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Un día brillante

Diversas teorías coinciden en que una de las cualidades más edificativas del ser humano es la empatía. A pesar de que hace veinte años apenas empleáramos esa palabra, hoy sabemos que resulta condición indispensable para domar la violencia o hacer mejores negocios. Pero, sobre todo, para aminorar la fricción humana y en su lugar tender redes. Según la máxima platónica: “Los sabios hablan porque tienen algo que decir, los tontos porque tienen que decir algo”, asunto al que la experta en comunicación Debra Fine replicó con un exhaustivo ensayo sobre la charla de ascensor, smart talk cuya tradición es tan antigua como la necesidad del ser humano de romper la hostilidad del silencio. En pleno proceso de fragmentación social a causa de la crisis, la comunidad ha convenido que una expresión popular, propia de la conversación fugaz entre quienes desean otorgarse un lugar en el mundo, con la que está cayendo, se convierta en muletilla cansina pero a la vez reconfortante por la complicidad que emana al pronunciarla. Y acaso porque resulta una forma de advertir implícitamente la intemperie y a la vez buscar la proximidad de los otros. El tiempo es un manantial de metáforas. Los símiles meteorológicos se utilizan tanto para narrar el momento político y económico como el contexto que provocan los diferentes estados de ánimo: un huracán, un tornado, un momento tormentoso. Las fuerzas dominantes cuya resaca abandona “la cáscara vacía de un hombre”, que decía Conrad. O la reflexión de Heidegger: no sólo hemos sido arrojados a un mundo, sino arrojados a un mundo que compartimos con los demás. El “ser con”. Por ello envestimos el instinto de socializar a fin de que las grietas existenciales hallen en las cuatro palabras cruzadas un remedio paliativo, leve pero voluntarioso. Las teorías acerca de la charla intrascendente que leo en The point rubrican que hablar del tiempo es pura grasa lingüística, pero que a la vez resulta mucho menos banal de lo que pensamos. Cuando nos preguntan si llueve o hace frío allí donde viajamos, también nos expresan una señal de querer saber qué siente el otro detrás de la lluvia fina o el sol radiante. Virginia Woolf aseguraba que no hay mayor democratizador que las condiciones meteorológicas. Hablar del tiempo cuando en realidad se querría hacer de un sentimiento resume en parte la impotencia de sentirse a merced de una corriente imparable. Pero los segundos que se encapsulan en la expresión hace un día brillante también son capaces de capturar su luminosa fugacidad, como si con el mero hecho de pronunciarlo adquiriéramos conciencia de que, a pesar de todo, hace un día brillante. (La Vanguardia)

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29 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Montegrande de Gabriela Mistral

 

En Montegrande están orgullosos de vivir en el pueblo donde nació Gabriela Mistral. Una imponente estatua de la poeta, junto a dos pequeños alumnos, da la bienvenida al lugar.

Ha pasado un tiempo del 50 aniversario de su muerte, pero la vendedora de bebidas heladas de la plaza sigue emocionada recordando los homenajes, las visitas ilustres, los discursos, los arreglos florales al mausoleo, los autos importantes que llegaron aquel día, y las placas recordatorias nuevas que se sumaron.

El significativo aniversario del fallecimiento de la primera Premio Nobel de Literatura de Chile, y de Latinoamérica, fue noticia nacional. Pero claro, como lo dice su definición, la noticia fue breve. Y se olvidó tan rápido como el periódico de ayer. Como si en Chile todos supieran de antemano que el único legado definitivo de la Mistral terminará siendo uno mucho más silvestre: ser la cara del billete de 5 mil pesos.

Quizás por eso en Montegrande esté el único cajero automático de varios pueblos a la redonda. O que su mausoleo se ve totalmente ahorcado entre viñedos que prometen muchos ingresos a sus dueños y las grandes pisqueras. Y que su museo, donde el único fin parece ser demostrar que Lucila nació aquí y no en Vicuña, no sea otra cosa que un pobrísimo rejunte de trastos viejos y documentos mal fotocopiados que apenas se leen.

Cuando uno visita el pueblo de algún escritor o poeta admirado, un plan es sentarse en la plaza central a leer algo de dicho autor y tratar de entenderlo un poco más. Con Jorge Teillier, leyéndolo en la actual plaza Jorge Teillier de Lautaro, me dio resultado.

