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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Intemperie

 

De las diferentes  casas en las que viví  durante el tiempo que pasé en Londres hay una de la que  guardo un recuerdo especialmente  grato, y eso que lo mejor, lo que tenía de especial y memorable no estaba en la casa misma sino enfrente y al otro lado de la calle, varios números  más abajo. Me refiero a un pequeño  cine especializado en satisfacer las insaciables necesidades cinematográficas de la colonia india del barrio. Era un local  modesto y destartalado y en el que todavía se podía fumar durante unas sesiones que empezaban a las diez de la mañana y seguían ininterrumpidamente hasta las doce de la noche. Si así lo querías, y  por un precio tirado, podías entrar un rato a ver qué estaban proyectando, marcharte a trabajar o irte de copas y a la vuelta entrar otra vez para terminar de ver lo que dejaste a medias. Todo ello en medio de un continuo ir y venir de familias enteras con las meriendas, los biberones y los abuelos a los que era preciso contarles el argumento a gritos, aparte del reiterado recuento de niños para estar seguros de no haber perdido  ninguno de ida o de vuelta a los lavabos. 

Por descontado  que desde el nombre de la película y de los actores hasta los títulos de crédito y los horarios de proyección parecían  estar escritos en hindi, aunque tampoco estoy muy seguro de si el idioma predominante en el barrio era el bengalí, el urdo, el punjabí o vete a saber cuál de los 1.500 idiomas que se hablan en la India. El caso es que no se entendía una sola palabra de lo que decían, pero tampoco importaba porque aquellas películas  contaban historias  universales y primigenias, y por lo tanto comprensibles para todos los públicos del mundo: daba lo mismo que fuesen situaciones actuales o de época, rurales o ciudadanas, épicas o líricas porque en definitiva lo que  allí se contaba era cómo se las arreglaban los diferentes personajes para llegar vivos al día siguiente. Recuerdo como especialmente emocionante la historia de un padre de familia  que tenía esposa y cinco o seis hijos (aparte de algún padre u otro tipo de pariente recogido). Para ese hombre,  poeta de profesión, la posibilidad de regresar a casa con un paquete de arroz y un puñado de verduras  dependía de que a los habitantes de las aldeas  que visitaba  les gustasen sus poesías lo bastante como para privarse de unas pocas monedas y dárselas a ese rapsoda  que a lo mejor les había regalado una metáfora especialmente afortunada.  Las restantes historias solían ser igual de precarias o más.

Curiosamente, leyendo Intemperie he vuelto a sentir una emoción muy similar a la que me provocaban aquellas películas indias. La historia de esta novela no puede ser más sencilla: un niño todavía lo bastante pequeño como para no poder valerse por sí mismo, prefiere la incertidumbre de vivir a la intemperie antes que resignarse a la certeza de lo que le espera si se queda en su casa, y opta por escaparse.   A partir de ahí todo consiste en averiguar cómo se las arreglará para subsistir frente al hambre, la sed y los rigores  del sol; cómo logrará escapar de las autoridades que le persiguen, qué recursos le caben frente a la desproporcionada y odiosa  violencia oficial  o de qué manera adquirirá los conocimientos que le permitirán  sobrevivir en esa tierra dura y hostil a la que pertenece pero que todavía debe hacer suya.

El autor ha borrado deliberadamente cualquier huella temporal, geográfica o personal que permita al lector asirse a nada que no sea el puro lenguaje, el cual, por cierto, es de una riqueza y un rigor impropios de estos tiempos.  A los personajes se les conoce por su condición (“el niño”), o su oficio (“el cabrero”, “el aguacil”, etc), pero ni siquiera el perro pastor o el burro encargado de transportar la impedimenta tienen nombre. Sin embargo, junto a actos de una violencia extrema y propios de quienes están al borde del abismo, también se crean poco a poco vínculos personales que van más allá de la necesidad.  Por eso las relaciones del niño con el cabrero que le acoge son secas, antipáticas  y duras, pues apenas les queda espacio vital para la expresión de sentimientos. A pesar de lo cual, y más por los hechos que por las palabras, se acaban creando entre ambos unos lazos de solidaridad, abnegación y reconocimiento mutuo que bien podrían ser el germen de un compromiso social al que podrían sumarse otros en el futuro, en el supuesto de que pueda haber un futuro para ellos. 

