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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Llámenme Peligro

Convertida en un clásico americano, la escena regresa una y otra vez en las pantallas. Bajo los reflectores inclementes, la pareja comparece con las manos entrelazadas, los semblantes ruborizados o abatidos -ella, severa y elegante, casi mustia; él con la voz desfondada y los ojillos acuosos-, el peso de su convivencia reflejado en esa tensión con la que prometen sobrellevar el incidente mientras los dos se esfuerzan por mirarse o más bien se aseguran de que los demás contemplen ese guiño cómplice en el cual se cifra la posibilidad de una disculpa: ¿si ella aún puede verme a la cara por qué no habrían de hacerlo ustedes, conciudadanos y electores? Poco importa que la mujer esté harta o furiosa, no tanto por el engaño (otro de tantos) como por la afrenta, esa necesidad de exponerla como una buena samaritana que encaja de manera heroica, admirable, cada nueva revelación (cada nueva humillación) sin encogerse. Aunque lo maldiga y ya haya emprendido las primeras acciones para ajustar el umbral de la demanda, ella sabe que no le queda más que figurar a su lado, acompañarlo en esa ordalía de verdad y dolor que tanto complace a los fanáticos de los melodramas políticos, tragarse sus inútiles palabras, error, el gran error, el tremendo error que cometí, encajar su arrepentimiento -no por su conducta sino por su torpeza al disfrazarla- y soportar esos diez o quince minutos (o días o semanas) de vergüenza, esa confesión que se le exige aquí a todas las figuras públicas que son lo suficientemente imbéciles para permitir que sus infidelidades emborronen los tabloides.

Bill Clinton; el senador y precandidato demócrata a la presidencia John Edwards; el congresista Mark Souder, célebre por sus arrebatos a favor de la abstinencia; el defensor del nuevo conservadurismo Newt Gingrich; el congresista Thad Viers; el precandidato republicano a la presidencia Herman Cain; el admirado general David Petraeus; el congresista Eric Massa; el candidato a congresista Tom Ganley; el senador John Ensig, uno de los más implacables críticos de Clinton; el congresista Vito Fossella; el congresista Tim Mahoney; el senador David Vitter; el exgobernador demócrata de Nueva York Eliot Spitzer (el infame "cliente número 9") o el exgobernador de Carolina del Sur, Mark Sanford. Si este catálogo sólo reúne a quienes han sido descubiertos, en Estados Unidos deben esconderse decenas de políticos que llevan en santa paz una dulce -o apasionante- vida doble. Basta echarle un ojo a The Good Wife, donde Julianna Margulies parodia u homenajea a sus admirables esposas, para detectar el morbo que suscitan estos rituales de expiación.

            El último show en esta serie es una especie de engaño al cuadrado que evidencia la porfía de los políticos estadounidenses para convertirse en blancos del ridículo a causa de su hipocresía (y sus hormonas). El 16 de junio de 2011, el congresista Anthony Weiner renunció a su cargo cuando se hizo público que había enviado una imagen de sus calzoncillos -apenas disimulando una erección- a una joven de Seattle de 21 años. Luego de negarlo una y otra vez, Weiner confesó su afición a este tipo de mensajes (práctica conocida como sexting) antes y después de su matrimonio con Huma Abedin, cercana consejera de Hillary Clinton.

            Hasta aquí, el guión se mantuvo sin sorpresas. Weiner pidió excusas, fue blanco de la ira y el sarcasmo generalizados, y su esposa lo perdonó. Dos años después, Weiner consideró que su penitencia había concluido y decidió regresar a la política como candidato a la alcaldía de Nueva York. Ya avanzada la campaña, salió a la luz que Weiner había vuelto a las andadas, esta vez enviando fotos y mensajes a tres o cuatro mujeres distintas, valiéndose del sonoro apodo de "Carlos Danger". Desde entonces los medios y las redes no le han dado tregua: cientos de miles de chistes, críticas, parodias e insultos han llovido sobre su figura. ¿Qué hacer ahora? ¿Repetir su renuncia anterior? Resignado, Weiner mantiene su campaña, aunque sin muchas posibilidades frente a su compañera de partido Christine C. Quinn.

            Muy lejos de los especialistas que comparecen en los talk shows para abundar en torno a la perversión o a las patologías de Weiner, su caso confirma la relación cada vez más tortuosa que los estadounidense mantienen con su sentido de la intimidad. En el fondo, Weiner apenas se diferencia de millones de usuarios de Facebook -o de páginas de contactos y webcams de sexo- en donde los usuarios se convierten en exhibicionistas y voyeuristas de manera voluntaria. Mientras la NSA se empeña en escrutar todas las comunicaciones del planeta, el boom de las redes sociales y los sitios de cibersexo pone en evidencia a una sociedad cuyos individuos se saben vigilados sin tregua al tiempo que, desprovistos de cualquier prurito, se empeñan en revelar hasta los mínimos detalles de su vida privada -o de sus falsas vidas privadas- a cualquiera que esté dispuesto a contemplarlas. 

