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Ver al otro: Tommy Lapid y la anciana en la casa derrumbada

 

Hace años que esta historia me ronda. Es la historia de una mirada. La mirada de un extraño y apasionante político israelí que se atrevió a ver al otro – una anciana palestina - como una imagen en el espejo. A cuatro años de su muerte, quiero homenajear con este relato a Tommy Lapin, judío ateo, deslenguado, ácido y valiente, tan imperfecto como querible. Y que muchos se atrevan a mirar como él.

*          *          *

Se llamaba Tommy Lapid. Nació en 1931 en la antigua Yugoslavia, con un nombre mucho más complicado. Eran judíos. Cuando tenía 12 años vino la Gestapo a buscar a su padre. Muchos años después, recordó el abrazo y las palabras del padre: “Tal vez nos volveremos a ver, tal vez no”. Los dos sabían que era la última vez. El padre y la mayoría de los familiares de Tommy Lapid murieron en campos de concentración.

La abuela fue a Auschwitz. Lapid la recordaba siempre buscando sus medicinas, por toda la casa.

Tommy fue rescatado del gueto de Budapest por las tropas soviéticas. Llegó a Israel a los 17 y sin salir del muelle se alistó para pelear por una tierra y un futuro para los judíos.

Fue periodista y polemista, partidario de un Israel laico, con menos poder para los extremistas religiosos. Fundó un partido entre izquierdista y liberal. Y fue un encendido defensor del derecho a existir del Estado de Israel y de la preservación de la memoria del holocausto. Hasta su muerte fue presidente de la Autoridad para el Recuerdo de los Mártires y Héroes del Holocausto.

En el Kneset defendió el matrimonio laico,  el servicio militar también para los ortodoxos, limitar el dinero para organizaciones ultrarreligiosas. Y demoler las colonias en terrenos palestinos. Y la paz con los palestinos.

La política crea extrañas parejas: a comienzos de siglo, para que Ariel Sharon no tuviera que pactar con los ultraortodoxos, el partido de Tommy Lapid se alió con él. Lapid fue nombrado ministro de justicia.

Lapid era visto como una espina en el país que mezclaba nación y religión. Era un judío ateo. Pero su poder y su presencia en el Parlamento, su familia exitosa – su esposa era una importante novelista, su hijo mayor, presentador de la televisión pública – mostraban un rasgo importante de la democracia: la posibilidad de disentir y oponerse, el debate encendido pero limitado a las palabras.

*          *          *

En 2004 Tommy Lapid estaba viendo la televisión y le ocurrió una revelación. Vio unas imágenes de una demolición de casas de palestinos por el ejército israelí. Recuerden que en ese momento él era Ministro de Justicia.

Y Tommy vio en la televisión a una anciana palestina buscando sus medicinas entre las ruinas de su casa. Y se le vino a la mente la escena de su abuela buscando sus medicinas desesperadamente.

La abuela palestina le recordó a su abuela judía muerta en Auschwitz, le dijo Tommy Lapid a un periodista de la BBC.

Ese comentario terminó con la carrera política de Tommy Lapid. Su partido lo desautorizó. Sharon le exigió que se retractara. Lapid dijo que de ninguna manera estaba comparando la Shoah con la situación de los palestinos. Pero el daño estaba hecho. Su sacrilegio corrió como reguero de pólvora.  

La política de mano dura de Israel incluía demoler las casas de familias donde tuvieran información de que un miembro se unió a Hamás o hubiera participado en un atentado. En las casas palestinas suelen vivir, hacinados, la familia extendida del ‘terrorista’ y otras familias. En el momento en que un israelí – y mucho más un dirigente, un ministro – se atreve a ver el sufrimiento de los palestinos todo el andamiaje de la autopercepción de los judíos de Israel corre el riesgo de venirse abajo. No entender, no justificar, no comparar. Ver.

Ver al otro como alguien como uno, pero del otro lado.

*          *          *

En 2008, cuando murió Tommy Lapid, los líderes ultraortodoxos sorprendentemente le dedicaron elogios fúnebres. Fue un contendiente formidable, leal y honesto, dijeron. Lo que te tenía que decir, te lo decía a la cara. Qué suerte que ya no esté, pero le echaremos de menos, dijeron.