Los accidentes geográficos y meteorológicos, los nombres de los vegetales y los animales y la gradación de los estados de ánimo o incluso de las funciones coporales están rigurosamente definidos y al mismo tiempo desprovistos de cualquier rasgo o dato definitorio, de forma que el marco geográfico o la época en que se sitúa el relatro son al mismo tiempo singulares y universales. De todas formas da lo mismo porque aquí como en aquellas películas indias,  lo verdaderamente  importante es que se trata de un relato muy bien escrito, con una riqueza de lenguaje sorprendente y una potencia de recursos capaz de mantener la tensión  narrativa sin necesidad de acudir a elementos ajenos a las propias reglas de juego. Y en esta época del año,  tan dada a los recuentos y las clasificaciones, valga mi  voto como una modesta contribución a resaltar  una de las mejores novelas española de 2013.


 Intemperie


Jesús  Carrasco


Seix Barral


 



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3 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Elocuencia del olor

Muchos lectores sólo saben de Proust lo de la magdalena, y es probable que no lo lean jamás. Pero también ellos debieran saber que en ese pasaje de la más aparente trivialidad, Proust analiza por primera vez un universal: un olor trae un mundo. Se trata de un rasgo esencial de los mecanismos de la memoria humana, que opera con más rapidez y precisión que cualquier deducción lógica. 
En la Oratoria de Quintiliano hay una frase famosa donde contrapone el hablar rústico y el urbano: verba omnia et vox huius alumnus urbis oleant "que todas las palabras y su acento recuerden al hijo de la ciudad". O sea, que suenen, anuncien, traigan a la memoria la forma de hablar urbana. Pero notemos que Quintiliano dice que las palabras y el acento “huelan”. Las acepciones de oleo (“oler”) con sentido intelectual, o sea proustiano avant lui son muy reveladoras: adivinar, indagar, desenterrar un tesoro, recordar. El vasco tomó del latín ese sentido figurado de recordar vinculado al olfato (olui, olitu > oroitu). La ecuación entre olor e indagación también es patente en checo antiguo, donde jadati (literalmente “oler”) significa “buscar”.
Una semántica histórica demostraría que esa ecuación no sólo existió en indoeuropeo, sino que también se renueva sin cesar. Por ejemplo, el griego osmé (olor) que pasó del bizantino al latín tardío, y cuya acepción indagatoria está presente en todos los romances: husmear, osma, humer, ormare, osmer, usmar, urmà… y también en vasco usnatu, somatu, susmatu… Lo que Proust llama à la recherche, se decía a la osma (al acecho, en busca, venteando el rastro) en romance navarro. 
 
Cuando decimos “evocar una atmósfera”, apelamos al mismo mecanismo intelectual que (de)construye olores. A la hora de descifrar y asociar olores, nuestro cerebro opera de manera mucho más rápida, precisa y honda en nuestro ánimo que el entendimiento hablante. Por eso hay un mérito específico en Proust, cuando muestra la complejidad de lo nimio y aplica la morosidad literaria a un fenómeno instantáneo y crucial de la memoria que, en sí, se sustrae a la fijación verbal, porque es anterior y más “natural” que el habla.


