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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Amado Google

Evita pagar impuestos. Da libre acceso a artículos, fotos, vídeos y libros enteros, siempre que no existan barreras de pago. Se lleva buena parte de la publicidad que antes servía para financiar la prensa, sobre todo local, gracias al enorme alcance del buscador y a los precios rompedores que hay que pagar por publicitarse. Y ahora, para coronar la proeza, nos enteramos de que todos los miles de millones de datos acumulados van a parar a los ordenadores de la NSA (Agencia Nacional de Inteligencia), donde son procesados y analizados al servicio del Gobierno de Estados Unidos.

Todos estos inconvenientes compensan largamente el servicio individual que da a cada uno de sus usuarios. Nos busca palabras, documentos e imágenes, nos orienta en los mapas, nos da noticias, correo y agenda al día, nos permite bloguear, chatear, hablar a distancia, compartir todo tipo de documentos, leer libros, traducir en todos los idiomas y cada día se inventa nuevas cosas que pueda darnos, gratis total. O quitarnos, porque todo va a parar luego a la NSA.

Google es un instrumento precioso para los periodistas, aunque tenga un pequeño inconveniente: nada es más eficaz para cargarse los negocios de los que hemos vivido hasta ahora. Si las noticias y la publicidad ya son suyas y además no paga impuestos mientras nos brean a nosotros individualmente y a cada una de las empresas para las que trabajamos, está visto que nos enfrentamos a un caso colosal de competencia desleal, tan colosal que no hay organismo de la competencia en el mundo con capacidad y poder para abordarlo. Google vive de la tecnología y del libre mercado, tan bien fusionados que no se entienden la una sin el otro. La tecnología rompe las fronteras y el mercado desregulado se acomoda como un guante al negocio tecnológico. Pero no basta. Sin un poderoso servicio jurídico este tipo de empresas no tendrían forma de romper todas las barreras. Y ahí está la clave de muchas de las cosas que suceden en el mundo con las empresas tecnológicas. Son sociedades que se deben a las leyes de su país, al que rinden buenos servicios cada vez que el Gobierno se lo pide, como es el caso del suministro de datos para que los espías digitales los analicen. Sin orden judicial, nadie va a vulnerar el derecho a la intimidad de un ciudadano estadounidense. Y que se apañen los ciudadanos del resto del mundo para buscar quien les proteja de las intromisiones.

No le demos la culpa a nuestro amado Google. Si alguien entrega los datos de los europeos a la NSA, incluyendo mensajes totalmente cubiertos por la privacidad, se debe a que nadie en Europa, ni los gobiernos ni las instituciones de la Unión Europea, cumple con las obligaciones inscritas en las constituciones nacionales y también en los tratados europeos de proteger la intimidad y la vida privada de todos nosotros.



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22 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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89. Dotarse de lengua

Ante lo que Dante llamase la cortedad del decir, muchos autores sienten la necesidad de fabular nuevas lenguas para enriquecer su mundo o reflejarlo con más propiedad. Podemos recordar los ejercicios de lenguaje babélico de Eugenio Montejo en Los cuadernos de Blas Coll, el Finnegans Wake de Joyce, la neohabla de Orwell, el jabberwocky de Lewis Carroll, el gíglico del capítulo 68 de la Rayuela cortazariana (que recuerda la imaginería verbal de Oliverio Girondo), las jitantáforas de Alfonso Reyes, la jerga Nadsat de La naranja mecánica de Anthony Burgess, el neoidioma de algunos personajes del Esperanto de Fresán, el “enoquiano” de John Dee recordado por Borges, que sería el lenguaje de los ángeles, o el Zaum transracional de los poetas futuristas rusos. En 1929, Han Henny Jahnn describe en su novela Perrudja al personaje del mismo nombre, que "tiene que ‘decir lo indecible' y entona canciones en una lengua elemental inventada por él mismo" (Walter Muschg). Belén Gache recuerda los fragmentos de "lengua utópica" incluidos por Tomás Moro en su Utopía (1516), y la lengua ignota creada por Hildegarda de Bingen. Nabokov, en Fuego pálido, inventa el “zemblano”, idioma de la ficcional Zembla que parece una mezcla de alemán y sueco, y escribe algunos versos en él: “Ret woren ok spoz on natt ut vett / Eto est votchez ut mid ik dett”. Otros creadores fueron incluso más allá: la protagonista demente y cruel de Lilith (1964, Robert Rossen), protagonizada por Jean Seberg, habla un idioma propio que sólo entiende ella, y el escritor australiano Robert Dessaix también dice tener un idioma particular, llamado “K”, porque “deseaba palabras para describir la realidad. Así que me las inventé” (“The Lenguage of K”, Lingua Franca, 1998). Uno de mis creadores favoritos de lenguas, de quien hablé en Pasadizos, es Stillman, de La ciudad de cristal (1985) de Auster. Así justifica su objetivo: “Verá, el mundo está fragmentado, señor. No sólo hemos perdido nuestro sentido de finalidad, también hemos perdido el lenguaje con el que poder expresarlo. [...] Estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje. [...]que al fin dirá lo que tenemos que decir. Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo. [...] Salgo todos los días con mi bolsa y recojo objetos que me parecen dignos de investigación. […] —¿Y qué hace usted con esas cosas? —Les pongo nombre”. / Pero uno de los autores que llegó más lejos en estos propósitos fue Rusell Hoban, un gran escritor no tan conocido como debiese, a pesar de que Harold Bloom lo haya recomendado y de que el citado Burguess llegase a decir de Riddley Walker (1980): “esto es lo que la literatura debería ser”. Esta novela está redactada en un dialecto que, según el propio Hoban, “contiene restos de una cultura perdida y de su tecnología: las palabras son descompuestas en palabras más pequeñas, y esos nuevos usos conllevan nuevos significados”. Es el resultado de la degeneración de la lengua tras un armaggedon nuclear, en un ambiente primitivo y atávico que no resultará extraño a los lectores de Rafael Pinedo. Veamos un ejemplo, en la versión de Marisa Pascual y David Cruz: “lo traje hazia mi tenia la caveça casi arrancada. Savian aualanzado a por sus partes”. / Crear lenguas o romperlas (Beckett, Hoban, Roussel): el lugar donde novela y poesía comparten, por una vez, el mismo espacio.