En este caso, seguramente la imprudencia fue mía al llegar a Montegrande sin ningún libro de Gabriela Mistral bajo el brazo. Viajera incansable en tiempos en que pocos viajaban, el programa de releer a nuestra premio Nobel en su pueblo natal - del que tanto escribió y a cuyos niños les legó parte de su derechos- se fue apagando rápido. En todo Montegrande no está a la venta ningún trabajo de Gabriela Mistral. Y no sólo eso, en la casa-museo no hay libro alguno de la poeta: ni expuesto ni para que el visitante lo lea. Los artesanos, que venden de todo, prefieren - con buen ojo comercial- ofrecer piedras o aceites o sacacorchos, antes que poemas. En todo Montegrande no existe una sola biblioteca pública, y para intentar algo sólo queda ir hasta Paihuano en horario de oficina.

En resumen: pese al mausoleo, aquí en Montegrande no está Gabriela Mistral.

A más de 50 años de su muerte, Lucila Godoy Alcayaga sigue siendo un misterio que Chile no logra - ni intenta- resolver. No es casual que en el extranjero la reconocieran mucho más - y antes- que en casa. El solo hecho de imaginar que una mujer nacida en este escondido pueblo a fines del siglo 19 llegara a donde llegó, es algo que parece imposible incluso para los niños que nacen hoy en Montegrande.

Y eso, ella no sólo lo sabía: también lo recitaba.

 

 

@menesesportatil 

 



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28 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Francisco Tario, fantasma

Durante mucho tiempo el nombre del mexicano Francisco Tario (1911-1977) circuló en el boca a boca y en alguna que otra antología despistada que no sabía de la conspiración para convertir a este escritor en un fantasma (acaso un homenaje a sus obsesiones). Sólo en los últimos años ha habido un esfuerzo editorial para que sus textos circulen como se merecen. El Fondo de Cultura Económica publicó el 2011 Aquí abajo (1943), su única novela, y el año pasado Atalanta armó La noche, que incluye el libro original del mismo título y siete relatos de Una violeta de más (1968). Tario escribió libros extraños, algunos de corte realista como Aquí abajo, pero su importancia se debe a La noche y Una violeta de más. Fogwill decía que pocos escritores se podían preciar de tener siete cuentos de antología; a juzgar por este libro, Tario es uno de ellos: "La noche de Margaret Rose", "El mico", "Un huerto frente al mar", "El balcón", "La banca vacía", "Entre tus dedos helados", "La noche del féretro". Tario ha escrito algunos de los mejores cuentos de fantasmas en cualquier idioma.

En el mundo de Tario ser fantasma significa sobre todo cambiar de perspectiva. Los vivos y los muertos conviven, aunque con frecuencia los muertos no saben que están muertos y los vivos, bueno, tampoco saben que están muertos; el juego es más complejo de lo que parece, porque puede ser, por ejemplo, que el relato sea narrado por un hombre que aparentemente está vivo y cuenta su encuentro con un fantasma, para que luego, en la frase final, descubramos que el narrador también está muerto. En ese cambio de perspectiva, lo que se desprende de la vida de los fantasmas es una soledad infinita, que a ratos recuerda la tradición narrativa de "último hombre en la tierra": "Se habían quedado solos en el mundo y eso les hacía sentirse inmensamente felices", escribe el narrador de "El balcón" acerca de una madre y su hijo que pasan los días en el balcón de su casa solitaria. Paradójicamente, los fantasmas solitarios de Tario dependen de la memoria de los demás para "existir"; la verdadera muerte ocurre con el olvido.

 Puede ser que Tario no haya tenido múltiples registros, pero, dentro de las coordenadas en las que se movió, hizo mucho por ampliar una tradición, dotarla de atmósferas inquietantes y de un pathos conmovedor. Los cuentos de Tario no impactan  por el uso de la parafernalia clásica del subgénero -caserones góticos, ruidos extraños, mujeres lánguidas y pálidas como cadáveres- sino por la maestría con que trabajó estos elementos para hablar sobre el "bienestar tembloroso" y la "infinita desdicha" que significa vivir (y morir).

 

(La Tercera, 18 de mayo 2013)   

 

 



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28 de mayo de 2013
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Cuando la evolución no es ya meramente natural