 

Twitter: @jvolpi



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4 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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83. Límites

En su novela Standards (Pálido Fuego, 2013), Germán Sierra retuerce una frase de Heidegger ("el acontecimiento fundamental de la época moderna es la conquista del mundo como imagen"), para volverla contemporánea: "el acontecimiento fundamental de la época postmoderna es la conquista de la imagen como mundo" (p. 35). Esta retorsión à la Ducasse transparenta el paso del giro lingüístico que caracterizó a la filosofía del siglo pasado por el giro icónico que caracteriza a la cosmovisión del siglo presente. En la remisión a lenguajes de mundo parece faltar Wittgenstein, a quien podríamos retorcer para hacerle decir que, en nuestros días, los límites de la imagen son los límites de nuestro mundo. / Sierra es a mi juicio el narrador español que mejor ve ciertos procesos globales de sustitución (o creación) de símbolos. Su obra siempre se ha adelantado a su tiempo en unos años y quizá por eso sigue sin ser lo conocido y reconocido que debiese, a mi juicio y el de no pocos estudiosos. / En Standards, Sierra retoma dos de sus temas preferidos, la cirugía plástica y la dialéctica entre original y copia, para mezclarlos definitivamente. En Efectos secundarios (2000) ya planteaba el autor la posibilidad de reproducir a personajes famosos como muñecos a escala natural. ¿Qué pasaría si en vez de reproducirlos pudieran ser clonados, operando con cirugía plástica a otras personas hasta hacerlos indistinguibles? ¿No acabarían acaso convirtiéndose estas personas, estos dobles, en temas, en melodías reconocibles, en standards, que es como se denomina en jazz a esos esquemas melódicos básicos, "composiciones musicales bien conocidas por el público que constituyen una parte importante del repertorio de los músicos de jazz"? / A partir de esta posible premisa, Sierra continúa con una imagen del poeta Francis Ponge (el cuerpo como límite meta-físico, irrebasable, de nuestra contingencia), para llegar a esa percepción neowittgensteniana (disculpen el palabro) por la cual el límite de la imagen corporal propia es el límite de nuestro mundo. No podemos ser más allá de nuestra piel, es cierto, pero los protagonistas de este estremecedor relato de Sierra llegan a una conclusión tan obvia como terrible: no pasa nada, la piel se cambia, se altera, "el rostro no es más que una base de datos". / Standards se convierte así en una especie de L. A. Confidential rodada por David Cronenberg. Si en la película de Curtis Hanson se operaba a las actrices para que se pareciesen a Veronica Lake, en la novela de Sierra se crean copias en serie de Lindsay Lohan para que roben un banco con la impunidad que da la imagen célebre, pornográfica por obvia y maquinal. / La novela de Sierra, diacrónica pero contemporánea, frankensteniana por tema y por estructura, hija de Osiris y de Oreos, es un extraño thriller negro, clásico y ciberpunk al mismo tiempo, con escaso parangón en nuestra narrativa. Sus antecedentes son las novelas anteriores del autor. Su generación: ella sola, a través de las copias de sus ejemplares, únicos e idénticos al mismo tiempo.



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3 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Elegía de Duino

Convertirse en dios al morir, esa creencia poética tan antigua, no quiere decir más que convertirse en envidioso ubicuo, deseo tiernamente humano. Los griegos creían que el mayor peligro de los dioses es que tienen envidia de los hombres. También en la mitología védica y en el Génesis, los dioses aparecen descritos como mirones que tienen celos del hombre.
 
Un sabio alambicado como Proust describe los celos como posesión que arrebata una presencia a los demás, y dice que es sólo un apaciguamiento, o sea, una magnitud negativa, lo real es lo otro, los celos. Un pastor me contaba que un carnero sólo cubre cuando ve competencia, y que no hay oveja tan pelma en su celo que sea tan efectiva y afrodisíaca para un carnero como la presencia de otro carnero. Igualmente me decía que el caballo no quiere cubrir a la misma yegua, quiere otra, porque, si no, es como si supiera que no tiene competencia, y sólo le pone en función la presencia o el barrunto de otro caballo. También es revelador, en los dementes, que la envidia no es afectada por la locura, porque es de esas funciones, hondas y verdaderamente orgánicas, que siguen andando aparte de ideas, educaciones, reflexiones y demás aparatos persuasivos.
 
