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Eder. Óleo de Irene Gracia

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67. Pasadizo entre Mark Z. Danielewski y Alberto Chimal

Cuando House of Leaves se publicó en el 2000 pensábamos que literariamente ya no podía haber nada nuevo bajo el sol pero nunca se nos ocurrió que podría haberlo bajo tierra", escribió recientemente Esther García Llovet. / La novela de Danielewski acaba de traducirse, trece años después, al español, de la experta mano de Javier Calvo. Casa de hojas ha requerido la colaboración de dos editoriales, Pálido Fuego y Alpha Decay, debido al ímprobo trabajo que supone editar un libro tan distinto y complejo como es éste. No quiero extenderme sobre House of Leaves, porque ya lo hice en El lectoespectador, pero quizá allí se me olvidó apuntar una idea que he recordado ahora, después de leer La torre y el jardín (Océano, México D.F., 2012), la fabulosa novela de Alberto Chimal. Uno de los muchos aspectos interesantes de la novela de Danielewski es que -como en cierto cine de terror- introduce el miedo y el desconcierto en el lugar que debería ser más tranquilizador y confortable: la casa propia. Para la familia Navidson, el espacio familiar se convierte en un auténtico monstruo de medidas variables, ya que la casa es más grande por dentro que por fuera. / Similar planteamiento tiene La torre y el jardín, de Chimal. La novela describe un edificio, el Brincadero (nombre deliberadamente polisémico, con tres significados en dos lenguas), que también es mayor (infinitamente mayor) por dentro que por fuera. Como en House of Leaves, lo fantástico permite al narrador abordar una historia que abarca varias temporalidades y varios protagonistas, con absoluta libertad y dando pábulo a una imaginación desbordante. La torre y el jardín es un juego de espacios, sí, pero también es un fascinante juego de tiempos: paralelos algunos, superpuestos en capas otros, que abordan un territorio (el de la posthumanidad, arrancando del jardín la flor humana) en el que pocos narradores actuales se adentran (recordemos al Houellebecq de La Possibilité d'une île, 2005). / Como en House of Leaves, en la novela de Chimal los protagonistas sienten "la impresión de una caída interminable hacia las entrañas de un monstruo" (p. 318). / En ambas novelas el lenguaje ocupa un lugar importante, cuyo destino es, finalmente, su ruptura o terminación: "Y ese sitio único", escribe Isabel, la protagonista y conservadora del Brincadero, a su padre, "es el jardín, ¿se da cuenta? Es el único donde no cuentan las palabras: donde aún están por llegar o ya se fueron hace mucho o jamás van a aparecer" (p. 358). La limitación del lenguaje también aparece en ambas novelas por su dimensión textovisual, por la especial maquetación que hace que el edificio parlante de Chimal cierre o encuadre su discurso, o lo abra para que los personajes lo escuchen; o cuando Danielewski remeda el laberinto de Asterión con la maquetación de House of Leaves. Sí, tiene razón García Llovet, no sólo el monstruo y el lenguaje estaban bajo tierra, también parte de lo nuevo que pasa, que viene pasando, en la literatura de nuestro tiempo.



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13 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Una pesadilla con aire acondicionado

En 1939, cuando Henry Miller regresó a Estados Unidos después de pasar diez años en Europa su ánimo estaba muy alterado. O pongamos que algo más alterado que de costumbre. Tenía casi cincuenta años, llevaba a sus espaldas una infinidad de trabajos alienantes y mal pagados, un par de matrimonios nada ejemplares y tres libros altamente conflictivos: Trópico de cáncer (1931), Primavera negra (1936) y Trópico de capricornio (1939). Todos ellos acabarían proporcionándole  fama y dinero a raudales, pero de momento estaban precariamente editados en París y prohibidos en Estados Unidos, con el agravante de que los pocos ejemplares distribuidos bajo mano  le iban a costar un juicio por obscenidad  que le perseguiría hasta bien avanzados los años 60.

  Para compensar, tres meses antes de su regreso a casa  había decidido aceptar la invitación a visitar Grecia que el pesado de Lawrence Durrell le estaba haciendo desde hacía años.  El encuentro con el color, la luz, la sensualidad y el modo de entender la vida mediterráneos le provocaron una suerte de epifanía que le iba a durar toda la vida. Y la urgencia por comunicar a los demás esa luminosa experiencia espiritual era tan viva  que a su regreso a Estados Unidos se creyó obligado  a refugiarse en Big Sur para escribir el que acabaría siendo uno de sus mejores libros, El coloso de Marusi (1941).  Pero al terminarlo seguía sin un céntimo y sin saber muy bien qué hacer de sí mismo, dónde instalarse, de qué vivir y con quién, por lo que su respuesta a tan acuciantes requisitos no pudo ser más cacterística: comprar un Buick de tercera mano y  lanzarse a la carretera sin rumbo fijo ni fecha de retorno, y con la sola  compañía del pintor Abe Rattner (“un hombre al que yo tenía por un enemigo”). Se diría que, después de su prolongada y fructífera etapa europea,  Miller trataba de comprobar en qué situación se encontraban sus viejas y viscerales querellas con la nación que le vio crecer.

