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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El cuerpo humano

Parece felizmente sobrepasada aquella figura del guerrero italiano que dejó una huella inolvidable en el imaginario popular español al ser encarnada por los brigadistas enviados por Mussolini para ayudar a Franco durante la Guerra Civil. Entonces se forjó una leyenda según la cual, inmediatamente antes de ser lanzados a un asalto cuerpo a cuerpo, al escuchar el grito de "¡ A las bayonetas!", los voluntarios fascistas saltaban invariablemente a las camionetas para salir zumbado hacia la retaguardia. Resulta evidente que se trata de una falsedad propalada por el servicio de propaganda de la República, de la misma forma que los numerosos chistes de la época protagonizados por dos soldados absolutamente cretinos y llamados Otto y Fritz tenían por objeto ridiculizar a los integrantes de la Legión Cóndor enviada por Hitler para ayudar asimismo a Franco.
Sin embargo, y aun siendo de una falsedad absoluta, las "hazañas" de los soldados voluntarios fascistas reflejaban con bastante exactitud la imagen que se tenía aquí del ardor guerrero de los italianos. Una imagen por otra parte eficazmente alimentada por el neorrealismo en general y elevada a la categoría de metafísica por dos extraordinarias películas 1959 tituladas La Gran Guerra y El general de la Rovere, en las que Vittorio Gassman (en la primera con la inestimable ayuda de Alberto Sordi) encarnaba al pobre desgraciado cuya única aspiración era salir vivo de un conflicto que él no había desencadenado y que recurría a todas las tretas y triquiñuelas aprendidas en el arroyo para no verse arrastrado a la fatalidad sabiendo que, ganase quien ganase la guerra, él no estaría en el bando de los vendedores y no le alcanzarían las prebendas, por lo que en fondo se sentía totalmente ajeno al destino común. En ambos casos, y después de apelar a todas las humillaciones e iniquidades que le permitían seguir vivo, el desgraciado encontraba en una cuestión aparentemente baladí un inesperado apoyo moral que le permitía hacer frente a la muerte con una entereza que le devolvía de golpe toda su dignidad como ser humano.
Nada que ver con la imagen de la guerra y el soldado que ofrece Paolo Giordano en El cuerpo humano. Después de siete años de silencio y trabajo, y una vez acallados los ecos de su tan celebrada La soledad de los úmeros primos, Giordano reaparece con un apasionante relato en el que el cuerpo humano, sometido a unas condiciones tan extremas como las que se pueden dar en una polvorienta y olvidada esquina de la guerra de Afganistán, se convierte en una fuente de experiencia y sabiduría que pone en su justa dimensión la escala de valores que conforman al hombre contemporáneo.
Por descontado que la docena larga de personajes que sustentan el relato son inequívocamente italianos, como por ejemplo ese cabo Iestri, tan adsorbido por la Mamma que en sus fantasías eróticas favoritas se imagina a sí mismo retozando en la cama de su casa con una compañera de cuartel mientras en la cocina su progenitora les prepara una deliciosa pasta. Tampoco pueden ser menos típicos el chulesco Cederma, que finalmente no tiene en la cama un comportamiento digno de su chulería, o el subteniente René, el guaperas que redondea el sueldo militar con los extras que les cobra a las mujeres maduras a cambio de un rato provechoso bajo las sábanas. Y las broncas cuarteleras, las pesadísimas bromas al débil Vicenzo Mitrano o el acoso continuo a la recluta Zampieri se parecen sin problemas (quiero decir que no hay el menor intento de originalidad o de tomar por sorpresa al lector) a los infinitos ejemplos de historietas de la mili que antes de que ésta dejase de ser obligatoria todo el mundo tenía en su haber.
Sin embargo hay un elemento claramente diferencial: los pobres chicos de la compañía Charlie han sido enviados a un peligroso rincón del valle de Gulistán, en Afganistán, supuestamente pacificado por los marines americanos aunque todo el mundo es consciente de encontrarse en territorio hostil, vigilados por unos feroces e implacables talibanes que tienen todas las bazas a su favor y que, aun siendo como siempre un factor azaroso, la supervivencia depende en gran parte de la propia fortaleza y la capacidad de superación. Antes o después, y ya sean oficiales o soldados de tropa, todos acaban viéndose enfrentados a sí mismos en una situación extrema. Una novela de aprendizaje, pues, bien escrita, dirigida a un lector fundamentalmente masculino y con una sola pega que a lo mejor es sólo una manía personal mía: está escrita en presente, un presente continuo, podría decirse, que a la larga acaba haciéndose un tanto monótono, aparte de ser del todo innecesario.