Es uno de los motivos de que la elocuencia persuasiva sea tan difícil de pintar, de hecho, en literatura no se describen sino sus resultados. En la épica se ve que, por ejemplo, la elocuencia persuasiva de Ulises es un elemento semejante a esos personajes del teatro medieval que salían de azul o rojo, o de la derecha o la izquierda, y con eso eran declarados buenos o malos, o no había más que hablar. En efecto, todos los personajes épicos hablan igual, o muy parecido, la diferencia es que llevan una suerte de signo fatal, un cartel avisador que les cuelga del pecho y dice “palabras sin efecto” o “palabras persuasivas”, no importa qué digan, como tampoco importa el tino y la fuerza de una lanza o flecha que se tira, porque los dioses pueden desviarlas. Esa fatalidad arbitraria es, bien mirada, más real que la literatura que se pretende realista y se figura palabras y flechas atinadas “en sí”. Shakespeare pinta a Ricardo III como pérfidamente persuasivo, pero es porque nos lo asegura el poeta, porque en la escena donde persuade a Ana, solo vemos que Ana debía querer ser persuadida.
 
Se trata de una de las viejas clarividencias poéticas que recalcan aquel axioma de Gödel de que el lenguaje es menos que el pensamiento; y que verdad y pensamiento, aun sumados, siempre son menos que el mundo.
 
Boltzmann decía que no podemos comprender la naturaleza, sino solo modelos de la naturaleza. Lo cual es un axioma poético en su más alto grado. Es la propia médula y la razón de ser de la poesía. Y, como no podía ser menos, un poeta clarividente como Boltzmann sufrió el destino de Ayax, porque sus palabras fueron sin efecto o no persuasivas, sumado al destino de Casandra, porque predijo, con nulo crédito, cómo entenderíamos hoy el átomo, la entropía y la flecha del tiempo. Hasta en su suicidio, como víctima de su  espectacular poética, que casi parecía física atómica, fue más poeta que todos.
 
Hay que pensar que la escasez de adoración ha matado a los dioses y ha provocado los follones bíblicos y las matanzas de héroes programadas por Zeus y Temis (la Justicia). Si la escasez de adoración mata a los dioses, qué no hará sufrir a un poeta, aunque  fuera el mayor físico de su tiempo, y estuviera de vacaciones en Duino, cerca de Trieste.


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3 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ojo de Dios, oído del Diablo

El verano pasado fui a comprar un coche. Les ahorro los detalles automovilísticos para explicarles por qué no lo compré. A mí me preocupaba la altura del volante. El vendedor, un hombre muy atento continuamente pegado a la pantalla del ordenador, me explicó que en el modelo de coche del que estábamos hablando la altura del volante era adaptable. De repente pareció encontrar lo que buscaba en la pantalla y dijo: "Como usted mide metro ochenta y siete...". Me quedé perplejo. Comenté: "¿Cómo sabe mi estatura?". El hombre, al inicio, no reaccionó. Luego, por fin, sacó los ojos de la pantalla y me miró desconcertado. Se hizo el silencio. Le repetí mi pregunta. El vendedor pasó del desconcierto a la desesperación, como si no estuviese acostumbrado a este tipo de preguntas por parte de los clientes. Contestó con ansiedad, señalando a su ordenador: "Lo dice aquí".

El resto de nuestra conversación duró 10 minutos, en los que no solo se frustró la venta de un coche sino que se aclararon algunos enigmas. Le pedí al vendedor que me dejara ver "lo que decía allí". Alegó débilmente el carácter confidencial de aquellas informaciones, aunque se derrumbó pronto al advertir que se trataba precisamente de mi confidencialidad, y no de la de ningún otro cliente. Balbuceó que estaba avergonzado, pero que no se trataba de un asunto de su establecimiento sino de algo que procedía de la empresa multinacional de la que él era un mero empleado.

Siempre había información relacionada con hipotéticos clientes y, como todos los ciudadanos eran hipotéticos clientes, en el ordenador había información sobre todos. Me senté a su lado y leí en la pantalla las cosas que me concernían. Eran muchas, tantas que incluían una operación en la espalda a la que me había sometido años atrás. De vez en cuando interrumpía la lectura para mirar a los ojos a mi interlocutor. El hombre estaba con la frente sudada pese a que el aire acondicionado de su despacho era potente. Finalmente, harto de leer informaciones que, naturalmente, ya sabía, junto con otras que apenas recordaba, me levanté de la silla y me despedí. El vendedor se disculpó con bastante torpeza, pero creo que con sinceridad.