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21 de junio de 2013
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IV. La vieja linterna mágica descompuesta

La remoción de sedimentos de semejante dragado, enturbiaría las aguas del Gran Lago de tal manera que dejarían de ser potables y la vida de toda su fauna llegaría a su fin. Una catástrofe, según el científico. Y aún otra, sólo para apuntar dos: el paso del canal por los ríos de la cuenca del Caribe necesitaría de la protección de los caudales, lo que sólo puede conseguirse con la reforestación de miles de kilómetros hoy dedicados a los pastos para ganadería, uno de los más importantes rubros de la economía de exportación del país. Árboles en lugar de ganado, sino no habría canal, lo que en términos de la pequeña economía de Nicaragua, significaría un violento vuelco, y la ruina de miles de ganaderos.
Y otro vuelco demográfico, pues en un país donde la pobreza certificada alcanza la mitad de la población, esas obras faraónicas serían un potente imán de atracción desordenada el país entero se trasladaría a vivir a las cercanías del Gran Canal. Pero la mano de obra ociosa, de ninguna manera especializada, sería inútil para las complejas tareas de construcción.
Cuando la entrevista termina y el doctor Incer baja del set, me acerco a darle las gracias. En apenas 15 minutos de respuestas certeras y ponderadas, ha demostrado que semejante proyecto, tan desproporcionado y estrafalario, no es sino el mismo ardid de siempre para encender falsas esperanzas.
Puedo entonces seguir viendo al recurrente canal por Nicaragua como novelista, fascinado por los grandes mitos nacionales, éste el primero de todos, destinados, dichosamente, a no cumplirse nunca. Nuestra vieja linterna mágica descompuesta, que proyecta siempre las mismas viejas imágenes.

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21 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Rayuela sobre Rayuela

 

I.

Se cumplen 50 años de la publicación de Rayuela. ¿Cree que ha envejecido bien esta novela? ¿Cuál es su secreto?

 

Rayuela hizo un pacto con el diablo y preserva su desafío. Como Ulises, como Tiempo de silencio, pertenece a un momento epifánico: la refutación de lo que pasa por lo real. Es una novela que rompe con los límites de la realidad en el lenguaje, y proyecta un espacio de invención que nos descubre, más humanos por más libres. Tendría que ser hoy más actual que nunca, para confrontar la estúpida realidad que nos ha tocado. Con goce, humor, rabia y pasión, Rayuela es un acto anárquico contra lo que llama la Gran Costumbre, que hoy sería la Gran Obediencia, la de la resignación.

 

¿Qué lugar ocupa en la literatura contemporánea? ¿Cuál ha sido su legado?

 

Lo primero es la noción misma de novela como el relato de lo nuevo: cada novela es la primera novela, nos dice; y, lo segundo, su visión del ciudadano no como mero "homo faber" sino como "homo ludens," capaz de hacer de la ciudad un espacio afectivo. Hoy que la ciudad ha sido tomada por el Estado y es un mercado de la corrupción (palacios más, palacios menos) y de la violencia (alimentada por una Economía inclemente), el juego y el fuego de Rayuela tienen futuro.

 

En una conferencia reciente en la Universidad de Alicante dijo que Rayuela había contribuido en su época a crear "una identidad latinoamericana". Quisiera que desarrollara este aspecto que me pareció interesante.

 

Hemos tenido, en América Latina, ciclos de identidad retórica: colonial, étnica, nacional, mestiza, política...Siempre bajo la hipótesis truculenta de un trauma del origen. Pero con la "nueva novela latinoamericana" la identidad ha dejado de ser un problema y se ha convertido en un derroche. Nos identificamos en el relato de un mundo que no cesa de hacerse, como promesa humanizada de lo Moderno. Si nuestra historia es el renovado ensayo de construir el futuro, la novela celebra ese devenir.

 

II.

¿Cómo recuerda el impacto social de Rayuela en 1963? 

La leí el mismo año 63. Fue una lectura deslumbrante. Para un estudiante de 20 años que quería escribir fue un pasaporte a la libertad. Llevábamos Rayuela bajo el brazo, subrayada a colores, y en el patio de Letras compartíamos asombros. Sólo el encuentro con la poesía de Vallejo, primero, y con la prosa de Borges después, habían sido equivalentes. Le deberemos para siempre esa ruta sin mapa.

