Maurice Nadeau A los 102 años murió Maurice Nadeau, otra de las longevas instituciones literarias...
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Maurice Nadeau A los 102 años murió Maurice Nadeau, otra de las longevas instituciones literarias...
A los siete años un amigo del barrio me preguntó qué quería ser cuando fuera grande, y yo le respondí que futbolista, sin saber que mis sueños eran convencionales, que prácticamente 9 de cada 10 niños latinoamericanos desea lo mismo. A los once años, sin embargo, los sueños continuaban, y con un compañero de colegio nos empeñamos en hacer todo lo necesario para "llegar". Nos inscribimos en las divisiones inferiores de un equipo importante de Cochabamba y comenzamos a ir a los entrenamientos al mediodía. No duré mucho: a esa hora, después de clases, ya estaba cansado y sólo quería volver a casa. Entrenar no era muy divertido: a veces ni siquiera jugábamos. Pronto mis sueños se fueron apagando y dejé de ir.
Juan Pablo Meneses tiene la culpa de que estos recuerdos se hayan disparado. Su nuevo libro, Niños futbolistas (Blackie Books), es una fascinante exploración del mundo entre esperanzador y sórdido del niño futbolista latinoamericano, quien, acuciado por sus propias ilusiones y las de sus padres, quiere salir de la pobreza y llegar a la cumbre del fútbol profesional (Barcelona, Real Madrid o cualquier otro equipo europeo). La estrategia de Meneses para internarse en ese territorio es parecida a la de uno de sus anteriores libros (La vida de una vaca, 2008), aunque ahora suena más controversial: quiere comprarse un niño futbolista, para poder luego venderlo a un club europeo. Se trata de un "experimento narrativo" que Meneses llama "periodismo cash": el periodista se involucra con dinero en efectivo para poder entender la industria y el negocio del fútbol desde adentro. Algunos objetarán esta práctica, pues, al ofrecer dinero al abuelo pobre de un niño chileno de once años, ¿no se convierte el periodista en alguien cuya observación afecta aquello mismo que se observa? Meneses juega en el límite ético del periodismo de investigación, pero sale airoso porque pone las cartas sobre la mesa desde el principio, anunciando a todos que una de sus intenciones centrales es la de escribir un libro sobre lo que está haciendo. Sorprende que aun así estén todos dispuestos a participar.
Niños futbolistas es un libro lleno de vitalidad y anécdotas tan conmovedoras como divertidas. El periodista recorre los campos de fútbol del Callao, de Rosario, de Santiago, y habla con representantes (Guillermo Coppola, en un notable cameo), cazatalentos, entrenadores, agentes, padres y niños. Con la legitimidad que le da el hecho de ser parte del negocio, escucha historias de padres que no les hablan a sus hijos durante una semana porque han fallado un penal, de jóvenes que ganan un "reality show" para probarse en el Real Madrid, con tan mala fortuna que en el primer remate de la prueba sienten un tirón en la ingle (ese joven, Aimar Centeno, juega hoy en un equipo de su pueblo, Origone de Agustín Roca). Queda claro que comprar un niño futbolista puede ser un gran negocio (un buen jugador de doce años no cuesta más de 200 dólares) y también una lotería: por un Messi hay cientos, miles de Aimar Centenos o Leandros Depetris (un chico argentino fichado por el Milan en 1999, a sus once años, que hoy juega en Independiente de Sunchales, un club amateur cerca de su pueblo natal).
Niños futbolistas tiene suspense: ¿podrá Meneses comprarse un niño futbolista? Que disfrutemos de ese suspense significa que Meneses ha logrado demostrar con creces "lo grotesco del mundo del fútbol, del negocio y las contrataciones; el modo en que se ha desvirtuado el deporte... No hay que ser especialmente moralista para sorprendernos ante lo permisivo que es el mercado en estos tiempos de capitalismo financiero". Todos participamos de esa doble moral que nos hace escandalizarnos al leer que un niño chileno de nueve años quiere ser fichado por un club español de primera, y alegrarnos si uno de esos fichajes es para nuestro equipo. Dice Meneses que su idea no era demonizar el negocio "ni desmontar una mafia", sino hacernos conscientes de esa trastienda sucia que se esconde detrás de cada partido que disfrutamos. Sí, somos conscientes, sobre todo si Neymar marca un golazo: ¿será que el Barça recupera su inversión?