La genética ha venido a asentar sobre bases rigurosas la naturalización del animal humano que supuso la teoría evolucionista. Pues por convincente que parecieran desde el origen las hipótesis darwinianas, se da obviamente un paso de gigante cuando se logra determinar las mutaciones precisas que nos fueron separando de especies cercanas a partir del común ancestro. Y como indicaba en la columna anterior el enorme paso que supone haber establecido el genoma del hombre de Neandertal, comprobándose que compartía mutaciones determinantes de rasgos que (a priori y sin excesiva reflexión) tendíamos a considerar exclusivos de nuestra especie hace que, a menos de repudiar la ciencia natural de nuestra época, no haya manera de sostener un discurso, sea filosófico o ético, que no pase por la plena asunción de nuestra pertenencia al orden exclusivamente natural.
Y sin embargo avanzaba en la columna anterior que un escollo puede surgir, procedente precisamente de la ciencia natural, en otra de sus ramas.
Sin tomar partido ( o al menos sin hacerlo todavía ) respecto al problema, precisaré que si de la teoría cuántica pudiera efectivamente inferirse un argumento decisivo en favor de la tesis de Protágoras, ello supondría cuando menos un replanteo de la evolución en el sentido de introducir un radical momento de discontinuidad en la misma: momento en el que la evolución meramente natural vendría perturbada por el lenguaje y la techné: el lenguaje abriendo las puertas a la posibilidad de que la naturaleza pueda encontrar reflexión; la techné modificando los frutos de la naturaleza y complementándolos con otros que ya nada tienen de naturales.

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28 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El amor a la infancia, los historiadores y el poeta

Hay en el libro IX de los epigramas de Marcial un par de pasajes (5 y 8) que recuerdan un hito de la civilización. Hasta el reinado de Domiciano, era práctica lícita y habitual castrar a los bebés abandonados en la columna lactaria, o a los de madres solteras y pobres, para usarlos en la prostitución, si bien es cierto que igualmente podían dejarse sin castrar para el mismo empleo, y todo ello quedaba supeditado al criterio del dueño del prostíbulo, que a su vez miraba por las necesidades de oferta y demanda del negocio. La emasculación de bebés y niños, y en general la prostitución infantil se prohibió por decreto de Domiciano. 
Marcial ensalza al emperador: “Te dan las gracias las ciudades que ahora tendrán habitantes, porque parir ya no es delito”, y celebra que “gracias a ti, el pudor llegó hasta los lupanares”. Marcial no era recatado en materia de sexo, pero se le ve horrorizado al memorar la condición de aquellos infantiles destinos desmochados, esclavos nacidos de libres. 
De las atrocidades cometidas con menores, es impresionante la contada por Tácito (V, 9), donde dice que el verdugo de la hija de Seyano violó a la niña antes de estrangularla, para no incurrir en el inaudito precedente de haber ejecutado a una virgen de ocho años. Voltaire prefería  dudar de semejante violación, hereusement, dice, Tácito no asegura que tuviera lugar, sino que se lo dijeron. En cambio, la Enciclopedia refiere el caso con reverente admiración, bajo la entrada Défloration: “Los antiguos respetaban tanto a las vírgenes que no se les hacía morir sin haberles arrebatado antes su virginidad”. Pero, en el apartado de violaciones procesales de vírgenes, Suetonio (III, 61) trae un relato más creíble, cuando dice que una de las crueldades de Tiberio, al saber que según la tradición era impío (nefas) estrangular vírgenes —recordar el mito de Ifigenia—, fue ordenar que el verdugo les privara primero de tal condición. De Tiberio, dice Suetonio que ejercía las leyes atrocissime. O sea, no el espíritu, ni la letra, sino la mayor atrocidad.
No se sabe mucho de la calidad del gobierno de Domiciano. Por un lado, Tácito y Suetonio no dicen cosa buena de él; pero es que, en su relato de césares buenos y malos, a Domiciano le tocaba por fuerza ser malo. Marcial, en cambio, tuvo que escribir y publicar su obra bajo el mandato de Domiciano, y era impensable que dijera nada negativo del césar. Pero sólo la noticia que nos da sobre la prohibición de la prostitución infantil, basta para considerarlo uno de los pioneros en la marcha fantasmal hacia la dignificación del hombre por el hombre. 
Una observación estilística: ir y venir de la acumulación graforreica de aquéllos, los historiadores, a la severidad precisa de éste, el poeta, en busca de noticias contrastadas, deja una sensación que define con agudeza el propio Marcial, en el final del epigrama IX, 11, (que trata del poeta que no puede componer un poema porque se opone la obstinada primera sílaba):
los que cultivamos musas más severas
no nos permitimos tanta elocuencia


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28 de mayo de 2013
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La sorprendente familia Bin Laden

En 2008, cuando Osama Bin Laden todavía estaba vivo y escondido, RBA publicó en español su estupendo reportaje Los Bin Laden. Una familia árabe en un mundo sin fronteras. 

El suplemento Cultura/s de La Vanguardia me envió la versión previa a la publicación, esa que viene con tapas en blanco, para que los críticos puedan leerse las más de 500 páginas a punto para su aparición en librerías.