Para su funeral, él mismo eligió un verso de Dylan Thomas, leído por su hijo, el periodista: ‘No vayas gentilmente hacia la dulce noche: enfurécete, enfurécete contra la muerte de la luz’. 

Para mí el eje de su larga vida y su implacable inteligencia y sentido de la decencia y la justicia está en ese momento en que prendió la televisión y se atrevió a ver a la anciana palestina y pensar en su abuela muerta en el Holocausto. 

En ese momento, a mitad de camino entre las imágenes y sonidos del televisor y los ojos y oídos del Ministro de Justicia Tommy Lapid, se produjo un descubrimiento, una visión, una epifanía. Aunque es una palabra extraña para aplicar a un ateo deslenguado como Tommy Lapid, creo que eso es lo que pasó. Una epifanía.

Su profunda humanidad y su insobornable coherencia no le dejaron otra salida: No mires al costado, Tommy. Esa vieja es como tu abuela, en el pueblo, allá en Serbia, cuando llegaban los nazis y las malditas pastillas no aparecían. Esa vieja palestina es tu abuela. Es de los tuyos, Tommy.

¿Ahora qué vas a hacer?

 

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13 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Segundas oportunidades: La fantasía científica de Eduardo L. Holmberg

Eduardo Ladislao Holmberg (1852-1937) pertenecía a la minoría ilustrada, liberal y progresista, que se arrogó la tarea de modernizar las estructuras de la nación argentina en las últimas décadas del siglo XIX. Como buen miembro de la llamada generación del 80, era positivista. Influido por Darwin, como naturalista hizo cosas importantes como explorar todos los paisajes bioclimáticos de los que constaba la Argentina; esa vocación científica no lo llevó a oponerse al arte, pues entre sus múltiples intereses se encontraba la escritura. Olvidado durante mucho tiempo, hace unos treinta años comenzó su rescate. Hoy es cada vez más mencionado, aunque sólo sea para reconocer su trabajo como precursor de la literatura de género -la fantástica, la detectivesca- en un momento en que en el continente no se había tomado conciencia de estos géneros. Pero Holmberg es más que eso.

Holmberg escribió una de las primeras novelas policiales en español (La bolsa de huesos, 1896) y una de las primeras de ciencia ficción (Viaje maravilloso del señor Nic-Nac, 1875). Las dos novelas se caracterizan más por sus buenas intenciones que por ser libros redondos merecedores del elogio; el texto por el que Holmberg verdaderamente quedará es "Horacio Kalibang o los autómatas" (1879), un cuento de "fantasía científica" sobre el autómata, esa figura mecánica que se anticipó al robot y que fascinaba por su parecido con el ser humano. Es el viejo tópico literario del doble, actualizado para una época dominada por la tecnología. Holmberg encuentra inquietante el parecido, pues el simulacro puede falsificar al hombre y reemplazarlo ("si son ellos los autómatas o si lo somos nosotros, no lo sé"). De hecho, eso es lo que ocurre en el cuento, lo cual provoca una reconceptualización ontológica de lo que se entiende por el hombre: "¿Qué es el cerebro, sino una máquina, cuyos exquisitos resortes se mueven en virtud de impulsos mil y mil veces transformados? ¿Qué es el alma sino el conjunto de esas funciones mecánicas?" (Bioy Casares hará preguntas similares en La invención de Morel)

     La editorial Simurg ha publicado de Holmberg Figuras de cera y otros textos (2000) y El tipo más original y otras páginas (2001). "Horacio Kalibang" se puede encontrar en la red (http://axxon.com.ar/rev/162/c-162cuento14.htm).

 

(El País, 11 de mayo 2013)

 



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13 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un zombie en bicicleta

Hay que pedalear. Pedalear siempre. Pedalear con desespero. Pedalear más allá de las propias fuerzas. Sobre todo en la cuesta, sobre todo si todo es una buena cuesta. Pedalear alocadamente, incluso sin sentido. O con todo el sentido: el de saber que en cuanto se deje de pedalear la bicicleta se cae. Y se cae también el ciclista, se rompe el brazo o la crisma, y con él todo el equipo.