  El resultado de tal comprobación fue Una pesadilla con aire acondicionado, una crítica feroz e irredenta contra la gran mayoría de ideales, creencias, mitos, escalas de valores e hipocresías que sustentaban la gran falacia de que América era una tierra especialmente favorecida por Dios y los americanos su pueblo elegido. El primer tercio del libro es una inmisericorde  obra de demolición: le horripila la fealdad de las ciudades, los centros de muerte y destrucción que son los cinturones fabriles, la innecesaria destrucción del medio ambiente o el sometimiento generalizado de la población a la tiranía del dinero, todo ello triturado con su  inconfundible y casi blasfema verborrea. Al hablar de las ciudades dice cosas como: "Las casas parecen haber sido decoradas con óxido, sangre, lágrimas, sudor, bilis, legañas y excrementos de elefante”. El viejo Miller de  siempre, tan certero en su juicio como pasado de vueltas.

                  Dejando de lado las exageraciones marca de la casa, gran parte de la crítica ideológica que Miller manifestaba a principios de la década de los años cuarenta no sólo fue adoptada en bloque por los beatniks y los movimientos anticulturales juveniles que alcanzaron su mayoría de edad en torno a Mayo del 68 sino que actualmente está perfectamente incorporada  en la mentalidad progresista moderada. Y  Miller es un agitador nato, pero también es un filósofo, un moralista y un convencido de que en la vida "hay algo más aparte de lo que está resumido en el conocimiento empírico del pensamiento de los grandes sacerdotes de la lógica y la ciencia”,  lo cual no deja de ser una elegante alusión a los beneficios de la gran tradición oriental que él adoptó para sí mismo y ofreció a los demás como contrapartida al vacío materialismo de Occidente. Pero por encima de todo Miller es un narrador de raza y llega un momento en que se cansa de estar cabreado y de mostrar su cabreo  a fuerza de ataques e improperios y se lanza con idéntica pasión  a contar experiencias de viaje, a retratar  personajes que va encontrando durante su vagabundeo o que él mismo va a buscar en sus más apartados escondrijos. Y el libro pega un subidón considerable: ahí están gente como el cirujanopintor  (es aconsejable revisar su obra en Internet y luego leer la descripción que hace Miller de ella); el músico Edgar Varese; el loco que quiso construir la gran pirámide de Arkansas; Stieglitz y tantos otros, sin olvidar al cansado presidiario que era “como un árbol viejo pendiendo sobre el borde de un precipicio, con las nudosas raíces a la vista […] como si personificara el propio gesto vacío de colgar allí”. Pero también personajes tan inesperados como el viejo Buick cuyos achaques y desfallecimientos le dan para escribir unas páginas que deberían ser obligadas en cualquier antología sobre la civilización del automóvil. Quién no se ha tirado horas en el arcén de una carretera por culpa de un automóvil capaz de averiarse en el peor momento; quién no ha perdido incontables (y carísimas) horas en un taller; quién no ha sido víctima de diagnósticos mecánicos disparatados o quién no ha tenido la dicha de topar con un genio capaz de poner en marcha con un par de  golpes de tuerca una máquina que parecía irremisiblemente destinada al desguace. “Pasacalle automotriz” es un ejemplo único de lo que sabe hacer un tipo como Miller  con una experiencia común y que el común de quienes la han experimentado no es capaz de sacar el más mínimo provecho de ella. Genial.

  


Una pesadilla con aire acondicionado

Henry Miller

  Traducción de José Luis Piquero

  Navona editorial  


 



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13 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un pie de nueva horma

Los australianos son gente cordial, dispuesta a echar una mano al peregrino y escuchar por tercera vez la frase que seguimos pronunciando mal. Ni se precian de ser originalmente británicos ni hacen alarde de poseer no una simple nación sino un continente entero. Se diría que el impacto de su naturaleza -con un 70% de las tierras infértiles entre desiertos y playas- les ha vacunado de vanidad.

