Joana Bonet
Hace unos días, en una conversación mundana con Javier Gomà, cuando le refería mis impresiones del encuentro que Anne Sinclair mantuvo en Madrid con un pequeño grupo de periodistas, nos detuvimos en eso que tanto se destacó de su reacción cuando detuvieron y acusaron al que entonces era su marido, Dominique Strauss-Kahn: “Se ha portado como una señora”. Siempre me ha parecido una expresión folklórica. Una compungida admiración por quien tiene que superar un mal trago y sabe que no está permitido despeinarse. Es más, una acepción del señorío que pasa por una impostada distancia, ese estar por encima incluso de la adversidad, incólume, a pesar de que una crisis como una catedral te atraviese.
Según esa máxima, una señora tiene que ser digna por encima de todo, no puede pestañear, ni mucho menos quebrarse; tiene que mantener la espalda recta, o sea, blindarse públicamente ante las emociones, y ejercer o simular magnanimidad, como si de un rey se tratara. El dicho también da por hecho que esa actitud será merecedora de un premio de consolación. Aunque no siempre sea así. La vida está cosida de historias de mujeres que un día se portaron “como una señora” y acabaron perdidas en una depresión profunda. Pero es mucho más fácil otorgar rango provinciano, un estatus, a una damnificada de lo que sea que asistir a la complejidad psicológica de los sentimientos de quien padece cualquiera de las afrentas, abusos o faltas de educación que nos gobiernan. Porque detrás de esta expresión habita la confortabilidad de quienes rehúyen un cambio de guión, y, lejos de toparse con la palabra conflicto o de querer analizar las zonas grises que perviven en un desencuentro, pretenden cerrar filas aplaudiendo la simulación, lo conveniente en lugar de lo valeroso.
Lo mismo que “yo soy muy mío”, o “todos tenemos derecho a equivocarnos”, con el que tan frecuentemente muchos se eximen de decir “lo siento”. Hay más: “No me seas antiguo”. “Es ley de vida”. “No le debo nada a nadie”. “Lo mejor es enemigo de lo bueno”… Juicios de valor repetidos hasta la saciedad que en la opinión de Aurelio Arteta, autor del curioso libro Si todos lo dicen (Ariel), son “creación de nuestra comodidad y de nuestros miedos, de la ignorancia, tanto como del espíritu rebañego de la mayoría”. Convenciones, clichés, frases hechas que sirven para esconder el ala y a menudo consentirse no pensar, como si las ideas cupieran en moldes prefabricados donde adquieren una cadencia perezosa para impugnar la verdad. Tópicos que arrastran la misma sarna venenosa y perdonavidas que “como una señora”.
(La Vanguardia)