Desde el despacho en el que había estado recluido para la frustrada compra de un coche hasta la puerta de salida de la concesionaria advertí varias cámaras de vigilancia que, con toda probabilidad, habían grabado mis movimientos. Era lo mismo que ocurría en cualquier local. Me había acostumbrado, como mis conciudadanos, a que las lentes aéreas siguieran mis pasos. En esta ocasión reparaba en su presencia porque mi ánimo había sido golpeado por lo sucedido en el despacho del vendedor. Esos ojos de cristal me agredían singularmente. ¿Pero mañana me acordaría de la violencia que ejercen sobre nuestra intimidad esos centinelas omnipresentes? Seguramente mi reacción sería tan sumisa como la de los otros ciudadanos.

Hubo un tiempo en que eso producía escándalo. A la salida de la concesionaria de automóviles hacía mucho calor. De pronto me vi buscando cámaras de vigilancia y me fue fácil localizar varias en plena calle. Vino a mi memoria un acontecimiento que conmovió al mundo en mis años de estudiante: el asesinato de Olof Palme. Al primer ministro sueco, si no recordaba mal, lo mataron en una calle peatonal de Estocolmo, a la salida de un cine al que había acudido, como siempre, sin escolta. A consecuencia del magnicidio, alguien, en el Parlamento de Suecia, planteó la posibilidad de instalar unas cámaras en la calle peatonal. La inmensa mayoría se opuso. Se alegó que la primera regla de una sociedad libre era preservar la intimidad de los ciudadanos. Eran otros tiempos, me dije mientras rememoraba la figura, por tantos conceptos ejemplar, de Olof Palme. Aún no disponíamos de Internet y de teléfonos móviles. Faltaba bastante para que el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001, impulsara una drástica cesión de libertad a cambio de una proclamada seguridad.

Estos días me he acordado de la truncada compra de un coche el verano pasado a partir del caso Snowden. Nuestra imaginación con respecto a las posibilidades del mal es siempre muy pobre cuando la comparamos con la intensidad que el mal, en la realidad, puede alcanzar. Antes de estar en el despacho del vendedor de coches nunca habría imaginado que alguien tuviese tanta información sobre mí para conseguir algo tan banal como venderme un coche. Después de conocer el sistema de espionaje universal desvelado por Snowden, todas las tramas de control concebidas hasta ahora parecen infantiles. Ya no se espía a individuos, entidades o instituciones; se espía, y de manera global, la intimidad misma de las personas. El ojo de Dios lo ve todo; el oído del Diablo lo escucha todo. Y lo peor es que los seres humanos ya no ofrecen resistencia, sea porque se sienten impotentes, sea porque han olvidado que es propio de un ser humano que aspira a la libertad ofrecer este tipo de resistencia.

Ni Aldous Huxley ni Georges Orwell, en sus negras profecías, llegaron a una percepción de este estilo. No pudieron prever, al menos en toda su extensión, la forma ni tampoco las consecuencias sobre la naturaleza humana. Es curioso que ni ellos, ni prácticamente ningún otro escritor, fuesen capaces de intuir los instrumentos técnicos decisivos del futuro. La imaginación, aunque sea potente, es siempre pobre. El ojo avasallador del Gran Hermano estaba concebido según un modelo clásico: un Dios todopoderoso controlaría hasta el anonadamiento a los hombres, si bien, desde el siglo XX de Stalin y Hitler, ya se presuponía que en el siglo XXI ese dios no vigilaría desde el Sinaí o el Olimpo sino desde estilizados rascacielos de poder.

Pero las profecías fallaron, o no advirtieron la hondura de lo profetizado, precisamente por aplicar un modelo clásico. Ni Huxley ni Orwell podían intuir que sería el propio hombre el que pondría en pie gigantescos engranajes de control, no bajo la amenaza de los dioses o por la aplicación de ideologías totalitarias, sino por el uso aniquilador de la propia intimidad de invenciones maravillosas como Internet o la telefonía móvil. Es verdad que la sed de control por parte de los poderes es insaciable, pero lo más inquietante es la complicidad con que los ciudadanos se prestan gustosa e insensatamente a saciar aquella sed.

Las revelaciones de Snowden son demoledoras fundamentalmente porque ponen de relieve esta complicidad. Por mucha que sea la histeria acusadora contra este agente secreto que se ha convertido en delator, lo que, en el fondo, se le reprocha a Snowden es que, consciente o inconscientemente, haya puesto al siglo XXI ante el espejo de sus propias aberraciones: abolición de la intimidad, apatía, sumisión. Aunque quizá no con el celo que han demostrado Obama y Cameron, ni con la magnitud de las cifras, ya estábamos advertidos del amor al espionaje masivo de la humanidad por parte de quienes se han convertido en nuestros centinelas frente a la amenaza terrorista; lo que ignorábamos es nuestra colaboración activa en el arrasamiento de la libertad individual gracias a las conversaciones, mensajes, cartas e imágenes que cedemos a empresas sin escrúpulos para que, transformados en pura mercancía, seamos impunemente encerrados en cárceles de sospecha.

