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Fue un acontecimiento extraño, hace algunas noches, en el Poble Espanyol. Para quienes aún no hayan visto el oscarizado documental Searching for Sugar Man, Sixto Rodríguez es un músico que, en los años setenta, grabó un par de discos de los que sus productores se enamoraron de tal manera que lo consideraron superior incluso a Bob Dylan. Un timbre transparente, unos acordes vibrantes y unas letras con la suficiente carga poética para conectar con la deriva existencial desde un suave inconformismo. Pero Rodríguez fracasó. No llegó ni de lejos a los top ten. Y deportivamente regresó a su oficio de albañil, cargando frigoríficos y remozando muros con la humildad de un peón. Seguía tocando la guitarra en la intimidad, mientras en Sudáfrica, en pleno apartheid, sus canciones se convertían en himnos y le hacían más popular que los Stones. Él nunca supo que había vendido más de medio millón de copias en la entonces aislada Ciudad del Cabo. Sus hijas, en el documental que lo ha convertido en leyenda, confiesan que fueron pobres, y que vivieron en más de 26 casas. Algunas sin habitaciones. Otras sin lavabo. Sin embargo, el padre las llevaba a bibliotecas, a la ópera, “a los lugares de los ricos e ilustrados”. En Sudáfrica, cuando Rodríguez se convirtió en el mayor ídolo musical de los setenta, los periódicos publicaron la falsa noticia de su suicidio. Y a pesar de que tres generaciones cantaban sus canciones, nadie se interesó en seguir su rastro hasta que unos periodistas musicales descubrieron que no estaba muerto. Y le organizaron una gira por Sudáfrica: 30 conciertos, limusinas, hoteles de cinco estrellas… Sólo sus hijas comprendieron el significado de todo aquello: su padre, un genio outsider con vocación de jornalero vestido de esmoquin, donó el dinero recaudado a los más pobres que él y continuó viviendo como si no hubiera pasado nada, acaso con la reservada satisfacción de haber sido aclamado por una multitud enfebrecida cuando había tenido más de veinte años para reconciliarse con el fracaso. El otro día, en Barcelona, apareció el misterio en el escenario mientras se vendían bocadillos de salchichón de Trujillo y helados de crema catalana. Casi ciego, no sé si extraviado, desafinó ante un público maduro y condescendiente. Daba igual. Jóvenes y viejos acudieron a venerar al hombre del documental, al proletario digno. A un símbolo de los genios fallidos. El que hoy, veinte años después de resucitar del olvido, es requerido como antihéroe en los veranos musicales. Demasiado tarde para un idealista albañil de Detroit. Ojalá no sea ingenuo desear que, como mínimo, ahora sí cobre los royaltis por la reproducción, venta y descarga de sus discos.
A los 16 años desembarcó en las costas de Florida, muerta de susto y de sueño. Había vivido hasta entonces en la cerrada y orgullosa Cuba castrista. Cuando Fidel Castro abrió las fronteras, durante unos días alucinados de 1980, y el gobierno de Jimmy Carter los dejó entrar a Estados Unidos, Mirta Ojito se acurrucó entre las tablas de un viejo bote de pesca.
Mirta Ojito vivió en carne propia uno de los episodios más importantes de la historia de su país en el último medio siglo: el éxodo de miles de cubanos en el único ‘permiso’ del régimen castrista en 50 años. Ese verano de 1980, más de 125.000 cubanos salieron del puerto del Mariel en lanchas, botes, catamaranes y veleros. Cientos de capitanes de barcos de Florida colaboraron con esta salida, entre ellos el capitán Mike Howell y su barco, el Mañana.
Mirta tenía 16 años y apenas sabía unas pocas palabras en inglés, pero se embarcó en el Mañana con su familia rumbo a la vida con la que siempre había soñado. La libertad que les faltaba en Cuba como a quien le falta el aire.
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En los años siguientes aprendió inglés, se hizo periodista, trabajó en el Miami Herald, fue fichada por el Times, ganó el Premio Pulitzer junto con varios compañeros por una serie de reportajes que trazan el mapa de la inmigración de una forma tan profunda y compleja que cambiaron la forma en que se cubría este fenómeno, cada vez más universal, más dramático, más incomprendido y más usado por políticos y periodistas demagogos.
El trabajo de Mirta Ojito en ese proyecto es un ejemplo de llegar al fondo de la construcción de la personalidad en este siglo de identidades astilladas. Best of Friends, Worlds Apart (algo así como Los mejores amigos en mundos separados), es la historia de dos cubanos, uno ‘blanco’ (aunque los estadounidenses dirían que es de etnia ‘latina’) y el otro ‘negro’, que eran grandes amigos en la isla. Ambos emigraron a Miami, y al llegar, poco a poco, de forma sutil pero determinante, se fueron apartando, se fueron colocando en mundos culturales e identitarios separados.
En Cuba eran cubanos, y punto. En Estados Unidos, uno es latino y el otro es negro. Les tocan barrios distintos, se van sintiendo cómodos con amistades diversas, vistiendo ropa diferente, divirtiéndose por separado, cada uno en su universo. En ambos países lo que significa ser blanco o ser negro es muy distinto.
La crónica de Mirta Ojito, a la que dedicó cerca de un año, es tan profunda como un tratado de antropología. Pero es periodismo. Es el tipo de periodismo que nos permite ver cuán lejos, cuán profundo se puede llegar mirando, preguntado, contando.
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En 1998, Mirta regresó a Cuba. No había vuelto desde que zarpó el Mañana.
Fue como enviada del New York Times a cubrir la visita del Papa. Contó el fascinante viaje de Juan Pablo II, la extraña alianza hostil entre las autoridades comunistas y la Iglesia, las misas y los encuentros.
Y visitó su vieja casa en La Habana, donde una familia aterrada le abrió la puerta, pensando que venía a reclamar algo. Al final de la tarde se habían contado, entre risas y llantos, las vidas mutuas.
Fue ahí donde empezó a tomar forma la idea de su libro: Finding Mañana, que juega, por supuesto, con su búsqueda del barco, su capitán y toda la historia del Mariel, y por otro lado con el viaje en busca de un ‘mañana’ que ella había emprendido hacía casi dos décadas.
El libro fue un gran éxito en Estados Unidos, y la misma editorial, Vintage, lo tradujo al español, reduciendo su título a El Mañana.
“En mis recuerdos, Mariel era algo que sencillamente me había sucedido a mí, a todos nosotros –en Cuba, en Miami y en Washington”, escribe en su prólogo. “Después de quince años de reportera en Miami y Nueva York, cubriendo mayormente temas de inmigración, estaba al tanto de las consecuencias y los rasgos generales del puente marítimo: las fechas, las estadísticas, el impacto –bueno y malo– y las imágenes televisadas de desesperación y esperanza, pero mi propia historia era una página en blanco”.
Mirta Ojito necesitaba recuperar, investigar y contar la historia ‘oficial’ del Mariel, porque faltaba la crónica indagada con profundidad escrita como una novela, de ese episodio histórico. Y eso hace en sus capítulos pares.
Pero en los impares, empezando por el primero, cuenta su propia historia y la de su familia. Su entusiasmo por la revolución como niña, su desencanto, la desesperación por huir de sus padres, el viaje peligroso, la llegada al país desconocido.
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La autora leyó miles de documentos y entrevistó a cientos de fuentes para poder contar, en sus capítulos de Historia, por qué y cómo un extraño personaje se acercó al gobierno de Jimmy Carter con la insólita petición de que las autoridades cubanas dejaran ir a los ‘marielitos’. Y la aún más sorprendente historia de cómo y por qué la administración norteamericana accedió, y luego el gobierno de la isla dio el sí. En esos capítulos no aparece la primera persona.
Pero en los otros, los impares, la historia con minúscula es la de la propia autora, y tiene toda la razón para ser así. Para transformar los números y las negociaciones internacionales en dramas, sufrimientos y alegrías de personas concretas, usa un caso que conoce bien. El suyo propio.
Sus recuerdos son nítidos, y además, como ya soñaba con ser escritora, había anotado todo en un diario íntimo. Cuando se lanzó a investigar para El Mañana, entrevistó a su familia con la precisión y el profesionalismo con los que había ganado el Pulitzer entrevistando a desconocidos. Y con esos mimbres armó su emocionante y reveladora historia.