El cuerpo humano
Paolo Giordano
Salamandra



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5 de junio de 2013
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Un país pequeño

Fue una de las canciones preferidas en mi primera adolescencia: “El meu país és tan petit que quan el sol se’n va dormir…”, cantaba Llach pulsando la tecla de la intimidad y desdeñando épicas. Un país asible, que cabía en el corazón, donde los pueblecitos tenían miedo de sentirse solos y ser demasiado grandes, donde se veía salir el sol desde el campanario vecino… Al teclear la letra, considero que es un mal ejercicio reproducirla sin el piano ni la voz del gran Llach, porque el resultado rebosa una injusta candidez, tan naif, tan Heidi. Pero en verdad resultó una canción reconfortante por su excepcional poética, y más aún para quienes vivíamos en las hormigas del mapa. Una declaración de falsa humildad a fin de exaltar el orgullo de saberse parte de un rincón del mundo, pequeño, sí, pero autónomo, el mejor de los posibles bajo una ansiada ilusión de libertad. Artur Mas acaba de declarar que los países pequeños funcionan mejor, en respuesta a Rajoy, quien aseguró que sólo los países grandes pintan algo en Europa. Mas aportó datos: el bajo índice de paro de Austria -apenas un 4% frente al 27% español-, por ejemplo, y aseveró que “quizás el tamaño te da más poder, pero no hace que la gente viva mejor”. Revolviendo el instinto animal de reivindicar la madriguera, esos decires: “Más vale ser cabeza de ratón que cola de león”. La defensa de lo grande de Rajoy frente a la apología de lo pequeño de Mas es una magnífica lección de antonimia. Lo grande frente a lo pequeño. Cantidad frente a calidad. Oropeles frente a placeres. La nanotecnología en faz de las macroinfraestructuras. Un hábil juego el planteado por el presidente de la Generalitat en unos tiempos en los que lo global y lo local están condenados a avenirse, las fronteras se difuminan y la condición de ciudadano universal abraza algo mucho más complejo que el origen o el sentido de pertenencia. Acaso por el impacto de la crisis, se acrecienta hoy la preferencia por lo reducido, como si el tamaño de los objetos equivaliera a simplificar necesidades y aligerar el peso vital. La exaltación de los grandes espacios ya ha sido acreditada como rasgo de otro tiempo, enemigo del confort para una clase media sin paracaídas y en un contexto donde cualquier sueño de grandeza resulta grotesco. La reivindicación de Mas de la armonía de lo pequeño coincide de pleno con una tendencia social que se enamora del hotel de cinco habitaciones o el restaurante con cuatro mesas, y que prioriza la experiencia por encima del valor material. Que prefiere conformarse con unas migas garantizadas antes que con una incierta grandeza. No en vano, Catalunya siempre ha demostrado una afección por el diminutivo y el ombligo; por un imaginario de caseta i hortet. (La Vanguardia) (Imagen: Pau García Laita)

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5 de junio de 2013
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III. Un norte y un sur