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3 de enero de 2014
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Mis óperas de 2013 II: La conquista de México como encuentro y elevación

En septiembre, a punto de comenzar la temporada 2013-2014, lo echaron de mala manera de la dirección artística del Teatro Real de Madrid mientras se trataba de un cáncer en Alemania. Pero para que los artistas que él convocó no se rebelaran y para presentar una temporada que él planeó y soñó, tuvieron que volverlo a llamar, inventando para él a la posición de “asesor artístico”. Gerard Mortier volvió sin rencor y con su sabiduría intacta, a presentar las dos primeras obras, que tienen que ver con uno de los temas que siempre lo desvelaron: la conquista de México.

Así, esta temporada de ópera en Madrid comenzó con dos obras poco conocidas pero que me dejaron una experiencia estética e intelectual inolvidable. Dos visiones profundas y muy diferentes sobre el cruce, encuentro y choque de dos mundos tras la llegada de Hernán Cortés a América.

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Primero vino una ópera moderna, La Conquista de México (Der Eroberen von Mexiko) compuesta entre 1987 y 1991 por el alemán Wolfgang Rihm.

Montezuma (la soprano Ausrine Stundyete) es conquistado/a por Hernán Cortés (el barítono Holger Falk), pero por lo que se ve y escucha en el escenario, podría ser cualquier pareja en conflicto, reconciliación, desencuentro y guerra doméstica. Parecen representar a dos culturas enfrentadas, marchando hacia el cataclismo, acompañados por textos del gran pensador del “teatro de la crueldad” Antonin Artaud, de un poema del Nobel mexicano Octavio Paz y de breves aforismos de fuentes anónimas precolombinas.

Con estos mimbres textuales, Rihm construye una partitura abstracta, unas veces vibrante en su pulsión rítmica y otras espiritual en su lenta agonía melódica. La música es rara pero atrapa, suena contemporánea y al mismo tiempo mantiene un poder de comunicación emocional que viene directamente de la ópera tradicional.  

El joven director argentino Alejo Pérez, especialista en obras contemporáneas, guió a la gran masa dispersa con mano segura. Y pocas veces vi a los músicos tan repartidos: el coro venía grabado, la percusión estaba esparcida entre palcos de dos pisos a ambos lados del foso y en el Palco Real, y a cada lado, una cantante acompañada de un puñado de instrumentos interpretaba inquietantes melismas sin letra en interludios que confluían en total armonía con las extrañas danzas guerreras del emperador azteca y su conquistador español.

No era música para disfrutar: apelaba a la mente y junto con los versos de Paz y de Artaud, pintaba un México abstracto, soñado pero extrañamente solar y cercano. No encuentro otras palabras para explicar un arte musical que se desvanece dejando en la mente ideas más que melodías.

El director de escena, Pierre Audi, recurrió a la emoción desnuda de la danza moderna y a proyecciones en video con imágenes vagamente aztecas y otras que recordaban al renacimiento español y que fluían como movidas por el viento.  

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Esto fue en octubre, para la inauguración de la temporada. Un mes más tarde, volvió el tema de la conquista de México en otra reinvención sutil y melancólica: la reescritura completa de La reina india (The Indian Queen) la última e incompleta ópera de Henry Purcell, que estrenó en Madrid uno de los más creativos y osados directores de escena de los últimos años, el norteamericano Peter Sellars.

The Indian Queen se representa muy poco porque las escasas escenas que dejó terminadas Purcell al morir no suman un todo orgánico: son como exquisitos ingredientes de un plato imposible: un coro de conquistadores victoriosos, un dúo de sacerdotes mayas, un diálogo de amor y desencuentro de una reina indígena y un capitán español, el lamento de unas víctimas.

Por eso sentí en este caso que la introducción de otras músicas y textos contemporáneos que incluyó Peter Sellars no cambiaba el sentido de una obra cerrada, sino que completaba los fragmentos: usó el libreto original del poeta isabelino John Dryden, que más que contar una historia relata impresiones románticas que llegaban a la Inglaterra del siglo XVII, mezclándolo con himnos y plegarias (la mayoría para coro a capella) del mismo Purcell y con largos fragmentos de la novela La niña blanca y los pájaros sin pies, de la escritora nicaragüense Rosario Aguilar.  