¿Todos aplaudieron la invención de Cortazar o tuvo críticas? ¿Cuáles fueron? 

Después me enteré que en Argentina se descartaba a Cortázar, como antes a Borges, por cosmopolita, extranjerizante, europeizado. Yo, que consideraba la literatura nacional como una forma de la melancolía, celebraba, más bien, esos rasgos con entusiasmo. Los jóvenes de los 60 creíamos que el extranjero era la patria grande, y que las fronteras eran una resignación. 

¿Qué sensación le causó a usted, como lector y como crítico?

Siempre detesté a los lectores que se creían cronopios y llamaban a Julio el Gran Cronopio. Y nunca creí que la muerte de Rocamadour era el mejor capítulo, y el recital de Berthe Trepat el más cómico. Lo cierto es que Cortázar no simpatizaba con los niños, y no podía tolerar lo inauténtico. Lo peor es que Berthe existía y era, en efecto, odiosa. Pero cualquier lectura sentimental me alarma. Como joven crítico yo militaba en la parte del juego, y creía, seriamente, que el homo ludens tenía por fin su novela en español. El homo faber me parecía cancelado desde Bartleby, el escribiente.

¿Conoció a Cortázar? ¿qué impresión le causó?

Tuve la suerte de encontrarlo el 72, cuando viví un par de años en Barcelona. Lo convencí de que Rayuela era varias novelas y una de ellas la de Morelli, y se entusiasmó con mi idea de editar los fragmentos de Morelli como una poética del nuevo relato. Cuando Beatriz de Moura nos juntó para hablar del contrato Julio me dijo: tendrás que firmarlo tú, eres el autor. No, protesté, soy el mero lector, el libro es tuyo. Entonces, lo firmaremos los dos, dijo él. Luego, Beatriz habló de los derechos, y los dos Julios enrojecieron. No hay que olvidar que Cortázar nunca ganó un premio, no recibía más de 500 dólares al año por sus regalías de autor, y tuvo que trabajar de traductor medio año toda la vida. La literatura era del todo  gratuita, y lo único que no tenía precio.  

¿Hay escritores con el talento, la lucidez y la capacidad de expresión de Cortázar?

Una vez Carlos Fuentes le envió un artículo suyo sobre los maestros del "boom": Asturias, Carpentier, Rulfo, Cortázar. Julio le escribió: Estupendo ensayo pero ¿cómo me pones junto a Alejo? El es un gran escritor que se acuesta con las palabras, yo me peleo con ellas. Hay malos lectores que creen que Julio escribía inspirado y fluidamente. Al contrario, lo suyo era una estrategia de suscitamiento, aleación y sorpresa. Un método riguroso  contra el español socializado y mal llamado cotidiano.

¿Cree que Rayuela es una obra universal?                                

El juego es universal, como el azar y el asombro. La lectura cambia,  pero siempre hay un lector que descubre Rayuela y se le abren las puertas. Sigue siendo la novela latinoamericana más inventiva, y las demandas de Morelli de una literatura radical, así como la idea de una ética afectiva, en una época donde la subjetividad ha sido tomada por la economía, convierten a Rayuela en un tratado de anarquismo feliz.

¿Cree que es un libro leído por las generaciones actuales?

En EEUU la leen los estudiantes como un taller de creatividad, y es la novela favorita, en inglés, de los nuevos escritores. Me he divertido leyendo que algunos novelistas dicen que Rayuela ha envejecido. Si Rayuela ha perdido gracia, ya sabemos lo que pasará con las novelas de esos escritores.

 

III.

Se dice que Rayuela aporta nuevas técnicas narrativas. Se sabe que Cortázar quería terminar con la estructura y los sistemas cerrados. Pero desde su punto de vista, ¿qué lugar ocupa hoy en la historia de la literatura universal?, y ¿cuál es la propuesta esencial que proyecta como narrador?

Rayuela es una novela que cristaliza el cambio, no sólo de la novela misma (que es por definición siempre distinta, salvo los best-sellers) sino de una idea del autor, del lector, y del mundo que refuta.  Como el Ulises de Joyce, Rayuela hace del autor un operador del juego de leer entre la fragmentación, la recurrencia y la variación.  Rayuela es un instrumento para  cambiar también al lector de hábitos antihigiénicos, o sea, de un realismo indistinto y pedestre. Y refuta un mundo que ha extraviado el valor gratuito de lo genuino. Cortázar propone el juego como ética afectiva, contra la violencia mutua. Es un proyecto radical: nos enseña a recuperar nuestro derecho de ciudad, una ciudadanía conversada.

Ha comentado que la obra de Julio Cortázar no parece cómoda en la historia de la literatura, ¿a qué se debe?

Cortázar escribe contra la literatura convertida en una rama de la sociología. Viene del sueño, del deseo, de la libertad del lenguaje. No pertenece a una corriente, a una nacionalidad, a una forma de poder. Se trata de un escritor como no ha habido otro, fundamentalmente un artista de la búsqueda, cuya demanda estética lo libera de la literatura nacional, de las obligaciones de la fama, de la servidumbre del mercado.  Su estética se basa en el valor de aquello que no tiene precio. De allí su alfabeto narrativo, hecho de lo nimio, lo casual, lo residual.