De modo que no se vive mal entre australianos y a todos los españoles, italianos, japoneses, taiwaneses, tailandeses, coreanos o griegos que he conocido, no les importaría seguir viviendo aquí. Claro es que mejor estarían en casa o cocinando un buen guiso pero me dicen que con solo doscientos años de historia no han tenido aún tiempo de crear un plato porque ni la incorporación del canguro a la lasaña ni la del cocodrilo a las ensaladas puede considerarse algo sustantivo.

Lo sustancial sería lo que está por venir. Ahora no se cita a Australia entre los países emergentes pese a su alto nivel de vida y su prosperidad incesante, pero no cabe duda de que la inmigración cualificada y un mayor desarrollo tecnológico les hará poderosos. ¿Británicos? ¿Norteamericanos? ¿Asiáticos, como es el grupo en que se han clasificado para el Mundial? Fueron británicos en el siglo XVIII y hasta un par de generaciones atrás pero ahora, si la reina de Inglaterra sigue en alguno de sus billetes, ya no está impresa en la memoria nacional. Son como asiáticos -basta pasear por sus calles- porque cada vez hay más inmigrantes del Pacífico oriental pero, ante todo y sobre todo, despiden un tufo americano sea en las hamburguesas, en la música pop, en los cines o en redes sociales como la popular Bebo, pequeña y en expansión.

Efectivamente son anglosajones, ingleses o norteamericanos en su apego por la naturaleza y por el lujo de las verdes praderas. En Sidney, sin ir más lejos, donde hay parques inabarcables cada dos por tres, algunos de ellos exhiben carteles municipales que invitan a patear la hierba y abrazar los árboles. Son públicos, es decir "suyos".

En cuanto al célebre binomio máquina/jardín, emblema del carácter norteamericano, los australianos se acercan notablemente al quehacer técnico a través de sus edificios más nuevos.

Australia posee una rica arquitectura victoriana que ha conservado con esmero pero, a su lado, se alzan edificios acrobáticos que evocan las construcciones más atrevidas del posmodernismo que patrocinó en Estados Unidos Robert Venturi.

Acaso algunos rascacielos parezcan incluso remedos o desechos de proyectos norteamericanos para Phoenix, digamos, pero también hay una arquitectura autóctona -no necesariamente sostenible como la de su único premio Pritzker, Glenn Murcutt, en 2002- que denota la libertad de un país en el otro confín del mundo donde parece -como demuestra su Opera House- que no deba dar cuentas a nadie.

Culturalmente, estéticamente, plásticamente, parcialmente Australia crece a su aire. Cada vez más lejos de Gran Bretaña pese a la Commonwealth y más cerca del dólar a través de su significativa divisa, el dólar australiano.

Esta semana, sin embargo, los británicos les han ganado el corazón. Nada menos que el Oxford English Dictionary acaba de aceptarles la palabra selfie, pura creación australiana. Su origen procede de un joven al que, en una trifulca entre alumnos universitarios en 2002, le partieron la boca y con tres grapas en los labios tumefactos, hecho un Cristo, se hizo una foto en su webcamera y la colgó en la Red. Esta acción y su resultado es selfie. Self significa uno mismo y selfish narcisismo multiplicado por miles de reflejos en el amplio río de las redes sociales.

Pero hay más palabras. El presente australiano, que tiene mucho que decir, le ha colado ya al Oxford Dictionary otros términos acabados sobre todo en ie. ¿Una contracolonización? No tanto. Pero el ie no es ya un relato sino un pie de nueva horma en el mundial y rampante posmodernismo australiano.

 

 



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13 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El significado de la muerte