(La Tercera, 16 de junio 2013)
En Nueva York, en Union Square, La Casa se enorgullece de ser el balneario más antiguo de la ciudad -1992 (¡conmovedor sentido de antigüedad!)-. Pero lo realmente excepcional es que su recinto alberga una de las cámaras de percepción sensorial que hacen las delicias de quienes buscan la nada a fin de modificar su estado de ánimo; es más, de revertirlo. Una piscina a oscuras en una sala blindada: el silencio y la oscuridad absolutas, y el cuerpo flotando en agua caliente con grandes cantidades de sales Epson, procuran la negación absoluta de cualquier estímulo exterior con el fin de recuperarse a uno mismo. Hoy, la desintoxicación forma parte del amplio catálogo de promesas del mercado. Desde las bebidas desintoxicantes y otros programas Detox hasta los planes de saneamiento de todo tipo, se exalta el dibujo de un mundo enfermo, esclavizado por sus adicciones, que entona al unísono su voluntad de eliminar sus residuos y regenerarse. La corrupción, el desvarío y los millones de euros sospechosos que vomitan los medios parecen consecuencia de la desaforada ambición por conseguir la luna a precio de ganga. Pero no todo se pliega bajo las costuras de la codicia: en ese ir a más se esconde un vértigo suicida que mueve a quienes deciden traspasar la línea aunque no sean capaces de medir el riesgo ni de advertir que pueden despeñarse. Probablemente, los adictos menos peligrosos sean aquellos que en vez de socavar el sistema se destruyen a sí mismos. He visto la entrevista que John Galliano concedió la semana pasada a Charlie Rose. Su exención pública, atildado, alelado incluso, sin maquillaje, recogiendo las sobras de una fama que le exigía talento y espectáculo, y que aplaudía su extravagancia al tiempo que le obligaba a acrecentar ventas y polémicas. El diseñador se confiesa rehabilitado, pide de nuevo excusas y asegura que agradece el mal trago porque por fin ha podido verse a solas consigo mismo, y tratar no sólo su adicción al alcohol sino a la perfección. Esa otra toxina que no suele incluirse entre los productos de desecho universales, pero que tan bien ilustra la caducidad de un aspiracional fallido. La enfermedad de Galliano, su locura antisemita, borracho como una cuba en una terraza de Le Marais y azuzado por el vacío de la creación, nació de una intoxicación del ideal. Ir a más a menudo significa enmascarar el ánimo y la ambición, ante el regocijo de un coro que aplaude la desmesura porque a su vez necesita estímulos. En la sala de los detritus, la palabra recuperación toma vuelo, y vale para todo. Desde la economía hasta la moda o el ecosistema. Dicen que es uno mismo quien advierte que no necesita más terapia, como sucede cuando se acaba el amor. Sólo que la terapia es más fácil de dejar porque siempre sabes que puedes volver a ella, y flotar de nuevo como en una de esas piscinas oscuras y silenciosas. (La Vanguardia)
Corría el mes de febrero de 1943 cuando el coronel Carter Clarke, jefe de la Rama Especial del Ejército responsable del Servicio de Inteligencia de Señales, ordenó establecer un pequeño proyecto para examinar los cablegramas diplomáticos que la embajada soviética en Washington y el consulado soviético en Nueva York enviaban a Moscú desde estaciones de radio clandestinas. Hasta entonces, Clarke había concentrado sus esfuerzos en quebrar los métodos criptográficos de alemanes y japoneses sin preocuparse por vigilar a sus aliados rusos, pero los rumores según los cuales Stalin se disponía a firmar una paz por separado con Hitler lo llevaron a cambiar de estrategia. La tarea se reveló más ardua de lo previsto: la Unión Soviética empleaba un sistema de encriptación en dos fases y sus analistas no lograron desentrañar sus mensajes hasta 1946, cuando la guerra había terminado. Los cables en ningún momento se referían a una posible negociación con los nazis, pero en cambio demostraban que la URSS poseía una formidable red de espionaje incrustada en las principales agencias del gobierno estadounidense.