La magnitud de las cifras no ofrece dudas: toda la humanidad es sospechosa. Incluso puede extraerse una conclusión más radical: toda la humanidad es casi culpable. Por eso debe ser acechada, controlada, vigilada. No es una idea reconfortante del ser humano. Pero aún lo es menos que los propios hombres, por estulticia o por servilismo, se presten alegremente como víctimas del sacrificio.

 

El País, 21/07/2013 



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2 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Caribe de Jean Rhys

Segundo post para la sección "La vuelta al mundo literaria" del blog Papeles perdidos, en El País: 

            Pocas precuelas hay más atrevidas que Ancho mar de los Sargazos (1966), la novela de Jean Rhys, escritora nacida en la colonia inglesa de Dominica en 1890 y fallecida en 1979. Rhys se atrevió a meterse con Jane Eyre (1847), la reverenciada novela de Charlotte Brontë. Al imaginar la historia de Antoinette Cosway, la "loca del ático", al dotarla de personalidad, Ancho mar de los sargazos le da una respuesta post-colonial a una literatura inglesa que, a lo largo del siglo XIX, tuvo a las colonias del imperio como uno de sus puntos ciegos.

            La novela está ambientada en su primera parte en una Jamaica en la que los negros esclavos acaban de obtener su libertad. Es una sociedad pigmentocrática, de colonos ingleses, negros, y criollos como la madre de Antoinette, una viuda joven rechazada por las señoras jamaiquinas porque proviene de la Martinica. Los negros también se burlan de ella: la pobreza los acecha, y la finca en la que viven en Coulibri muestra señales de deterioro: "Nuestro jardín era amplio y hermoso como el Jardín de la Biblia: allí crecía el árbol de la vida. Pero se había transformado en un lugar salvaje. La hierba borraba los senderos y el olor de las flores muertas se mezclaba con el fresco olor de la vida... La finca de Coulibri, en su totalidad, se había asalvajado al igual que el jardín, toda ella era salvaje floresta. Ya no había esclavos, ¿quién iba a trabajar? Esto no me entristecía. No recordaba el lugar en sus días de prosperidad".

            Ancho mar de los Sargazos es la historia de un descenso en la locura en pleno Paraíso, en un Caribe tan hostil como encantado, en el que la lluvia es música, el agua de los ríos es verde y la puesta del sol es un incendio en "el cielo y el distante mar". La madre de Antoinette perderá la razón, y Antoinette, casada con un inglés en un matrimonio apresurado, la irá también perdiendo inexorablemente. Esa locura no sólo es hereditaria, sino también está relacionada con el pecado histórico de la esclavitud. Los colonos ingleses tardan en darse cuenta que esas islas de las Antillas no les pertenecen culturalmente; pertenecen a gente como Christophine, la nana de Antoinette, que canta canciones en patois de música alegre y palabras tristes, domina las artes de la magia negra (la versión local se llama obeah) y sabe de zombies, "personas muertas que parecen estar vivas o personas vivas que están muertas".

           No hay más esclavitud. Pero cuesta liberarse plenamente. En Ancho mar de los Sargazos, los negros se aplican a la venganza, unos cuantos colonos ingleses todavía tratan de seguir haciendo fortuna, y, en medio del fuego cruzado, están los criollos, esos "blancos negros" o "negros blancos" rechazados por todos que deambularán como fantasmas hasta asumir su identidad dividida. Aunque eso les cueste la vida.

 

(El País, 31 de julio 2013)

 



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2 de agosto de 2013
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III. Imprima su casa

Una impresora tridimensional que produce objetos de hasta 28 por 15 por 16 centímetros en toda la gama de colores, simples o mezclados, usando plástico biodegradable, cuesta hoy unos 2 mil dólares, y las hay, para objetos de mayor tamaño, que llegan a costar 10 mil; pero ya se sabe que estos precios tienden a bajar en la medida en que el uso se generaliza.
Las impresoras en tercera dimensión están en su infancia, pero además fabrican ya prótesis médicas, piezas dentales, y brazos, pies, manos, piernas, con la ventaja de que son hechas de acuerdo a las necesidades exactas de cada paciente. Y también piezas de maquinaria industrial, de automóviles, de aviones, o de barcos, como lo está haciendo ya la Marina de Estados Unidos, desde luego que existen plásticos tanto o más resistentes que los metales.
La impresión en tercera dimensión va a revolucionar no sólo la industria con la fabricación de matrices y prototipos, sino también la arquitectura y la construcción. En Holanda, la compañía de arquitectura DUS dispone de la impresora KamerMaker, la más grande del mundo, que utilizará un bioplástico obtenido del maíz, y fibras de madera, para imprimir las paredes, techos y demás componentes y muebles de edificios. El primero de ellos se alzará junto a uno de los canales de Ámsterdam, una vez ensamblado.