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“Cuba ya no es una obsesión en mi vida”, dice en el anteúltimo párrafo de El Mañana.
“Más bien es la experiencia definitoria de mi identidad, un dolor sordo que late a la más leve provocación: una palabra que creía olvidada; un himno que sólo antiguos pioneros comunistas, como yo, todavía se saben; una fotografía en blanco y negro de mi familia alrededor de 1970 que mi madre conserva en un álbum; y aquel lápiz labial color chocolate que traje conmigo y que está guardado en mi botiquín”.
Recuerdos tan personales no suelen formar parte del periodismo narrativo. Pero cuando sabemos que el desnudar el alma y el pasado es una herramienta que el autor usa no sólo para hacer las paces consigo mismo y su historia sino porque es necesario y útil para contarnos algo del mundo, el ‘yo’ se convierte en herramienta de gran valor.
El camino de un tema desconocido o poco comprendido hacia nuestra propia sensibilidad pasa, entonces, por los detalles concretos albergados en la memoria del periodista. Pero para eso hay que aprender a tratarse a uno mismo con la misma mezcla de presión, confianza y escepticismo con la que tratamos a nuestras mejores fuentes.
Los dos rombos nos marcaron, y de qué manera. No tanto por su prevención moral como por la fascinación que suponía transgredir lo prohibido. Cumplir catorce años, en la España de los años setenta y primeros ochenta, significaba alcanzar un grado de madurez para los jóvenes que, ante un rombo, se sentían legitimados para poder consumir material sensible. “Bah, un rombo”, nos decíamos, aunque a menudo el contenido que visionábamos fuera más atormentado que el de cualquier peliculilla del destape, donde más que alentar el sentido del morbo se exaltaba el del ridículo. La geometría inspirada en la baraja francesa y símbolo del diamante debió de ser obra de algún censor esteta con vocación de diseñador gráfico. No he podido averiguar el nombre del autor de tan refinado invento identificador de lo moralmente condenable por parte del comité de censura de TVE. Duraron hasta 1985, cuando una sociedad que se consideraba ya madura y democrática empezó a entenderlos como un mensaje naif. Empleados ornamentalmente desde la antigüedad y emble- ma del op art o el cuerpo de paracaidismo del ejército español, los rombos han sido puestos en juego tanto por las matemáticas como por David Delfín. El anuncio de que el Gobierno proyecta unificar un sistema de calificación de contenidos por edades para televisión, cine e internet sorprende a una audiencia que durante años ha esperado la tan requerida autorregulación por parte de las cadenas televisivas que, sin complejos, programan en horario infantil asuntos abyectos que promueven desde la violencia hasta el sexismo, el mal gusto o el analfabetismo emocional, más nocivos que una de indios y vaqueros. Sea en forma de dos rombos o dos calaveras, la regulación que ahora promueve el Gobierno viene a decir que hace falta un mayor vigor para compensar la laxitud que se da en tantos hogares donde los niños pequeños ven Los Simpson -que, por cierto, hasta 1994 se emitían a las 23.00 y actualmente, a la hora de comer- “porque son dibujos animados”. Y es que hoy, con doce años, uno puede descubrir a Visconti y Thomas Mann en la reposición madrileña de Muerte en Venecia, y enfrentarse, con 16, a la iniciativa gubernamental de permitir una noche al año cualquier actividad criminal, incluido el asesinato, en The purge. La noche de las bestias. Titánico trabajo le espera al comité que, de continuar con la medida, designe el Gobierno como autoridad moral para decidir qué es nocivo y qué no, incluso para ponerle puertas al mar. Acaso se trate de un gesto de impotencia, de condenar y prohibir como cínico lavado de cara en lugar de promover el desarrollo de un autocontrol y orquestar una iniciativa pedagógica. El conocimiento es poder, y necesita de maestrazgo, acompañamiento, tutela, aliento. Porque el verdadero sentido de los rombos no fue su efecto disuasorio sino su papel como rito de pasaje, y estos nunca son moralizadores. (La Vanguardia)
Pese a su carácter de fantasía orientalista -cúmulo de las expectativas y los prejuicios decimonónicos inventariados por Edward Said-, la Aída de Giuseppe Verdi, estrenada en Alejandría en la Noche Buena de 1871, también puede ser leída como el enfrentamiento que prevalece en Egipto entre la casta militar y la eclesiástica. Cuando llegamos al último acto de la ópera, el general Radamès, héroe de la guerra contra los etíopes, ha sido condenado a morir en el los sótanos del Templo de Vulcano (!) tras haber caído en una trampa y revelado información confidencial por culpa de la desdichada Aída, quien en realidad es hija de Amonasro, rey de los etíopes. Y aunque Amneris, la mismísima hija del Faraón, implora clemencia, el sumo sacerdote Ramfis y sus seguidores no tienen misericordia frente al soldado.
Cuando a partir del 25 de enero de 2011 miles de jóvenes comenzaron a congregarse en la rotonda de Tahrir exigiendo la dimisión de Hosni Mubarak, el sangriento rais a quien los occidentales jamás llamaron dictador, los medios se apresuraron a proclamar que la incipiente Primavera árabe al fin transformaría los regímenes autoritarios de la región en sociedades abiertas. Siguiendo el ejemplo de Túnez, los manifestantes no descansaron hasta que los militares encarcelaron a Mubarak -quien luego sería enjuiciado y sentenciado a cadena perpetua-, levantaron el estado de emergencia y prometieron elecciones libres.
Los generales cumplieron su palabra y Mohamed Morsi, miembro de la poderosa cofradía de los Hermanos Musulmanes, se convirtió en su primer presidente democrático. Considerado un moderado dentro de la corriente islamista, éste no tardó en perder el favor popular al acentuar la influencia del Islam en la vida pública, al perseguir una ley que le conferiría poderes extraordinarios y, sobre todo, al enfrentarse al ejército que había permitido su ascenso. Su decisión de ordenar el retiro del mariscal Mohamed Tantawi, hombre fuerte de la anterior junta, quizás fue el auténtico disparador de su caída, por más que ésta parezca deberse a las protestas -centradas de nuevo en la rotonda de Tahrir- que se sucedieron a partir de junio.
En teoría para responder a las "exigencias de la calle", el nuevo jefe de las fuerzas armadas, Abdul Fatah al-Sisi, emitió un ultimátum -más bien una amenaza- a Morsi para que construyera un gobierno de unidad nacional. Éste respondió con un nuevo desafío, alegando la legitimidad de las votaciones que lo habían ungido en su cargo. Al cumplirse el término de 48 horas, el ejército decidió recuperar el control del gobierno y detuvo a Morsi, quien hasta la fecha permanece bajo su custodia. A los pocos días la situación se había vuelto incontrolable, con miles de jóvenes laicos celebrando el golpe, a la vez que los Hermanos Musulmanes y otras organizaciones islamistas eran perseguidas. Para justificar sus acciones, tanto unos como otros no se han cansado de invocar la misma excusa: los Hermanos Musulmanes y Morsi mantienen que fueron elegidos democráticamente -la permanente exigencia de Occidente-, mientras el ejército y los manifestantes de Tahrir justifican el golpe por la necesidad democrática de corregir los desvíos autoritarios del presidente.
Egipto es el principal aliado de Estados Unidos en el mundo árabe debido a la paz con Israel conseguida gracias a los millones de dólares que la mayor potencia global le entrega, más que a su gobierno, a su cúpula militar (incluso en estos días no ha suspendido la entrega de equipo bélico). Valiéndose de su habitual doble discurso -poco importa que Obama sea el presidente-, Estados Unidos ni siquiera ha querido llamar "golpe de estado" a lo ocurrido y se ha limitado a expresar su preocupación por la violencia. Lo cierto es que, cuando las elecciones llevan al poder a líderes contrarios a los intereses de Occidente -en una línea que va de Hamás en Gaza al de los Hermanos Musulmanes en Egipto-, la democracia no resulta tan importante y de inmediato se encuentran subterfugios para acotarla. Si bien en el gobierno de transición hay figuras prestigiosas, quien manda es el ejército, que no ha se ha detenido a la hora de limitar la libertad de expresión o reprimir a sus enemigos eclesiásticos. Aun si otra vez cumplen su palabra y convocan nuevas elecciones, en el mejor de los casos nos encontraríamos frente a una "democracia de los generales" semejante a la de Turquía en el pasado. Es decir, una falsa democracia.