El futuro no será homogéneo en América Latina, como no lo será en Europa, inquietada de pronto por la fractura continental entre norte y sur, un norte rico dueño de los instrumentos financieros, y un sur bajo la pesadilla del desempleo, la pobreza, la inestabilidad, y la creciente inconformidad con el modelo político.
En ambos continentes tendremos entonces un norte y un sur, unos países más ricos y otros más pobres. Brasil, la décima economía mundial, juega un creciente doble papel, en el escenario mundial y en la propia América Latina. Argentina, antes tan próspera e independiente, depende ahora en mucho de Brasil. Pero si las predicciones se cumplen, México habrá superado a Brasil en cuanto al tamaño de su economía para el año de 2022, o antes.
La pertenencia territorial a una región vasta ofrece cada vez menos señales de identidad reales. Las cifras hablan mejor en ese paisaje múltiple que las vecindades, y las comparaciones valen a ambos lados del Atlántico. El ingreso per cápita de Argentina y Portugal se haya hoy día equiparado; Portugal se haya lejos de Alemania en cuanto a riqueza, y Colombia ya ha superado a Argentina en cuanto a la cuantía de su Producto Interno Bruto. Se trata de una movilidad de la que habrá que esperar aún muchas sorpresas, tanto hacia arriba como hacia abajo.

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5 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El sofá

Un elemento de aparente segundo orden pero no de segunda fila es el sillón de la sala común. En los tresillos, el sofá posee la primacía espacial aunque sólo sea por su volumetría. Pero el sofá pose tanto más volumen cuánto menor prestigio y hay sofás que hasta se descaracterizan y arruinan en función de su exagerad longitud y su desproporcionada aparatosidad.
Mayor masa, menor peso simbólico, en general. Poseerá un volumen descomunal pero no un prestigio paralelo. A las visitas que corrientemente, se las asigna un acomodo en el sofá se sienten de inmediato expuestas al escrutinio de los anfitriones y mientras los señores de la casa se acomodan en los sillones que con sus brazo aumentan su categoría corporal los del sofá ven disminuir sus atributos dialécticos y anatómicos comparables con el poder en la reunión. Los amos o cónsules de la casa serán superiores -no sólo en la medida que patrocinan la reunión sino en la dinámica inscrita en la escena de encuentro. Porque se sitúan aunque no se quiera en el en la dominante jerarquía del estructurado mobiliario.
¿Quién inventaría el tresillo? ¿Cuántas cosas no se encierran en ese conjunto que en la práctica traduce la majestad de los sillones y la subordinación colectiva del sofá? En cada sillón se aposenta una persona. Cada sillón es una voz que habla y escucha, un juez que se plasma sobre el grupo que ocupa cortés y obedientemente el sofá.
Porque no se trata de que dejemos a los invitados deliberadamente atados o plasmados en ese frente que tarde o temprano se revelará como sujeto a la inspección de las piezas que son los sillones sino que el tresillo como conjunto impone su ley simbólica que separa a los establecidos en el hogar y de quienes llegan a visitarnos. La relación entre la supuesta naturalidad de quien hospeda y la natural inhibición de quien es recibido decide la estructura semiótica del tresillo y, por derivación, su marcada relación de fuerzas inherentes al sitio donde se aposentan unos y otros. Los otros son patentizados en la hilera del sofá mientras los amos de la casa se sitúan , aún inconscientemente, en el puesto que permite contemplar el completo panorama y, siempre, juzgar, calificar y sentenciar.
Nadie, sino el rígido mismo mobiliario, ordena esta estructuración que determina incorregiblemente el diálogo y la autoridad de unos y otros. El diálogo a menudo se establece desde el ser del sillón al conjunto de los demás que ocupan del sofá y raramente el sofá en cuanto colectivo dirige la conversación de los demás componentes. No hay muchos sillones en la mayoría de tresillo y si se llama así al conjunto es como efecto de estar formado por un par de butacas y un solo diván. Los del diván son mensajeros o representantes del mundo exterior y los que ocupan los sillones, encarnaciones de la existencia interior a la manera de recipiendarios.
Al margen, sin embargo, de las visitas, el sofá se expone como un mueble asociado a la conversación, la televisión y, en general, la ociosidad. Hay sofás para ver la tele, para acoger la siesta, para albergara al desasido o para llevar la holganza a su más representativa condición. Son muebles que se presentan en la intimidad como confortable solares de la pereza y en su condición de receptores de la holganza y los momentos de socorro más o menos solaz. Sólo se yerguen como receptáculos de poder cuando las vistas los invaden. Pero también nosotros conocemos que ese circunstancial poder mobiliario no deshará más adelante nuestro mandato sobre su estructura. De hecho una estructura del sofá casero invita a considera la mayoreo menor confortabilidad de la casa en sus esencias. No hay casa moderna, en efecto, sin el ocio de sofá. La vivienda de hace siglos incluía el sofá como complemento a la organización del recibimiento. Pero hoy el sofá actúa como un estrecho complemento de nuestro ocio personal, íntimo y merecido dentro de casa
De hecho, no hay casa que se presente dentro de su imaginario confortable el concurso del sofá. De otro modo esa amputación la convertiría en lugar adusto o labora, cuarto disciplinario donde, en el extremo, tan sólo se hallaría como una colectiva habitación de castigo, propensa a la igualación, el debate o la interrogación feroz. ¿sería por tanto el sofá la representación de la conversación liberal y en libertad? Hay efectivamente sofás caseros que reproducen la suciedad del domicilio y su subversión política o sofás pulcros que aluden al orden del salón donde no se entra sino con motivo de visitas atildadas. Pero los otros, desventrados y malolientes, muy maculados y usados, poco atendidos connotan, en fin, con el quehacer más o menos rebelde de los habitantes del piso puesto que el sofá viene a ser el locus del ocio. Y la locura de locuaz ociosidad. Sin ellos, la casa pierde toda identidad hacia la causa. En el rostro del sofá se imprime la vida ordinaria o subversiva de la casa y de una u otra forma los inocentes tresillos funcionan como una traducción de las biografía que comparten el piso sea como insignia de lo que sus habitantes creen o no creen.