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2 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Pastoral iraquí

La guerra es una experiencia universal (en el sentido de que afecta a todos los órdenes de la existencia sin excepción) y extrema hasta el punto de haber quedado impresa indeleblemente en la memoria del ser humano como especie. Se puede hablar de ella sin haberla vivido, como lo demostró aquel autor norteamericano que alcanzó un éxito extraordinario con una novela sobre Vietnam para ser relegado de pronto al escarnio y el anonimato cuando se descubrió que apenas si conocía Vietnam de oídas y que ni siquiera había hecho el servicio militar. Y en un relato bélico tampoco son necesarias las descripciones de cruentas batallas cercanas al apocalipsis con incontables víctimas civiles y militares, y pienso por ejemplo en El desierto de los tártaros, de Dino Buzatti, en la cual no sólo no se llega a disparar un solo tiro sino que ni siquiera se ve una sola vez al enemigo que sin embargo está siempre ahí, al acecho, pues aun invisible esa presencia es lo único que dará sentido a la vida del joven teniente Giovanni Drogo.
Hasta cierto punto, es lo que ocurre en Pastoral iraquí, en la que se narra la misión de un destacamento militar español en Iraq durante la Segunda Guerra del Golfo. En estricta justicia, el único hecho de guerra reseñable es el estallido de una bomba en un mercado de Bagdad, aunque en último término no acaba de estar claro si es un acto terrorista cometido en un lugar público y muy concurrido para causar el mayor número de víctimas o si el artefacto iba dirigido contra los militares españoles "amigos". Y la única baja efectiva que sufre el destacamento es la muerte por decapitación del intérprete Massoud, aunque tampoco en este caso es consecuencia de un ataque del enemigo y más bien tiene el aspecto de un sacrificio ritual colectivo celebrado para acentuar los vínculos entre unos hombres inmersos, como decía al principio, en una experiencia universal y extrema, y en la que si por un lado necesitan ineludiblemente de los demás para sobrevivir como colectivo, la posible salvación será individual y cada uno habrá de cargar con el resultado de su experiencia.
Puesto que el autor no cede en ningún momento a la tentación del recurso fácil y emotivo de los bombardeos, el golpeteo de las balas desgarrando carne y los combates cuerpo a cuerpo, o dicho de otro modo, puesto que la guerra como tal es una presencia abrumadora que lo condiciona todo pero desde el exterior, la narración termina siendo, necesariamente, una metáfora interior, oscura, extrema y ajena al hecho de si lo narrado ocurrió como se cuenta o si los hechos reseñados son dignos de ser conservados en la memoria colectiva. Y en este sentido suena muy oportuna la cita de Hemingway recogida antes de inicio del libro y que dice: "Siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que antes fueron contadas como hechos".
Pero en Pastoral iraquí, en lugar de luz se cosechan tinieblas porque también en este terreno el autor ha renunciado al privilegio de hurgar y poner al descubierto determinados rasgos definitorios de los personajes en nombre de su familiaridad con ellos (al fin y al cabo se supone que los ha creado él y los conoce como nadie). En esta ficción, ninguno de los soldados, empezando por los jefes, conoce el terreno que les ha sido asignado, ni está familiarizado con los civiles a los que supuestamente ha ido a salvar ni  conoce tampoco las tácticas y peculiaridades del enemigo. Se aprende sobre la marcha, muchas veces a costa de los errores, de la misma forma que el lector va adentrándose en la progresiva, dolorosa y en cierto modo angustiosa complejidad de las situaciones según se suceden unas acciones impuestas desde el exterior y que nadie controla, salvo la fatalidad: ese coro trágico de mujeres vestidas de negro que reclaman los cuerpos de sus maridos muertos en una acción bélica; las autopsias realizadas sin los medios adecuados y narradas por un médico que distrae a los testigos con consideraciones metafísicas mientras le arrebata su sortija a una mano cercenada; el progresivo deterioro del coronel al mando del destacamento y que acaba siendo destruido por la misma realidad (la guerra) que debiera dar sentido a su vida como militar; el capellán castrense al que ya no le valen los argumentos de los que se servía en tiempos de paz para guiar a unos reclutas a los que ahora abandona a su suerte por carecer de argumentos creíbles, o el capitán de los servicios de información que termina siendo víctima de las mentiras y manipulaciones propias de su condición de espía. Ni el lector ni los soldados se benefician de subterfugios y remansos por gracia del narrador. Si tuvieran respuesta las preguntas que obsesivamente se hace el coronel jefe (¿Conseguiré salir vivo de aquí? ¿Salvará su vida el más miedoso de los hombres? ¿Quién me ha traído hasta aquí?)  dichas respuestas valdrían para todos los personajes e incluso para el lector pero no, por desdicha no hay explicación posible.