A diferencia de la ópera de Wolfgang Rihm, en The Indian Queen ya no hay caída de Tenochtitlan ni Moctezuma ni Cortés: esta es una etapa posterior de la conquista.

El gobernador Don Pedrarias Dávila (el cautivante tenor lírico Markus Brutscher) trajo a la provincial que controla a su esposa doña Isabel (la impecable soprano dramática belarusa Nadine Koutcher). Ella se siente sola, fuera de lugar y asqueada por lo que ve a su alrededor. Para aplacar a los nativos, el gobernador casa a su lugarteniente Don Pedro de Alvarado (el excitante tenor afroamericano Noah Stewart) a la princesa indígena Teculihuatzin (Doña Luisa para los españoles). El escenario del Real se encendía con los movimientos sinuosos y dramáticos y la voz dulce, tan apropiada al barroco, de la soprano mulata Julia Bullock.

Completaban el elenco un grupo danzante de dioses mayas, que pelean por su supervivencia cultural y por el alma de Doña Luisa, desgarrada entre el amor a su pueblo y la pasión por el conquistador foráneo, como una versión americana de Aída.

Pero las cotas más altas de emoción y angustia de este fascinante coctel (tan barroco en su combinación de elementos dispersos) era el uso de himnos de Purcell por los miembros del coro de la ciudad rusa de Perm. Como una única voz en muchas gargantas, las lentas melodías de Music for a while o de Hear my prayer, O Lord, se desvanecían como levísimos copos de nieve mientras los indígenas desarmados caían por las ametralladoras de conquistadores transformados en marines actuales. En un momento de dramatismo extremo, asesinos y asesinados, sacerdotes mayas y curas católicos cantan juntos una melodía suspendida en el aire, mientras la masacre negaba la salvación que prometía la plegaria.  

Entre coros y arias de Purcell, la actriz puertorriqueña Maritxell Carrero narraba con pathos griego la tragedia de Teculihuatzin y Don Pedro de Alvarado. En su perfecto inglés estadounidense, que viraba al castellano cuando aparecían los nombres de los conquistadores, percibí otra dimensión de esta historia de conquistas y encuentros culturales: Carrero personificaba sutilmente esa otra identidad doble: latina y ‘anglo’ norteamericana.  

*          *          *

Al final, ni la ópera belicosa de Wolfgang Rihm, presentada como un oratorio suspendido por Pierre Audi y el director de orquesta Alejo Pérez, ni la nueva y compleja obra de Peter Sellars con la colaboración del director griego Teodor Currentzis a partir de la ópera póstuma e incompleta de Purcell cuentan la historia de la conquista de América. Son meditaciones e imágenes cautivadoras sobre la complejidad de las relaciones humanas en los encuentros entre culturas y sensibilidades dispares.

Tal vez esa sea la moraleja que deja en la capital de España la extraña historia de la llegada y partida de Gerard Mortier, un brillante soñador de espectáculos musicales, que nos hizo pensar y que iluminó el Teatro Real por un breve momento con una luz extraña, delicada, inolvidable. 

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3 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Todo se juega en enero