Si bien en 1939 la modesta Rama Especial del Ejército apenas contaba con una docena de especialistas, para 1945 empleaba ya a 150 trabajadores entre criptógrafos, analistas, lingüistas y expertos en señales de radio, y se había mudado al antiguo colegio para señoritas de Arlington Hill, en Virginia, de donde tomó el nombre con el que sería conocida hasta que en 1952 adopto su actual denominación: Agencia de Seguridad Nacional (NSA), que en la actualidad es parte del gigantesco complejo de Fort Meade, en Maryland, y para la que laboran unos 30 mil empleados.
A diferencia de la CIA o el FBI, cuyas maniobras han sido retratadas en miles de novelas y películas, la NSA se ha preocupado por escapar al escrutinio público, convertida en la más opaca de las agencias de inteligencia de Estados Unidos. Esta invisibilidad desapareció hace unos días, cuando Edward J. Snowden, un joven experto en informática, reveló que la NSA no sólo se dedicaba a capturar y descifrar información de fuentes extranjeras, potencialmente peligrosas para Estados Unidos, sino que sus herramientas tecnológicas le permitían tener acceso a todas las comunicaciones realizadas a través de las grandes empresas de comunicación, incluyendo Google, Apple, Microsoft, Yahoo!, Verizon, YouTube, Facebook y Skype.
De inmediato la discusión pública se ha centrado en discernir si Snowden es un héroe, capaz de sacrificar su libertad por sus ideas, o un traidor que renunció a los más elementales principios de lealtad en un arranque de orgullo. Más allá de sus intenciones, su declaración de que le era imposible vivir en un mundo constantemente vigilado debería bastar para conducir la discusión al lugar que en verdad le corresponde: la tensión entre seguridad y libertad que enfrentan todas las sociedades democráticas.
Lo cierto es que las declaraciones de Snowden no constituyen una revelación particularmente asombrosa, y más bien confirman algo que no sólo los fanáticos de la conspiración intuían desde hace mucho: que, con las armas tecnológicas actualmente disponibles, los gobiernos son capaces de inmiscuirse en cualquier comunicación llevada a cabo en el orbe. Los detractores de Snowden, incluidos numerosos miembros de la administración Obama, se empeñan en señalar que los programas de espionaje de la NSA no son ilegales y que ésta sólo lleva un inventario de los intercambios electrónicos sin inmiscuirse en su contenido. Explicación fútil, pues es claro que si la posee esa base da datos con nuestros mensajes y llamadas no es para hacer estadísticas, sino para buscar indicios de actividades ilegales.
Al filtrar algunos detalles del programa PRISM, Snowden ha exhibido la desfachatez con la cual las grandes empresas tecnológicas y el gobierno estadounidense se han aliado para controlar a sus usuarios -sin conocimiento de éstos. Nadie duda que irrumpir en la vida privada pueda prevenir diversos delitos -o descubrir actos de espionaje, como los del círculo de Washington hallado por Clarke y sus criptógrafos-, pero esta intrusión en la intimidad, sin una orden judicial explícita, constituye una temible violación a nuestros derechos. Más escandalosa que el odio de la administración Obama hacia los delatores -Manning, Assange, Snowden, etc.-, es la encuesta del Washington Post y el Pew Center según la cual el 56% de los estadounidenses aceptan que la NSA lleve un inventario de sus comunicaciones. Lo peor que puede ocurrirle a una democracia es que sus ciudadanos renuncien voluntariamente a su libertad o su privacidad porque el gobierno los ha convencido de que sólo así pueden sentirse a salvo. Hoy abundan las analogías simplonas con 1984, pero en este sentido la comparación no es absurda: la victoria del Gran Hermano no ocurre cuando un régimen decide vigilar sin tregua a sus ciudadanos, sino cuando éstos lo consideran normal.