La mayor enseñanza de los triunfos y fracasos de la mal llamada Primavera árabe es que, si no se construyen auténticas instituciones democráticas, con pesos y contrapesos específicos y límites precisos a los estamentos eclesiásticos y militares -las dos lacras que siempre han acompañado a la humanidad-, las perspectivas de un auténtico progreso en la región se verán constantemente defraudadas. Por ahora los herederos de Radamès han conseguido vengarse de los seguidores de Ramfis, pero esta óperaa aún no concluye.
Twitter: @jvolpi
El 15 de julio se cumplen diez años de la muerte de Roberto Bolaño. Reproduzco aquí dos textos que le he dedicado en mis libros Mentiras contagiosas (2008) y El insomnio de Bolívar (2009).
1. El último latinoamericano
Tras una larga enfermedad, Roberto Bolaño murió el 14 de julio de 2003. Ese día, cerca de la medianoche, se volvió inmortal. Cierto: poco antes había empezado a paladear eso que las revistas del corazón llaman las mieles de la fama, o al menos de esa fama lerda y un tanto escuálida a la cual aspira un escritor. Apenas unos días atrás, en Sevilla, donde se aprestaba a leer su casi siempre mal citada o de plano incomprendida conferencia "Sevilla me mata", él mismo se había apresurado a buscar un ejemplar del periódico francés Libération porque le dedicaba la primera plana de su suplemento, y ya sabemos que para cualquier escritor latinoamericano -y Bolaño, pese a ser el último, lo era- no existe mayor celebridad que los halagos pedantes y un punto achacosos de la izquierda intelectual francesa. Como todo escritor que se respete, Bolaño se reía a carcajadas de las mieles de la fama y se pitorreaba de la izquierda intelectual francesa, pero el sabor almibarado de los artículos y críticas que lo ponían por los cielos endulzó un poco sus últimos días. En resumen: antes de morir, Bolaño alcanzó a entrever, con la ácida lucidez que lo caracterizaba, que estaba a punto, a casi nada, de convertirse en un escritor famoso pero, aunque era consciente de su genio -tan consciente como para despreciarlo-, quizás no llegó a imaginar que muy poco después de su muerte, que también entreveía, no sólo iba a ser definido como "uno de los escritores más relevantes de su tiempo", como "un autor imprescindible", como "un gigante de las letras", sino también como "una epidemia" y como "el último escritor latinoamericano". Pero así es: murió Bolaño y murieron con él, a veces sin darse cuenta -aún hay varios zombis que deambulan de aquí para allá-, todos los escritores latinoamericanos. Lo digo clara y contundentemente: todos, sin excepción.
Lo anterior podría sonar como una típica boutade de Bolaño, y podría serlo: murió Bolaño y con él murió esa tradición, bastante rica y bastante frágil, que conocemos como literatura latinoamericana (marca registrada). Por supuesto aún hay escritores nacidos en los países de América Latina que siguen escribiendo sus cosas, a veces bien, a veces regular, a veces mal o terriblemente mal, pero en sentido estricto ninguno de ellos es ya un escritor latinoamericano sino, en el mejor de los casos, un escritor mexicano, chileno, paraguayo, guatemalteco o boliviano que, en el peor de los casos, aún se considera latinoamericano. Fin de la boutade.
Bolaño conocía perfectamente la tradición que cargaba a cuestas, los autores que odiaba y los que admiraba, los cuales en no pocas ocasiones eran los mismos. No los españoles (que despreciaba o envidiaba), no los rusos (que lo sacudían), no los alemanes (que le fastidiaban), no los franceses (que se sabía de memoria), no los ingleses (que le importaban bien poco), sino los escritores latinoamericanos que le irritaban y conmovían por igual, en especial esa caterva amparada bajo esa rimbombante y algo tonta onomatopeya, Boom. Cada mañana, luego de sorber un cortado, mordisquear una tostada con aceite y hacer un par de genuflexiones algo dificultosas, Bolaño dedicaba un par de horas a prepararse para su lucha cotidiana con los autores del Boom. A veces se enfrentaba a Cortázar, al cual una vez llegó a vencer por nocaut en el último round; otras se abalanzaba contra el dúo de luchadores técnicos formado por Vargas Llosa y Fuentes; y, cuando se sentía particularmente poderoso o colérico o nostálgico, se permitía enfrentar al campeón mundial de los pesos pesados, el destripador de Aracataca, el rudo García Márquez, su némesis, su enemigo mortal y, aunque sorprenda a muchos, su único dios junto con ese dios todavía mayor, Borges.
Bolaño, cuando todavía no era Bolaño sino Roberto o Robertito o Robert o Bobby -no sé de nadie que lo llamara así, pero da igual-, creció, como todos nosotros, a la sombra de esa pandilla todopoderosa y aparentemente invencible, esos superhéroes vanidosos reunidos en el Salón de la Justicia que montaban en Barcelona o en La Habana o en México o en Madrid o dondequiera que su manager los llevase. Bolaño los leyó de joven, los leyó de adulto y tal vez los hubiese releído de viejo: nombrándolos o sin nombrarlos, cada libro suyo intenta ser una respuesta, una salida, una bocanada de aire, una réplica, una refutación, un homenaje, un desafío o un insulto a todos ellos. Todas las mañanas pensaba cómo torcerle el pescuezo a uno o cómo aplicarle una llave maestra a otro de esos viejos que, en cambio, dolorosamente, nunca lo tomaron en cuenta o lo hicieron demasiado tarde.
Si hemos de pecar de convencionales, convengamos con que la edad de oro de la literatura latinoamericana comienza en los sesenta, cuando García Márquez, que aún era Gabo o Gabito, pregunta: ¿qué vamos a hacer esta noche?, y Fuentes, que siempre fue Fuentes, responde: lo que todas las noches, Gabo, conquistar el mundo. Y concluye, cuarenta años más tarde, en 2003, cuando Bolaño, ya siendo Bolaño, se presenta en Sevilla y anuncia, soterradamente, casi con vergüenza, que su nuevo libro está casi terminado, que la obra que al fin refutará y completará y dialogará y convivirá con La Casa Verde y Terra Nostra y Rayuela y sí, también, con Cien años de soledad, está casi lista, aun si ese casi habrá de volverse eterno porque Bolaño también presiente que no alcanzará a acabar, y menos aún a ver publicado, ese monstruo o esa quimera o ese delirio que se llamará, desafiantemente, 2666.
2. Todos somos Bolaño
Somos una pandilla de escritores jóvenes, o más bien de escritores un tanto traqueteados, incluso viejos o casi decrépitos, aunque sí bastante inmaduros, todos menores de cuarenta años, reunidos en otro congreso de escritores jóvenes -jóvenes por decreto, insisto-, en la fría y acogedora ciudad de Bogotá. Treinta y ocho escritores (falta uno de los invitados) listos para discutir sobre un tema soso y vano como el futuro de la literatura latinoamericana, signo evidente de que los organizadores del encuentro no saben que, desde la muerte de Bolaño, la literatura latinoamericana ya no tiene futuro sino sólo pasado, un pasado bastante elocuente y rico, todo hay que decir. Los treinta y ocho que estamos allí, en Bogotá, admiramos la ciudad y admiramos la forma de bailar de las chicas locales -tarea muy bolañesca- y, mientras tomamos mojitos y aguardientes, nos comportamos como colegiales, quizás porque desearíamos ser colegiales. Ajeno a nuestra apatía, el público insiste en preguntarnos por el futuro de la literatura latinoamericana, por su presente (que en teoría encarnamos), y por los rasgos que nos diferencian de nuestros mayores, es decir de los escritores latinoamericanos que tienen más de treinta y nueve años, once meses y treinta días. Nos miramos los unos a los otros, confundidos o más bien perplejos de que a alguien le preocupe semejante tema, procuramos no burlarnos -a fin de cuentas somos los invitados, el presente y el supuesto futuro de la literatura latinoamericana-, y respondemos, a media voz, lo más educadamente posible, que no tenemos la más puñetera idea de cuál es nuestro futuro y que hasta el momento no hemos encontrado un solo punto común que nos una o amalgame o integre -fuera de nuestro amor por Bogotá y por los mojitos-, pero como a nadie le convencen nuestras evasivas, por más corteses que sean, nos esforzamos y al final encontramos un punto en común entre todos, un hilo que nos ata, un vínculo del que nos sentimos orgullosos, y entonces pronunciamos en voz alta, envanecidos, sonrientes para que las fotografías den cuenta de nuestras dentaduras perfectas de escritores latinoamericanos menores de cuarenta, su nombre.
