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Estrategias

Exóticos maremotos, domésticas erupciones volcánicas, sospechosas pandemias, vecinales conflictos armados, suministran, a los medios, material de primera clase para encandilar a lectores, oyentes y televidentes. Datos numéricos abultados, tópicas respuestas de los damnificados, imágenes anunciadas como sensibles, constituyen el grueso de la información que, a fuer de repetitiva, amenaza con ser desatendida, pero, de repente, como quien no quiere la cosa, y sin tener la certeza de que vaya a ser refrendada, se deja caer una noticia sorprendente, casi inverosímil. Ahora, ayer mismo, a raíz de la invasión de Ucrania a cargo de las poco marciales huestes del infantil Vladímir Putin, nos enteramos de que, ese sangriento ejército, dispone de hornos crematorios móviles para la combustión y desaparición de los cadáveres de los suyos; es decir que esa amenaza, para la continuidad del dictador, sustentada en la llegada a la patria de camiones repletos de ataúdes, se mitiga grandemente si los envases son de tamaño reducido y, aún mejor incluso, si se olvidan algunas urnas, vaciadas por el ajetreo debido al mal estado del firme, perdida la ceniza al desparramarse por el suelo del vehículo o caída al arcén nevado tras un bache descomunal.

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6 de marzo de 2022
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El espíritu de escalera

 

Somos los nostálgicos de esa comedia social que nos llevó a distinguir el cine de Nanni Moretti poniéndolo a la altura de los más grandes entre los italianos, de Bertolucci, cuando estaba vivo, o de Bellocchio; se trataba del cómico Moretti de las inolvidables La misa ha acabado y Caro diario, reaparecido después con gran brío en, por ejemplo, Habemus Papam. Pero hemos tenido que amoldarnos al otro Moretti, el serio, que va ganando terreno en su filmografía y ahora comparece con Tres pisos (Tre piani, 2021), una obra maestra. Estamos ante un drama vecinal, una categoría que suele ser ligera y esperpéntica (como en esas dos cumbres llamadas La comunidad de Alex de la Iglesia o Mejor…imposible de James L. Brooks) pero aquí resulta dominantemente dramática, no pocas veces patética, y emotiva hasta el llanto en alguna de sus escenas.

Aunque dura dos horas, Tre piani no pierde tiempo en presentaciones; el film arranca enfocando la fachada del edificio donde la acción va a trascurrir casi enteramente, pero enseguida aparece, dando tumbos a toda velocidad, un coche que arrolla a una viandante y le produce la muerte. Es el primer tiempo de la historia que se nos cuenta, una historia que avanza de quinquenio en quinquenio, dos veces, envejeciendo en esos diez años a los inquilinos. Andrea, un joven de poco cerebro, y que conducía ebrio, es el causante del trágico atropello, y con él y su borrachera criminal entramos en el piso más alto, donde vive con sus padres, Vittorio, un juez (interpretado sin chistes ni muecas por el propio Moretti) y Dora, una jueza, interpretada majestuosamente por la gran dama del cine italiano Margherita Buy. En el segundo piso un matrimonio joven con una hija protagonizan la parte soñada de los tres relatos entrelazados, gracias a la aparición sorprendente de una figura masculina familiar que no conviene explicitar. Finalmente, en el primero, sustentando la trama más angustiosa en una incógnita, la pareja de mediana edad formada por Sara y Lucio, obsesionado este por saber si su niña pequeña perdida ha sido simplemente acompañada en un paseo vespertino o asaltada sexualmente por el anciano vecino que estaba al cuidado de ella en la noche del suceso.

La película tiene su origen en una novela del israelí Eskhol Nevo, Three Floors Up, que fue un best seller en Italia; una de sus después coguionistas le aconsejó el libro a Moretti, que nunca antes había filmado adaptaciones literarias, y estando el cineasta en ese momento contrariado por no poder escribir satisfactoriamente un nuevo guión de comedia que sucediera a su anterior título, también dramático, Mia madre (2015), se decidió por el texto de Nevo. ¿Razones personales? En el venturoso año 2001 el cineasta presentó en Cannes La habitación del hijo, que, seguramente por ser seria y no cómica, ganó la Palma de Oro. En una entrevista que por entonces le hizo el crítico y estudioso francés Jean A. Gili con destino a un libro monográfico, Moretti explicó así el giro que había dado, con tanto éxito, en esa primera película suya centrada en un trauma dramático: “Por una parte, con el paso de los años, se comienza a pensar más en la muerte. Esto no tiene nada que ver con el cáncer que padecí, porque en aquel momento nunca tuve miedo de morir […] Lo que nos afecta es la muerte de otras personas […] ¿Cómo es la vida después de la muerte?”.

Hay varias muertes en Tres pisos, corporales y sentimentales, aunque Moretti ni las muestra ni las subraya; se trata de una película limpia en su drama, como si este cómico de nacimiento no quisiera, habiéndose privado de las carcajadas, invadir el terreno del pathos con las voces altas del dolor, que existe pero tarda en llegar, o trascurre fuera de campo, implícito y sugerido en el racconto fílmico. En francés hay una bella expresión, no siempre bien usada, “l´esprit de l´escalier”, la demora en el responder, en el ir y el venir, en el subir y el bajar, en el olvidar y en el recordar, en el juzgar y en el perdonar. Me atrevo a decir que una de las razones del constante logro de Tres pisos, también a concurso en Cannes 2021, es la sutil tardanza en resolver los enigmas y los daños sufridos por ese puñado de inquilinos romanos; el espíritu de escalera como forma de no apresurarse en las respuestas ni dar salida a las emociones, por no saber hacerlo, o no quererlo hacer.

Para templar el melodrama de la base argumental novelística, el director cuenta con un formidable ejército de estrategas de la contención, la Buy, ya citada, su antiguo conocido Riccardo Scamarcio (que hace del padre de la niña extraviada), o los nuevos, como, en el papel de Sara, Alba Rohrwacher, hermana y actriz habitual de Alice, una de las grandes figuras de la actual cinematografía italiana. Al frente de todos ellos, en un papel no muy extenso pero determinante, ahí está Nanni Moretti interpretando al padre judicial en su dilema bíblico: la integridad por encima de la humanidad, la justicia como vínculo más fuerte que la familia.