¿Se puede considerar Rayuela como una obra surrealista o parcialmente surrealista? ¿Es Rayuela un juego también como el que lleva su propio nombre?

Rayuela se burla del surrealismo llamándolo “literatura,” aunque luego se demora en las “turas.” Se basa en una de sus fuentes: la “patafísica,” o sea la burla farsesca de la burguesía (Ubú Rey), a partir de un nihilismo placentero, que prefiere buscar que encontrar (al revés de Picasso, que amenazaba: Yo no busco, encuentro),  y que concibe al lenguaje no como un mapa del mundo sino como una sesión de jazz.  Empieza, por eso, por el juego, aquello que se debe a la duración, al puro espectáculo, al evento sin comienzo ni fin. Frente al  “homo faber” opta por el “homo ludens,” por una estética de las imágenes imantadas.  No hay nada como Rayuela en la historia de la novela; salvo, en otras sumas, Rabelais, Joyce, y Lezama Lima en su Paradiso. La riqueza de su gravitación, alienta en los proyectos narrativos de Luis Goytisolo ( comparten la intimidad cómplice del relato desplegándose); de Julián Ríos (que instaura en Londres una Rayuela plurilingue, menos lírica y más jocosa); de Alfredo Bryce Echenique (en La vida exagerada de Martín Romaña, que prolonga el humor cortazariano en una versión bufa de la “novela de arte”); de Roberto Bolaño (que cultivó el habla como materia de la subjetividad ya sin ilusiones de un centro, proteico, ardoroso y satírico); en Juan Francisco Ferré (cuyas novelas celebran el fin del mundo anticipado por Oliveira a nombre de una literatura que lo remplace con una herejía feliz).  El operativo cortazariano tiene viva resonancia, así mismo, en los excelentes narradores venezolanos José Balza, Carlos Noguera y Antonio López Ortega, cuyo trabajo merece inmediato seguimiento; en la prosa reverberante y placentera de Alberto Ruiz Sánchez y en los recuentos inclusivos de las tramas de Juan Villoro, ambos mexicanos pero sin tribu. En Argentina dos narradores, desaparecidos en el bosque de su propia obra, Néstor Sánchez y Héctor Libertella, hoy escritores de culto, tuvieron un secreto debate con la escritura de Cortázar. No hay otro novelista en esta lengua que haya tenido interlocutores tan comprometidos con las furias de la invención.

Hay dos  formas de leer Rayuela según el tablero de dirección, y una tercera que marca el libre albedrío. ¿Cuál es la que usted recomendaría?, o ¿por cuál se ha inclinado más en sus relecturas?

Naturalmente, por la lectura a saltos. Cortázar decía que sus lectores formaban dos tribus: los que preferían Rayuela y los que preferían los cuentos. Yo lo convencí de que Rayuela era, en verdad, varias novelas. Y una de ellas, mi favorita entonces (hacia 1972, cuando lo conocí), era la novela de Morelli. Fue así que edité en Tusquets una compilación de las Morellianas, un manual del arte de narrar derivado de Rayuela.  Entonces, yo no sospechaba que me iba a ocupar, diez años después, del manuscrito de Rayuela, que pude hacer comprar a la Biblioteca de la Universidad de Texas en Austin, donde era profesor. Fui editor, con Saúl Yurkievich, de ese manuscrito maravilloso,  que salió en la colección de Archivos de la Literatura Latinoamericana.  Descubrí que Cortázar habia ensayado ocho ordenamientos de la novela. Se puede decir que buscó la novela entre sus fragmentos como Oliveira busca a la Maga en el laberinto de París: no la encontraron pero dejaron larga huella. De pronto, se dio cuenta de que la novela estaba escrita, y cada fragmento era restado de ese todo. Así nació el orden a saltos, como una substracción y una remisión. Pero también como la forma mayor del arte de los márgenes que en el centro del relato declara el turno de un español sin fronteras. Como César Vallejo antes y Juan Goytisolo después, Cortázar prolonga el territorio de una literatura hecha mundo.

(Respuestas a Juan Losa Lózano, El Público,Madrid; Florencia Guerrero, Veintitrés, Buenos Aires; Juan Carlos Talavera, Crónica, México). 




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20 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las redes de las protestas

Una nueva forma de hacer política está extendiéndose por todo el mundo, radicalmente distinta a lo que hemos conocido hasta ahora y de difícil comprensión y gestión para los viejos profesionales del oficio.

Funciona sin líderes y sin contar con la infraestructura, el dinero y el apoyo de grandes partidos y sindicatos mayoritarios. No se asienta sobre estructuras organizativas, centros de mando o coordinadoras con las que dialogar o a las que se pueda desarticular mediante la detención de sus componentes. Tampoco con programas que permitan respuestas políticas, aunque partan de la chispa de una reivindicación clara y popular.

Se expresa en súbitas y masivas movilizaciones urbanas, con ocupación de espacios simbólicos y centrales en las ciudades, que casi siempre pillan por sorpresa a las autoridades y ponen a prueba la capacidad de encaje del sistema establecido, convertido en el adversario designado por los jóvenes decididos a expresar su protesta.