Esta ha sido una buena semana para el ciclista. Todo le ha ido de cara y ha podido mantener el equilibrio sobre la bicicleta sin poner los pies en el suelo, sin caerse en la cuneta, a pesar de la bronca que le organizan sus adversarios. O quizás gracias a la bronca que le engrandece y convoca a sus seguidores para que se arracimen y le animen desde las cunetas.

La velocidad es escasa, ciertamente, y a veces parece incomprensible que la bicicleta no vuelque, prácticamente clavada e inmóvil. No hay problema para el equilibrista, que pronto recupera el movimiento, y todo eso a pesar del vértigo intenso que llega ante las curvas, las pendientes, los baches, los pedruscos en mitad de la pista o los agujeros terribles en el asfalto, que hacen temer por codos y sus rodillas. Nada, todo superado ante el público entusiasta, con una enorme sensación de éxito y de alivio, aunque la cantimplora esté vacía, los pulmones sin aire y los resultados sean nulos. No pasa nada. Llegaremos. Sí se puede. Todo es posible. Con ilusión.

En realidad, son los obstáculos los que le despiertan y dan vida, al ciclista y todavía más a sus ruidosos seguidores. El ciclista está agotado, sin rumbo ni fuerzas. La pájara, dicen los más piadosos. O peor. Un zombie en bicicleta. Las elecciones del 25N dieron lo que dieron: por más que se disfrace, la conducción del pelotón ya no está en sus manos. Lo único que de él depende, gregario vestido de amarillo, son sus pies: a pedalear. Y el ruido inmenso de la caravana, claro, este fragor que ocupa el escenario entero y no deja oír otra música, otra conversación, gracias al entusiasmo organizativo de la multitud de familiares y amigos.

El había imaginado una pista suave y limpia en la que iba a escaparse en solitario, para entrar en la meta en una nube de gloria y heroísmo. Ahora anda en ese confuso pelotón que todavía le reconoce como líder, aunque sean otros los que le abren el paso. Su ambición se desvaneció con los resultados que arrojaron las urnas. Se ha encontrado con una pronunciada cuesta, que digo una cuesta, con el mismo Tourmalet, y no le asisten las fuerzas, ni las propias ni las ajenas. Y lo peor es el empujón que cabe esperar en cualquier momento con el propósito de lanzarlo de una vez sobre el asfalto.

De ahí su concentración en esos desesperados ejercicios de pedal, con un único objetivo de seguir en la carrera. Sabe que su esfuerzo no conduce a ninguna parte, pero mientras se aguante vivo encima del sillín seguirá vivo políticamente. Así es como el ciclista irá inventando rutas y etapas, metas e hitos, pactos y declaraciones, organismos e instituciones que den sentido a su pedalear frenético. A la espera de que le asista y le salve un cambio atmosférico, una divina sorpresa, un súbito desfallecimiento del adversario, o incluso las elecciones generales de 2015 sin ningún partido con mayoría de gobierno, de manera que su equipo regrese finalmente a donde solía, y de donde nunca debió partir.

En el equilibrismo del zombie es fundamental la fecha de 2014, exhibición de poderío nacionalista y de hegemonía cultural, momento simbólico de la ruptura imaginada con España, e incluso ensueño de secesión que celebra la malhadada sucesión y el final de la guerra entre potencias europeas de hace nada menos que tres siglos. ¡Santa memoria! Mientras los niños se entretengan en festejos no hará falta que los adultos lleguen a mayores. La independencia también es un estado de la mente, y un estado bien propio aunque no alcance la categoría de lo real. Un año más ganado. La solución en 2015, con las elecciones generales. Y la consulta, en 2016, perfectamente legal, solo si el apoyo nacionalista tiene valor de cambio para la nueva investidura. Pedaleando hasta entonces. ¡Cuidado! Y sin caerse.