Moretti tiene un rostro anguloso y seco, la faz impasible de quien padece sin exponer su pena. Y de ahí que esa cara suya de trágico pese a sí mismo nos haga reír tanto, sin dar vergüenza, cuando le sale su innata gracia histriónica. La estamos esperando con ganas.

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4 de marzo de 2022
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Deutsche Grammphon: el mítico sello amarillo busca nuevos públicos

La prestigiosa y otrora adusta casa de los genios de la música clásica Deutsche Grammophon, con 122 años de historia, presenta a sus jóvenes intérpretes en discotecas, los fotografía como ídolos pop y dedicó sus mayores esfuerzos de 2021 al concierto del compositor de Hollywood John Williams con la Filarmónica de Viena. ¿Le funcionará este camino hacia un público que le da la espalda a su arte?

A comienzos de 2021, muchos aficionados a la música llamada clásica recibimos con sorpresa los insistentes mensajes por redes sociales del “concierto del año”: se trataba de la Filarmónica de Viena tocando bandas sonoras de las películas de John Williams. En vistosos clips de uno o dos minutos, el mismo compositor dirigía fragmentos de La guerra de las galaxias, Parque Jurásico, La lista de Schindler y E.T., entre otros. Entrado el año, las redes se volvieron a llenar con la presencia de Williams con la Filarmónica de Berlín. La web del sello discográfico incluía videos de Williams manifestando su alegría y el público aplaudiendo como niños con juguete nuevo.
Al mismo tiempo, artistas consagrados como Daniel Barenboim, Yo Yo Ma y Anne Sophie Mutter y otros valores emergentes como el pianista sueco Víkingur Ólaffson y la directora lituana Mirga Gražinytė-Tyla aparecen en portadas de discos como estrellas pop, en acantilados de tormenta, con vestidos vaporosos, o ante un fondo impresionista de luces borrosas; las presentaciones de novedades discográficas vienen con sus clips que relacionan fragmentos de música con ideas sobre la libertad, la pasión y los sueños juveniles.
En uno de estos álbumes debut, Nightscapes de la arpista alemana Magdalena Hoffmann en noviembre de 2021, la portada es un primer plano de la bellísima cara de la intérprete mirando un paisaje difuso, como una cortina de agua o de tul, en tonos desde el celeste lavado al morado intenso. Media cara se va difuminando en los tonos del fondo, mientras su mitad precisa se adentra con fiereza en la lejanía. El texto que acompaña el lanzamiento dice: “A la noche, todo se vuelve más íntimo, más sentido, con múltiples capas”, observa Hoffmann. “La oscuridad invita a mirar hacia adentro, mientras el alma despliega sus alas – y así también la imaginación”.
¿Qué está pasando en la otrora adusta marca de referencia de las obras clásicas?
Hubo una época en que la etiqueta amarilla con una sobria corona de tulipanes (que diseñó el consultor publicitario de Siemens Hans Domizlaff en 1900) era sinónimo de un espíritu elevado, en el firmamento de los grandes maestros.
El cantautor francés Vicent Delerm (un flaco sutil e irónico con guitarra, como un moderno Georges Brassens) tiene una canción de su disco Kensington Square de 2004 dedicado a una “chica Deutsche Grammophon”, que prefiere las interpretaciones del legendario director germano Wilhelm Furtwrangler a las canciones de Jean Pierre Mader (supongo que podría ser otro trovador pop, pero hace rimar Mader con Furtwrangler), y que te sorprende eligiendo el claustro medieval de Marmande antes que Disneyland (obvio, Delerm también consigue rimar Marmande con Disneyland).
La chica de la canción es fina, es lánguida, es inolvidable. Y los long plays de DG, con reproducciones de cuadros románticos en las tapas, se mezclan en el piso de los amantes bohemios con botellas de vino a medio tomar, ceniceros rebosantes y la exquisitez de los gustos compartidos.
Probablemente la unión de música de alto vuelo, diseño atractivo y negocio redondo ya estaba en la mente del fundador de la compañía, el alemán Emile Berliner (1851–1929), quien inventó el gramófono, creó la fábrica para industrializarlo y forjó el primer logo de su marca, el perro que mira dentro de la bocina mientras suena el disco. Es His Master’s Voice, La voz de su amo. Mientras, en Estados Unidos, Thomas Edison inventaba el fonógrafo. Pero el gramófono de Berliner resultó ser más fiel al sonido original, y más fácil de manejar.
La compañía empezó a contratar a los grandes nombres del canto y la interpretación, mientras desarrollaba tecnologías que llevaban el complejo sonido de una orquesta sinfónica al microsurco del disco de pasta, después al de 78, 45 y 33 1/3 revoluciones por minuto. En 1946, fue la primera compañía en desarrollar la grabación magnética.
Doce años más tarde, vino la revolución del disco estereofónico. Deutsche Grammophon lo celebró lanzando en stereo el poema sinfónico de Richard Strauss “Also sprach Zarathustra” dirigido por una de sus estrellas, Karl Böhm.
En la década siguiente, irrumpió en el firmamento de la marca su director emblema: Herbert von Karajan. Con su grabación de las nueve sinfonías de Beethoven en 1963, marcó un hito en las grabaciones “de referencia” y fue un tremendo éxito de ventas.
A lo largo de 40 años, Karajan grabó para DG 405 horas de música, con obras desde el barroco hasta el siglo XX. Su repertorio preferido, el período romántico, incluyó todas las grandes sinfonías y conciertos, muchas veces grabados con distintos solistas. Algunos de sus jóvenes protegidos, como la violinista Anne Sophie Mutter y el pianista Evgeni Kissin, siguen ligados al sello.
El maestro fue un fanático de la perfección artística y de los adelantos tecnológicos. En 1981, Karajan presentó en el Festival de Salzburgo el Disco Compacto junto al gerente de Sony Akio Morita. Su primer CD fue otra obra de Richard Strauss (su sonoridad rotunda y envolvente es ideal para probar los límites de la grabación): La sinfonía alpina, con su Orquesta Filarmónica de Berlín.
Pero las cosas están cambiando en DG. Lo anunció en un artículo de mayo de 2019 el crítico de música clásica de El País Pablo L. Rodríguez: “Deutsche Grammophon mira hacia el futuro con un ojo en el pasado. Lo demuestra la portada de este disco. Actualiza la habitual imagen del director de orquesta de mediana edad que representaba Herbert von Karajan. Y ahora, bajo el mítico sello amarillo de la corona de tulipanes de Hans Domizlaff vemos a una joven llamada Mirga Gražinytė-Tyla. La postura es similar: expresión concentrada, ojos cerrados y batuta apuntando al cielo. Esta lituana de 32 años parece destinada a cambiar la historia”.
En una entrevista en 2020 con la revista Grammophone, el director general de DG, el Dr. Clemens Trautmann enfatizaba que no veía ningún conflicto entre las decisiones y estándares artísticos y las necesidades comerciales.
“La mayoría de las veces, las apuestas más audaces y creativas en términos musicales son también las más lógicas en términos de marketing y ventas. Abren nuevas áreas de mercado”. Y puso el ejemplo del ciclo de Myrga Gražinytė-Tyla, quien no eligió el repertorio habitual sino dos sinfonías del casi desconocido compositor soviético Miroslav Weinberg. “Era muy osado, y fue un éxito de ventas, además de las excelentes críticas”.
Clemens Trautmann es en sí mismo un fascinante ejemplo del nuevo camino del sello amarillo. Se formó como clarinetista y luego se doctoró en derechos de propiedad y adquisiciones. Tras trabajar en la poderosa editorial Axel Springer y en el Instituto Max Planck, volvió a la música para dirigir DG. En la entrevista defiende el acercamiento a nuevos públicos con los Lounges Musicales, sesiones de prestigiosos artistas clásicos en sitios de jazz, rock y música electrónica. Pero su gran avance es la grabación de obras de compositores actuales como Thomas Adès, Max Reich, Philip Glass y John Adams. “¿Hay algo más excitante que escuchar una obra por primera vez, la música que se está componiendo ahora mismo? En un mundo saturado de streaming de las mismas obras, es genial tener esta música fresca”, dice Trautmann.
Los fanáticos del sello no dejaron de notar el cambio. Cuando salió Fragmentos en agosto de 2021, con su desafiante presentación (“¿Qué pasa cuando algunos de los más vanguardistas talentos de la escena musical electrónica son invitados a reimaginar las obras de los pioneros del pasado?”), el miembro del grupo de debate Talkclassical.com que se hace llamar Neo romanza opina: “Yo creo que DG tiene una crisis de identidad. Dios mío, con el maravilloso catálogo de viejas grabaciones que tenía antes de empezar a hacer este kitsch”. SanAntoine le contesta: “Ahí está el punto. Mientras sigan reimprimiendo sus viejos discos, cultivar nuevos mercados es un aspecto distinto de su plan de negocios. No tenemos la obligación de seguirlos en ese camino, pero sospecho que hay un público ahí que ellos buscan”. Y para cerrar la discusión, el moderador, Art Rock, informa: “Hace décadas que cruzaron el río, con las colaboraciones de la mezzosoprano Anne-Sofie von Otter y Elvis Costello, con Tori Amos cantando ciclos basados en temas clásicos, y con Sting tocando baladas de (el laudista del siglo XVII) John Dowland”.
Desde su nacimiento al comienzo del siglo pasado, Deutsche Grammophon se ha mantenido en un sorprendente y extraño balance, entre mantener las esencias y avanzar a lo nuevo. Ya hace medio siglo lanzó un sello plateado, Archiv, para innovar en ser puristas y tocar el barroco con instrumentos originales. Ahora busca alianzas con músicos afines de otras tradiciones, crossover con artistas populares y la presentación de sus estrellas como ídolos actuales. Afuera las corbatas y retratos serios, adentro las melenas al viento y los paisajes vaporosos. Bajo el liderazgo de un entusiasta músico-abogado, este puede ser el camino para que Mozart y Philip Glass se encuentren con la generación de Spotify.