Unos funerales así son una mina. No se había visto nada igual en muchos años, probablemente desde la muerte de Juan Pablo II en 2005. Nunca en la historia se habían reunido tantos jefes de Estado y de Gobierno fuera de la asamblea general anual de Naciones Unidas en Nueva York. Nunca un país como Sudáfrica, marginado por la comunidad internacional cuando España ya se incorporaba a las instituciones europeas y occidentales, había experimentado como ahora, 25 años después, unas jornadas de tanto protagonismo en la escena mediática y diplomática global. Es el último servicio que suelen rendir los grandes personajes, justo en el momento en que desaparecen. Su vida queda proyectada hacia el futuro y sus deudos, sus conciudadanos, reciben los beneficios de su legado en prestigio ante el resto del mundo. Será difícil o deberán pasar muchos años para que Sudáfrica vuelva a brillar y a influir como lo ha hecho hasta ahora mismo gracias a Mandela. De hecho, en el súbito y último fulgor que ha proporcionado el anciano líder con su desaparición, hay también algo de desposesión del legado en beneficio del resto de la humanidad, recogido por la muchedumbre de mandatarios de todo el mundo y especialmente por Barack Obama, el dirigente que mejor y menos convencionalmente interpretó en la ceremonia el significado de la celebración. No hay ambigüedades en el legado de Mandela, tal como se encargó de subrayar el presidente de los Estados Unidos respecto a quienes alaban su lucha por la libertad pero no toleran disidencia alguna en sus países. Ahí estaba toda una colección de déspotas que le apoyaron en su lucha, dispuestos a sacar por última vez algo de partido de una imagen ejemplar que no les pertenece; empezando por el que más destaca, Robert Mugabe, el presidente de Zimbabue, que ha conseguido convertirse en el modelo rabiosamente contrario de Mandela, y siguiendo por Raúl Castro o Teodoro Obiang. Junto a ellos, también hay que contar a quienes se desentienden, los representantes de segunda fila de los gobiernos que prefieren navegar en el mundo globalizado lejos de un legado que les incomoda. China mandó a un vicepresidente que ni siquiera forma parte de la heptarquía del comité permanente del Politburó. Irán limitó su representación a un vicepresidente. Israel la rebajó al presidente del Parlamento. Y Rusia mandó a la presidenta de su inutilísimo Senado. Como en todo gran acto social de este tipo, todo tiene su significado y todo requiere una mirada atenta y detallista. El protocolo, las asistencias y las ausencias, quienes se saludan y quienes eluden el encuentro. Los gestos y las miradas. Las palabras pronunciadas en público y las condolencias murmuradas al oído. Los cánticos y los vestidos, por supuesto. Y no digamos ya la envergadura del espacio donde se celebra la ceremonia, la disposición del público y los rezos y sermones de los oficiantes. No se trata de detalles ni de anécdotas. Con la muerte, que nos vacía de significado, todo se llena de significado. Y, en particular, cuando quien muere ocupa un lugar central en la narración entera de una época como ha sido el caso de Mandela.



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12 de diciembre de 2013
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Asuntos metafísicos 28. Ni el fuego ni la vida… Impotencia del hombre ante lo cabalmente natural

Sintetizaré de entrada la idea central  de la reflexión de hoy,  más extensa de lo habitual:

En el sentido fuerte de la palabra, la physis (el término griego que está en el origen de lo que designamos por naturaleza) sólo es vinculable con  lo que tiene intrínseco lazo  con el movimiento y el reposo. Para Aristóteles los cuatro elementos tienen esta propiedad, en razón de su teoría de los lugares naturales: así el fuego  cuando se encuentra en lo bajo (lugar natural de la tierra) "tiende" necesariamente a su lugar en lo alto y una vez en éste  "reposa" en su plena realización.    Las cosas compuestas a a partir  de los cuatro elementos sólo serían naturales por una suerte de herencia de la esencial naturalidad de sus componentes: como tal la piedra a nada tiende, aunque la parte de tierra en ella presente tienda a ese su lugar natural que es el aristotélico lugar bajo  (centro, dada su concepción finita y esférica del cosmos)

Pero entre las cosas compuestas hay sin embargo un conjunto con especiales características, a saber el de los  los animales, teniendo quizás las plantas un estatuto intermedio.

Los animales son como el fuego inconcebibles sin referencia al movimiento y al reposo. Si el fuego tiende a lo alto, el animal tiende a aquel lugar dónde encuentra su bienestar y si consideramos el caso conjunto del animal y la planta cabe referirse  a esa intrínseca inquietud que es la vida.  Que la técnica del hombre sea impotente a producir tanto lo elemental como la vida explica la contraposición entre   "naturaleza" y "artificio", la cual perdura en nuestro lenguaje como residuo de la polaridad aristotélica entre la physis y los frutos de la techne. 

                                                                   ***

Que la palabra naturaleza es rica en pluralidad de sentidos  nos lo indica la simple consulta de un trivial diccionario: Hablamos de algo  natural por oposición a lo que tiene carácter de constructo o resultado, sea de la técnica  o del arte (vertientes ambas de la techne de los griegos). Decimos que la naturaleza de tal especie (a veces individuo) la hace propensa a determinada acción. Evocamos la condición natural del hombre contraponiéndola a su condición de ser moldeado a imagen y semejanza de Dios. En ocasiones nos referimos a la naturaleza de las cosas en general, que haría por ejemplo inevitable la corrupción de lo dado. Indicamos que tal persona es natural de un determinado país o ciudad. Nos referimos a determinados cuadros bajo el nombre genérico de naturaleza muerta. Decimos de alguien carente de engolamiento o pedantería que su comportamiento presenta gran naturalidad... En fin,  utilizamos el término naturaleza cuando queremos referirnos a la diversidad cualitativamente diferenciada que constituye el orden o mundo así como a las leyes que le son inherentes.