Bolaño, decimos. Bolaño.
El paraguayo admira a Bolaño, los argentinos admiran a Bolaño, los mexicanos admiramos a Bolaño, los colombianos admiran a Bolaño, la dominicana y la puertorriqueña admiran a Bolaño, el boliviano admira a Bolaño, los cubanos admiran a Bolaño, los venezolanos admiran a Bolaño, el ecuatoriano admira a Bolaño, vaya, hasta los chilenos admiran a Bolaño. Poco importa que en lo demás no coincidamos -excepto en nuestra fascinación por los mojitos y el aguardiente-, que nuestras poéticas, si es que tan calamitosa expresión aún significa algo, no se parezcan en nada, que unos escriban de esto y otros de aquello, que a unos les guste encharcarse en la política, y a otros abismarse en el estilo, y a otros nadar de muertito, y a otros hacer chistes verdes o amarillos, y a otros irse por la tangente, y a otros machacarnos con detectives y asesinos seriales, y a otros más darnos la lata con la intimidad femenina o masculina o gay: todos, sin excepción, queremos a Bolaño.
¿Extraño, verdad? Creo que a Bolaño le hubiese parecido aún más extraño, aunque también hubiese aprovechado para darse un baño en las aguas de nuestro entusiasmo, qué le vamos a hacer. Porque lo más curioso es que, en efecto, los escritores que tienen más de treinta y nueve años, once meses y treinta días -con las excepciones de algunos hermanos mayores, en especial el trío de rockeros achacosos formado Fresán, Gamboa y Paz Soldán- por lo general no admiran a Bolaño, o lo admiran con reticencias, o de plano lo detestan o les parece, simple y llanamente, "sobrevalorado" (su palabra favorita). Si no me creen, vayan y hagan el experimento ustedes mismos: busquen un escritor menor de cuarenta (los encontrarán sin falta en el bar de la esquina) y pregúntenle por Bolaño: más del ochenta por ciento, no exagero, dirá que es bien padre o güay o chévere o maravilloso o genial o divino. Y luego pregúntenle a un escritor mayor de cuarenta (los encontrarán en el bar de enfrente o en un ministerio o en una casa de retiro) y verán que en el ochenta por ciento de los casos tiene algún reparo que hacerle, o varios, o todos. En esta época que detesta las fronteras generacionales, que desconfía de las clasificaciones, de los libros de texto, de los manuales académicos, de los críticos mamones, en fin, en esta época que reniega de esa entelequia que sólo los más bellacos siguen denominando canon, resulta que los menores de cuarenta aman a Bolaño con pasión. Ante un fenómeno que se aproxima a lo paranormal y que posee innegables tintes religiosos -Bolaño para Presidente, God save Bolaño, Bolaño es Grande, YoªBolaño- cabe preguntarse, evidentemente, ¿por qué?
3. Retrato del agitador adolescente
Ahora todos conocemos la prehistoria: cuando era joven y todavía no era Bolaño y vivía exiliado en la ciudad de México, Roberto o Robertito o Robert o Bobby participó en una pandilla o mafia o turba o banda -por más que ahora sus fanáticos y unos cuantos académicos despistados crean que fue un grupo o un movimiento literario-, cuyos miembros tuvieron la ocurrencia de autodenominarse "infrarrealistas". Una pandilla o mafia de jóvenes iracundos, de pelo muy largo e ideas muy raras, macerados en alcohol y las infaltables drogas psicodélicas de los setentas, que se dedicó a pergeñar manifiestos y poemas y aforismos y sobre todo a beber y a probar drogas psicodélicas y, de tarde en tarde, a sabotear las presentaciones públicas de los poetas y escritores oficiales del momento, encabezados por ese gurú o mandarín o dueño de las letras mexicanas, el todopoderoso, omnipresente y omnisciente Octavio Paz.
Luego de vagabundear por los tugurios de la colonia Juárez o de la colonia Santa María la Ribera, de echarse unos tequilitas o unos churros (de marihuana: nota para el lector español), Mario Santiago y Robertito Bolaño se lanzaban a la Casa del Lago y, cuando el grandísimo e iracundo Paz o alguno de sus exquisitos seguidores se aventuraba con un poema sobre el ying y el yang o la circularidad del tiempo, irrumpían en el recinto y, sin decir agua va, lanzaban sus bombas fétidas, sus consignas, su chistes y aforismos para dejar en ridículo al susodicho o susodichos, o al menos para hacerlos trastabillar y maldecir y ponerse rojos de coraje. Estos happenings, que sólo en los sesenta podían ser vistos como modalidades extremas de la vanguardia o como guerrillas poéticas efectivas, apenas tenían relevancia y sólo algún periodicucho marxista o universitario reseñaba las fechorías cometidas por esos mechudos que atentaban, sin ton ni son, contra las glorias de la literatura nacional.
El México de entonces bullían las imitaciones de enragés y situacionistas franceses, las imitaciones de angry young men británicos, las imitaciones de jipis gringos, y nadie se tomaba demasiado en serio sus exabruptos (excepto Paz, que solía tomarse un té de tila cada vez que pensaba en ellos). Lo más probable es que nunca nadie hubiese vuelto a acordarse de las acciones y payasadas de los infrarrealistas -con excepción de Juan Villoro y Carmen Boullosa, sus pasmados contemporáneos-, de no ser porque veinte años más tarde, cuando Bolaño estaba a punto de convertirse en Bolaño, se le ocurrió volver la mirada hacia sus desmanes adolescentes y con esa burda argamasa construyó su primera gran novela, Los detectives salvajes, trasformando a esos jóvenes inadaptados en personajes románticos (maticemos: torpemente románticos) o al menos en algo así como héroes generacionales para los jóvenes de los noventa, tan desencantados y torpes como ellos, sólo que con menos huevos.
Tras veinte años de incubación, Bolaño desempolvó los recuerdos desvencijados de su juventud mexicana, de sus amigos malogrados, de esos poetas de pacotilla, e inventó la última épica latinoamericana del siglo xx. Los realvisceralistas que pululan en las páginas de Los detectives salvajes son unos perdedores tan patéticos como sus antepasados infrarrealistas pero, maquillados con las ingentes dosis de literatura que Bolaño se embutió a lo largo de veinte años, encontraron una cálida acogida entre los jóvenes latinoamericanos de los noventa, para quienes se transformaron en símbolos postreros de la resistencia, la utopía, la desgracia, la injusticia y una renovada fe en el arte que entonces no abundaba en ningún otro lugar (y mucho menos en el realismo mágico de tercera y cuarta y hasta quinta generación).
Cuando Los detectives salvajes vio la luz en 1998, la literatura latinoamericana se hallaba plenamente establecida como una marca de fábrica global, un producto de exportación tan atractivo y exótico como los plátanos, los mangos o los mameyes, un decantado de sagas familiares, revueltas políticas y episodios mágicos -cosa de imitar hasta el cansancio a García Márquez-, que al fin empezaba a provocar bostezos e incluso algún gesto de fastidio en algunos lectores y numerosos escritores. Frente a ese destilado de clichés que se vanagloriaba de retratar las contradicciones íntimas de la realidad latinoamericana, Bolaño opuso una nueva épica, o más bien la antiépica encabezada por Arturo Belano y Ulises Lima: una huida al desierto después de tantos años de selvas; la búsqueda de otro barroco tras décadas de labrar los mismos angelitos dorados; una idea de la literatura política lejos de los memorandos a favor o en contra del dictador latinoamericano en turno (bueno, reconozcamos que Fidel sobrevivió a Bolaño). No fue poca cosa. Esta novela mexicana escrita por un chileno que vivía en Cataluña fue ávidamente devorada por los menores de cuarenta, quienes no tardaron en ensalzarla como un objeto de culto, como un nuevo punto de partida, como una esperanza frente al conformismo mágicorrealista, como una fuente inagotable de ideas, como un virus que no tardó ni diez años en contagiar a miles de lectores que por fortuna no estaban vacunados contra la escéptica rebeldía de sus páginas.