Este reportaje fue publicado en la revista Cultura/s de La Vanguardia el 6 de febrero de 2022.

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3 de marzo de 2022

Jorge Franganillo / Wikimedia

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El viento en Chernóbil

 

“La admiración de la tristeza”, así titula la premio Nobel Svetlana Alexiévich la tercera parte de su célebre libro Voces de Chernóbil, que abro de nuevo tras contemplar las imágenes de los soldados ucranianos pisando el suelo radiactivo de aquella tierra vetada para la vida humana, que se ha convertido en una reserva natural. Muchas casas permanecen abiertas en pueblos fantasma cuyas calles forman parte del bosque. Sus habitantes salieron corriendo cuando era ya demasiado tarde, con la piel a tiras o los pulmones reventados. Recuerdo bien un detalle: para no levantar sospechas de la peor catástrofe nuclear de la historia, el gobierno obligó a desfilar el Primero de Mayo a un grupo de niños en edad escolar mientras el viento, arremolinado de veneno, lamía sus mejillas. Ahora que el invasor ruso ha tomado la antigua central y domina su sarcófago, los soldados ucranianos deben defender su tierra, aunque esté contaminada. “De algo moriremos”, se decían.

El umbral del dolor de los rusos es más elevado que el del resto, afirmó Alexiévich, que tiene mucho de filósofa fatalista. La eterna contienda en aquella “región fronteriza” –significado literal de Ucrania– sigue centrándose en un imperialismo que busca, escapando al espíritu de los tiempos, el dominio de territorios estratégicos. ¿No decían que las guerras serían en adelante cibernéticas y diplomáticas, pura inteligencia? Y en el año del metaverso vuelven los tanques y los bombardeos, las familias refugiadas en el metro y un éxodo desamparado cuyo primer destino es la nada.

Los ojos de Putin parecen inyectados en una especie de inmor­talidad reactiva. Mira parapetado en unas enormes placas de hielo desde las que parece ver claro. Reactivar los reactores de Chernóbil –que no terminarán de desmantelarse hasta el 2064– también está en su mano. O ¿acaso no pretende que el mundo admire la tristeza que es capaz de derramar con tan solo mover las pupilas?

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3 de marzo de 2022
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Quitar peso a las metáforas

Aludía al final de la columna anterior al papel de la metáfora en el conocimiento y en la creación, preguntándome si ambos papeles podían ser homologados. En ciencia hay momentos en los que la objetividad todavía no legisla, así por ejemplo cuando utilizamos una metáfora para aproximarnos a una hipótesis. Pero la metáfora… no tiene nunca en ciencia la última palabra. Cosa que en ocasiones sí ocurre en literatura.