No importa que el régimen sea una dictadura o una democracia pluralista, que el país pertenezca a la elite de los más ricos o sea uno de los emergentes, o que su sociedad sea de cultura cristiana o islámica. En todas partes se evidencia la misma distancia entre la calle y las instituciones; la misma denuncia de la corrupción y del enriquecimiento de unos a costa de otros; el mismo hastío ante una forma de tomar decisiones que comprometen el futuro a espaldas de la gente.

La concatenación de las actuales protestas en Turquía y Brasil ilumina un fenómeno que viene ocurriendo desde 2008 en todos los continentes y en una larga lista de países, cada uno por sus precisas circunstancias, y que tuvo en las primaveras árabes de 2011 su momento más espectacular, hasta conducir a la caída de tres dictaduras en Túnez, Egipto y Libia. En la lista están Irán, Grecia, Portugal, Italia, Israel, Chile, México, Estados Unidos y Rusia, además de los indignados españoles.

Todos estos nuevos movimientos sociales, que vienen a agitar las ideas recibidas y a transformar el paisaje de nuestras sociedades, son parte de una transformación que afecta al entero planeta y ha encontrado en las redes sociales el instrumento organizativo mejor adaptado a las características de los nuevos tiempos.

El poder se está desplazando a ojos vista desde el viejo mundo occidental hacia Asia; pero también en el interior de las sociedades. Emergen unas nuevas clases medias en todo el mundo con demandas crecientes de riqueza, educación, vivienda, consumo y, naturalmente, también de bienestar y libertad individual. Los incrementos de su nivel de vida, lejos de moderar sus demandas, hacen crecer las expectativas e inmediatamente, en cuanto no se cumplen, las exigencias y la irritación.

Esos jóvenes que han accedido a la educación y al trabajo, con frecuencia precario y mal pagado, tienen teléfonos móviles y tabletas con las que comunicar su insatisfacción y organizar la expresión de su protesta. A diferencia de los viejos medios de comunicación, lentos y pesados, estas herramientas son instantáneas, actúan de forma viral, aceleran la protesta y son una forma organizativa en sí mismas. Según su mejor estudioso, el sociólogo español Manuel Castells, crean "un espacio de autonomía", mezcla del ciberbespacio de las redes y del espacio urbano que ocupan, que constituye "la nueva forma espacial de los movimientos en red" (Redes de indignación y de esperanza, Alianza, 2012).

Tan interesantes como los nuevos movimientos son las respuestas que dan los Gobiernos. Ahí es donde ofrece el máximo interés la comparación entre la Turquía de Erdogan y el Brasil de Dilma Rouseff. Mientras el gobierno turco va a seguir con la construcción del centro comercial en el parque Gezi que suscitó la protesta, muchas ciudades brasileñas ya han bajado el precio del billete de los transportes urbanos, ante la presión de un movimiento que quiere transporte gratis.

En uno y otro caso, la reivindicación concreta ponía a prueba la capacidad de absorción de las protestas por parte de los respectivos gobiernos. De momento, el primer ministro turco ha lanzado a sus partidarios a enfrentarse a los manifestantes, los ha denunciado por terroristas y quiere controlar las redes sociales, mientras que la presidenta brasileña ha valorado las manifestaciones como "la prueba de la energía democrática" de su país y ha llamado "a escuchar estas voces que van más allá de los mecanismos tradicionales, partidos políticos y medios de comunicación".

Estos nuevos movimientos sociales organizados en red han demostrado hasta ahora una gran capacidad para mover y transformar el tablero de juego pero muy poca para capitalizar sus éxitos en forma de un poder político que, al final, se juega de nuevo en un escenario electoral y unos parlamentos que les son ajenos. Ahora, de momento, serán determinantes para el rumbo inmediato de la democracia en Turquía y en Brasil.



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20 de junio de 2013
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En busca de Rodríguez