El nuevo año suele ser ocasión para pavimentar el infierno de deseos excesivos y abstractos. Bastaría que nada empeorara para darnos alguna satisfacción ?ninguna guerra nueva como la que acaba de estallar en Sudán del Sur? o al menos que no se rompieran las negociaciones de paz y de desarme en curso, único camino para alumbrar algún acuerdo definitivo en el transcurso de 2014. Ahora mismo hay tres procesos de negociación, uno por abrir y dos ya inaugurados, todos ellos en el mismo vecindario geográfico de Oriente Próximo. El más antiguo, más de 20 años ya, es el que pretende obtener el reconocimiento de dos Estados seguros y viables, con fronteras aceptadas por todos, uno para los israelíes y el otro para los palestinos. El más reciente, el que persigue el desarme nuclear de Irán en unas negociaciones que encabezan las seis principales potencias. El último, todavía por inaugurar, el que debería sentar en una mesa de negociación al Gobierno de Siria con representantes de las fuerzas de oposición, enemigos irreconciliables en una guerra civil que entra ahora en el tercer año de duración y amenaza con terminar con la misma existencia del país. Todos ellos deberán contar con episodios resolutivos este mismo mes de enero, de ahí que en las próximas semanas podremos saber si 2014 empieza ya descarrilado o nos depara algo nuevo. Hoy mismo el secretario de Estado estadounidense, John Kerry, en viaje a Israel y Palestina, ofrecerá una vez más a las dos partes unas condiciones finales para esa paz en la que nadie aparenta creer. Este mes deberán empezar a aplicarse los acuerdos provisionales cerrados en Ginebra sobre el programa nuclear de Irán, de cuyo buen funcionamiento dependerá que llegue a buen puerto el acuerdo definitivo, que tiene una fecha indicativa, aunque no obligatoria, el próximo noviembre y cuenta con unos adversarios temibles en los halcones de Washington y de Teherán. También en enero, concretamente el 22, está convocada en Montreux (Suiza) una cumbre de ministros de Exteriores sobre Siria, a la que han sido ya invitados 30 países, aunque no está garantizada ni bien definida la presencia de las dos partes en conflicto. Es tan claro como lejano el objetivo: una transición en paz a un régimen pluralista. Moscú y Washington están comprometidos en los tres procesos en distinto grado y manera. Rusia tiene la mano en el proceso de paz en Siria y sobre todo en el actual desarme químico. Estados Unidos es el único que cuenta para Israel en su relación con los palestinos. En el desarme nuclear de Irán, fundamental para los otros dos procesos, pesa mucho Washington pero también Rusia y la Unión Europea. Si los tres prosperaran en 2014, alumbrarían un cambio geopolítico de los que hacen época: Rusia estaría de vuelta en el escenario, EE UU ya podría situar el eje de su política global en Asia y, sobre todo, la idea de un nuevo concierto de las naciones empezaría a abrirse camino en el mundo árabe e islámico. Para 2014 sería más que suficiente.



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2 de enero de 2014
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Viaje al país del siempre jamás / III. La puerta del futuro

1979. Hay puertas de puertas para entrar al futuro, la revolución es una de ellas, y no se abre sino muy de vez en cuando. En el mismo Paraninfo de la Universidad de donde salimos en manifestación la tarde de la masacre veinte años atrás, en otro mes de julio, soy juramentado como miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno de cinco miembros. León liberado, capital provisional, una trinchera en cada boca calle, bulle este 19 de julio de guerrilleros adolescentes que se pasan el santo y seña.

Somoza ha huido a Miami con su familia y sus secuaces y la Guardia Nacional se ha desbandado. En las pantallas de televisión Sandino se quita y se pone el sombrero en una vieja toma de archivo de Movietone de pocos segundos. Y al día siguiente estamos ya en Managua, un viaje bajo un cielo ardiente sin nubes a bordo de unos Mercedes negros quitados a jerarcas del régimen.

Y otra vez, la sordera. No hay sonidos en el aire cuando subidos a un camión de bomberos rojo encendido avanzamos por las calles desiertas hacia la plaza donde está todo el mundo y de pronto estalla el bullicio y las campanas de la catedral repican. La historia seguirá siendo escrita por los sobrevivientes porque quienes tejieron la urdimbre de este día quedaron en el camino, empezando por Erick y Mauricio, mis dos compañeros de banca, y Jorge Navarro, mi otro compañero de banca que dejó el aula para irse a la guerrilla y murió en las selvas de Bocay con los pies engusanados. Son miles atrás en el camino.