Tras salir tangencialmente este problema en la sesión de la academia vasca Jakiunde a la que hacía referencia dos columnas atrás, uno de los ponentes, prestigioso científico, evocó un artículo reciente publicado en el European Journal for Philosophy of Science en el que esta homologación de las funciones de la metáfora se afirma con rotundidad. En lo que sigue tomo este trabajo como punto de referencia.  Conviene precisar que los autores toman partido por un sentido inclusivo del concepto de metáfora, que abarcaría diversos usos no literales del lenguaje, tales la analogía, la sinécdoque, la parábola o la metonimia

En el Abstract se resumen la tesis general del artículo: la metáfora tiene esencialmente funciones epistémicas y estéticas y ambas serían compartidas por igual tanto en el arte como en la ciencia.  Y ya en el cuerpo del artículo se afirma que en el seno mismo del trabajo artístico hay equivalencia entre la función cognitiva y la función estética:

“Contribuir al valor artístico de la obra de arte y a su valor epistémico o cognitivo, es algo equivalente para la metáfora”, nos dicen los autores.  Y enfatizan poniendo en cursiva las palabras finales (“para la metáfora”) tendiendo a indicar que no niegan la posibilidad de una dimensión del arte que trasciende el aspecto cognitivo. No lo niegan, simplemente conceden que pueda ser así y cabe decir que   tampoco creen importante entrar en el asunto. Se limitan a afirmar que dada la connotación cognitiva que acompañaría siempre a la metáfora esa eventual dimensión del arte carente de aspecto cognitivo excluiría el uso de la misma.

Sin duda hay razones para sostener que la metáfora tiene importantes funciones epistémicas en arte a la vez que importantes funciones estéticas en ciencia.  Pero que la metáfora cree algún lazo de unión entre la actividad cognoscitiva y la actividad estética (sea creativa o receptiva) no excluye la conveniencia y aun la necesidad de distinguir ambos roles.

Como ya he sugerido, en el caso de la ciencia, la metáfora tiene (cuando menos muchas veces) la función de servir de peldaño para alcanzar el concepto, y a menudo simplemente para encontrar un sustituto del mismo. Sustituto siempre débil, pero que ya es mucho a falta de lo esencial (por ejemplo, la fórmula en física). El nombre de Einstein está asociado a prodigiosas metáforas que a los no físicos han servido para introducirse en la relatividad y quizás a los físicos mismos a percibir con mayor acuidad la trascendencia filosófica de la disciplina.  Ninguna modalidad de ciencia puede quedarse en la mera metáfora. Eventualmente la ciencia puede prescindir de este aspecto, cosa que es imposible tratándose de la metáfora en arte. En ciencia, la metáfora no deja de ser un auxiliar de la cosa misma, y en ocasiones un mero preliminar. Como los autores mismos escriben “metaphors advancing understanding”, pero cuando se llega al núcleo de lo que cabe llamar aprendizaje ya no es seguro que la metáfora tenga peso. La pedagógica metáfora del tren utilizada por Einstein apunta a facilitar la compresión cabal de los lazos tiempo espacio y velocidad, que sí constituyen un fin en sí en la teoría relativista.

¿Mismo caso tratándose del arte? ¿No cabe más bien decir que en muchos casos la metáfora es un fin en sí?  Ciertamente en ocasiones la metáfora puede también tener valor propedéutico o pedagógico. Así el fresco “Triunfo de los Medici entre las nubes del Monte Olimpo” de Luca Giordano añadiría a su valor pictórico un efecto reactivador de la memoria. Y podemos también considerar que esa imagen de los Medici entre nubes del Olimpo es una metáfora eficaz para ilustrar su magnificencia. Pero ¿es tal magnificencia lo que el artista quiso poner de relieve, o se trata más bien de un pretexto para algo que constituye lo verdaderamente esencial del arte pictórico? La respuesta en favor de la segunda hipótesis es clara, y cabe pues decir que se trata de un caso análogo al uso como apoyatura de la metáfora en ciencia. Pero no se trata de un peldaño hacia el mismo objetivo: en el caso de la ciencia se trata de una impulsión hacia lo cabalmente epistémico (por ejemplo, en el caso de la física matematizada, peldaño hacia la fórmula); en el caso del arte se trata de impulsión hacia otra dimensión de la vida del espíritu, difícil de determinar objetivamente porque precisamente no se trata de episteme. Me atrevo a decir que esta distinción en la función instrumental de la metáfora es una obviedad…a la cual los autores del artículo que comento se resisten, sosteniendo que en lo referente a la función de la metáfora arte y ciencia entran en el mismo cajón.

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2 de marzo de 2022
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Oso caníbal

¿Qué se puede hacer contra un dictador loco? ¿Arrodillarse? De momento eso es lo que está haciendo el mundo democrático. Las sanciones económicas son infantiles

Pero ¿y si resulta que se ha vuelto loco? Es conocido el caso de hombres de talento que a medida que ganan poder van desarrollando una psicopatía cada vez más destructiva. El modelo moderno es Napoleón: de una parte, un superdotado, pero de otra un enfermo mental que no podía dejar de trabajar ni un segundo, que no dormía y que iba rehaciendo el mundo a medida que invadía más países hasta coronarse emperador. Creo yo que Vladímir Putin, un tipo formado por la policía secreta soviética, espía en la siniestra Alemania Oriental, miembro de la KGB durante años y dueño en estos momentos de un continente, ha de ser difícil que no desarrolle la locura de Hitler. Las excusas que ha utilizado son ridículas: seguridad de fronteras (será para los pobrecitos que las tienen con Rusia), amenaza de la OTAN (ya se ve la fuerza que tiene ese carísimo mamotreto), conspiraciones de nazis y drogadictos ucranios (¡madre de Dios, parece Nicolás Maduro!).

Al igual que Hitler, Putin ha enloquecido tras constatar que no hay resistencia en el mundo que pueda limitar su poder. Paranoia, megalomanía, y la memoria de todo lo que supo, hizo y vio durante los años finales de la URSS con la experiencia de un agente de la represión y la tortura.

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1 de marzo de 2022
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Rusia y un socio obsequioso

Como parte de las medidas de aislamiento que los países europeos han tomado en contra de Rusia a consecuencia de la invasión a Ucrania, el avión en que viajaba hacia Moscú Viacheslav Volodin, presidente de la Duma, fue impedido de volar sobre el espacio aéreo de Suecia y Finlandia, y tuvo que desviarse muy hacia el norte para llegar por fin a su destino.

