Sergio Ramírez
La remoción de sedimentos de semejante dragado, enturbiaría las aguas del Gran Lago de tal manera que dejarían de ser potables y la vida de toda su fauna llegaría a su fin. Una catástrofe, según el científico. Y aún otra, sólo para apuntar dos: el paso del canal por los ríos de la cuenca del Caribe necesitaría de la protección de los caudales, lo que sólo puede conseguirse con la reforestación de miles de kilómetros hoy dedicados a los pastos para ganadería, uno de los más importantes rubros de la economía de exportación del país. Árboles en lugar de ganado, sino no habría canal, lo que en términos de la pequeña economía de Nicaragua, significaría un violento vuelco, y la ruina de miles de ganaderos.
Y otro vuelco demográfico, pues en un país donde la pobreza certificada alcanza la mitad de la población, esas obras faraónicas serían un potente imán de atracción desordenada el país entero se trasladaría a vivir a las cercanías del Gran Canal. Pero la mano de obra ociosa, de ninguna manera especializada, sería inútil para las complejas tareas de construcción.
Cuando la entrevista termina y el doctor Incer baja del set, me acerco a darle las gracias. En apenas 15 minutos de respuestas certeras y ponderadas, ha demostrado que semejante proyecto, tan desproporcionado y estrafalario, no es sino el mismo ardid de siempre para encender falsas esperanzas.
Puedo entonces seguir viendo al recurrente canal por Nicaragua como novelista, fascinado por los grandes mitos nacionales, éste el primero de todos, destinados, dichosamente, a no cumplirse nunca. Nuestra vieja linterna mágica descompuesta, que proyecta siempre las mismas viejas imágenes.