Intentando hallar alguna lógica, algún hilo conductor, en esta pluralidad de usos, hemos asumido en anteriores columnas  que el primer sentido de lo que llamamos natural está relacionado con la física: lo natural de entrada es algo físico, aunque no todo lo que sea físico sea natural, de tal manera que  determinando rasgos generales  de lo físico sabríamos  algo  de lo natural. Una de las ventajas  de esta aproximación es que nos acercaba  a la palabra griega que está en el origen de todo esto: physis que como indicaba tiene una larga historia en los textos presocráticos, pero que de momento abordamos ateniéndonos a lo que indica Aristóteles.

Enumeremos  las diferentes contraposiciones a fin de subrayar al final el aspecto que hoy interesa.  

Lo natural frente a lo ideal y lo abstracto.

Aristóteles sitúa a las entidades físicas entre aquellas que son  susceptibles de hallarse en movimiento o de hallarse en reposo, cosa que no ocurre por ejemplo con  la superficie de una mesa o un atributo numérico de la misma.

Con tal criterio, Aristóteles nos pone sobre la pista de aquello que más adelante se denominará cantidad de movimiento.  Y al igual que no son físicas las cosas matemático-geométricas, tampoco son físicas las ideas asociadas a las palabras. Las ideas, obviamente, sólo pueden ser desplazadas en un sentido puramente metafórico, como cuando se dice que constituyen armas arrojadizas. En suma, las ideas que tenemos sean o no correspondientes a objetos del mundo físico y las abstracciones como las cosas matemáticas no son naturales porque carecen del primer rasgo que ha de caracterizar a lo natural, a saber, ser cosas físicas, o, en términos de Aristóteles, ser susceptibles de    movimiento y de reposo.

Veamos ahora como este primer  criterio  sirve a  Aristóteles para hacer una operativa distinción no sólo entre lo natural y lo que no lo es, sino también para establecer una jerarquía entre modalidades de lo natural. Habría lo propiamente natural y lo que sólo lo es por derivación, figurando entre lo último  todas las cosas que el hombre es susceptible de producir.

Lo natural frente a lo inerte.

En la aparentemente  tan ingenua como  fértil teoría de los elementos de los Antiguos,  el criterio aristotélico para determinar  lo  natural , es decir,   la polaridad movimiento- reposo  se aplica  a los cuatro elementos,  fuego, tierra, aire, agua, los cuales se hallan en reposo cuando están en su lugar propio y tienden intrínsecamente  a reencontrarlo cuando han sido desplazados.  A los compuestos (synola)  de los cuatro elementos, como la piedra o la carne,  sólo  cabe atribuirles  el movimiento   en razón  de la tendencia de sus componentes, es decir, por una suerte de herencia de la propiedad  de los mismos. De hecho es porque cada uno de los elementos que la componen vuelve inevitablemente a su lugar natural que un fragmento de cualquier materia, orgánica o inorgánica está llamado a ese  movimiento de corrupción cuya medida constituye para Aristóteles  el tiempo. El fuego tiende intrínsecamente a un acto, energeia, no es pues inerte, mientras que sí inerte la piedra, a la que sólo una fuerza exterior imprime impulso. Obviamente si Aristóteles no hubiera tenido una concepción de los lugares naturales de los elementos no hubiera podido establecer entre estos y la vida la complicidad de tener una razón intrínseca de movimiento y de reposo, pero en cualquier casos se trata de una   intuición interesante.   

Pero entre los compuestos hay realidades que sí son cabalmente  naturales, a saber el animal y la planta  y ello en razón de que además de la tendencia de sus componentes tienen un principio de movimiento o reposo que les es intrínseco, y que no es reductible a la suma de los movimientos de los compuestos. Asunto misterioso la existencia de seres con  esta capacidad automotriz (a los  que Aristóteles consagró la mayor parte de su trabajo teórico)  y que como veremos más adelante,  hace de la vida un primordial caso de emergencia.

Lo natural frente a lo que resulta de artificio.

Pero hay en Aristóteles una tercera forma de concebir lo natural que  tiene resonancia en nuestro cotidiano lenguaje. Oponemos las cosas de la naturaleza a las ideas o entidades abstractas, pero también a las cosas artificiales, así cuando  hablamos de  inteligencia artificial, por oposición a la inteligencia cabal de los seres animados.