El autor, Steve Coll, un “joven veterano” corresponsal de The Washington Post y habitual de las páginas de la revista New Yorker, era en ese momento desconocido para mí Desde entonces,  seguí la carrera de Coll, leí su estupendo Ghost Wars, the Secret History of the CIA (Premio Pulitzer) y varias de sus investigaciones posteriores. 

En los próximos días Coll asumirá como nuevo decano de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. Su antecesor, Nicholas Lemann, también es una prestigiosa firma del New Yorker y autor de libros relevantes, pero dedicado más a la política estadounidense

Por eso, quisiera rescatar compartir en este blog aquel comentario que escribí a partir del valioso libro de Coll. Como muchos saben, el Master en Periodismo BCN_NY que dirijo en la Universidad de Barcelona es un programa conjunto con Columbia, y espero que podamos tener a Coll pronto en nuestras aulas de la capital catalana. 

La emprendedora familia del enemigo de Occidente

¿En qué familia rica y extendida que se precie no hay una oveja negra? Si se trata de los Rockefeller o los Rothschild, el hijo díscolo puede ser un apéndice curioso de la historia familiar, pero cuando el clan en cuestión es el fundado por Mohammed Bin Laden, las cosas cambian.

Steve Coll (ex reportero del Washington Post, firma actual en la revista New Yorker y acreedor de dos Premios Pulitzer) trata de convencernos de que tiene sentido leer un libro sobre la familia Bin Laden donde Osama no es el protagonista, y donde el líder de Al Qaeda no aparece como adulto hasta la página 201.

En mi opinión lo consigue, en parte porque de su minucioso relato surge un fascinante argumento de teleserie con poder, dinero y sexo, y en parte porque su historia permite asomarse a la historia y la sociedad de los países árabes y especialmente de Arabia Saudí, con su peculiar combinación de fortuna petrolera, modernidad tecnológica y el choque de diferentes visiones del Islam.

La historia es relativamente simple: a principios del siglo XX, Mohammed Bin Laden llegó a la Arabia de los Al Saud desde un polvoriento pueblo yemení. Pobre de solemnidad pero más vivo que el hambre, Mohammed encontró la forma de hacerse millonario. Pronto comprendió que en el reino había un solo patrono con bolsillos sin fondo: el rey y sus príncipes. La empresa que fundó sigue hasta hoy como contratista privilegiado de los monarcas absolutos, para quienes construyen palacios, carreteras, aeropuertos, telefonía y la puesta a punto de las ciudades sagradas de La Meca y Medina para el turismo islámico global.

Sus fabulosos contratos permitieron a sus 54 hijos y sus incontables nietos vivir una vida de lujos y gastos desenfrenados. Algunos se ‘occidentalizaron’ como Salem, el hijo mayor y jefe del clan hasta su muerte en 1988. Otros siguieron más estrictamente los preceptos coránicos, como el actual cabeza de familia, Bakr.

¿Dónde encaja Osama, uno de los hermanos menores, en este puzzle? Hacia fines de los ochenta, Osama comenzó su deriva hacia la guerra santa, primero con cierta ayuda y después con la oposición de su familia. A mediados de la década siguiente lo desheredaron y congelaron oficialmente su acceso al dinero familiar. Tras el 11-S la familia se cerró en la versión de que siempre se habían opuesto a Osama, pero Steve Coll postula que la expulsión del núcleo familiar fue posterior.

Tal vez lo más interesante del libro sea ver la trayectoria de Osama en el contexto de la historia familiar. Por ejemplo, el uso de la más moderna tecnología y la pasión por los aviones, ejes de la identidad y la fortuna de los Bin Laden, permitieron a la oveja negra del clan combinar con éxito discursos medievales con vanguardia tecnológica.

Se frustrará quien espere encontrar en este libro el relato de la planificación y ejecución del 11-S. En cambio, Los Bin Laden ofrece una larga lista de personajes fascinantes, en primer lugar el vitalista, enigmático y exuberante Salem Bin Laden, en muchos sentidos la contracara perfecta de su famoso hermano y el protagonista de su propio drama. Coll se adentra con estilo terso, alardes literarios y buenas dotes para el detalle revelador en las operaciones financieras y los escándalos de alcoba de una familiar singular que una terrible mañana neoyorquina vio como el viento de la historia borraba de un plumazo todo lo que había significado durante un siglo el apellido Bin Laden.