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5 de junio de 2013
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El conflicto es filosófico

Las hipótesis de una teoría científica tienen a veces que compartir el terreno con hipótesis que no casan con las mismas, pero que no es posible sacrificar a fin de poder explicar fenómenos diferentes de los que se explican con las primeras. El paradigma es la hipótesis de la naturaleza corpuscular de la luz, que no logra desterrar la hipótesis de la luz como continuo ondulatorio. Pero en las columnas anteriores planteaba una cuestión muy diferente. Se trata de un problema filosófico, quizás el problema filosófico por antonomasia para cuyo abordaje es absolutamente imprescindible buscar anclaje en la ciencia, la cual sin embargo nos conduce a una aporía.

La teoría cuántica de la medida y la teoría evolucionista (hoy sustentada en la genética) no tienen entre ellas problema alguno en el terreno estrictamente científico. Lo tienen sin embargo en el terreno filosófico y concretamente en el de la antropología filosófica. Pues la segunda disciplina naturaliza al hombre mientras que la primera conduce a preguntarse si tal naturalización es compatible con el comportamiento ordenado de esa misma de la que el hombre sería exhaustivamente fruto.  

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4 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Deseo de ser punk

El primer disco punk que tuve entre mis manos fue uno de Generation X, la banda de Billy Idol. Era de vinilo y lo compré con mis ahorros; había visto a los amigos de mi hermana mayor bailar ese tipo de música en una fiesta y quería saber de qué iba la cosa. Todo era estridencia, grito, saltar y empujarse. Si eso era bailar, yo, que nunca supe llevar el ritmo, también podía hacerlo. Así que me puse a escuchar Generation X una y otra vez, y a saltar frente al espejo. Una de las magias del punk: ya sabía bailar.