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13 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El choque

Si no hay testigos, si no hay atestado policial, si nadie puede aportar una prueba ¿cómo deshacer la mentira de la otra parte que en el accidente nos  atribuye la responsabilidad? La compañía no admite más partes de mi parte y la otra parte tiene el seguro a todo riesgo sin ninguna penalidad. ¿Tampoco será posible un arreglo para que nadie salga perjudicado? Tampoco. Al parecer la otra parte desea hacernos daño, quedar excluida de cualquier responsabilidad y, de otra parte, apartarse como el demonio de la verdad. Esta grey de seres humanos que pululan por todas las poblaciones se engolosinan con la estafa y el perjuicio  a los demás. De este modo parece que se creen la parte más sabia cuando no son sino la parte maldita de la colectividad. Por sus acciones se desacredita  la dignidad de este mundo pero, a la vez, todos nos sentimos reos de sus maniobras que, como en este caso, no sino atentados de todo tipo contra la vida y la integridad de los demás. Vuela la otra parte como un pájaro negro. ¿La compañía de seguros? Con demasiada frecuencia se pone del lado de estos muchuelos para ahorrarse la responsabilidad de atender  la parte que no hace sino pagarles primas a lo largo de  décadas y todavía confiando en que crean sin partidismo, a través de los significativos esbozos del siniestro, la verdad de la colisión, el carácter honrado y real de nuestro parte. La canción de todos los malos días.



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13 de mayo de 2013
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Porto se mueve

Un día de los primeros años 80 apareció por Madrid un madrileño que hablaba con acento alemán. Afable, apuesto y algo tímido, el muchacho llevaba consigo una cámara de fotos casi como otros llevaban un bolsón de tela india o una cartera de mano, bautizada por la guasa popular de la época como ‘mariconera'. Era un tiempo, ya se comprende, anterior a las mochilitas de diseño. El caso es que, de vez en cuando, el joven de poco más de veinte años empuñaba su máquina y te sacaba una foto, pero esas instantáneas nunca se veían; ¿dejadez, discreción, modestia? Se llamaba Javier González Porto y procedía de una familia obrera emigrada a Alemania, donde él había crecido y desde donde volvió con ánimo de independizarse; llegaba en buen momento. Nos vimos con frecuencia, y una tarde de 1984 le invité a venir conmigo a la inauguración de Robert Mapplethorpe en la galería de Fernando Vijande, que había alcanzado una enorme repercusión con la de Andy Warhol dos años antes. Vijande nos había reunido la noche previa al ‘vernissage' a un grupo de conocidos suyos con el gran fotógrafo norteamericano, y al día siguiente, cuando volví a saludar al artista entre la multitud que llenaba la galería, le presenté a mi acompañante. Ese apretón de manos y la breve conversación que siguió entre Javier y Robert cambió la vida de mi joven amigo.
Pero más que la vida de quien pasó a llamarse profesionalmente Javier Porto, interesa su obra, una de las labores fotográficas más fascinantes y menos conocidas de esa prodigiosa década de los 1980 que se extiende más allá de la Movida. Porto se instaló en Nueva York como ayudante de Mapplethorpe, aprendiendo de él, asistiendo a sus fiestas y a sus exigentes sesiones de trabajo, y posando a menudo como modelo del americano en fotos domésticas y de estudio. En los casi cuatro años que Javier Porto vivió en Nueva York junto a Robert, el muchacho discreto de la cámara no perdió el tiempo entre saraos y faenas. Fue educando su mirada, y cuando regresó a España en 1988 traía no sólo un tesoro de vivencias y documentos gráficos sino una personalidad propia en la fotografía.
La obra realizada entre 1980 y 1990 por Javier Porto reaparece ahora de modo deslumbrante, bajo el título ‘Los años vividos', en una exposición abierta hasta el 16 de junio en un nuevo centro de arte de la Diputación inaugurado a principios de año -y es algo milagroso en estos tiempos- en Málaga. Aparte de ocupar el encantador edificio de un antiguo hospicio que también desempeñó funciones industriales, me gusta su nombre, La Térmica, y en una de sus amplias salas las fotografías reunidas por el comisario de la muestra, el pintor Pablo Sycet, lucen espléndidamente. Es precioso asimismo el catálogo en dos tomos, otra ‘delicatessen' que está dejando de producirse en museos de mayor raigambre.
La escena neoyorkina y la escena madrileña anterior y posterior a su estancia en América forman el conjunto rescatado en La Térmica: allí están los grandes iconos, Grace Jones, Keith Haring, Warhol y la fauna vistosa de su ‘Factory', el joven Almodóvar con y sin su inseparable (entonces) McNamara, Carlos Berlanga, Alaska, la Maura, y también las figuras de los pintores rabiosamente figurativos, los roqueros del ‘Rockola' y algunos escritores simpatizantes de la causa moderna. El espíritu de un tiempo captado por el ojo penetrante de un testigo que también demuestra lo buen fotógrafo que es.