Sin que Bolaño lo quisiera, o tal vez queriéndolo de una forma tan sutil que resulta incluso perversa, Los detectives salvajes ocupa entre los menores de cuarenta el lugar que para los mayores de cuarenta tuvo Rayuela. Habrá que esperar, eso sí, para saber si en cuarenta años nosotros, los ahora menores de cuarenta, volvemos a Los detectives salvajes sin sentirnos tan decepcionados como los mayores de cuarenta que han vuelto a leer Rayuela. Como dice un amigo, sólo el tiempo lo verificará.
4. Queremos tanto a Roberto
A fines de 1999 Bolaño ya se había convertido en Bolaño: además del laboratorio llamado La literatura nazi en América y de algunos textos menores o que en todo caso a mí me parecen menores, había publicado dos obras maestras: un milagro de contención, fiereza e inteligencia, Estrella distante, en mi opinión su mejor novela breve, y Los detectives salvajes. Había ganado el Premio Herralde y el Premio Rómulo Gallegos. Todo el mundo empezaba a hablar de Bolaño, y más después de sus viajes a Chile donde, como chivo en cristalería, decidió vengarse de un plumazo de todos sus compatriotas -y en especial, no sé por qué, del pobre Pepe Donoso-, con algunas excepciones que debían más a su excentricidad que a su patriotismo (Parra, Lemebel), y donde protagonizó un sonado y vulgar rifirrafe con Diamela Eltit por desavenencias gastronómicas y odontológicas y no, como podría esperarse, por desavenencias literarias (aunque Bolaño tenía serios problemas para diferenciar lo cotidiano de lo artístico, o de hecho creía que lo cotidiano era, con frecuencia, lo artístico).
En los años siguientes, Bolaño escribió libros excelentes (Nocturno de Chile, su tercera obra maestra), escribió libros regulares (Amuleto, Amberes) y, como cualquier gran escritor, también escribió libros francamente malos (la insufrible Monsieur Pain, los irregulares Putas asesinas y El gaucho insufrible). De hecho, voy a decir algo que los fanáticos de Bolaño no me van a perdonar: a mí no me gustan los cuentos de Bolaño; es más, creo que Bolaño no era muy buen cuentista, aunque tenga un par de cuentos memorables. Confieso que siempre he tenido la impresión de que los cuentos de Bolaño al igual que, en otra medida, sus poemas, eran con frecuencia esbozos o apuntes para textos más largos, para la distancia media que tan bien dominaba y para las distancias largas que dominaba como nadie. Por eso me parece un despropósito continuar destripando su computadora para publicar no sólo los textos que el propio Bolaño nunca quiso publicar, sino incluso fragmentos, cuentos y poemas truncados, pedacería que en nada contribuye a revelar su grandeza o que incluso la estropea un poco -como si cada línea salida de la mano de Bolaño fuese perdurable.
Recapitulo: tras la publicación de Los detectives salvajes y hasta el día de su muerte, Bolaño publicó una tercera obra maestra, Nocturno de Chile, donde avanzaba en su fragorosa inmersión en el mal que habría de llevarlo a 2666; publicó varias recopilaciones de cuentos que a algunos les gustan pero a mí no; publicó otras novelas cortas; y sobre todo se dedicó a preparar en cuerpo y alma, como si estuviera condenado -porque estaba condenado-, el que habría de convertirse en su último libro, su obra definitiva, su canto del cisne: esa novela que dejó inconclusa pero que siempre dijo que quería publicar aún de forma póstuma -a diferencia de los retazos y las notas de la lavandería-, la "monumental", "ciclópea", "inmensa", "inabarcable" (los adjetivos obvios que le concedió la crítica) e impredecible 2666.
Aunque su temprana muerte provocó que Bolaño no escribiese tantos libros como planeó (y como hubiésemos querido sus lectores), es el creador una obra lo suficientemente amplia, rica y variada como para que cada escritor, cada crítico y cada lector encuentre en ella algo estremecedor o novedoso. Así, los amantes de la prosa, los que tienen oídos musicales y los obsesivos de la retórica pueden sentirse maravillados por su estilo, ese estilo un tanto desmañado pero nunca afectado o manierista (una tara española que él detestaba y de la cual huía), ese estilo lleno de acumulaciones, de polisindetones, de coordinadas y subordinadas caóticas, ese estilo que, como cualquier estilo personal, es tan fácil de admirar como de imitar (y de parodiar u homenajear, como intento en estas líneas). Otros, en cambio, los amantes de las historias, los defensores de la aventura, los posesos de la trama, se descubren fascinados por sus relatos circulares y un tanto oníricos, llenos de detalles imprevistos, de digresiones y escapes a otros mundos, de incursiones paralelas, llenos, incluso, de una especie de suspenso que nada tiene que ver con la novela policíaca que Bolaño tanto detestaba (aunque menos que al folletín). Otros más, los amantes del compromiso, esos que no se resignan a ver la literatura como una entretención, como un pasatiempo de eruditos, como un vicio culto, encuentran en los textos de Bolaño esa energía política que se creía extinta, esa voluntad de revelar las aristas y los meandros y las oscuridades del poder y del mal, ese ejercicio de crítica feroz hacia el statu quo, esa nueva forma de usar la literatura como arma de combate sin someterse a ninguna dictadura y a ninguna ideología, esa convicción de que la literatura sirve para algo esencial. Unos más, ese reducido pero cada vez más poderosa secta de adoradores de los libros que hablan de otros libros, los enfermos de literatura, los autistas a quienes la realidad les tiene sin cuidado, los hinchas de la metaliteratura de Vila-Matas, de la metaliteratura de Piglia, e incluso de la metaliteratura (que a mí me parece subliteratura) de Aira, también hallan en Bolaño una buena dosis de citas, de oscuras referencias literarias, de metáforas eruditas, de meditaciones sobre escritores excéntricos. Vaya, hasta quienes aún disfrutan con los fuegos de artificio de la experimentación formal sienten que Bolaño les guiña un ojo con riesgos formales, paradojas y ambigüedades sintácticas, con su amor por la incertidumbre y el caos, que ellos estudian al microscopio y luego explican aludiendo a los fractales, a la relatividad y a la física cuántica, a los árboles rizomáticos y a otras palabrejas aún más raras, tan del gusto de estructuralistas, postestructuralistas, deconstruccionistas y demás -istas, que a Bolaño tanto fascinaban (no por nada él fue infrarrealista e inventó a los realvisceralistas) y de las que, como es evidente, siempre se desternilló.
5. El oráculo de Blanes
En Sevilla, en el congreso de jóvenes escritores al que asistió en 2003 y que terminaría por ser su última aparición pública, un escritor joven se acercó a Bolaño, el maestro indiscutible, el sabio y el aeda, y le preguntó con ingenuidad y veneración y respeto qué consejo podía darle a los escritores jóvenes, no sólo a quienes estaban allí reunidos para escuchar sus profecías, sino a los escritores jóvenes de todos los países y de todas las épocas. Y Bolaño, que siempre buscaba desconcertar a sus interlocutores -y en especial a los críticos- respondió algo como esto: les recomiendo que vivan. Que vivan y sean felices. A sus fanáticos más recalcitrantes, a aquellos que lo veneran como al nuevo demiurgo de la literatura, quizás les moleste esta anécdota verídica (muchos testigos podrían comprobarla). A mí me fascina. Bolaño intuía que iba a morir muy pronto y susurraba que, más allá de la fama y más allá de los libros y más allá de la literatura, está eso: la vida. La vida que a él se le acababa, la vida que entonces él ya casi no tenía.
