Joana Bonet
Ocurre un fenómeno ilustrativo acerca del tipo de sociedad en la que vivimos: mientras los adultos se rejuvenecen constantemente, los adolescentes, e incluso los niños, quieren quemar etapas. No en vano, cuando el pequeño consigue un logro o afronta un nuevo reto, los padres complacientes le dicen: “Te has portado como un mayor”. Bien sabido es que una de las mayores fantasías a edades tiernas es la de cumplir años, inventándolos cuando no se llega a una cifra lo suficientemente elevada para cruzar una puerta. Existe la urgencia por ponerse tacones, tomar prestada la ropa de las madres, besar con lengua, pagar en un restaurante, fumar un cigarrillo, salir más tarde de las doce, conducir una moto, probar el vodka… Investirse de aquello que en los patios de colegios supone respeto.
La premura por afirmarse a fuerza de conductas temerarias parece medir la personalidad y a la vez el coraje del joven capaz de estrenarse con impostada naturalidad en las cosas de los mayores. Qué fatal expresión: “cosas de los mayores”. Determina una línea sellada, fronteriza, incluso tendenciosa como si quisiera dividir el mundo entre lo trascendente y lo intrascendente. Cruzar esa línea no depende tanto de las presuntas agallas del joven para transgredir, sino de la voracidad por luchar contra molinos de viento invisibles, aunque rabiosamente reales para aquellos que han empezado a edificar sueños y a escribir versos. Y que neutralizan los miedos a fin de glorificar el sexo.
Ahora, el Gobierno ha decidido establecer los 16 años como la edad mínima para que un adulto mantenga relaciones con un menor. Y la del matrimonio. Es una grata noticia. En letra pequeña -según informaba Celeste López en La Vanguardia- asoma la cifra de 38 niños menores de 16 años que se casaron en el primer semestre del 2012. Una cifra minúscula, agazapada entre las macrocifras mediáticas, pero que atiende a la anomia de un sistema -desde el progreso- que pone en riesgo a quienes deberían paladear el único tramo de felicidad consentida en la vida del ser humano: la infancia.
El cambio de legislación parece urgente, y más teniendo en cuenta que España y el Vaticano -curiosa advertencia- son los estados más laxos en la edad de consentimiento sexual entre un adulto y un menor. Pero debería acompañarse, con la misma urgencia, de un plan de educación sexual en las escuelas. Y no me refiero a esas charlas medio impostadas, algo triviales, a modo de cinefórum. Sino a un ambicioso trasvase de conocimiento que, junto a la responsabilidad de las familias, pueda compensar el efecto que a diario supone que en el ordenador de un menor entren anuncios porno o vídeos eróticos. A la banalización del sexo que, sin moralinas, puede ser tremendamente comprometida a los catorce años, e incluso llegar a rasgar una biografía. Habrá que esperar a ver qué dice la Lomce.
(La Vanguardia)