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13 de mayo de 2013
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Sé tú mismo

Hubo un punk puro que alentaba lo artesanal y autodidacta y que eternizó el lema Do it yourself -hazlo tú mismo-, el mismo del que años más tarde se aprovisionaba el mercado, desde la moda al floreciente negocio de la autoayuda. Y que, cosido con imperdibles, le plantaba cara al orden, al sistema y a los salones de té. Con la lengua fuera, esos nuevos dadaístas de cuero y metal no eran tan diferentes al Rimbaud del pelo pintado de verde o al desafiante Lautréamont que, sentado al otro lado de la página junto al lector, invocaba el odio como sentimiento creativo en sus Cantos de Maldoror. Pero a aquella contracultura, contrasistema, contra-uno-mismo que emergió del rechazo como actitud ante la vida, le sucedió el cash flow. Los imperdibles se convirtieron en tendencia de la mano de Versace y Elizabeth Hurley, y las camisetas y los tejanos desgarrados hicieron las delicias de los nuevos pijos bilingües asentados en la superficialidad multiplataforma. Ahora, con la recién inaugurada exposición del Metropolitan neoyorquino, el punk se muestra como última vanguardia histórica, eso sí, centrada en la moda y pasando de puntillas por su dolor existencial. Porque en aquella huella de movilización contestataria que gritaba bien alto contra el servilismo y la autoridad, había bronca nacida no sólo de las periferias industriales de cemento gris, ni del thatcherismo o del antimilitarismo, sino de un desengaño vital que convergió en una defensa a ultranza de la individualidad a golpe de anarquía: tu vida es tuya. A día de hoy, ya puede permitirse una lectura romántica del punk porque, a pesar de los intentos de ridiculizarlo, de convertirlo en una anécdota de crestas, clavos y piercings, e incluso en tendencia por parte de las multinacionales del lujo, abrazó la palabra libertad sin mencionarla. En su lamento existencial, todo aquello que empujaba en contra del trabajo, como base del sistema capitalista que despreciaban, se cargaba de actitud crítica, desafío y rebelión. Y con un desesperado deseo de hacer que la vida fuera interesante. Por ello es afinadamente oportunista este homenaje a aquellos que cuestionaban la falsa libertad en nuestras sociedades modernas y exaltaba el ser uno mismo, justo en tiempos de movimientos sociales y no culturales. Las protestas contra la ley Wert protagonizadas por padres, profesores y alumnos -las células más latentes de futuro- lograron al menos una pausa. “A la ley le faltan algunos retoques”, vinieron a decir desde el Gobierno. En triste sintonía con el No future, aquellas pancartas que otro día en Madrid rezaban “La educación es un arma de construcción masiva” buscaban ecos de botas militares y bombardeos en el desierto al atardecer como una imagen plástica frente al silencio y la mística de un aula. Allí donde se adquiere la única contraseña para poder ser uno mismo, y aun así no siempre funciona.

(La Vanguardia)

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13 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Los ricos también ríen

En la escena que más risas desata en el público mayoritariamente clasemediero en la sala de la colonia Escandón a la que asisto, Peter (Carlos Gascón), el vividor que mediante amenazas y chantajes está a punto de casarse con la hija del empresario Germán Noble (Gonzalo Vega), se ve obligado a revelar sus datos personales al notario que está a punto de concederle una tajada sustancial del patrimonio de su prometida. A lo largo de toda la comedia lo hemos visto presumir un machacón acento español -y un estilo que remite al de Colate, hasta hace poco marido de Paulina Rubio-, y de pronto nos enteramos de que el simulador nació en Cholula, Puebla (si bien alega haber estudiado en Salamanca.)

