la depresión profunda en que se estaba convirtiendo la lesión escapular, una depresión que, de suyo, era más bien una oquedad, por no decir un monumental agujero. Quizá el gesto en la boda no fue bien interpretado y alguien, poco piadoso, acuñó el término "El orificio Tóper", que a poco se convirtió en "Tóper, El Orificio". Ahora, en la caja mortuoria, he tenido curiosidad por saber, con exactitud, en qué se había convertido el amigo Carlos Tóper y, efectivamente, como apuntó el capellán en el prolijo responso, sólo quedaba un aro, una franja de carne en forma de anillo; el orificio se había enseñoreado de su persona, que era algo así como el neumático de una rueda de bicicleta.

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Tóper, el no querido

Nadie quiere a Tóper, llamado también Carlos Tóper, incluso en otro tiempo Carlitos Tóper. Yace ahora en la cuneta, frío, podrido en las partes blandas, en las magulladuras y erosiones que produjo el auto. No se ve el cadáver, oculto entre hierbas abonadas por bocadillos de mortadela, los que arrojan los niños bajando las ventanillas. Carlos Tóper, yo fui, yo soy Carlos Tóper, decidido a acabar, a cerrar de una vez por todas este círculo de infamia. ¿Me espera algo placentero? Nada. Sólo rencor, vacío, desafecto. No puedo huir. ¿Iniciar una nueva vida? No tengo fuerzas. Desde la pasarela me tiro a la autopista. Quedo ahí, en el centro de la vía. Una piltrafa que aún respira. Extrañamente erguida. Pero que no se mueve. Hasta que un KIA SPORTAGE me embiste y me lanza al borde. El conductor no para. Muero desangrado. Solo. Como siempre estuve.

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20 de enero de 2022
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Donde la vida levanta muros

La belleza, la verdad de una película, de un libro, existen rara vez sin que se tome en cuenta el tiempo. Perderse es un diario íntimo de sueños y arreglos esporádicos, clandestinos. Es el diario de una pasión soviética. El tratado de las caricias: una guerra en silencio. Perderse recoge la relación sentimental que Annie Ernaux mantuvo en doloroso y desesperante secreto, durante varios años, con S., un diplomático ruso. Pudo haber sido un espía de la KGB, pero nunca lo sabremos.

Allí donde la vida levanta muros, la inteligencia abre una salida, dice Proust. ¿Cuándo acaba la voluntad de ser amado? La literatura de Ernaux se basa en una escritura radiografiada, fija la vista en la búsqueda de la perfección de aquello que ama. Recordemos que esto es imprescindible para los amantes. El lujo de una gran pasión siempre acarrea desbarajustes emocionales. Ocurre con frecuencia, el juicio moral se suspende, la radiografía muestra el descosido y suena el teléfono. Juegos de palabras lacanianos. Nunca las palabras pudieron albergar tantos significados en los labios de un amante. ¿No es así?

El final del diario es insoportable, no por falta de emoción y desgarro, sino por la repetición del significado de los sueños. A fin de cuentas, es un diario en bruto y en él sólo puede manifestarse el sopor de las esperas. Le temps détruit tout.

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19 de enero de 2022
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La experiencia de las máquinas

“Los animales no humanos viven reducidos a imágenes y recuerdos y la experiencia es para ellos poco fructífera, mientras que (por intermediación de la experiencia), los hombres acceden a la técnica y al razonamiento” (Aristóteles, Metafísica 980 b, 25-28).

La forma de aprender de entidades artificiales como una red neuronal, por su similitud (cuando menos aparente) con el aprendizaje humano, incluidas las maneras de superar momentos de atasco, es motivo de estupefacción.  Empezaré con un símil.

Supongamos que un boxeador de éxito tiene a su disposición en el gimnasio un excelente sparring. Ante este, el boxeador se enfrenta de manera menos agresiva que ante un verdadero rival, pero de manera no huera, es decir: tras el entrenamiento sabrá cómo reaccionar eficazmente ante ciertas actitudes o posiciones adoptadas por el partenaire, y en el próximo entrenamiento dejará de cometer fallos que se apreciaron en el primero. Podemos decir que ha aprendido a reconocer características de aquello a lo que se confronta, que en este caso no es un contrincante sino un cómplice.

Cabe pensar que, si en el gimnasio cuenta con más de un sparring, pongamos diez, este aprendizaje será mayor; tendrá un espectro más rico de potenciales ataques por parte del contrario o dispositivos de defensa ante los ataques propios y, reconociéndolos a la hora de enfrentarse a adversarios reales, ello le será de gran utilidad. Pues bien, supongamos ahora la situación siguiente:

Al enfrentarse de nuevo a los diferentes sparring con los que ya había entrenado, efectivamente da muestra de gran acuidad, reconociendo todas las técnicas y tics de manera que se percibe una superioridad que no se manifestaba en el primer entreno. Sin embargo, a la hora de enfrentarse a verdaderos rivales, es decir, a boxeadores con los que no se había entrenado, se revela torpe y, para sorpresa de los que habían apostado a sus grandes facultades pierde los sucesivos combates.  La pregunta que se impone es: ¿de dónde este contraste entre eficacia en los entrenamientos y torpeza en los combates en los que realmente se la juega? Un esbozo de explicación es el siguiente:

Nuestro hombre retiene los movimientos, técnicas, actitudes y en general rasgos característicos de cada uno de los púgiles con los que se entrena, pero no capaz de generalizarlos, es decir, de extenderlos a una clase de seres humanos marcados por características análogas. En términos aristotélicos: en nuestro hombre se inscriben los rasgos de comportamiento de individuos, pero no extiende tales rasgos a los representantes de un colectivo. Si la cosa no mejorara, su manager podría incluso empezar a considerar que seguir con los entrenamientos es inútil e incluso perjudicial, pues no tendrá otro resultado que reiterar reacciones inadecuadas, encelarse en los vicios.

Pues bien, sirva este símil para entender uno de los problemas que plantean las redes neuronales ocupadas en el reconocimiento de dígitos manuscritos. De hecho, hoy se muestran capaces de catalogar con precisión aspectos del rostro -una nariz, una boca-o un rostro por entero, distinguiendo, si es el de un animal o el de una persona, pero aquí me atengo al reconocimiento de números del 0 al 9. Pues bien, en ocasiones se da el siguiente caso:

Funcionan muy bien cuando se trata de clasificar dígitos de un conjunto destinado al entrenamiento, pero pierden su acuidad cuando se les enfrenta a un conjunto con el cual no se habían adiestrado. Y (utilizando una terminología proyectada desde el comportamiento humano) se conjetura entonces que tales artefactos están quizás sobre-entrenados (overtraining),  o también sobre-ajustados (overfitting),  señalando así  que han quedado  excesivamente marcados por datos contingentes, vinculados quizás exclusivamente a los dígitos individuales  confrontados y no a lo que en cada uno de estos es representativo de algo general. Podríamos decir que captan el rasgo superfluo de un siete algo mal trazado y se le escapa aquello que en el seno de los diez dígitos (0, 1, 2 3…) caracteriza a la forma 7.  El asunto es tan preocupante que hay técnicas para superar esta deficiencia, para evitar el sobre-entrenamiento o paliar sus consecuencias.  Para referirme a una de estas técnicas vuelvo al símil de los sparrings:

Supongamos que estos (eventualmente uno sólo) han sido a su vez preparados para introducir nuevas respuestas a los gestos o ataques del púgil, sesgando, torciendo o encubriendo las reacciones originarias.  En este caso, para familiarizarse con mayor variedad de comportamientos en el entrenamiento no se necesitará recurrir a nuevos sparring.  Pues bien, si se trata de hacer más eficaz el entrenamiento de una red neuronal a la hora de reconocer dígitos manuscritos, sin necesidad de recurrir a un conjunto diferente de aquellos con los que ya se ha entrenado, una modalidad es, por ejemplo, hacer que estos giren en un determinado grado. La red neuronal entrenada para reconocer un 6, se entrenará asimismo para reconocer ese mismo 6 algo inclinado a izquierda o derecha, en el bien entendido de que si la inclinación es excesiva corre el peligro de confundirlo con un 9.

Sentado lo anterior, supongamos ahora que estas técnicas de corrección de errores han sido exitosas, y que ante un conjunto de dígitos manuscritos con los que aún no se había entrenado, la red neuronal reconoce prácticamente el cien por cien. Cabe decir que a través del entrenamiento la máquina se ha hecho sensible a la presencia de un rasgo (o de una conjunción de rasgos) que se repite, y reacciona ante el mismo, mientras que permanece indiferente a rasgos contingentes que pueden acompañar al primero. Así, la presencia de un círculo restringe las posibilidades a que se trate de un 0, de un 6 o de un 9, excluido por ejemplo que pueda tratarse de un 7 o un 2. Y es variable menor el que la línea que completa el 6 este eventualmente algo inclinada. Cabe decir que en esa reiteración que constituyen los entrenamientos la máquina ha alcanzado experiencia.

Y surge aquí una segunda pregunta. De esta máquina que emula a los humanos en experiencia ¿cabe decir que también emula a los humanos en lo referente a técnica? Necesario es naturalmente precisar qué entendemos por experiencia y qué entendemos por técnica. De ello me ocuparé en la próxima columna. Por el momento me limito a citar un texto por así decir canónico.

 “Surge la técnica cuando una pluralidad de recuerdos experimentales es ocasión de un juicio universal, aplicable a todos los casos semejantes. En efecto, juzgar que tal remedio ha sido efectivo para Calias, afectado por tal enfermedad, luego a Sócrates, y después a otros tomados individualmente, es asunto de experiencia. Pero juzgar que tal remedio ha aliviado a todos los individuos de una forma (eidos) determinada que se hallan   afectados por tal o tal mal (biliosos o flemáticos, por ejemplo), esto es asunto de técnica” (Aristóteles Metafísica 981, b 5-12).

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19 de enero de 2022
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El Boomeran(g)
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