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A fines de los setenta, en Bolivia, el punk era sobre todo un estilo de música. Llegaba descontextualizado, sin los rumores de una rebeldía juvenil ante las fallas del sistema (una idea fuera de lugar, diría el crítico brasileño Roberto Schwarz). Una protesta que hacía del defecto una virtud y enarbolaba para la batalla el grito nihilista de NO FUTURE. El estilo de ropa también era el emblema de una situación: los jeans rasgados, las poleras cortadas, el sujetarse los pantalones con ganchillos, hablaban de la precariedad de una clase social; los chicos de la clase media cochabambina le cortaban las mangas a las poleras para mostrarse al día y convertían el gesto de protesta en un símbolo vacío, apenas una forma de vestir. 

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Como todos los movimientos artísticos opuestos a la cultura dominante, el punk fue absorbido y cooptado por el sistema casi desde sus mismos inicios. Pienso en estas cosas al ver la exposición organizada por el Metropolitan Museum de Nueva York en torno al punk ("Del caos a la alta cultura"). La exposición puede comenzar en el caos de una réplica del baño del CBCG -el epicentro de la escena punk en New York--, pero muy rápidamente se mueve a lo que en verdad les interesa a los curadores de esta exposición: la forma en que la alta cultura se apropió muy rápidamente del estilo punk. Probablemente Johnny Rotten y Sid Vicious jamás se imaginaran que algún día habría vestidos punk de Burberry que costarían mil dólares.

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La forma en que una revolución triunfa es cuando ésta se vuelve invisible. Cuando todos los adolescentes del mundo se ponen a usar jeans rasgados sin saber qué implicaba el gesto original, la protesta anárquica ante la autoridad. Pero tampoco sirve de mucho tener demasiado éxito. El estilo punk fue demasiado exitoso para su propio bien. Allá por los noventa en Berkeley, tenía un amigo que les gritaba a todos los que hacían algo diferente, desde pintarse el pelo de verde hasta mascar chicle con la boca abierta: you're a punk! ¡Eres un punk! Le escuchaba esa frase al menos tres veces al día. Todos, de una forma u otra, eran punk, lo cual significaba que nadie era punk.

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Hace poco, en Barcelona, fui a ver a Titus Andronicus, una banda norteamericana que hace lo que un amigo describió como "punk épico". Fui porque me sedujo el concepto; quería ver de qué iba al punk hoy. La banda sonaba bien -era una afinada, intensa estridencia- y el cantante, Patrick Stickles, cada tanto decía "soy un perdedor", aunque también decía, en su chapurreado español, "ser un perdedor es muy bueno". En su disco más importante, "The Monitor", Stickles grita "el enemigo está en todas partes", y eso es cierto: para estos chicos apocalípticos de New Jersey, el mal puede hundirse en el pasado,  en la guerra civil, o referirse al presente, a la desastrosa economía de su estado. El grito de protesta de Titus Andronicus puede ser trascendente o también frívolo ("Daniel Johnston ha dejado de ser un ícono porque se ha vendido al sistema"; "los reseñistas de la revista Pitchfork no nos entienden"); lo importante es la furiosa protesta, dirigida a todas partes y a ninguna. Eso, al final, es lo que queda del punk.

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¿NO FUTURE? El punk ha tenido muchísimo futuro, sólo que en vez de evolucionar lo que ha hecho es expandirse hasta hacerse inofensivo. Su trayectoria es un resumen del destino de los movimientos artísticos que cuestionan al sistema capitalista. Lo que fuera un grito de rebeldía es hoy una marca registrada.

 

(La Tercera, 2 de junio 2013)

 

 

 

 

 

 



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3 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Por qué pintar?

Lo más parecido a pintar cuadros es escribir poemas. Yo fui un ferviente escritor de poesía hasta los cuarenta años, más o menos. Lo mejor de hacerlo fue su parecido con un juego de trayecto y resultado inciertos. El poema, como el cuadro, se escribe a través de un inexplicable diálogo con el autor. Y tanto es así que muchas de las obras se dan por finalizadas cuando el objeto es quien dice "basta". Hay otras formas de actuar pero en mi caso la falta de un plan previo y determinado es igual a emprender una libre aventura con el cuadro. En el transcurso del viaje se van intercambiando emociones y puntos de vista. Y nunca mejor dicho puesto que no sólo el pintor mira al cuadro sino que también el cuadro se mira a sí mismo y vocaliza sus emociones.