6. 2666: bomba de tiempo
Murió Bolaño y a los pocos meses nació 2666, su obra más ambiciosa y vasta y arriesgada, su maldición y su herencia. Pese a su estado más o menos inconcluso (imagino que Bolaño habría pulido sus páginas hasta cansarse), es una de las novelas más poderosas, perturbadoras e influyentes escritas en español. Aclaro: aunque en algún momento el propio Bolaño sugirió separar sus distintas partes a fin de obtener alguna ventaja económica para su familia, 2666 sólo puede leerse completa, sus más de mil páginas de un tirón, dejándose arrastrar por la marea de su escritura, su avalancha de historias entrecruzadas, el torbellino de sus personajes, el tsunami de su estilo, el terremoto de su crítica, y jamás como cinco novelitas de tamaño más o menos aceptable. Durante los años en que se consagró a redactar 2666, Bolaño quizás intuía que se trataba de un proyecto insensato e imposible, de una empresa superior a sus fuerzas, o por el contrario quizás 2666 lo mantuvo con vida hasta el límite de sus fuerzas, más o menos sano, durante esos años, pero en cualquier caso el dolor y la premura y la nostalgia ante la vida que se esfuma impregnan cada una de sus páginas.
Desde su publicación en 2004 han comenzado a decirse cientos de cosas distintas y contradictorias sobre 2666, se han tejido en torno a ella otras miles de páginas, algunas lúcidas, otras banales, otras absurdas, otras simplemente azoradas, sobre este inmenso libro que se esfuerza por escapar a las clasificaciones y a los adjetivos (pero no a la acumulación de adjetivos). Hay quien mira 2666 como quien se asoma a un abismo o un espejo empañado; quien considera que es una gigantesca glosa al Boom o una negación del Boom o el sabotaje extremo del Boom; quien glorifica su feroz denuncia política o deplora sus trampas literarias o su ambición o su soberbia o su inevitable fracaso; quien encuentra en sus páginas la mayor decantación del estilo y las obsesiones de Bolaño o quien denuncia el manierismo en el estilo y la repetición constante de las mismas obsesiones de Bolaño; quien bucea en ella en busca de galeones hundidos y quien la escala como una cumbre nevada y mortal; quien no tolera su injurioso y procaz recuento de atrocidades y quien se carcajea con sus atajos y sus salidas de tono; quien estalla de indignación ante su desmesura -señalar, ni más ni menos, el posible secreto del mundo- y quien se perfuma con sus metáforas hilarantes y grotescas; quien se asfixia en sus desiertos y quien se hunde poco a poco en sus pantanos; quien se empeña en desentrañar sus sueños -los sueños menos verosímiles de la literatura en español- y quien, de plano, se salta páginas y páginas; quien al terminar su lectura se convierte en fiel discípulo del bolañismo -otra religión del Libro- y quien de plano abandona la fe y se dedica, más prudentemente, a la orfebrería o el arte conceptual, que es casi idéntico. Y esto es así porque apenas han pasado tres o cuatro años desde su publicación; porque, como Bolaño sabía como lo sabía Nietzsche, su obra fue escrita con la certeza de que sería póstuma; porque lectores y escritores y críticos apenas han comenzado a saquear sus cavernas, a remover sus arenas, a desbrozar sus tierras, a desecar sus marasmos, a civilizar sus selvas, a alimentar a sus fieras, a clasificar a sus artrópodos, a vacunarse contra sus plagas, a resistir sus venenos. Y porque, como su título anuncia, 2666 fue escrita como una bomba de tiempo destinada a estallar, con toda su fuerza, en 2666.
Lástima que, como él, nosotros tampoco lo veremos.
7. Epidemia
En Sevilla, donde se disponía a leer "Sevilla me mata", pero donde no alcanzó a leer "Sevilla me mata" frente a una docena de escritores jóvenes -jóvenes por decreto vuelvo a decir- que lo admiraban y envidiaban y lo escuchaban como a un mago o a un oráculo, una noche Bolaño repitió, una y otra vez, el mismo chiste. Un chiste malo. Un chiste pésimo. Un chiste de esos que no hacen reír a nadie. Un tipo se le acerca a una chica en un bar. "Hola, ¿cómo te llamas?", le pregunta. "Me llamo Nuria". "Nuria, ¿quieres follar conmigo?" Nuria responde: "Pensé que nunca me lo preguntarías". Cinco, diez, veinte variaciones del mismo tema. De ese tema fútil, banal, insignificante. De ese chiste malo. De ese chiste pésimo. De ese chiste que no hace reír a nadie. Pero los escritores jóvenes congregados en Sevilla lo escuchaban arrobados, seguros de que allí, en alguna parte, se oculta el secreto del mundo.
8. Posdata. Bolaño, perturbación
Nunca desde el Boom y, para ser precisos, desde que García Márquez publicó Cien años de soledad en 1967, un escritor latinoamericano había gozado de una celebridad tan inmediata como Roberto Bolaño: tras su éxito en español -premios Herralde y Rómulo Gallegos, y su conversión en gurú de las nuevas generaciones- fue objeto de un reconocimiento unánime por parte de la crítica francesa, su fama se contagió entonces al resto de Europa y por fin, un lustro después de su muerte, explotó en Estados Unidos, uno de los medios literarios más cerrados e impermeables a las literaturas extranjeras. La publicación en inglés de 2666 a principios de 2009 se convirtió en la quintaesencia del delirio bolañesco -y de la construcción de un nuevo icono global-: miles de copias vendidas, artículos a cual más elogiosos en todos los medios -incluyendo el NYT, la NYRB y el New Yorker, detonadores de la fama y la moda intelectuales- y la puesta en marcha de una leyenda ligada a sus excesos vitales y a su temprana muerte. Por si ello fuera poco, paralelamente sus herederos abandonaron la agencia de Carmen Balcells, mítica cofundadora del Boom, para pasar a ser representados por Andrew Wylie, alias El Chacal, el agente literario neoyorquino que concentra más premios Nobel y autores de culto por metro cuadrado (y que ha anunciado ya la recuperación de una novela que Bolaño dejó entre sus papeles).
Más arriba he intentado barruntar las posibles causas de la abrumadora fascinación que Bolaño ejerce entre los escritores y lectores más jóvenes, pero allí me limitaba al campo hispanoamericano, mientras que la aparición de la edición inglesa de 2666 marca un nuevo hito en esta apabullante canonización (en el doble sentido del término). Tras revisar buena parte de las reseñas y artículos publicados en los principales medios literarios estadounidenses, no dejó de sorprenderme que su lectura de Bolaño y, en especial, la reinvención de su figura, no tuviesen nexo alguno con la recepción de Bolaño en español. No sostengo, como algunos críticos españoles e incluso algunos amigos suyos, que el Bolaño gringo sea una falsificación, un producto del márketing, una reinvención forzada o un simple malentendido: por el contrario, acaso el poder telúrico de sus textos radica en las diversas interpretaciones, a veces contrastantes u opuestas, que pueden extraerse de sus libros. Pero su entronización por la crítica estadounidense sí revela, en cambio, otro fenómeno: no sólo el Bolaño leído y recreado por esta poco o nada tiene que ver con su lectura en español, sino que al parecer ninguno de sus panegiristas se tomó siquiera la molestia de leer lo que la crítica hispanohablante había venido diciendo de Bolaño -casi siempre con la misma admiración- desde hace más de una década. Al llegar intempestivamente a Estados Unidos y convertirse de pronto en un autor de culto, Bolaño cruzó el desierto, atravesó la frontera y escapó de la migra literaria, pero no pudo llevar consigo a ninguno de sus familiares: en conjunto, los críticos estadounidenses se vanaglorian de su hallazgo, como si fueran los arqueólogos responsables de desenterrar a Bolaño del olvido, sin tomar en cuenta el mundo real -y no sólo el ambiente mitológico tramado por ellos- que marcó la andadura de Bolaño.