De hecho lo más  explícitamente opuesto  a lo natural es para El filósofo aquello que es resultado  de la  techne, ya sea entendida por nosotros  como técnica o como arte. Así la mesa comparte con la madera el hecho de que se mueve tan sólo por hallarse constituida por los cuatro elementos, pero a diferencia de la madera  no se daría sin el hombre,  el cual, como hemos visto, es  technites por propia  naturaleza. Ciertamente esta visión de Aristóteles es antigua, pero cabe preguntarse (como Husserl indicaba respecto a Descartes) si no puede aún ser de utilidad en un esfuerzo contemporáneo para dar consistencia a la pregunta: ¿qué es la naturaleza?

 

Ni el fuego ni la vida. Llevar como rasgo esencial  el binomio movimiento-reposo sólo le ocurre además de a los elementos a la vida (como hemos visto, entidades abstractas como las que ocupan a la Matemática no son naturales dado que  no son  susceptibles de   movimiento o reposo). Mas si es así, si lo natural como expresión cabal de la  physis, es   por un lado lo elemental (fuego, tierra, aire y agua) y por otro lado los seres animados, entonces oponer lo natural a lo que surge de artificio, supone aseverar que la techne, la facultad  de técnica o arte que singulariza entre los animales al hombre, es impotente  para hacer surgir tanto lo elemental como la vida, modos del ser que ponen coto al poder del hombre,  siendo incluso esta la razón de que de manera alguna el hombre pueda equipararse a un dios.

El hombre puede azarosamente topar con esa cosa  elemental que (en  la física a la vez profunda e ingenua   de los antiguos) era el fuego. Pero también,  mediante artificio  y procediendo de lo complejo a lo simple, el hombre puede llegar a alcanzar lo elemental, puede, reducir la madera a sus elementos y así  encontrar el fuego en  ella trabado, lo que imposibilitaba su movimiento hacia el lugar natural. El emerger del fuego tras la madera es como la emersión   de un astro tras otro que lo ocultaba.   Tras encontrarlo el hombre puede canalizar el fuego, pero lo que no puede de manera alguna es hacerlo aparecer  ex-nihilo, única modalidad de emergencia novedosa tratándose de un elemento.

Efectivamente la materia es energeia. En la física contemporánea el problema se presenta de manera diferente  (aunque como veremos no deje de haber puntos de encuentro con la posición de Aristóteles), dado que  la previsión teórica de la existencia de partículas que nadie ha encontrado en la naturaleza viene a ser verificada precisamente creándolas en laboratorio.  Creación obviamente no ex nihilo  sino, por ejemplo,  a partir de la energía de fotones sometidos a interacción en los aceleradores de partículas en los que la técnica del hombre  reproduce de alguna manera lo que sucede en una supernova  en el momento de una explosión, o  lo que aconteció en el big bang. Simplemente, ahora lo elemental, lo que explica la diversidad y complejidad que la naturaleza llega a alcanzar,   no es ya una tabla de elementos materiales sino el binomio partícula-energía y explotando las posibilidades de este binomio la técnica de alguna manera sigue imitando a la naturaleza. Sin embargo el binomio mismo  es de nuevo algo  con lo que el hombre, o bien topa azarosamente o  encuentra como fondo de la naturaleza a través de la técnica, la cual sin embargo es tan impotente para generarlo  ex nihilo  como para Aristóteles lo era para generar el fuego (nótese por otra parte que dada  la  posibilidad de transformación de la materia elemental -desintegración atómica- en energía, y viceversa... la  aristotélica atribución de actividad    a lo elemental no anda lejos) Esta irreductibilidad de lo  primario a los poderes del hombre, es algo que sorprende menos que la irreductibilidad a los mismos de la vida, la otra forma del ser que según Aristóteles  se halla intrínsecamente marcado por la polaridad movimiento- reposo. (1)

La vida es un caso paradigmático de  emergencia, es decir una estructura que no se explica exhaustivamente yuxtaponiendo  las características y potencialidades  de sus componentes considerados aisladamente, y ni siquiera adicionando las características y propiedades de las  variables exteriores imprescindibles. La vida es en este sentido  algo que efectivamente sobreviene, no sólo de manera imprevista,  sino de manera imprevisible: una emergencia, un misterio desde luego para todo espíritu reduccionista. (2)


(1)  El  movimiento no debe en este caso ser reducido a la traslación (movimiento según el lugar).   Han de incluirse las modalidades de movimiento que constituyen la trasformación cualitativa y cuantitativa, sólo ello permite atribuir el interno principio de movimiento y reposo  que caracteriza a la vida a una planta. Hay además para la Aristóteles, l a generación y la corrupción o movimiento según la sustancia.  véase los tres primeros capítulos del libro tercero de la física y asimismo el libro séptimo, capítulos uno a cuatro.