Esta noticia, entre tantas que se publican a raíz de esta guerra en la que Vladimir Putin juega con la sangre ajena el juego imperial de zar de la Santa Madre Rusia, no me daría pie para iniciar este artículo si no fuera porque el avión del camarada Volodin venía de Nicaragua, un destino que, en estas circunstancias, a muchos no dejará de parecer extraño. ¿Qué hace en Managua el presidente de la Duma, cuando los cohetes rusos caen sobre las ciudades ucranianas?

Volodin fue recibido con pompa y circunstancia, y uno de los hijos de Ortega le dio la bienvenida oficial. Hablando en una sesión del parlamento nicaragüense, convocada en su honor, dijo, con la misma cara de jugador de póker que pone Putin, que "la población de Ucrania no tiene que temer a la operación pacificadora, porque está dirigida a la desmilitarización.

Reunido Volidin esa misma tarde con la pareja presidencial, Ortega aprovechó para otorgar su respaldo sin reservas a la invasión, tal como lo había hecho días atrás delante de otro enviado del Kremlin, el viceprimer ministro Yuri Vorisov, quien llegó en visita oficial el 17 de febrero.

En medio de la guerra de agresión contra Ucrania, escogen Nicaragua como destino en busca de respaldo diplomático, lo cual no deja de ser ocioso, pues no necesitarían afanarse tanto si saben de antemano que cuentan con la adhesión obsequiosa de Ortega.

Ya en septiembre del 2008, después que Rusia había arrebatado a la república de Georgia los territorios de Abjasia y Osetia del Sur, Ortega corrió a reconocerlos como países independientes. Su canciller de entonces hizo unas declaraciones bastante cándidas respecto a las relaciones con estos dos protectorados: “estaremos actuando a través de nuestros amigos, probablemente Rusia, para establecer contactos más estrechos con ellos”. Los otros únicos países en el mundo en avalar el despojo fueron Vanuatu, Tuvalu y Nauru, pequeñas islas perdidas en el océano pacífico. Y Venezuela.

En 2014, Ortega se apresuró en respaldar, oficiosamente también, la ocupación rusa de Crimea, donde mandó establecer un consulado, iniciativa que esta vez no acompañaron ni siquiera Vanuatu, Tuvalu y Nauru. Y ese mismo año, al concluir una visita oficial a Cuba, Putin ordenó hacer una escala de un par de horas en Nicaragua porque no quería regresar a Moscú sin mostrar personalmente a Ortega su agradecimiento por tanta largueza, “un socio muy importante en América Latina” según sus propias palabras.

Una sociedad afectiva, asunto de cariño y agradecimiento, pero que no se traduce en muchos beneficios para el propio Ortega, que en medio de su propio aislamiento busca aliados estratégicos, aunque sea lejanos, como la propia Rusia, China, Corea del Norte, o Irán.

Cada vez que se da una de estas visitas de funcionarios rusos se habla de grandes proyectos de cooperación; pero hasta ahora todo se ha traducido en que el ejército de Ortega ha recibido viejos tanques refaccionados de la segunda guerra mundial, y el gobierno partidas de autobuses que no duran ni un año en buen estado, y a los que hay que adaptar pues no vienen acondicionados para climas tropicales; además de una antena de comunicación terrena que algunos toman por un sistema de espionaje.

Y ahora, para expresar su entusiasmo por la invasión a Ucrania, Ortega escogió nada menos que la celebración del aniversario del asesinato del general Sandino, el 21 de febrero; y allí reconoció también la “proclamación de la independencia” de las repúblicas de Donetsk y Luhanks, las partes del territorio ucraniano que Rusia busca segregar.

  "El presidente Putin ha dado un paso hoy, donde lo que ha hecho es reconocer a unas repúblicas que, desde el golpe de 2014, siendo fronterizas con Rusia, no reconocieron a los gobiernos golpistas y crearon su gobierno " dijo, hablando desde las cavernas enmohecidas de la guerra fría, al tiempo que justificaba los preparativos bélicos para invadir Ucrania como acciones para asegurar la paz, “ante la escalada del conflicto por parte de Estados Unidos y los países europeos”.

Para quienes hayan olvidado una parte esencial de la historia de Nicaragua, debemos recordar que Sandino, defensor de la soberanía nacional, se alzó en armas en 1927 en rechazo a la intervención armada de los Estados Unidos, cuya marina de guerra había ocupado el país casi de manera continua desde 1909, imponiendo al país gobiernos títeres, préstamos financieros leoninos y tratados onerosos, como el tratado Chamorro-Bryan de 1914 para la construcción del canal interoceánico, un acto de despojo territorial que Ortega repitió en 2013 al firmar con el aventurero chino Wang Ying un tratado similar.

Usar la efeméride del asesinato de Sandino ordenado por Anastasio Somoza, el fundador de la dinastía, para justificar una intervención imperialista como la que Rusia ha perpetrado en contra de Ucrania, es volverlo a asesinar.

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1 de marzo de 2022
'Sol II', óleo sobre madera. Obra de Leticia Feduchi
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El tiempo de la luz en la obra de Leticia Feduchi

He aprendido un poco tarde que madurar significa ir asimilando el dolor y la belleza, así, simultáneamente. Dos fuerzas que determinan lo que somos y nuestra capacidad para la percepción y la construcción de las formas de la realidad. Es imprescindible asumirlo para poder sobrevivir a un día en que, con pocas horas de diferencia, empieza una guerra que, aunque lejos, también ha de ser determinante para la evolución de lo que María Zambrano describió como la vida derramándose; y, después, se inaugura una exposición que exalta la belleza que desvelan la luz y el color creando formas.

Leticia Feduchi inauguró su exposición “Sol” en la barcelonesa Sala Parés el mismo día que las tropas de Rusia entraban en Ucrania. Entonces, los cuadros de la pintora barcelonesa nacida en Madrid se convierten en refugio, y no me refiero únicamente a las escenas de interior –reflejo de su taller–, sino, especialmente, a los paisajes. Éstos constituyen tal vez la principal novedad de la exposición que puede visitarse hasta el 17 de abril, puesto que ella siempre había hablado de su dificultad para abordar el paisaje.