Ésta es una revolución de los muertos que pesará sobre las espaldas de los vivos ahora que pretendemos un mundo que no se parezca a ningún otro del pasado. Improvisación y locura. Hay que alfabetizar en pocos meses, acabar con la poliomielitis repartir la tierra hoy, no mañana. El futuro es concreto y lo imposible no existe: tomemos en serio la revolución pero no nos tomemos en serio a nosotros mismos, decían las paredes de la Sorbona, y esa fue una regla de oro que seguimos con alegría desde el nuevo poder hasta que llegamos a olvidarla. Cada vez que un ideal se convierte en decreto, algo de ese ideal se pierde, y cuando ese decreto se aplica, se pierde aún más, advertía Pasternak. Nadie estaba para oír advertencias pero la burocracia es un animal sordo y ciego que se alimenta de papeles, leyes, decretos, reglamentos, circulares.

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2 de enero de 2014
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La España africana

No me atrevo a llamar a Lorenzo Silva africanista, ni desde luego africano, aunque se trate, naturalmente de dos adjetivos por nada del mundo despectivos. Digamos en cualquier caso que Silva, además de sus numerosas y reconocidas novelas, ha mostrado interés y ha escrito en más de una ocasión sobre el norte de África, siendo su nuevo libro ‘Siete ciudades en África. Historias del Marruecos español' una especie de suma de sus saberes sobre una zona que demuestra conocer bien, entender y apreciar, sin dejarse llevar en su mirada por la pasión o el recelo que tan a menudo enturbian la relación de los vecinos que se han amado, odiado, conquistado y necesitado a lo largo de siglos. Editado por la Fundación José Manuel Lara, y acompañado el texto de una rica serie de mapas, fotografías e ilustraciones (son especialmente vistosas las pinturas y carteles del artista granadino Mariano Bertuchi), el lector encontrará en sus más de doscientas páginas un recorrido por las siete ciudades del título, Ceuta, Larache, Tetuán, Xauen, Melilla, Nador y Alhucemas, guiado por el autor, solvente historiador no académico que va hilando muy sutilmente las geografías y los hechos bélicos hasta completar el cuadro de las últimas contiendas coloniales, el Protectorado español, la guerra civil del 36 y la posterior independencia marroquí.

   De las siete ciudades se destacan sus peculiaridades (en el capítulo de Melilla es de especial interés lo referido a su hermosa arquitectura modernista), pero la más fascinante resulta Xauen (o Chefchauen), por donde tantos españoles han pasado en busca del asequible paraíso artificial de sus hierbas. Silva cuenta los misterios de esta pequeña ciudad situada entre dos montañas y legendaria por su impenetrabilidad y misterio, rescatando y comentando atinadamente los escritos sobre ella de dos viajeros del XIX, el francés Charles de Foucauld y el periodista inglés, corresponsal del Times de Londres durante más de treinta años, Walter B. Harris, una figura en sí misma tan novelesca que George Lucas lo hizo personaje de una de las películas de la saga de Indiana Jones. Es, con todo, nuestro compatriota Arturo Barea, gran novelista muerto en el exilio, quien adquiere en el libro un importante correlato, dado que sirvió en su juventud como sargento del ejército español en las guerras del Rif, dejando en la segunda parte de su trilogía ‘La forja de un rebelde' testimonio muy elocuente de las brutalidades que observó.

   Hay también en ‘Siete ciudades en África' retratos atractivos de los principales soldados que por aquellas tierras guerrearon. Entre los nativos aparecen recurrentemente los dos jefes rebeldes Raisuni y Abd el-Krim (y antes que ellos, a principios del siglo XVI, la aguerrida corsaria tetuaní Aixa), al lado, como enemigos o, según las circunstancias, aliados, de nuestros generales: Berenguer, Jordana, Silvestre, sugestivamente pintado en su enigmática muerte, y el mismísimo Francisco Franco. Silva abre y cierra el libro de modo emocionante, con una cita de Joaquín Costa ("El estrecho de Gibraltar no es un tabique que separa una casa de otra casa; es, al contrario, una puerta abierta para poner en comunicación las dos habitaciones de una misma casa") y una coda personal a la vista de un pelado promontorio entre Nador y Alhucemas donde se derramó sangre española y árabe y ningún memorial recuerda el sacrificio.