En 1970, el cineasta Alfonso Ungría (ahora felizmente estrenado como novelista en ‘La mujer falsificada', Alianza Editorial, 2013) hizo una película memorable, ‘El hombre oculto', presentada con éxito en la Mostra de Venecia de ese año. Se trataba de la historia de un hombre que nunca sale al exterior de su pequeña buhardilla, entregado obsesivamente a la fabricación de rosarios de madera, y el director escribió su historia basándose en los casos de aquellos que por temor a las represalias políticas se habían escondido en casas de familiares después de la guerra civil; varios casos de hombres que afloraron al cabo de casi treinta años, fueron célebres a fines de los 60.
Los hombres ocultos, las mujeres tapadas por la sombra aprovechada de un cónyuge, los desaparecidos voluntarios, los padres que crean a sus hijos con fines experimentales: todas las formas de eclipse de una vida humana continua son fascinantes de relatar. En otra olvidada película española de los años 70, ‘Mi hija Hildegart' (1977), Fernando Fernán-Gómez, con guión de Rafael Azcona, retrataba la figura real de una singular joven liberada, políglota y socialista a la que su propia madre, inductora no sólo de su nacimiento ilegítimo sino de su formación de laboratorio, mata a tiros por venganza o decepción.
Antes de que el cine se lanzara, sobre todo en el género documental, a explorar aquello que Baudelaire reclamaba como uno de los más sagrados derechos del hombre, el derecho a irse ("le droit de s´en aller"), A.J.A. Symons publicó en 1934 uno de los libros más extraordinarios dentro del género biográfico, ‘The Quest for Corvo', traducido como ‘En busca del Barón Corvo' por Libros del Asteroide. El propio Symons, hermano del más conocido Julian, fue un personaje: gastrónomo, escritor aficionado, coleccionista, falsificador, y todo ello en una corta vida de apenas cuarenta años, cuyo momento más señalado fue sin duda la aparición de ese libro hoy clásico sobre la vida intermitente y a la vez rutilante de Frederick Rolfe, también conocido como Fr. Rolfe (que en inglés permite la ambigüedad de unas iniciales puramente onomásticas y el significado de fraile, cosa que Rolfe, entre otras muchas, fue). Symons fue en realidad más detective que biógrafo, a pesar de que Rolfe, el autoproclamado Barón Corvo, dejó una voluminosa obra escrita que es a mi juicio una de las más consistentes, en su rareza y su refinado preciosismo, de todo el fin de siglo decadentista. Pero junto a los miles de páginas publicados por Corvo, estaba su oscuridad, su literal ocultismo, su rebeldía tamizada por un fervor religioso.
Por ello no es extravagante que mientras veía en los cines Verdi de Madrid uno de los más notables "succès d´estime" de la temporada, ‘Searching for Sugar Man', me acordase del libro de Symons, puesto que lo que hace con gran acierto el guionista y director Malik Bendjelloul es tratar de reconstruir la existencia de un notable músico rock de origen mexicano, Sixto Rodríguez, que pasó en su trayectoria del brillo fugaz a la total opacidad. Bendjelloul, cineasta magrebí establecido en Suecia, dio con la figura de Rodríguez (tal era su nombre artístico cuando daba conciertos y grababa discos en Detroit) en un viaje a Sudáfrica; en Ciudad del Cabo encontró a un hombre, Stephen ‘Sugar' Segerman, cuya vida estaba dedicada a esclarecer la vida y la muerte de su ídolo musical, el citado Rodríguez, que por motivos pintorescos que la película explica bien se convirtió en un personaje de culto masivo en Sudáfrica cuando en los Estados Unidos, lugar de residencia y labor musical del ‘rockero', se aseguraba su fallecimiento, quemado vivo por un accidente en el escenario o suicidado con explosivos en medio de un concierto.
No revelo nada que el espectador interesado desconozca, por las noticias de prensa y el programa de mano de los cines donde se exhibe: Rodríguez no murió, y sigue vivo y esporádicamente activo. La película se inicia de un modo aparentemente convencional en Ciudad del Cabo, tejiéndose a través de entrevistas y documentos gráficos y sonoros lo que fue en el ‘rock' Rodríguez y lo que significó la leyenda de Rodríguez en ese lejano país africano que el músico nunca había pisado. Y paulatinamente, con gran maestría, Bendjelloul va introduciéndonos en las zonas de vacío e interrogación que acaban por llevarnos a Detroit, a Rodríguez, a su familia, a los motivos de su retirada, a las extrañas condiciones de su regreso triunfal. La media hora final de ‘'Searching for Sugar Man' es emocionante. Oímos las músicas de Rodríguez (excelente compositor y letrista tan interesante como lo pueden ser Bob Dylan o Leonard Cohen, con quienes se le ha comparado), su voz muy sugestiva, que no se ha quebrado con la edad, y le descubrimos como una incógnita que, al ser descifrada, pierde misterio y gana en humanidad. Es un desenlace casi de lágrimas, pero no hay sentimentalismo ninguno en los protagonistas ni el director. El posible llanto lo produce el hecho de que este hombre desaparecido aparezca.
Cuando hace más de diez años Isaki Lacuesta presentó su también fascinante documental ‘Cravan versus Cravan', igualmente recordado viendo ‘Searching for Sugar Man', no había cabida para el llanto. El errático poeta y boxeador, supuesto hijo de Oscar Wilde, que se llamaba, entre otros nombres, Arthur Cravan y que se autodefinía como "mundano, químico, puta, borracho, músico, obrero, pintor, acróbata [...] granuja, ángel y juerguista, millonario, burgués, cactus, jirafa o cuervo [...] héroe, negro, mono, Don Juan, rufián, lord, campesino, cazador" sigue sin aparecer desde que, pronto hará un siglo, salió a navegar en un bote por el golfo de México y nunca más se supo de él.

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20 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Cabezas sin formatear