(2) ¿Qué pasa sin embargo con aquello que, poseyendo vida, ha sido modelado por la técnica, por ejemplo un animal domesticado? Como ser animado es sin duda natural, pero sin el hombre no tendría los rasgos que confiere la domesticación  y en tal medida es artificial. Es obvio que la polaridad physis - technè mas que como oposición parece funcionar como complementariedad en este caso. Será este un tema de explícita reflexión más adelante.

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12 de diciembre de 2013
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La memoria del paladar

Una de las principales aficiones de mi hija de cinco años guarda relación con la cocina. Con Caillou o los Cantajuegos compiten, en igualdad de condiciones, los tutoriales en los que se enseña a hacer galletas y pasteles. No le importa que las reposteras suelan ser señoras con look de jugadoras de bridge y ademanes cursis; ni que hablen en inglés o alemán y den grititos insoportables. A la niña le basta contemplar absorta la masa -con la boca hecha agua- anhelando hundir el brazo en ella hasta el codo y celebrar la sinfonía de colores que acompaña los pasteles arco iris o las magdalenas rosas en conos de barquillo para helado. A su edad, no sólo ha identificado mentalmente una tarta de golosinas con el súmmum del deseo, sino que ha conseguido retener en su memoria el sabor y sobre todo el olor a ideal. De la misma forma en que escasamente percibimos cómo cambian nuestros gustos, sobre todo por lo mucho que nos cuesta reconocer que aquello que un día juzgamos abominable (sea un cantante o un plato de acelgas) ha acabado por convencernos, tampoco advertimos cómo varía nuestra alimentación dependiendo del tipo de trabajo, pareja, peso o país en que vivimos. Julian Baggini, uno de mis columnistas de cabecera, cuenta que pasó una jornada entera probando los platos de su infancia a fin de descubrir por qué el sabor y el olor de algunos alimentos es tan evocador del pasado, tanto que constituye una parte poderosa de la narrativa emocional, más importante que la histórica. Y nada de pequeñas magdalenas en su caso, sino latas de crema de champiñones Heinz o patatas fritas con queso y cebolla de Sainsbury’s, capaces de despertar las emociones que invoca la memoria olfativa. Hay alimentos que parecen cosidos a nuestras vidas y que, cuando los reencontramos de forma inesperada, logran suspendernos en una plenitud redonda. Cada mañana paso cerca de un par de colegios, y el olor de sus cocinas -una mezcla de sopa de pollo, croquetas y macarrones- me procura un trago de nostalgia y me despierta un hambre más romántica que física. Según diversos estudios, la memoria olfativa y la gustativa son capaces de remontarse más lejos que la visual, de manera que los estímulos del pasado a menudo reemplazan una experiencia que no hemos podido almacenar como recuerdo. Los tomates de colgar, las almendras recién tostadas, el primer aceite del raig, la pelota en la olla, el comedor de los domingos con una sorpresa final, casi siempre caramelizada… Pero lo fundamental es que, aunque no representan ningún episodio trascendente de nuestra vida, guardan intacto, como en un cofre, el sentimiento de quienes fuimos un día.

(La Vanguardia)

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11 de diciembre de 2013
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El tercer héroe discreto