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2 de enero de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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65. Los libros sin libro

Uno de los motivos, entre los muchos posibles, por los que uno puede y debe leer el fantástico ensayo de Fernando Báez, Los primeros libros de la humanidad. El libro antes de la imprenta y el libro electrónico (Fórcola Ediciones, 2013) es para tener la constatación de que la lectura no ha dependido siempre del volumen impreso en papel. En realidad, la del libro tal y como lo conocemos es una sus etapas vitales más breves, y a pesar de su juventud se halla a las puertas de una revolución (la digital) cuyas consecuencias, no todas buenas ni todas malas, estamos lejos de poder valorar con la debida objetividad y a la precisa distancia. / El erudito trabajo de Báez parte de las primeras formas de escritura hasta llegar justo a la imprenta, en un exhaustivo recorrido que acopia arqueología, rastreo bibliográfico, entrevistas con expertos y desplazamientos a algunos de los lugares donde se fundó la civilización escrita. Gracias a este periplo llegamos a saber que el papel no siempre fue bien visto, e incluso fue en China una publicación de segunda: "El escrita Ts'ui Yüan le decía a un amigo con melancolía: ‘Te envié los trabajos del pensador Hsü en diez rollos -fue imposible conseguir una copia en seda, estoy obligado a enviarte una en papel" (p. 181). / Esto me ha traído a la memoria una cita de otro libro excelente, El desorden digital. Guía para historiadores y humanistas (Siglo XXI, 2013), del historiador Anaclet Pons, que procura un razonable término medio en la investigación sobre humanidades digitales y el legado del pasado (allí donde se asienta Fernando Báez en su ensayo). En su libro hace Pons un estudio riguroso sobre el tema de los cambios en el libro, y recuerda una interesante opinión de Michel Melot: "Al discutir de la muerte del libro con historiadores japoneses, tuvo la sorpresa de verlos sonreír, y, cuando les pregunté si este miedo también se manifestaba entre ellos, me contestaron que esa era una curiosidad occidental. El libro, para ellos, no tenía ningún carácter obligatorio, y si algún día acabara por desaparecer, eso sería porque se habría descubierto algo mejor. La ausencia de referencia sagrada al Libro explicaba según ellos la diferencia entre Oriente y Occidente. Muy por el contrario, el libro, en su forma más extendida de códice, era considerado por ellos como un producto de importación, poco adaptado a su cultura, una forma de pensamiento que tenían que sufrir" (El desorden digital, p. 67). / Aunque desde Edward Said es complicado utilizar palabras como oriente y occidente sin que algún académico te salte al cuello, parece que alguna diferencia cultural sigue existiendo, en un terreno nada baladí para la formación del conocimiento como es la forma de transmisión del mismo. ¿Sería interesante plantearse si el libro en papel fue en su momento una forma de dominio comercial e intelectual, como ahora parecen serlo los bytes o lo fueron las primeras formas crediticias en el Mediterráneo del siglo XV? Supongo que ya habrá estudios al respecto, que desconozco, pero desde luego hubo literatura sin libros durante milenios. / "El libro cambia la historia que lo cambia" (p. 14), dice Báez en términos similares a los de MacLuhan, y contribuye al enriquecimiento de la Historia. De hecho, sin antiguos volúmenes en papel conservados durante siglos seguramente hoy no sabríamos muchas cosas que las que cuenta Báez acerca de aquellos tiempos sin libro impreso. La Historia de la humanidad se construye de varias capas, unas habladas, escritas otras y otras publicadas. Libros como este nos lo recuerdan, de forma amena a la vez que necesaria.



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30 de diciembre de 2013
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