Pastoral iraquí
Basilio Baltasar
Alfaguara



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31 de julio de 2013
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II. Una revolución que no hace ruido

Del correo electrónico oí hablar primero de manera lejana, un asunto curioso. El teléfono celular me pareció un juguete raro. Y recuerdo que la revista Time registraba en cada número los sitios web más atractivos, tarea que sería hoy inútil, porque hay millones.
Es lo que está pasando hoy día con las impresoras en tercera dimensión, por eso empecé hablando de nuestra idea limitada de lo que significa imprimir. Se oye hablar de esta nueva invención de manera esporádica y lejana, apenas como una curiosidad, a pesar de que estamos entrando en una nueva era, como antes con la aparición de la imprenta, o de la máquina de vapor, o de las computadoras.
Una impresora en tercera dimensión trabaja igual que cualquier otra, con cartuchos, sólo que en este caso son de polvos de resinas, polímeros y tintes; sólo que en lugar de imprimir caracteres sobre una superficie plana, como el papel, va agregando capa tras capa hasta formar objetos, siguiendo las instrucciones inscritas en el programa digital de diseño. Juguetes, por ejemplo. Adornos de mesa, lámparas, pulseras de reloj, pendientes, collares, broches, adornos de Navidad. Todo lo que nos puede parecer bagatelas.
La fabricación de estos objetos, que ha dependido hasta ahora de un proceso industrial bajo una marca registrada, y de la distribución por un mayorista a tiendas al detalle donde el cliente tiene que buscarlos, se hace ya de manera doméstica. Desde su propio hogar, cualquier puede buscar en Internet el diseño que le convenga, y fabricar la pieza uno mismo.

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31 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Papa se llama Paco

Un fenómeno principal de nuestra época es que una inmensa mayoría de sus creaciones no quieren decir nada. Algunas películas a cargo de respetados directores como, por ejemplo, La mejor oferta, de Giuseppe Tornatore, se esfuerzan de principio a fin en repetir la tontada de que "siempre en una falsificación hay una pincelada auténtica". Es decir, la pincelada personal del falsificador ¿Y? Nada: he aquí su total mensaje, el punto conceptual adonde la mente debería dirigirse para no hallar importancia alguna puesto que esta película es, de principio a fin, un juego que juega con el juego de jugar. Juega, efectivamente, con la desaparición del cine como el mismo Tornatore anunciaba en su Cinema Paradiso.

El juego ocupa el más y el menos de la experiencia, sea con los productos creados o con los sobrevenidos del almacén. Los mismos productos llamados culturales se entretienen entre sí como si su mecanismo se hallara incrustado en el mecanismo anterior y más tarde en el precedente, hasta la inanidad de la repetición.

Este tiempo actual, catastrófico pero de entretiempo, viene a justificar la omnipresencia del vano entretenimiento. No es fácil hallar significación a las políticas económicas ni a sus proclamas represivas. La ecuación entre contención y cielo, entre pobreza y salvación ha perdido su lazo virtuoso y productivo. Se sufre, se sobrelleva, se pierde el empleo, se queda marginado y nos morimos sin más. ¿Una rebeldía efectiva hacia la Revolución? Nada de nada. ¿Un camino hacia el "Paradiso"? Tampoco. Los hechos y los desechos se funden como en una banda de Moebius sobre la que los días pasan sin que notemos que no pasa sino lo peor de lo que fuera mejor.

Quizás algunas novelas -género vetusto donde los haya- de renombrados autores -vetustos, casi todos- sigan con sus cantatas morales. El resto ha perdido la moral para llegar más lejos y, sobre todo, pierden peso para la vuelta al mundo con mayor facilidad. El entretenimiento es su condimento pero su core también. La novela fue la plomada imperial del siglo XIX, el cine fue la clave del siglo XX, la televisión es hoy, a través de sus series célebres, lo valioso del entretenimiento audiovisual, pero, en general, todo lo nuevo pretende acentuar sin dictar ni incordiar. La ignorancia es la máscara de la inocencia y la ley absoluta del robot.

De todo ello se hace culpable a la importancia de la audiencia pero seguramente también buena parte de la audiencia ha taponado sus oídos en vistas a que no hay nada interesante que escuchar. Todo el superabundante cine de acción catastrófica y sin pausa representa bien esta característica de la creación que trata de armar el máximo ruido contra la audacia de la temible audición.