Al cuadro hay que dejarlo hablar desde el primer trazo puesto que viene a ser asombrosamente su estado de ánimo quien dicta. Podría pensarse que, por el contrario, es el ánimo del artista quien lo conduce pero, francamente, no sabría atribuirme exclusivamente lo que pasa. Pasa lo que pasa porque el humor del lienzo va conformándose con una autoridad que, en definitiva, lo pinta. ¿Y qué mayor experiencia mágica que observar un lienzo aparentemente blanco e inanimado cobrar vida y, por si fuera poco, adquirirla en colaboración con nuestra presencia y nuestro personal punto de vista?

vverdu@elpais.es

Obra pictórica: http://vicenteverdu.net/



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3 de junio de 2013
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La edad del sexo

Ocurre un fenómeno ilustrativo acerca del tipo de sociedad en la que vivimos: mientras los adultos se rejuvenecen constantemente, los adolescentes, e incluso los niños, quieren quemar etapas. No en vano, cuando el pequeño consigue un logro o afronta un nuevo reto, los padres complacientes le dicen: “Te has portado como un mayor”. Bien sabido es que una de las mayores fantasías a edades tiernas es la de cumplir años, inventándolos cuando no se llega a una cifra lo suficientemente elevada para cruzar una puerta. Existe la urgencia por ponerse tacones, tomar prestada la ropa de las madres, besar con lengua, pagar en un restaurante, fumar un cigarrillo, salir más tarde de las doce, conducir una moto, probar el vodka… Investirse de aquello que en los patios de colegios supone respeto. La premura por afirmarse a fuerza de conductas temerarias parece medir la personalidad y a la vez el coraje del joven capaz de estrenarse con impostada naturalidad en las cosas de los mayores. Qué fatal expresión: “cosas de los mayores”. Determina una línea sellada, fronteriza, incluso tendenciosa como si quisiera dividir el mundo entre lo trascendente y lo intrascendente. Cruzar esa línea no depende tanto de las presuntas agallas del joven para transgredir, sino de la voracidad por luchar contra molinos de viento invisibles, aunque rabiosamente reales para aquellos que han empezado a edificar sueños y a escribir versos. Y que neutralizan los miedos a fin de glorificar el sexo. Ahora, el Gobierno ha decidido establecer los 16 años como la edad mínima para que un adulto mantenga relaciones con un menor. Y la del matrimonio. Es una grata noticia. En letra pequeña -según informaba Celeste López en La Vanguardia- asoma la cifra de 38 niños menores de 16 años que se casaron en el primer semestre del 2012. Una cifra minúscula, agazapada entre las macrocifras mediáticas, pero que atiende a la anomia de un sistema -desde el progreso- que pone en riesgo a quienes deberían paladear el único tramo de felicidad consentida en la vida del ser humano: la infancia. El cambio de legislación parece urgente, y más teniendo en cuenta que España y el Vaticano -curiosa advertencia- son los estados más laxos en la edad de consentimiento sexual entre un adulto y un menor. Pero debería acompañarse, con la misma urgencia, de un plan de educación sexual en las escuelas. Y no me refiero a esas charlas medio impostadas, algo triviales, a modo de cinefórum. Sino a un ambicioso trasvase de conocimiento que, junto a la responsabilidad de las familias, pueda compensar el efecto que a diario supone que en el ordenador de un menor entren anuncios porno o vídeos eróticos. A la banalización del sexo que, sin moralinas, puede ser tremendamente comprometida a los catorce años, e incluso llegar a rasgar una biografía. Habrá que esperar a ver qué dice la Lomce. (La Vanguardia)

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3 de junio de 2013
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El Boomeran(g)
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