Pocos autores tan eruditos y conscientes de su lugar en la literatura mundial, y especialmente en la latinoamericana, como el escritor chileno: cada uno de sus textos es una doble respuesta -valdría la pena decir: una bofetada- a la tradición o más bien a las tradiciones que lo obsesionaban. Nada de ello aparece, por supuesto, en las lecturas de la crítica estadounidense. Para un mexicano como yo, que además tuvo la oportunidad de conversar con Bolaño en decenas de ocasiones, no deja de resultar extravagante que un libro plagado de referencias a la historia literaria mexicana como Los detectives salvajes -en mi opinión, un ring de box en el que Bolaño ajusta cuentas con su pasado- pudiese ser leído, comprendido y disfrutado en un medio que las ignora por completo. Y, sin embargo, así ocurrió: su éxito en Estados Unidos fue absoluto. ¿Qué significa esto? Acaso que se trata de un libro tan universal -y tan abierto- que los guiños eruditos pierden importancia; o acaso que los prejuicios y la superficialidad de la lectura estadounidense son mayúsculos. Bolaño no ha sido ensalzado en inglés por ser latinoamericano o chileno, ni por sus vínculos con esta parte del mundo -la sensación es que podría haber sido tailandés o kuwaití- sino por otras razones, tanto literarias como extraliterarias, y su caso no es comparable ya, en ninguna medida, al de García Márquez -o, en otro extremo, al de Isabel Allende-, sino sólo al de Haruki Murakami, la única estrella literaria capaz de hacerle competencia en inglés.
Si algo destaca en la recepción crítica de Bolaño en Estados Unidos, es la evaluación -o directamente la reinvención- que esta lleva a cabo de su figura como escritor. El novelista Jonathan Lethem, en su bombástica reseña en el New York Times, marcó la pauta:
En un estallido de imaginación ya legendario en la literatura contemporánea en español, que rápidamente se volvió internacional, Bolaño, en la última década de su vida, escribiendo con la urgencia de la pobreza y su pobre estado de salud, construyó un notable cuerpo de cuentos y novelas precisamente a partir de esas dudas: que la literatura, que él reverenciaba como un penitente ama (y se levanta contra) un dios elusivo, puede articular y dar significado a las bajas verdades que él conoció como rebelde, exiliado, adicto [...].
Más allá de la discusión sobre si Bolaño había sido aficionado o no a la heroína, ninguna de las críticas de sus libros en lengua española se empeñó en destacar su figura de "rebelde, exiliado, adicto". (Por si fuera poco, durante esa última década Bolaño jamás vivió "en la urgencia de la pobreza", sino en una modesta vida de clase media suburbana, infinitamente más plácida que la de decenas de inmigrantes latinoamericanos en Cataluña). Sin duda la relación entre la vida y la obra posee un encanto mayor en Estados Unidos que en ninguna otra parte, pero el énfasis en la supuestas o reales penurias del autor han resultado clave a la hora de interpretarlo (y, obviamente, de venderlo). El mundo literario estadounidense se ha visto obligado a construir un rebelde radical a partir de un simple malentendido: confundir a un narrador en primera persona con su autor. Bolaño, que durante los últimos años de su vida tuvo una vida más o menos plácida y normal, no llena de lujos pero sí arropada por un reconocimiento casi simultáneo a la publicación de sus primeros libros (La literatura nazi en América y Estrella distante en 1997 y Los detectives salvajes en 1998), se ha visto transformado en uno de esos escritores furiosos, descastados y despreciados por sus contemporáneos que, sólo a través de una férrea lucha individual, logran convertirse en artistas trágicos, en héroes póstumos: un nuevo ejemplo del mito del self-made man.
Bolaño, pues, como el último revolucionario o el postrer heredero de Salinger o los Beats: no es casual que la otra figura latinoamericana ensalzada paralelamente a la suya en Estados Unidos sea la del edulcorado Che Guevara de Benicio del Toro y Steven Soderbergh. Los dos encarnan, al menos en su versión gringa, dos reductos de fiereza y desafío, dos profetas dotados de fe ciega en sus respectivas causas -en un caso el arte, en otro la política-, modelos ideales para una sociedad amilanada y descreída como los Estados Unidos de George W. Bush.
Aunque nadie se haya atrevido a señalarlo, en el fondo las razones de su ascenso no son tan distintas de las que motivaron el de García Márquez cuarenta años atrás: para el mundo desarrollado, uno y otro han sido espejos de un exotismo necesario, y el paso del realismo mágico al realvisceralismo suena, de pronto, casi previsible; en ambos casos "lo político" ha sido clave para llamar la atención de los apacibles lectores gringos, por más que el compromiso de izquierdas de uno poco tenga que ver con la ácida crítica pospolítica del otro; y, por último, los dos han sido recibidos como una bocanada de aire fresco -en otras palabras, de salvajismo- frente a la civilizada abulia contemporánea.
Luego de una década de reinar como paradigma único de los nuevos escritores latinoamericanos, la entronización -no hay que llegar a decir "manipulación"- de Bolaño en Estados Unidos y, por ende, su rápida inclusión en el canon oficial, ha representado una severa perturbación entre nosotros. Como era de esperarse, muchos de quienes lo ensalzaron al límite mientras fue un autor minoritario ahora señalan los peligros de su acelerado upgrade al mainstream y, mientras unos se aprovechan de su fama e insisten en presentarse como sus confidentes o continuadores, otros ponen en cuestión un éxito que no puede parecerles sino sospechoso.
El caso Bolaño marca un punto de inflexión para la literatura latinoamericana. Porque, si bien es unánimemente adorado por la mayor parte de los nuevos escritores, ninguno ha continuado la relación que el chileno mantenía con la tradición hispanoamericana. Decenas de jóvenes imitan su estilo desmañado, sus historias "fractales", sus juegos y bravatas estilísticas, sus tramas como callejones sin salida, sus delirantes monólogos o su erudición metaliteraria, pero ninguno, en cambio, ha buscado el diálogo o la guerra con sus predecesores -con la vasta trama que va del modernismo al Boom- que se encuentra en el centro de casi todos sus libros.
Bolaño representa, pues, uno de los puntos más altos de nuestra tradición -de esa telaraña que va de Rayuela a 2666- y a la vez una fractura en su interior. Es difícil saber si este quiebre será definitivo, pero por lo pronto todos los signos apuntan a un cataclismo: aunque fuese de una manera rebelde y subversiva, radicalmente irónica, Bolaño seguía asumiéndose como un escritor latinoamericano tanto en el sentido literario como político del término; después de él, nadie parece conservar esta abstrusa fe en una causa que comenzó a extinguirse en los noventa. Los seguidores o imitadores de Bolaño no siguen o imitan su espíritu, sino sus procedimientos retóricos, vacíos para siempre de la excéntrica militancia política que él ejercía.
No es una casualidad que Bolaño, un chileno afincado en España, escribiese cuentos y novelas mexicanos, chilenos, uruguayos peruanos o argentinos con la misma naturalidad y convicción: no se trataba sólo de copiar las peculiaridades lingüísticas de cada lugar -mero ejercicio de memoria y buen oído- sino de crear libros que en verdad lidiasen con la tradición de cada uno de estos países. Si los miembros del Boom escribían libros centrados en sus respectivos lugares de origen con la vocación de convocar la elusiva esencia latinoamericana, Bolaño hizo justo lo inverso: escribir libros que jugaban a pertenecer a las literaturas de estos países y que terminaban por revelar la fugacidad del concepto. Impostando las voces de sus coterráneos, Bolaño se asumió como el último latinoamericano total, capaz de suplantar él solo a toda una generación de escritores. O, en otro sentido, su imitación de distintos acentos e idiosincrasias, llevado al extremo de la parodia (por ejemplo la argentinidad en el maravilloso relato "El gaucho insufrible") escondía una hilarante crítica hacia la propia idea de literatura nacional.
A partir de Bolaño, escribir con la solemne fe bolivariana del Boom se ha vuelto imposible: he aquí una de las rupturas capitales que marca su obra. Ello no significa que América Latina haya desaparecido como escenario o centro de interés, pero sí que empieza a ser percibida con ese carácter posnacional, desprovisto de una identidad fija, propio del mundo globalizado de principios del siglo xxi. Y Bolaño es, en buena medida, el responsable de esta mutación.
El golpe militar que ha depuesto al primer presidente civil elegido en Egipto marca un nuevo hito en la oleada de cambios geopolíticos que empezó en Túnez en diciembre de 2010 y fue precipitadamente denominada primavera árabe. Como las floraciones tempranas de los almendros, las caídas de Ben Ali en Túnez y de Mubarak en Egipto anunciaban una cadena de cambios de régimen y la esperanza de una geografía árabe en la que empezaran a florecer las libertades públicas y la democracia. Pronto surgieron las expresiones de la decepción, con el final de Gaddafi tras una sangrienta guerra civil y los bombardeos de la OTAN, la inicial instalación de un gobierno militar en Egipto y, sobre todo, la larga represión y guerra sectaria en la que se han transformado las revueltas sirias contra el régimen de Bachir el Asad.