Y prácticamente lo mismo sucede en las artes plásticas que no procuran por gusto denunciar nada de lo preexistente o si lo denuncian es a la manera de un juego sin emoción. El arte se conforma con que se vea su propósito amanerado de ser rebelde y su autoinmolación haciéndose cada vez más deleznable.

Pero todo esto, hay que decirlo, sucede especialmente con los bestsellers de millones de ejemplares mundiales y apartados de la novela convencional. Sus intrigas y sus misterios no se dirigen a nada que no sea la segura vacuidad. Así como las frenéticas persecuciones de automóviles en las superproducciones cinematográficas no se proponen otra meta que la de crear sobresaltos, la novela, el cine o la tele - en general- tratan de procurar brincos divertidos sin levantarse del sillón.

La moción y no la emoción productiva copan el mundo de la generación artística pero también la financiera, la social, la política y hasta teologal puesto que ¿hay otra prueba mayor de este simplismo que al Papa se le llame Paco?

El arte, como la religión, se halla en todas partes y en ninguna. Nunca desaparecen, siempre se transforman. Y el mundo se desenvuelve en un perpetuo intercambio entre la justicia y lo injusto, entre el sí y el no del valor. Ahora además, cabe añadir, mediante la indiferencia del canje infantil, inocuo y banal, entre la idea y la mercancía.



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31 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Brasil de Guimarães Rosa

El blog Papeles perdidos de El País me pidió tres textos para una sección llamada "La vuelta al mundo literaria". Aquí va el primero: 

Dice el escritor brasileño João Guimarães Rosa (1908-1967) que antes de embarcarse a escribir Sagarana (1946) se puso a rezar de verdad para olvidarse de "modas, tendencias, escuelas literarias, doctrinas, conceptos, actualidades y tradiciones... Eso, porque: en la olla del pobre, todo es condimento". Es cierto que se olvidó de muchas cosas para reinventarlas a su manera, pero, si este escritor veía su olla como la de un pobre, cómo vería la nuestra? Guimarães Rosa dominaba más de diez idiomas y gracias a ese conocimiento exprimía el lenguaje en cada frase. Esa riqueza lingüística proporciona una asombrosa cantidad de hallazgos literarios en cada página (en sus relatos, un personaje no muere sino que "desvive", la humedad "enmela" las ropas, y una lluvia fuerte es la caída de "un mazo de agua mal atada").

Guimarães Rosa no es tan conocido como debiera en el mundo hispanoamericano. Los que han leído Gran Sertón: Veredas (1956) suelen quedar deslumbrados con esta novela joyceana que anticipa al Boom. Pero la feliz explosión comienza con los largos relatos de Sagarana, en los que el escritor brasileño da cuerpo a su particular visión del sertón, en el interior de Minas Gerais, su estado. Es un mundo vasto, descrito con exactitud "micromilimétrica": "Están el pato fierro y el pato cabeza roja... Están el ánade de pico grande y otro azulado, y uno con un adorno de muchos colores... Está el ánade rabudo, que silba... Está el sirirí pampa... están las garzas. ¡Un montón!..." Un montón, sí.

Como otros grandes escritores de la transculturación -Rulfo, Arguedas, Carpentier, Castellanos, Roa Bastos- Guimarães Rosa logró mezclar los relatos populares de su tierra -las cantigas del sertón-- con los logros formales de la narrativa europea y norteamericana de la primera mitad del siglo XX; a eso le añadió su léxico maravilloso y su mirada poética ("En noche de roza todo es canto y recanto. Y siempre hay un perro ladrando lejos, en el fondo del mundo"; "Volvió a llover... Y casi todo el día, un sapo sentado en el barro, se preguntaba cómo se hizo el mundo"). Después de él, el regionalismo ya no será lo que era.

En Sagarana está el pueblo y sus creencias contradictorias: el narrador de "San Marcos" no cree en hechiceros, pero acepta supersticiones como "sal derramada; un cura viajando con nosotros en el tren; no decir rayo: como mucho, y si el tiempo está bueno, decir ‘centella'..." En "Cuerpo sellado", Manuel Fuló es capaz de enfrentarse a un valentón del lugar gracias a que le han hecho creer que un hechizo lo protege. El sertón está encantado, los animales están muy presentes (y a veces son capaces de pensar, como en el magistral "Conversación de bueyes"), y el hombre se halla en constante diálogo con una naturaleza a veces hostil y otras protectora.

"Gracias a Dios, todo es misterio", escribe Guimarães Rosa. "Y riqueza, ¡oh riqueza!... Por lo menos, impiadoso, horror al lugar común". Sagarana es eso: misterio, riqueza, horror al lugar común.    

 

(El País, 29 de julio 2013)

 



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30 de julio de 2013
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