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27 de mayo de 2013
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Un té con Anne Sinclair

Anne Sinclair es de esas mujeres que juegan con el collar en vez de hacer girar el anillo. Enlaza los dedos entre las cuentas, en un gesto que expresa cierta indolencia, mientras mira a los ojos con la misma determinación a la que nos acostumbró en los sufridos paseíllos judiciales del brazo de su exmarido, Dominique Strauss-Kahn. Viste de negro, ceñida, sin esconder la tripa; y se muestra extremadamente profesional, con voz grave, televisiva. La que fue símbolo de la mujer francesa, guapa e inteligente, rica y feminista, la misma que cuando nombraron a Strauss-Kahn ministro de Economía renunció a su programa en TF1 -donde ejercía de vedette del periodismo televisivo entrevistando a los más poderosos- ahora toma un té con cinco mujeres en el madrileño hotel Santo Mauro. Tiene algo de extrañeza la intimidad femenina del rincón, con sofás de hilos de oro y tazas de porcelana, pero es tarea ardua separar a la autora de Calle La Boétie, 21 (el libro que ha venido a presentar) de la mujer que tuvo que penar por comisarías y juzgados debido a un marido acusado de violar a una camarera del Sofitel de Nueva York; además de unas cuantas denuncias más por depredador sexual mientras ocupaba la dirección del FMI. “No quiere hablar de su vida personal”, dice su editor de Galaxia Gutenberg, Joan Tarrida. Hablamos, pues, del libro, de su foto con Picasso a los dieciocho años -por quien no se dejó pintar-, del Gernika que irá a visitar al Reina Sofía después, de las raíces. Cuando Sarkozy se decidió a fundar un ministerio para identidad nacional, un funcionario francés le preguntó a Sinclair si sus cuatro abuelos eran franceses: “La pregunta que les habían hecho por última vez a los que pronto subirían a un tren, rumbo a los campos de exterminio”. Y la periodista empezó a revolver entre archivos para escribir su historia de familia. La de su abuelo, Paul Rosenberg, el marchante de Braque, Matisse y Picasso, de los grandes. Una historia de expolio nazi, trenes cargados de obras de arte confiscadas, de huida. Del taller de La Boétie, donde los retratos de Picasso -arte degenerado, para los nazis- fueron sustituidos por fotos del mariscal Pétain. De Europa. Pero era imposible no preguntarle en voz baja por el estigma: ¿se siente liberada? “Todo va bien -responde en español-, muy bien”. ¿Y ha tenido apoyo de mujeres? “Nunca me he expresado hasta ahora, he sido muy púdica en este asunto; cuando sucedió dejé hablar a todo el mundo, escuchaba, me daban consejos… Estuve al lado de mi marido en plena bronca, y cuando las cosas se calmaron pude partir. Hay mujeres que seguro me criticarán, pensarán ‘por qué no te fuiste antes’… lo sé. Pero otras me dan la mano, quieren hacerse fotos conmigo, son muy amables”. Acaso como símbolo de quienes consiguen mantenerse a flote a pesar de la vía de agua, levantando la cabeza y reconstruyendo su identidad. (La Vanguardia)

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27 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Credo independentista

Cuando una idea adquiere popularidad y se extiende hasta los umbrales de las mayorías sociales se producen dos efectos: de una parte, se trivializa; y de la otra, se adapta a la diversidad de las gentes. Son las dos caras de la democracia: la extensión perjudica a la intensidad, a la exigencia. Algo así sucede con la idea política de moda en Cataluña, el independentismo. Como es lógico, esta paradoja no es un problema para el actual proyecto que encabeza Artur Mas, al contrario. Para conseguir el objetivo necesita que la idea se difunda, trivialice y termine contando con aquella mayoría indestructible que pidió infructuosamente para sí mismo en la campaña electoral.

El independentismo original ha creído siempre que la nación catalana debe organizarse como un Estado plenamente soberano e independiente, dentro o fuera de la Unión Europea, y sin atender a la rentabilidad económica ni a los beneficios que pueda suponer para los catalanes a corto e incluso a medio plazo. La existencia de Cataluña como una nación indepediente que juegue en el concierto internacional, tal como exige el canon del nacionalismo genuino, es una bien histórico en sí mismo que bien merece innumerables esfuerzos y sacrificios. No es exactamente este el independentismo que se está extendiendo, aunque las formas de su popularización hayan adoptado la estrella solitaria de la insurrección, sea la azul o sea la roja, característica de esta tendencia hasta ahora minoritaria del catalanismo. La novedad es el independentismo económico, surgido con la crisis, enervado por los recortes y la falta de liquidez de las administraciones públicas y amplificado por la envergadura de las cuentas del déficit fiscal que sufre Cataluña, tal como las presenta y difunde el Gobierno catalán, ante la estupefacta pasividad y el negacionismo del Gobierno de Rajoy. Xavier Vidal-Folch cuenta con detalle los pormenores de este independentismo en su libro recién salido del horno ¿Catalunya independiente? (La Catarata) y específicamente en un capítulo titulado precisamente Las causas económicas.