Twitter: @jvolpi
Juan Gabriel Vásquez Con la traducción al italiano de El ruido de las cosas al caer, Juan Gabriel...
Una lista de Flavorpill con quince libros para regalar a los padres por el Día del Padre. Algunos son muy fuertes, por si acaso. flavorpill:
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Las teorías deben servir para todos los casos. Si es teoría de uno, ya no es teoría sino casuística. La tradición imperial británica tiene su casuística y su teoría, guiadas ambas por el pragmatismo y los intereses. Recordemos que lo único permanente en la política exterior del Reino Unido son sus intereses, según frase proverbial atribuida a lord Palmerston. Las teorías británicas se adaptan así al sentido práctico de las cosas, a su capacidad para resolver las situaciones difíciles y, por supuesto, a los intereses.
La teoría de Cameron, expuesta ante la prensa española el pasado miércoles, es muy sencilla, y se aplica a Escocia, naturalmente, pero sirve para Gibraltar o las Malvinas ?Falkland, para los británicos?. Primero, mirar de frente a los problemas: ?No creo que sea bueno ignorar las cuestiones de nacionalidad, de independencia o de identidad?. Segundo, saber cómo tratarlos: ?Pienso que es mejor explicar tus argumentos...?. Y tercero y lo más importante, resolver: ?Hay que dejar que el pueblo decida?.
El primer ministro británico se ha cuidado muy mucho de aclarar que no quiere dar consejos a Rajoy ante las demandas catalanas de independencia. Pero todos sabemos que se trata de una cláusula diplomática: ?Es lo que creo que se ha de hacer en Reino Unido, pero nunca me atrevería a decir a los españoles cómo deben enfrentarse a estos retos, pues es una cuestión que han de decidir el Gobierno español y su presidente?.
La teoría es buena, incluso muy buena, porque sirve para los tres casos en los que el Reino Unido se enfrenta a cuestiones de este tipo y en los tres casos todo gira en favor de sus intereses. En dos de ellos, Gibraltar y Malvinas, la consulta es la garantía de la permanencia del vínculo británico, y en el tercero también, porque todo se dirige a que el independentismo escocés la pierda, gracias precisamente a la claridad, rapidez y rotundidad con que Cameron ha aceptado el envite del premier escocés.
La teoría no se aplicó en Hong Kong, cuando la mentora política de Cameron, Margaret Thatcher, cedió el territorio colonial a China en 1984 por dos razones, ambas pragmáticas: el vínculo británico era insostenible a largo plazo y era obligatorio para mantenerlo que los habitantes de la ciudad recibieran la nacionalidad británica. El caso se resolvió sin dársela y sin consultarles.
Cuando Cameron dice que es el pueblo quien debe decidir, se refiere a la gente, no al pueblo étnico de raíz alemana ni al pueblo republicano enfrentado al poder de la corona de raíz francesa. La democracia es el gobierno con el consentimiento de los gobernados. La base de la teoría es la gente en un territorio bien dibujado: el gobierno y el futuro los deben decidir quienes viven en él, no los gobiernos ni la gente que viven en otros lugares. Vale para los casos británicos, pero también para Ceuta y Melilla, y debiera valer para cualquier otro caso.