Pero tampoco son paisajes strictu sensu, mejor podrían definirse como retratos de grupos de árboles que quieren crear un lugar. Sus bodegones habituales también eran y son un paisaje. Los frutos –otra vez las granadas adquieren un protagonismo hipnotizador– nos trasladan inevitablemente a la naturaleza, en un nuevo movimiento en una obra caracterizada, sobre todo, por la coherencia. El suyo es un movimiento causado por la insatisfacción, por esa necesidad zambraniana de las raíces que van buscando la luz para ofrecer un cuerpo.

Los cuadros que ahora presenta fueron pintados en verano del año 2020, en Mallorca. Asegura que en ellos ha creado una ventana o marco abstracto para delimitar, para no perderse en la inmensidad, para no diluirse. Paradójicamente, necesita dirigirse al exterior para tener un metro cuadrado que permita pisar suelo firme. Es su manera de poner unos límites a la imagen, a la representación, con la intención de aprehender el objeto que se materializa. Hasta ahora, había combatido la amenaza de la dispersión cerrándose en su estudio, abordando objetos muy concretos, a veces descontextualizándolos. Magnífica retratista, su manera de operar exige llevar a su terreno aquello que quiere representar, aunque luego los ubique sobre unos fondos blancos, indefinidos, regidos por una estricta distribución arquitectónica.

A ese criterio de proximidad atribuye el hecho de pintar su autorretrato: porque es el que tiene más disponible. Pero no siempre dice la verdad, o no toda la verdad, o no toda la verdad que su trabajo revela. Como si también al hablar quisiera delimitar un fragmento de la realidad en la que sentirse cómoda, sin grandes narraciones ni especulaciones discursivas en las que lo tangible se pierda de vista. Las formas se hacen necesarias para reconocer la materia, aunque acaben revelándose como insuficientes, porque ya ha renunciado a los fondos realistas que cubrían todo el lienzo o toda la madera con los que experimentó en otro momento de su trayectoria. Esa incapacidad para reconocer la complejidad se intuye del diálogo entre las figuras y un entorno con más tendencia a la abstracción.

Tal vez sea esa combinación la que, desde la firmeza de la artista, consigue que quien observa acabe diluyéndose en la vida que se derrama en esos objetos, en la vida del paisaje. Toda esa vida es el tiempo que pasa sobre ellos, el que pasa sobre nosotros y Feduchi es capaz de encarnar. Todo es un retrato y ya hemos dicho que ella es una magnífica retratista. El latido que desprenden las figuras conecta y se sincroniza con nuestra respiración. No solo vibran las figuras, vibra la pintura en ella misma porque ya hemos dicho que consigue que sea vida, el tiempo en sus diferentes experiencias: pasado, presente o futuro.

Afirma Feduchi que al entregarse al paisaje se ha liberado. Por fin se ha abandonado a esa vibración que siempre estuvo latiendo en su trabajo, dejando un poco de lado el análisis cerebral de la composición. Ha pasado de querer entender todo lo que sucede en el fenómeno de la pintura a permitirse sentirla plenamente. Con el título de la exposición, “Sol”, ofrece un redescubrimiento. La luz siempre ha sido clave en su obra, permitiendo los matices de las diferentes texturas y los contornos. Sin embargo, en sus bodegones, el origen de la luz parecía no tener importancia, sencillamente era una condición necesaria para encarnar los objetos. Ahora, en su movimiento al exterior, la fuente adquiere el protagonismo menoscabado. Queda dentro el misterio que da forma a frutas, botellas, sillas, tejidos e incluso rostros para salir hacia la respuesta. Sin embargo, de la misma manera que los frutos de los bodegones descansan equilibradamente sobre un fondo abstracto aunque de una lógica arquitectónica, los árboles tampoco muestran un paisaje completo. Inevitablemente, sigue el misterio porque sabe que la respuesta nunca puede ser la más evidente. Los días y los paisajes luminosos también pueden ser tristes y dolorosos, espejismos de dicha imposible. En la incidencia de la luz en el cuerpo encuentra una respuesta: la sensación, el latido, que no deja de ser otro misterio. O sea, que volvemos a empezar. Acepta un cierto hedonismo, es cierto, pero asimilando la irresolución de lo ignorado.

Otra constante que ahora nos permite reinterpretar es la constatación de que para buscar la luz hay que aceptar la presencia de las sombras. Pienso en el rastro del lápiz o del carbón, convertido también en sombra. El sol y/o la luz tropiezan con la materia y/o cuerpo para mostrar la forma que hemos alcanzado, a la vez que proyecta una sombra, que es tiempo. También es pasado, nos desprende de nuestro cuerpo o nos duplica. Si nos dejamos llevar, nos arrastra un vértigo que calificaría audazmente como cuántico: si la luz que recibimos es de un sol de hace miles de años, ¿este hecho qué nos dice sobre la sombra y sobre lo que desvela una luz tan antigua, casi fantasma? El rastro del lápiz inicial presente en las obras de Feduchi es lo que la imaginación, como luz, proyectó, y permanece aunque su forma no prosperara, aunque el desborde de la vida hecha pintura produjera otras figuras diferentes a las que aspirábamos.

Pero ya se ha convenido que Leticia Feduchi se ha hecho más hedonista, así que disfrutemos con ella de esta salida al exterior, de este reconocimiento del sol como motor, asumamos el misterio privilegiado que es la vibración, los latidos y la respiración.

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27 de febrero de 2022
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Todo el saber es Historia

Cerca de cincuenta años lleva el historiador José Enrique Ruiz-Domènec (Granada 1948), profesor en la UAB de Barcelona desde 1969, tratando de transformar la Historia entendida como materia humanística en un compendio de saberes multidisciplinares. Ruiz-Domènec no hace historia cultural tal como se la conoce, ni siquiera es un disciplinado seguidor de la historia de las mentalidades que conoció de la mano de su gran maestro, el genial medievalista Georges Duby. Nuestro historiador está más cerca de las interpretaciones que Michel Foucault llevó a cabo a partir de Friedrich Nietzsche, mediante claves genealógicas. Y en esa búsqueda, la erudición y la poliglosia resultan fundamentales. La cultura se convierte entonces en el artefacto superior que mejor explica a las sociedades humanas. No se trata de la cultura como enciclopedia de costumbres y habilidades técnicas que transforman las civilizaciones pre y protohistóricas, siguiendo la pista de los restos cerámicos que localizan los laboriosos arqueólogos. Como tampoco es la cultura entendida como un sistema de autoreferencias para las artes y las letras, la pátina sensible de las élites.