Pero hay más matices en el neo independentismo en boga, hijos de actitudes subjetivas, lógicamente, pero con un claro correlato objetivo. Hay un independentismo lingüístico, de cuya intensidad el ministro José Ignacio Wert tiene alguna responsabilidad. Como hay un independentismo político de siembra reciente, abonado por el temor al neocentralismo del PP y al caudillismo de José María Aznar: ahí está el torrente de loas al ex presidente del Gobierno por sus incendiarias declaraciones de la pasada semana desde el independentismo genuino para dar prueba de los efectos benéficos de su amenaza. Y hay incluso un independentismo guay, hijo de todos los otros, que Sergi Pàmies identificó muy prematuramente (Indepedenguais, La Vanguardia, 24 de agosto de 2012), y que corresponde, se supone, al grado máximo de trivialización y se traduce en una reivindicación ingenua y sin contrapartidas, gratis total, o como máximo según el esquema de la máquina expendedora para la que siempre hay algo en el bolsillo: bastará meter las monedas de un deseo muy intenso y extendido, expresado naturalmente en una consulta, para que salga la botella redonda, burbujeante y fresca de una Cataluña independiente.

Todo estos independentismos cuentan con grados de adhesión y volatilidad muy variados. Si las cosas ruedan mal para el proyecto, buena parte de los conversos verán como sus creencias empiezan a resquebrajarse. El independentismo oportunista fácilmente puede convertirse en federalismo, por más denostado y desaparecido que hoy se le declare. Ya hemos conocido estos cambios en anteriores ocasiones en Cataluña, un país históricamente salvado por su capacidad de adaptación.

Al independentismo extenso le sucede como a la religión. No podemos saber qué sucede en el corazón o en la cabeza de los creyentes, si su fe es auténtica o impostada y oportunista, pero a cada uno de los feligreses se le exige rezar en voz alta la adhesión al dogma, un credo que se desdobla en las dos oraciones que hay que recitar con fervor: Cataluña tiene un déficit fiscal del 8'5 por ciento, por tanto España nos roba; y en caso de celebrarse una consulta, votaré por la independencia.



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27 de mayo de 2013
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La madre de la literatura

Hablamos como podemos y sobre todo como nos enseñan en casa, si acaso tenemos casa. El aprendizaje suele ser suelto y zoológico, pura imitación. Otra cosa es lo que escribimos. La lengua de la literatura apenas tiene relación con la lengua que se habla, es el resultado de una técnica esforzada y compleja, así que no parece raro que vaya desapareciendo, sustituida por una prosa que se arrastra por la tierra como las lombrices, pero con menos gracia. Escribir literariamente es una tarea extenuante y hermosa. Los literatos actuales tienden, razonablemente, a una escritura masificada.

    Suele decirse que la moderna literatura europea nace a finales del renacimiento y su impulso decisivo es la Biblia en sus traducciones a lenguas vernáculas. Adaptar el gran estilo bíblico a una expresión comprensible en lengua llana fue una tarea monumental. Ahora que por fin se está traduciendo al castellano la versión de los Setenta, la célebre Septuaginta de Alejandría, podemos dedicar diez minutos a pensar en este particular: que en España, a diferencia de Inglaterra, Alemania o algunos lugares de Italia, no hemos tenido un texto bíblico como modelo literario.

    El primero que concibió el alcance inmenso que podía tener una traducción de la Biblia al idioma común y corriente fue, famosamente, Lutero. En 1522 aparece un modo de escribir que rápidamente se convertiría en lo propiamente literario del ámbito germánico. Lutero estuvo atento al habla de la calle e incluso se dice que iba por los mercados anotando expresiones como un profesor Higgins teutón. Lo cierto es que el idioma alemán no existía, sino un sinfín de dialectos muchas veces incomprensibles los unos para los otros. En este sentido puede decirse que Lutero inventa el alemán literario al ingeniar una síntesis de gran belleza. Su influencia sobre Herder, Lessing, Goethe o Nietzsche, proclamada por ellos mismos, llega hasta las jeremiadas bíblicas de Bernhard.

    Lo mismo sucede con la Biblia en tierras inglesas y aún con mayor fuerza. La primera traducción de intensa influencia es la de Tyndale, comenzada, por emulación, a partir de la edición de Lutero. Sólo pudo acabar el Nuevo Testamento y parte del Antiguo, pero sus discípulos la completaron y está en la base de la llamada Biblia de Ginebra editada en 1560. Era la primera en usar el texto hebreo en lugar del griego, pero el lenguaje mismo, el lenguaje literario de la Biblia de Ginebra, contiene un ochenta por ciento de Tyndale según Harold Bloom.