Álvaro García ha dedicado a la aparente tautología “río de agua” un libro (El río de agua, 2006) y algunos versos de Canción en blanco (2012), en los que levanta una forma de mirar personalísima, cuyos antecedentes semánticos apenas podrían encontrarse en los poemas en prosa de El río (1991), de Miguel Ángel Bernat (no apunto influencias, sino paralelismos). Siendo el agua (de río o del mar) uno de los temas más antiguos y tratados de la literatura, desde la Odisea a El contemplado de Pedro Salinas, desde las Coplas por la muerte de su padre de Manrique a Moby Dick, es muy difícil establecer a estas alturas una forma diferente de mirarla. El agua reunida nos alude, sacude el interior y suele mover a la reflexión del escritor, especialmente del poeta. Como expresaba Paul Valéry en Miradas a la mar, “cuando uno, la sal en los labios y oído regalado o castigado por el rumor o los fragores de las aguas, quiere responder a esa presencia todopoderosa, se encuentra pensamientos esbozados, jirones de poemas, fantasmas de acciones, esperanzas o amenazas; y una completa confusión de caprichos excitados e imágenes agitadas por esa grandeza que se ofrece (…), que llama por su superficie y aterra por sus profundidades, le invade”. / Sin embargo, García, conocedor de esa tradición (y habitante de una ciudad costera), entendió ajada esa forma de enfocar la mirada al agua, de puro cargada de resonancias, y se puso a buscar otro camino. Como para Antonio Machado, para García el agua tiene una honda significación simbólica, pero si para el sevillano las fuentes, las gotas, los ríos, etc., denotaban estrategias retóricas, los ríos “de agua” de García, sencillos y complejos al mismo tiempo, vienen a expresar justo lo contrario, el simbolismo de la falta de simbolismos, la desnudez retórica: “No importa tanto aquí un significar, / las palabras anidan por su aroma. / Aroma de fijar la tinta oscura / cuyo misterio diga con claridad el mundo” (Canción en blanco). No se busca como estética una pureza juanramoniana, sino la naturalidad, la desnudez honda: la telúrica y solar desnudez de dos cuerpos que se aman en la cama de un hotel, mientras todo parece capitular fuera del espacio del deseo. / Las metáforas acuáticas sólo cobran simbolismo precisamente cuando tienen relación con el sexo: “con dedos de saliva me recorres / igual que las mareas trabajan una roca, / exhausta al fin en una espuma blanca (…) prueba el hilo de agua / que se adueña, un instante, de tu boca”. / La estética de García está lejos de esa línea clara que abunda en cierta poesía española, alineándose más bien con el Ortega y Gasset que reclamaba la claridad como cortesía del filósofo; es decir, aguas transparentes que procuren refracción profunda: “hay este estar, / esta atención al diluirse / del árbol en la lluvia y en la noche” (CB); “flotamos entre el agua, no en el tiempo, / y se refugia aquí la eternidad” (RA).
El presidente Ortega ha enviado a la Asamblea Nacional una ley que otorga una concesión por cien años para la construcción del Gran Canal a una incierta compañía china, HK Nicaragua Canal Development Investment Co, presidida por un misterioso personaje, Wang Jing. El consorcio de papel se halla establecido en algún lugar de la vasta Hong Kong, pero está inscrito en Gran Caimán, y se ha comprometido a invertir 40 mil millones de dólares en la obra, que además del canal acuático incluye líneas ferroviarias de costa a costa, puertos en ambos océanos, aeropuertos, carreteras de alta velocidad, etc. Otra Nicaragua de ciencia ficción, la de los sueños de opio.
Un proyecto sin el aval ni la participación del gobierno de China. Durante su reciente visita a Costa Rica, el presidente Xi Jinping, declaró que su país privilegia los proyectos de cooperación con aquellos países con los que tiene relaciones diplomáticas, que no es el caso de Nicaragua, pues Ortega las mantiene con Taiwán. Y un canal interoceánico es necesariamente, además, un proyecto geopolítico, en el que ni siquiera los países del Alba encabezados por Venezuela parecen mostrar interés, ya no se diga Estados Unidos.
La dichosa compañía china, dueña absoluta del Gran Canal según esta extraña ley, que sin duda será aprobada por la Asamblea que Ortega controla ampliamente, irá cediendo anualmente al estado de Nicaragua el 1% de las acciones, de modo que dentro de medio siglo llegaría a compartir el canal por partes iguales.