De lo que habla Ruiz-Domènec es de la complejidad de los procesos históricos. Primero, y no menos importante, teniendo al día los datos e interpretaciones de yacimientos y archivos, tarea particularmente decisiva en el caso de las lagunas de las que todavía adolece la arqueología de los estratos más antiguos, así como en la falta de contraste de los relatos del periodo clásico con nuevas fuentes o en el oscuro legado medieval, lleno de silencios, tópicos e imaginarios del Hollywood más poético –y folletinesco– pero escasamente riguroso.

Inmediatamente después, el historiador forjado en el último tercio del siglo XX, siquiera a modo de obligado intermedio o entremés, debe descomprimirse de las propias ópticas de la época que configuran su mirada, en particular de los mitos elevados en torno al pasado. Un tiempo, aquel, dominado por la interpretación marxista de la historia que enfatizó las cuestiones sociales y económicas. Una época, algo más actual, que ha devenido en una multiplicidad de historias, de la microhistoria a la historia de la vida privada, de la historia de las mujeres, e incluso del feminismo, a la posthistoria, de la gastrohistoria a la historia local.

Por último, hay que sumar al análisis histórico cuantos artefactos culturales puedan considerarse paradigmáticos o revolucionario-rupturistas, y en ese sentido el bagaje que aporta Ruiz-Domènec es inabarcable, de la literatura al arte, de la música al cine, las referencias que nuestro historiador incorpora a su relato historiográfico son múltiples y luminosas. Y lo son porque se adaptan dialécticamente con la suficiente coherencia y una biblioteca infinita de lecturas. Más la conciencia abierta de que, finalmente, la tarea del historiador descansa sobre la propia subjetividad que se desliza narrativamente. “Una novela del universo”, titula el editor y crítico Basilio Baltasar la presentación de la escritura de Ruiz-Domènec en la revista Claves.

A lo largo de esos cincuenta años de oficio como historiador, José Enrique Ruiz-Domènec empezó siendo un orador brillantísimo, cautivador, que enseñaba historia medieval europea en el campus de Bellaterra mediante originales seminarios que se cernían sobre personajes o acontecimientos singularísimos, desde la relectura de un ensayo capital de Duby sobre el arte cisterciense promovido por San Bernardo de Clairvaux a las teorías sobre el amor en Andrés el Capellán o el debate técnico y espiritual entre los arquitectos Gabriele Stornaloco y Jean Mignot en el Duomo de Milán que reveló un cambio del modelo de medir el tiempo. Hacia finales del siglo XX, Ruiz-Domènec había puesto en circulación una decena de libros, además de numerosas colaboraciones en revistas y publicaciones especializadas. Su figura se abría paso, pero únicamente entre sus colegas más conspicuos y entre sus numerosos alumnos. Su itinerario cultural transcurre en la privacidad de Barcelona y entre sus largas estancias en Italia, también en Francia o en los Estados Unidos, además de dejar dos memorables exposiciones en Valencia junto al profesor Eduard Mira: las dedicadas a Jaime I y, en especial, al Toisón de Oro, la última ensoñación caballeresca de la aristocracia continental.

A partir de los primeros años de la nueva centuria, dejada atrás la profecía milenarista de Stanley Kubrick, José Enrique Ruiz-Domènec no ha dejado de publicar un ensayo tras otro, además de mantener su prolífica producción de artículos para congresos y encuentros diversos. A un ritmo de un libro por año, incluso dos o más, Ruiz-Domènec se ha convertido en el más constante medievalista europeo, el equivalente historiográfico al friso cinematográfico de Woody Allen sobre la contemporaneidad. Obviamente, la voz del historiador se ha ido definiendo, cada vez más narrador e intérprete. Hasta alcanzar el grado extremo en su nueva obra, El sueño de Ulises, donde retoma trabajos anteriores fechados en los años 80 o en libros más recientes como los dedicados al Mediterráneo o a la eterna crisis de Palestina (ambos de 2004). En cualquier caso, El sueño de Ulises, con subtítulo El Mediterráneo, de la guerra de Troya a las pateras, nos devuelve a los intereses más constantes de Ruiz-Domènec: la herencia que ha depositado la cultura mediterránea en la civilización occidental.

No hay notas a pie de página, aunque sí treinta y ocho páginas de comentarios bibliográficos con más de quinientas referencias de libros, además de un índice onomástico para facilitar la lectura saltarina, actividad perfectamente recomendable, pues si bien Ruiz-Domènec propone una serie de conclusiones al largo e intenso devenir de la historia mediterránea no es menos cierto que estas son esbozos, sugerencias muy personales, brillantes fragmentos de un gigantesco puzzle. Frente a una narrativa lineal y abrumadoramente académica, por más que lúcida –aunque sin riesgo– propuesta por David Abulafia (El gran mar, 2013), El sueño de Ulises es un relato collage, más cercano al Fernand Braudel del mundo mediterráneo cuando Felipe II (1949), historia de la longue durée.

Pero donde Braudel habla de geoestrategia y estructuras, Ruiz-Domènec saca a pasear las óperas de Verdi, los paraguas de Cherburgo o el hotel Cecil de Alejandría. Claro que también circulan por sus más de quinientas páginas las figuras de reyes y reinas, como el analfabeto Carlomagno, de guerreros, papas y políticos, pero son mucho más abundantes las apariciones de filósofos y novelistas, pintores, cineastas o aventureros. Maquiavelo, Marco Polo, lord Byron comprando la romántica idea de una nueva Grecia clásica, Joyce en Trieste, Chateaubriand en la Alhambra, Zorba, Cavafis y Theo Angelopoulos –los griegos–, Camus y Curzio Malaparte, las visiones de Dante, el joven Masaccio, los hermanos Lorenzetti, la familia cremonense de los Stradivari...