    La Biblia de Ginebra tuvo una gran difusión y es la que leyeron Shakespeare, Milton, Spenser o Donne, pero era de ideología puritana de manera que el rey Jacobo I encargó una nueva versión para uso de la Iglesia de Inglaterra. Es la célebre King James, que se completa en 1611. Esta será la Biblia común de ingleses y americanos, una obra maestra traducida del texto hebreo (el Antiguo Testamento) y del griego (el Nuevo). Escritores como Melville o Faulkner serían inconcebibles de no contar con esta fuente siempre conspicua. Autores de muy distinta musicalidad, como Dickens, Joyce o Jane Austen, son también hijos de tan asombrosa obra de arte literario.

    En España, como es nuestro frecuente destino, eso no fue posible porque la prohibición de leer la Biblia se prolongó hasta el siglo XIX. Y aún podríamos añadir que ni siquiera en el siglo XX es una lectura literaria común, excepto entre los mejores, como Juan Benet y Sánchez Ferlosio, lectores admirados de la Biblia del Oso, nuestra traducción renacentista. El siglo XXI ya no necesitará que nadie la lea. Hemos llegado a otro mundo y no está en éste.

    La historia de la Biblia del Oso y de su autor, Casiodoro de Reina, es una novela fascinante. Sorprende que no haya dado pie a una serie televisiva en los periodos medianamente liberales que hemos tenido en ese ente. Casiodoro de Reina era un monje del monasterio de San Isidoro, próximo al centro urbano de Sevilla, en donde burbujeaba la Reforma luterana con auténtico vigor. En consecuencia, él y otros doce monjes se vieron obligados a huir en 1557 al saber que la Inquisición se estaba interesando seriamente en sus ideas y trabajos. Bien hicieron, porque de los cien que no pudieron escapar cuarenta murieron en la hoguera.

    Se instaló primero en Ginebra, pero la intransigencia calvinista le hastiaba y las ejecuciones le repugnaban. Se exilió, entonces, a Londres donde llegó a ser nombrado pastor con parroquia y pensión. Sin embargo, las relaciones diplomáticas con España habían dado un siniestro poder a los espías de la Inquisición, así que hubo de huir nuevamente en 1563. Su efigie había sido quemada en Sevilla un año antes y su cabeza tenía precio. Buscó entonces refugio en Fráncfort, donde vivía su suegro. El resto de sus días los pasará en constante trasiego entre esta ciudad, Basilea y Estrasburgo.

    La Biblia del Oso, así llamada por la ilustración de portada, un oso en trance de arañar con sus garras un panal, aparece en 1569 y es una de las más bellas y perfectas del conjunto europeo. Tiene la peculiaridad de que, aun siendo obra de un creyente protestante, contiene el entero canon católico. Su nombre es la transcripción icónica del impresor, Samuel Biener (Apiarius), y juega con el oso de Berna y las abejas del apellido. Cipriano de Valera, otro de los monjes que huyó de Sevilla junto a Reina, editó en 1602 una segunda edición con algunas alteraciones y esa es la biblia de los protestantes hispanos así como la de los literatos de arte mayor.

    Al igual que los casos alemán, italiano o inglés, la escritura de Reina es un fabuloso ejemplo de la lengua común castellana de su siglo, empleada con suma elegancia literaria. Si la King James suele compararse con Shakespeare (aparece cuando se estrena The Tempest), Reina puede hacerlo con Cervantes cuyo Quijote data de 1605. Así lo juzga Menéndez Pelayo: "(Casiodoro de Reina es) el escritor a quien debió nuestro idioma igual servicio que el italiano a Diodati". La frase (citada por González Ruiz en su inencontrable edición de 1987) parece un sacacorchos, pero se entiende: Reina inventa el castellano literario de la calle, por así decirlo, como Giovanni Diodati inventó el italiano en su traducción de 1607, obra maestra de la lengua de su país.

    No obstante, la frase de Menéndez Pelayo es extraordinaria porque, habiendo podido ejercer la influencia que las traducciones bíblicas tuvieron en Inglaterra o Alemania, en España esto no fue posible. Muy poca gente leyó la traducción de Reina en nuestro país. Podía costarle la vida. Todavía en 1835, cuando George Borrow recorre España intentando vender biblias protestantes, su vida pende de un hilo. Hay que leer sus aventuras en La Biblia en España (hay una muy notable traducción de Manuel Azaña), para darse cuenta de lo que debió de soportar. Casi hemos de ponernos en Unamuno para divisar la influencia de la Biblia del Oso en algún escritor de altura.