La primavera significó, al menos, la llegada al poder de gobernantes elegidos en procesos electorales correctos en los dos países donde se había iniciado, aunque con una característica especialmente decepcionante para quienes encabezaron las movilizaciones contra los dictadores. No fueron las fuerzas laicas y los jóvenes tecnófilos y occidentalizados los que sacaron provecho de las urnas, sino los partidos islamistas que habían mantenido sus estructuras bajo las dictaduras y que incluso las habían ensanchado con una hábil y persistente gestión de la caridad y de la oración en la mezquita. En los primeros momentos, los partidos islámicos practicaron incluso la astucia táctica de una cierta retención política, anunciando en algunos casos que no se presentarían a las elecciones o no optarían a la presidencia.
A pesar de la acumulación de decepciones, Morsi recibió con la presidencia el margen de confianza que merece todo nuevo comienzo. La primera experiencia de Gobierno del más veterano e influyente de los partidos islamistas que hay en la región ha durado un año. Todo lo que se podía hacer mal se hizo peor. El estado policial de Mubarak ha sido sustituido por una inseguridad extrema. La economía se está hundiendo. El país se halla dividido y polarizado. Las minorías religiosas se ven perseguidas. Y lo más importante, el partido islamista de referencia para todo el mundo árabe ha fracasado.
La responsabilidad y la culpa del golpe son de los militares, pero el fracaso es de los Hermanos Musulmanes, más adaptados a la oscura vida clandestina que a las responsabilidades de Gobierno. Todo el mundo sabía que la prueba del nueve era gestionar bien la economía, que es el bienestar y la seguridad de los ciudadanos. A todos los partidos de oposición les ha sucedido en la historia en cuanto se han estrenado en el poder. Los Hermanos no han sabido hacerlo y ahora pagan por ello.
Es un nuevo hito de decepción, pero la primavera sigue. Dicen los historiadores de la Revolución Francesa que tuvo que pasar un siglo para que se la diera por terminada.
Pero Dumas alega que la carne del pavorreal joven es agradable al gusto. Y una vez desnudo, despojado gracias al agua hirviente del plumaje que le da ese misterioso color de noche de plenilunio, y ya sin la cola que es la que más fama le otorga, lucirá en la plancha mortuoria de la cocina como cualquier otro pavo de moco caído.
Otra receta de la vieja cocina romana dice: limpiar el pavorreal y quitarle el hueso de la pechuga con la ayuda de un cuchillo filoso. Mezclar en un recipiente hondo la carne de ternera y la de cerdo, las pasas, los piñones, las almendras molidas, el jugo de pomelo y los huevos. Reservar las trufas para el final. Rellenar las cavidades, cocer las aberturas y atarlo para que no pierda su forma. ¿No os parece, diría Darío, el procedimiento para embalsamar un cadáver?
¿Y el cisne? Hay un pastel de cisne, para cuya preparación Dumas no ofrece detalles, pero da igual, porque refiere al lector a los mismos procedimientos que se siguen para preparar el pastel de Amiens, en el que el cisne entraría a sustituir al pato.
Los términos en que Dumas se refiere al cisne son técnicos. Dice que pertenece, para algunos naturalistas, al género de los patos; que su cuello es largo porque consta de un gran número de vértebras, nada menos que veintitrés, y, por tanto, no porque interrogue a nadie. Y peor, que es una verdadera anomalía de parte de los científicos llamarlo cygnus musicus, cuando la verdad es que su canto, aunque sea el postrero, es el grito más desagradable que se haya nunca escuchado
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Sucede como con el café. Hay muchos tipos de golpes militares. Los hay descafeinados por ejemplo. Pero siguen siendo golpes militares, contemplados bajo esta explícita rúbrica en la sección 508 de la Foreign Assistence Act (FAA) aprobada por el Congreso de los Estados Unidos en 1999: "Ninguno de los fondos asignado o facilitado por esta ley será obligado o gastado para financiar directamente cualquier tipo de ayuda a país alguno cuyo jefe de Gobierno debidamente elegido haya sido depuesto por un golpe militar o por un decreto".
Las explicaciones sobre la destitución de Morsi son muchas y casi todas ellas argumentables. El primer presidente egipcio salido de las urnas hizo todos los méritos para que le echaran, empezando por su ineptitud en la gestión de la economía, siguiendo por su sectarismo islamista y terminando por su nula capacidad como constructor de coaliciones y alianzas. Pero ninguna consigue rebatir que su situación sea la de un jefe de Estado debidamente elegido e ilegalmente destituido.
No hay duda, a la vez, de que es un golpe peculiar, sin dejar de ser plenamente militar, incluyendo la violencia con que suelen prodigarse los golpistas, la detención también ilegal del presidente y de la cúpula de su organización religiosa o la censura sobre los medios de comunicación. Los militares rechazan cualquier ambición de mantenerse en el poder y presentan su actuación como temporal: de hecho han anunciado ya elecciones en seis meses. Si no hay engaño y actúan con diligencia tendrán todas las facilidades para eludir la sección 508 de la FAA, que también contempla la reanudación de la ayuda en cuanto se restituya el poder civil.
Otra novedad es que este golpe militar cuenta con un fuerte apoyo social y se produce tras numerosas acusaciones de arbitrariedad y de vulneraciones de la legalidad por parte de Morsi. Los Hermanos Musulmanes han demostrado hasta ahora que tienen un concepto instrumental de la democracia, como mero procedimiento formal, necesario para alcanzar el poder, pero en absoluto vinculado al respeto de las minorías, al equilibrio de poderes y sobre todo a la reversibilidad del poder.
La prueba del nueve no es que el islam político obtenga el poder democráticamente sino que lo ceda después de perderlo democráticamente. Para que suceda hay que permitir primero que merezca democráticamente perderlo, es decir, que los ciudadanos efectúen el castigo en las urnas y no con un golpe apoyado por las movilizaciones en la calle. El experimento tiene valor para una región en la que el islamismo político está en ascenso y donde incluso el prototipo más moderno, el Partido de la Justicia y del Desarrollo turco, ha demostrado una propensión a reducir la legitimidad política a la legalidad de las urnas.
Para que EE UU pueda salvar los 1.500 millones anuales de dólares que destina a Egipto es necesario, por tanto, que se instale un Gobierno salido de las urnas a toda prisa y se reanude, al menos formalmente, el proceso democrático. Pero no basta. La transición egipcia no ha conseguido hasta ahora construir instituciones democráticas. La deposición de un dictador y la celebración de elecciones no ha significado que la política recaiga plenamente bajo el territorio de las leyes sino que continúa perteneciendo al de los hombres, como demuestran tanto el comportamiento de Morsi como el de los militares. Es el capítulo más difícil de una transición y donde el presidente depuesto ha mostrado su peor rostro, al utilizar su victoria en las urnas y su poder para sí mismo y para los suyos y no para consolidar las instituciones democráticas. Tenía margen para hacerlo, pero le faltaban voluntad y capacidad.
La construcción de instituciones es tarea de colosos. En Egipto solo hay una que funciona, pero lo hace según sus propias reglas, que no son democráticas, y esta es el ejército, un Estado dentro del Estado. Un tercio de la economía egipcia está en manos militares y cuatro de cada cinco empresas se hallan bajo su control, además de la ayuda financiera que llega de Washington directamente a las arcas pretorianas. El problema, quizás irresoluble, es que Egipto necesita instituciones civiles con fuerza y poder como para someter y desmantelar el actual poder y los privilegios del ejército.
Esta institución tan suelta y poderosa es vital para los intereses de EE UU en la zona y para la seguridad de su aliado inquebrantable que es Israel. Hasta el 2 de julio a Obama se le culpaba por mantener a Morsi y ahora por apoyar a los militares. Además de un golpe a la esperanza democrática, este café fuerte administrado desde los cuarteles es un nuevo revés para la imagen de Barack Obama en el mundo, que se suma a los desperfectos ocasionados entre aliados y amigos por el caso Snowden.