He visto con mis hijos, una película propia de nuestro tiempo, rabiosamente actual. No en vano se titula Fast & Furious 6. No tenía yo idea de que se hubiera concatenado una secuela de tantas entregas pero al ver la cinta supuse que rebobinada podría dar lugar a otra y montada de una u otra manera acabaría por engendrar hasta seis o más.
Efectivamente no entendí nada y me parece que no sólo porque el asunto es peliagudo sino porque unos personajes y otros, los buenos y los malos, los redentores y los condenados, poseen una apariencia tan súbita como demasiado igual. Pero ¿qué importará el rostro del bien y el mal en este escenario de acelerada ficción y de sólo ficción? Llevada la ficción a su extremo no debe ser otra cosa que una irrealidad y ,de hecho, por si acaso algunos espectadores pensaran que las secuencias de coches y aviones explotando tuviera que ver con lo verosímil, la cinta termina advirtiendo que las escenas se han rodado con especialistas y mediante efectos ajenos a todo lo vulgar.
No trata, en fin, Fast& Furrious, de nada verdadero sino que con ella el cine alcanza el punto cero de lo real y el infinito de lo fantástico. ¿Con esta nota conclusiva de la pantalla nos quedamos pues en paz? No del todo. Las películas de dibujos animados nos animan a pensar en un universo ideal pero estas películas de tantos choques, muertes y armas tremendas nos abren paso a una secuencia sin correlato en nuestra experiencia particular. ¿No existe en ella el odio? ¿No existe la venganza? ¿No existe el deseo de posesión? Claro que sí. Pero, al cabo, esta película y cuantas se le parecen no tratan de vicios o virtudes sino de acción. La acción puede engendrar un concepto pero incluso el concepto se halla privado de alguna idea nuclear. No hay idea en el núcleo de su célula y de ese modo pueden deglutirse al compás de los chuches que se llevan a la sala. De otra parte, la carencia de núcleo proporciona la oportunidad de que el argumento opere por partogénesis y, por tanto, no se pueda contar ni resumir.
Muchas de las películas de la nouvelle vague en los sesenta eran capaces de prolongar un plano hasta el mayor tedio pero nunca lo tomábamos a mal. Esas películas, como Desierto Rojo de Antonioni o El año pasado en Marienband de Resnais, nos llevaban a una tensión cognitiva muy intelectual. La suma del argumento con su asíntota cero llevaba a la plenitud. Eran por tanto películas sin traducción, películas que como Fast & Furious se necesitan ver para creer. Ni el principio ni el desenlace tenían vida propia porque todo se hallaba en el nudo. De ese modo cada uno de esos filmes nos inducía a reflexionar y nos llevaba, uno a uno, al arte de la devoción o la devoción del cine.
Frente a ese tiempo, pues, en que debíamos pensar como burros para sacar la aguja del pajar, se alza este cine "veloz y furioso" que nos lleva a trescientos por hora a un lugar sin destino ni predicación. No hay mensaje, no hay argumento, no hay nada de qué hablar. Fast & Furious es el epítome de un mundo fenecido y el inicio de algo sin pertinente enunciación.
Que los padres se queden pues tranquilos. Sus hijos les asesinarán sin sentir culpa. O los padres más jóvenes estrangularán a los niños sin el peso negro de la religión. La moralidad, o lo que sea, ha adquirido una velocidad transparente que odia la contrición. Entender estos filmes con una mentalidad formada en el libro es como pedir luz al ciego total. Lo importante, en suma, es lo peristáltico. Películas que no pasan ya por la cabeza sino que se dirigen enseguida al intestino. Órgano de una época en la que el influjo del tracto digestivo conforma -como denota la moda gastronómica- el artefacto mental. ¿Qué no la entiende usted? ¿Que no entiendo yo Fast & Furious? Eso es prueba de que se pertenece a un tiempo ya defecado y un futuro propio aún sin formatear.



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19 de junio de 2013
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Como una señora

Hace unos días, en una conversación mundana con Javier Gomà, cuando le refería mis impresiones del encuentro que Anne Sinclair mantuvo en Madrid con un pequeño grupo de periodistas, nos detuvimos en eso que tanto se destacó de su reacción cuando detuvieron y acusaron al que entonces era su marido, Dominique Strauss-Kahn: “Se ha portado como una señora”. Siempre me ha parecido una expresión folklórica. Una compungida admiración por quien tiene que superar un mal trago y sabe que no está permitido despeinarse. Es más, una acepción del señorío que pasa por una impostada distancia, ese estar por encima incluso de la adversidad, incólume, a pesar de que una crisis como una catedral te atraviese. Según esa máxima, una señora tiene que ser digna por encima de todo, no puede pestañear, ni mucho menos quebrarse; tiene que mantener la espalda recta, o sea, blindarse públicamente ante las emociones, y ejercer o simular magnanimidad, como si de un rey se tratara. El dicho también da por hecho que esa actitud será merecedora de un premio de consolación. Aunque no siempre sea así. La vida está cosida de historias de mujeres que un día se portaron “como una señora” y acabaron perdidas en una depresión profunda. Pero es mucho más fácil otorgar rango provinciano, un estatus, a una damnificada de lo que sea que asistir a la complejidad psicológica de los sentimientos de quien padece cualquiera de las afrentas, abusos o faltas de educación que nos gobiernan. Porque detrás de esta expresión habita la confortabilidad de quienes rehúyen un cambio de guión, y, lejos de toparse con la palabra conflicto o de querer analizar las zonas grises que perviven en un desencuentro, pretenden cerrar filas aplaudiendo la simulación, lo conveniente en lugar de lo valeroso. Lo mismo que “yo soy muy mío”, o “todos tenemos derecho a equivocarnos”, con el que tan frecuentemente muchos se eximen de decir “lo siento”. Hay más: “No me seas antiguo”. “Es ley de vida”. “No le debo nada a nadie”. “Lo mejor es enemigo de lo bueno”… Juicios de valor repetidos hasta la saciedad que en la opinión de Aurelio Arteta, autor del curioso libro Si todos lo dicen (Ariel), son “creación de nuestra comodidad y de nuestros miedos, de la ignorancia, tanto como del espíritu rebañego de la mayoría”. Convenciones, clichés, frases hechas que sirven para esconder el ala y a menudo consentirse no pensar, como si las ideas cupieran en moldes prefabricados donde adquieren una cadencia perezosa para impugnar la verdad. Tópicos que arrastran la misma sarna venenosa y perdonavidas que “como una señora”. (La Vanguardia)