    Pero entonces, si no se produjo un efecto similar al del resto de Europa, una lectura doméstica del texto que originara un estilo literario, ¿cómo explicarse la aparición en España de una literatura en lengua vulgar, pero de gran elevación estilística? Comprendo que cometo una imprudencia al dar mi opinión de un modo tan abrupto, pero tengo para mí que el Quijote de Cervantes, cuya primera parte se edita en 1605 y la segunda en 1615, cumple exactamente con las condiciones exigidas en ese momento de fundación literaria en lenguas vernáculas europeas. Sus trescientas citas de las Sagradas Escrituras confirman un extenso conocimiento del texto bíblico, aunque no se ha podido establecer qué traducción llegó a sus manos.

    Puede sonar como una frivolidad de aficionado, pero ¿no podría ser el Quijote nuestra particular Biblia y de ahí su enorme éxito, no sólo en España sino también en Inglaterra y Alemania? Una Biblia laica, sin subida nobleza, pero mucha sagacidad, sin grandeza quizás, pero con cálida fraternidad, sin heroísmo, pero con esa simpatía que se da en los países pobres hacia los pequeños, los desvalidos, los chiflados. Una Biblia aún más popular que la elegante traducción de Casiodoro de Reina para un público algo más bajo, más vulgar que el lector protestante norteño. Un libro que expresa igual o mayor desengaño que el que pueda leerse en el Eclesiastés, igual o mayor fervor amoroso que en el Cantar de los Cantares. Una Biblia descreída e irónica. Una Biblia para un país sin Biblia.

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27 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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93. El tiempo roto y las novelas

  

En su Teoría de la novela escribió Lukács que sólo en la novela se separan vida y sentido, “y, por tanto, lo temporal y lo esencial; casi puede decirse: toda la acción interior de la novela no es nunca otra cosa que una lucha entablada con las fuerzas del tiempo”. Su idea de la novela como espacio y tiempo individuales se anudaba de inmediato (de forma anacrónica ya, según Fredric Jameson) por muchos comentaristas  a las ideas de Bergson, que anclaban en la idea de duración individual el andamiaje esencial de la novela moderna. Y quizá sea así en muchos casos todavía, aunque prefiero pensar que el tiempo en la novela más que bergsoniano pueda ser también bergmaniano. Podría aludir a lo épico menor (permítanme el intolerable resumen de Lukács) pero su temporalidad puede asimismo implicar a lo patético, entendido como el pathos del sujeto perdido que intenta hacerse con algún tipo de sentido; no con el sentido “faltante” del que hablaba Lukács, ese resto (cantable, diría Celan) que le completaría, sino con un mínimo de horizonte de significado que le permita encontrar su lugar en la vida. / Así funcionaban algunas novelas de Beckett, que además de contar con una temporalidad extraña, consecuencia de la forma de pensar de sus personajes, tenían un lenguaje distorsionado, que entre otras circunstancias tiene la cualidad de estar fuera del tiempo (y de ahí su vigencia permanente). / Para otros autores, el lenguaje sacudido de sus novelas no sería tanto la expresión de sus caracteres principales, sino la estructura, que es la voz de la novela como los diálogos son la voz de los personajes. Pienso en Faulkner, en Bellatin y en otros muchos escritores de novelas no lineales que nos han dejado la modernidad primero y la posmodernidad después. A esta línea (caracterizada por ser una línea quebrada, una no-línea) viene a sumarse Un amigo en la ciudad de Juan Aparicio Belmonte (Siruela, 2013), de brillante ejecución estructural, precisamente por la habilidad en el uso del tiempo narrativo. El modo quebrantado en que Andrés expone sus ideas y recuerdos habla mejor sobre su desajuste (mental y existencial) que sus enfermizos pensamientos. “Sabía que mi calendario había dejado de ser lineal, como si mi existencia comenzase a transitar por un videojuego estropeado en el que resultara imposible no hacer trampas, pasar de una pantalla a otra cubriendo las etapas convencionales. Como si mi vida se hubiera convertido en uno de esos sueños en los que el tiempo se muestra con su verdadera cara, en aluvión, todo a la vez (…) para encajar lo que, desde la pura linealidad, resulta incomprensible. (…) Saqué una novela de la estantería: página uno, página dos, página tres, una narración lineal, un orden falso, una mentira en que toda la humanidad creía” (p. 148). / La mente de Andrés es como una montaña rusa, en la que la estructura (Andrés) sufre por el rozamiento, pero el lector que se sube a ella se recrea inteligentemente durante unas horas.

 

 



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26 de mayo de 2013
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El Boomeran(g)
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