            Que este gag se alce como el punto más hilarante de Nosotros los nobles (2013), la primera película de Gaz Alazraki, da cuenta de los alcances de su humor. Y que este remake de El gran Calavera, la segunda película mexicana de Luis Buñuel (1949), se haya convertido en pocas semanas en la cinta más taquillera del cine nacional, revela que la aplastante inequidad que sufre nuestro país desde los años cuarenta, y que no ha hecho sino acentuarse en los últimos decenios, continúa siendo terreno fértil para la sátira social, por pedestre que ésta sea.

            Obligado a trabajar a partir del guión de Luis y Janet Alcoriza, una especie de fábula moral que retrataba los excesos de la incipiente burguesía mexicana de aquellos años, Buñuel filmó una de sus películas menos relevantes, apenas punteada por sus buenas actuaciones (con Fernando Soler en el papel del Calavera) y una mirada que se regodea en desnudar algunos de los tics y las manías de esa incipiente clase social que, una vez cerrada la etapa revolucionaria, estaba a punto de adueñarse de México.

            Setenta años después, los excesos de los personajes de Buñuel se han convertido en benévolas caricaturas frente al imparable ascenso de los millonarios mexicanos, los cuales desde que se inició la liberalización de nuestra economía en los años ochenta no han encontrado límite alguno a sus ambiciones. Lo que en Buñuel era una lección de moral dada a esos rancios petimetres, se transforma en manos de Alazraki en una suerte de lavado de cara de nuestros pirrurris, yuppies, hipsters y mirreyes, quienes con una mínima presión parecen capaces de redimirse y de demostrar que son tan frágiles y humanos como cualquiera.

            La trama de Nosotros los nobles -las múltiples referencias a la época de oro del cine mexicano resultan tan superficiales como vanas- es de sobra conocida, así que no temo arruinarle la tarde a quien aún no la haya visto. Un rico empresario viudo de pronto se da cuenta de que sus tres hijos, la fresa Barbie (Karla Souza), el yuppy Javi (Luis Gerardo Méndez) y el hipster Charlie (Juan Pablo Gil), malgastan sus días y su fortuna en toda suerte de excesos, desde las borracheras del mayor hasta los deslices eróticos del menor, pasando por el amorío de Barbie con el insufrible Peter. A fin de darles una lección, Germán Noble finge que el sindicato de sus empresas ha descubierto un fraude millonario, confiscando sus propiedades y obligándolos a vivir como pobres, refugiados en la casona abandonada del abuelo.

            A partir de esta premisa -calcada de la de Buñuel-, cada uno de los hijos irá descubriendo sus errores al enfrentarse a la dura realidad del mundo, convirtiéndose (en teoría) en seres humanos más responsables y solidarios. Así, Barbie dejará a Peter -exhibido como un pícaro, más que como un malvado- y se enamorará de Lucho, el hijo de la sirvienta con quien coqueteaba desde niña, mientras que Javi montará un negocio con los amigos que conoció como chofer de microbús y Charlie al fin encontrará a una novia de su edad. Revelado el engaño del padre, se suceden los previsibles enojos de los hijos, la reconciliación y el ineludible final feliz.

            Desde las obras de Aristófanes, Plauto, Lope o Molière, las grandes comedias siempre fungieron como termómetros de la sociedad. Al ridiculizar a los avaros, los presumidos o los sabihondos -a los poderosos-, sus autores mostraban las llagas de su época y, en los mejores casos, se convertían en catalizadores del descontento o la frustración. No puede exigirse que todas las comedias busquen esta dimensión artística, pero que la película más vista en México en los últimos años sea una burda reivindicación de nuestros ricos, los cuales a pesar de sus defectos terminan por despertar todas nuestras simpatías, la convierte más bien en cómplice del statu quo.

            Cuando casi al final del filme Germán Noble le revela la verdad a sus hijos, Barbie no puede creerlo y le recuerda a su padre el momento en el que les anunció que el sindicato había clausurado sus empresas. A lo cual Noble responde, en la única línea verdaderamente ácida de la película (que no tardará en quedar sepultada bajo de la melosa reunificación familiar): "Si ni siquiera tenemos sindicato". Poco importa: aún así los queremos.

 

Twitter: @jvolpi

 

 



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12 de mayo de 2013
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