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19 de junio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El señor Fox

Desde que el ser humano tuvo necesidad de explicarse el mundo que se abría más allá de la caverna que siempre le había cobijado, encontró en el relato simbólico una herramienta que creyó adecuada a sus propósitos. Resultó sin embargo que esa herramienta era tan poderosa que no sólo podía dar voz y forma al mundo sino que podía incluso moldearlo a su imagen y semejanza, dejando intacta la incertidumbre de si vemos lo que hay o si lo que hay es así porque alguien se tomó la molestia de nombrarlo. A nadie le cabe ya la menor duda de que los caballos son tan hermosos gracias a Fidias, por la misma razón que de no haber sido por Cervantes nadie hubiese sospechado que en un ignoto lugar de la Mancha habitaba un mísero hidalgo que acabaría siendo una figura universal capaz de redimir al ser humano de sus muchos yerros, crueldades e imperfecciones.
Para escribir su cuarta novela, Helen Oyeyemi ha recurrido a una variante a ese juego eterno entre ficción y realidad que le ofrece unas posibilidades inmensas. Vaya por delante que esta escritora inglesa de origen nigeriano posee unas dotes innatas para narrar historias y que puede escribir páginas y páginas sin necesidad de echar mano de la infinidad de recursos que los más insignes novelistas crearon para contar sus historias. Está claro que en algún momento del pasado reciente se ha producido una mutación y que Helen Oyeyemi pertenece ya a una generación de escritores que posee sus propios recursos y unos puntos de referencia por completo ajenos a los de sus inmediatos predecesores.
Pongamos que un novelista norteamericano llamado St. John Fox recibe al cabo de muchos años la visita de Mary Foxe, que bajo diferentes nombres ha protagonizado numerosos relatos del escritor, aunque también ejerce de amante con tanto realismo que a ratos la narración se desliza hacia el triángulo amoroso con los consabidos desencuentros y alianzas entre marido, esposa e intrusa. Sin embargo, cuando la conocemos, Mary Foxe viene para ejercer de conciencia crítica: no le gusta la invencible tendencia de St. John Fox a matar a sus personajes femeninos. "Matas mujeres", le dice de buenas a primeras. "Eres un asesino en serie". Y añade."¿Es realmente necesario?". Casi 130 páginas más tarde, en otra conversación entre autor y personaje, éste insiste en su oposición al sacrificio constante de mujeres:"Lo que estás haciendo es construir una clase horrible de lógica. La gente lee lo que escribes y piensa:"Sí, está hablando de cosas que suceden de verdad" [...] Es obsceno mostrar esas cosas como algo normal". En el primer intento de Mary Foxe por obligar al escritor a olvidar su obsesión por matar mujeres, éste se justificaba así: "Es ridículo preocuparse tanto por el contenido de la ficción. No es real. Vamos, no te pongas así. No son más que juegos ".
No sin cierta malicia por parte de Helen Oyeyemi, esos juegos, ese forcejeo especular entre realidad y ficción se hace extensivo a los sucesivos intentos narrativos que corresponden a eso que en las novelas de antes se llamaban capítulos. A este respecto, no parece mala idea que todo lector no anglosajón le eche un buen vistazo a un supuesto cuento infantil llamado Mr. Fox (los perezosos pueden encontrarlo en Internet) que es la variante inglesa del mito de Barbazul. El titulo de la novela y el cuento infantil, que el escritor se llame señor Fox y su esposa sea la señora Fox, o que el personaje que surge de la ficción para irrumpir, influir y tergiversar la realidad se llame Mary Foxe cobra de pronto unos sentidos que todavía se abren a nuevas e intrigantes conjeturas cuando al final aparecen una serie de pequeños relatos protagonizados por zorros.
Contado así puede parecer que la novela sea un galimatías inextricable, pero no hay tal. Ya digo que Helen Oyeyemi posee unas dotes innatas (me resisto a calificarlas de facilidad porque todo el mundo sabe el esfuerzo terrible que les supone a los escritores alcanzar esa supuesta "facilidad") para la narración. Y capítulo a capítulo las historias son perfectamente comprensibles. Otra cosa es el partido que cada uno sepa sacarle a la intertextualidad, es decir, las misteriosas corrientes subterráneas que corren de un relato a otro con una extraña coherencia expresiva. Recurrir a la lógica tradicional en busca de una explicación única es caer en la clase de cerrazón que St. Jonn Fox le reprocha a la joven la primera vez que ésta le acusa de ser un asesino: "Careces de sentido del humor, Mary". Y tiene razón: al fin y al cabo es un juego, a ratos muy serio y en ocasiones tan duro como la vida misma, pero un juego que sólo tiene sentido si se le echa una buena dosis de humor. Y ya puestos, una buena dosis de desparpajo creativo.

El señor Fox
Helen Oyeyemi
Acantilado



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19 de junio de 2013
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El Boomeran(g)
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