La muerte de los héroes, la tragedia como origen del sujeto mítico, el viaje como fundamento del comercio: actividad que generará la mayor prosperidad de las regiones costeras antes de la llegada de los 240 millones de turistas que reciben las playas mediterráneas cada año. Una cultura de mecenas y con religiones basadas en grandes frases, cuyos ingeniosos y cosmopolitas mercaderes originan el capitalismo primigenio: frente a la tesis weberiana que lo adjudica al norte protestante. El paisaje como vivencia, la belleza como objeto de deseo y sublimación del arte, el culto sacralizador a las ninfas y luego a las vírgenes, la lógica y el orden que geometriza por parte del clasicismo, la curiosidad del viajero… herencias mediterráneas todas ellas, pero ninguna con la fuerza y recurrencia de la aventura homérica de Ulises: el regreso a casa, que no es más que la metáfora de un mundo de infinitas geografías y etnias aunque de aspecto y universo único. Unas formas de vida compartidas en medio de un trasiego de pueblos y violencias. De ahí que la vuelta al hogar, la mera existencia de ese hogar, sea el sueño motor de la existencia de Ulises y de todos aquellos que desde la era megalítica han vivido cerca del mar de las mayores penínsulas del planeta.

La Historia es saber, o, mejor dicho, todo el saber es Historia, dice Gabriel Tortella en un reciente artículo. Y en esa lid, el historiador Ruiz-Domènec hace tiempo que se aureola como un verdadero sabio de nuestro tiempo, siempre desde una habitación con vistas al Mediterráneo del pasado para desvelar nuestro presente. ¿Conoces la tierra donde florecen los limoneros?, se preguntaba Goethe, verso retomado por la jardinera Helena Attlee para contar la historia de la citricultura italiana, sin olvidar que un patio con naranjos y azahares es el equivalente al paraíso porque constituye toda una metáfora de la infancia y del amor, la energía que da origen al hogar y al espíritu que regresa a la casa. Caminos de vuelta no exentos de peligros y pérdidas, como la liquidación de las ciudades cosmopolitas, el cisma entre las riberas norte y sur del mar, las salvajadas y ordalías impulsadas durante las cruzadas, las heridas del nacionalismo a la civilidad mediterránea, las guerras balcánicas y las balcanizaciones, la muerte en una patera…

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26 de febrero de 2022

Sergei Ilnitsky / Efe

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‘Goodbye, Lenin!’

 

Nikolái Gógol fue un académico frustrado. No obtuvo una plaza como profesor de historia mundial en la Universidad de Kíev ni completó su “historia de nuestra única y pobre Ucrania”. Tenía claro que buena parte de las cuestiones históricas se explican a partir de la geografía. Espacio de frontera, Ucrania constituye un lugar privilegiado para entender el mundo, pues es en los espacios de fricción donde los distintos relatos, mitos nacionales incluidos, se miran a los ojos. En esa misma época, Adam Mickiewicz impartía en el Collège de France, París, un curso sobre eslavos y redundaba en la idea de Ucrania como “pays de frontières”: una región donde colisionaban Asia y Europa. También recurría al léxico bélico: Ucrania como “campo de batalla” y “punto de encuentro de ejércitos de todo el mundo”.

Las fronteras son trazos sobre lo que antes era un ­folio­ en blanco. Una cordillera, un río o una costa no significan el principio ni el final de nada. Como invenciones humanas, son susceptibles de debate. Los límites, a menudo artificiales y arbitrarios, llevan la marca de la violencia y el colonialismo. Szymborska, con su fina ironía, se burlaba de las fronteras nacionales que cruzaban impunemente las nubes, los granos de arena, las sepias, la niebla, el polen de las estepas, y concluía: “Solo lo que es humano sabe ser verdaderamente extranjero”. El problema surge cuando las fronteras se afianzan en el espacio mental.

Identidad y frontera han sido un binomio prevalente en la mentalidad rusa. Lo fue en la época de Gógol y Mickiewicz cuando el poeta y diplomático Fiódor Tiútchev se preguntaba en Geografía rusa cuáles eran los confines de Rusia, y apuntó, no sin optimismo, que “del Nilo al Nevá, del Elba a China, del Volga al Éufrates, del Ganges al Danubio”. Esta formulación recuerda una anécdota reciente, de hace unos años: en una entrega de premios televisada, Putin preguntó a un alumno galardonado en un concurso de geografía dónde acababa Rusia. “En el estrecho de Bering, la frontera con Estados Unidos”, respondió el niño. “La frontera de Rusia no termina en ninguna parte”, corrigió Putin entre las risas del auditorio. Era el 2016, y Rusia se había anexionado Crimea y negaba que estuviera moviendo hilos en las regiones fronterizas de Donbass.

La cosa empeora cuando a identidad y frontera se les añade otro ingrediente: resentimiento. ¿Es nuevo para Moscú? Pues no. Cuando Dostoyevski hizo su primer viaje por Europa, “tierra de las sagradas maravillas”, no se quitó de encima la sensación de que le despreciaban por ser ruso. Ante el nuevo puente de Colonia creyó que el cobrador de la entrada le miraba con soberbia: “Sus ojos casi decían: ya ves qué puente el nuestro, miserable ruso”, aunque, acto seguido, reconocía que “el alemán no dijo nada de eso, y hasta es posible que ni aun lo pensara, pero da igual: yo estaba tan seguro de que era eso lo que quería decir que acabé por enfurecerme”. No hay peor ultraje hacia sí mismo que el que uno construye, pues es el más difícil de eliminar.

Algo de todo esto rimaba en el reciente discurso de casi una hora de Putin a la nación. En su peculiar clase de historia, se confirmaba el principio de mecánica cuántica aplicada a las humanidades: cuando un gobernante observa la historia esta se modifica sin remedio. La momia de Lenin debió de revolverse en su mausoleo al verse señalada por haber cometido tamaño error con Ucrania. También que existe el llamado “síndrome de Weimar ruso” sobre las humillaciones pasadas que han de ser reparadas. Para Putin todo empezó en 1991, no con el Euromaidán, pues Occidente ve a Rusia como un enemigo mientras que la ingrata Ucrania es su caballo de Troya. Ninguna mención de su apoyo a la dictadura de Bielorrusia, la prensa amordazada, la disidencia proscrita, la reescritura de la memoria, la intromisión en elecciones ajenas, los envenenamientos. Putin no responde ante nadie. Eso sí: verbalizó su idea de enmendar algunos supuestos errores. Cuando algo se previsualiza, es más fácil que ocurra. Escribió Ismail Kadaré: “No existe adversidad o catástrofe, rebelión o crimen, que no proyecte su sombra en los sueños antes de materializarse en el mundo”. La geografía de los sueños no se rige por la fidelidad histórica y siempre es mejor echarles la culpa de todo a los muertos.

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25 de febrero de 2022
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