El Vargas Llosa de sus brillantes inicios resucita siempre en el último de sus libros, como ocurre con El héroe discreto; todas sus marcas de fábrica están patentes, y algunos de sus personajes regresan para ocupar lugares que reclaman en el relato. Le he oído decir en Guadalajara que esos personajes recurrentes, tal es el caso del sargento Lituma, o el don Rigoberto, doña Lucrecia y Fonchito, se presentan delante de él cuando va a emprender una nueva escritura, para dejarse ver, como diciéndole: aquí estamos, míranos bien, no nos has aprovechado lo suficiente.
Entre la confusión ética de los tiempos modernos, el novelista acude a casos extraídos del mundo cotidiano, para probar que hay un heroísmo de la conciencia: la resistencia frente al chantaje, o las convenciones sociales. Es lo que ocurre con Felícito Yanaqué, un modesto transportista de Piura, e Ismael Carrera, un empresario de seguros de Lima. El primero resiste la extorsión, floreciente negocio contemporáneo; y el segundo, miembro de la elite social limeña, decide casarse con su empleada doméstica.
Pero hay otro personaje singular en la novela, y es Edilberto Torres. Comienza a presentarse delante de Fonchito, a manera de una aparición, y cuando llegamos a creer que se trata del diablo, lo vemos manifestarse en una iglesia, sin ninguna aprehensión, y entonces puede ser también un ángel guardián, y hasta un espíritu burlón.
Apenas cambiando una letra en su nombre de pila, se convierte en Edelberto Torres, quien de verdad existió, y era nicaragüense, igual que Norwin Sánchez de Conversación en la catedral. Se lo he comentado a Mario en un aparte del tráfago de la Feria del Libro de Guadalajara, y me dice que claro que sí, Edelberto Torres, el gran biógrafo de Rubén Darío, lo recuerda bien, pero que a la hora de ponerle nombre a su personaje no pensó en él. Lo tenías en las profundidades del subconsciente, le digo. Eso puede ser, me responde, el subconsciente es tan vasto y poderoso.
Y entonces le digo que don Edelberto, como lo llamábamos, viene a ser el tercer héroe discreto. Este hombre menudo y moreno, de andar nervioso y grandes suspiros cuando se acordaba de las calamidades de la dictadura de Somoza, eterno exiliado, fue despedido en los años cuarenta del siglo pasado del Ministerio de Educación por sus propuestas revolucionarias en cuanto a la enseñanza, que se fue a aplicar a Guatemala cuando triunfó la revolución democrática de Juan José Arévalo.
Cuando triunfó en Costa Rica la otra revolución democrática de José Figueres en 1948, con el apoyo de la Legión del Caribe, que pretendía derrocar a las numerosas dictaduras de entonces, empezó a fungir como correo de aquella fraternidad caballeresca. Una vez viajaba entre Guatemala y San José en un vuelo sin escalas de la extinta Panamerican, cuando el avión bajó complacientemente en Managua sólo para que sacaran por la fuerza a don Edelberto, que pasó encarcelado más de un año.
Al ser por fin liberado, regresó a Guatemala donde interpuso una demanda contra la Panamerican, y tras años de lucha, sin arredrarse, tal como don Felícito Yanaqué se enfrente a la incógnita banda de la arañita, ganó la indemnización. El dinero se repartió entre los abogados y su causa revolucionaria, porque siguió siendo pobre. Había demostrado, como don Felícito, que no hay que dejarse pisotear.
Tal como Mario bien recuerda, escribió La dramática vida de Rubén Darío, una labor de muchos años en las que consumió sus ahorros, pues él mismo financiaba sus viajes de investigación a España, Argentina, Chile. Trata a Rubén como su propio hijo: se entristece con sus penurias, lo regaña por sus disipaciones alcohólicas, se hincha de orgullo cuando describe la ceremonia de su presentación de credenciales delante del rey Alfonso XIII, entre "testas coronadas".
Este es entonces el tercer héroe discreto que por la puerta del subconsciente entró, con una vocal de su nombre alterada, en el espléndido universo de la novela de Mario Vargas Llosa.
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11 de diciembre de 2013
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Waterstones de Piccadilly

Antes que libros, yo compraba en este elegante edificio de Piccadilly una crema ‘after shave' especialmente balsámica. La loción era cara, pero mi cara, lo más delicado que tengo, me obligaba al dispendio y al ir hasta allí, viviendo yo en la otra punta. Simpsons se llamaban entonces, desde su inauguración en 1936, esos grandes almacenes dedicados en exclusivo al hombre, y tan definitivamente masculinos que mis amigas, gustándoles mucho su estilo racionalista, nunca compraban en la planta 4ª que algo tardíamente se abrió para la mujer. Simpsons era la creación de un modesto empresario textil, Mister Alexander Simpson, que tuvo gran éxito con una marca de pantalones y quiso extenderlo a toda la gama del ‘pret-à-porter' y los complementos, vendiéndolos en la tienda más moderna de la ciudad. Para ello contrató al arquitecto Joseph Emberton, quien levantó una fachada escueta y luminosa, con cada una de sus cinco plantas marcadas por los grandes vidrios de los ventanales, el acero y la piedra de Portland. En sus primeros años, antes de la guerra mundial, el artista Moholy-Nagy, que entonces dirigía la Nueva Bauhaus en Chicago, diseñó muchos de los arreglos de escaparates y las señalizaciones interiores.

        Cuando yo frecuentaba su sección de perfumería, los dependientes vestían aún de "edwardianos", aunque sin llegar al frac que hoy siguen llevando, cien metros más arriba de la calle, los de Fortnum and Mason. Y es que esta acera izquierda de Piccadilly (si la miramos desde la fuente del ‘Eros' que domina la famosa plaza o ‘circus') está jalonada de monumentos del espíritu, la hostelería y el comercio a la antigua usanza: la iglesia de St James´s, obra de Wren y escenario de oficios fúnebres muy señalados, el Simpsons que hoy es Waterstones, la otra gran librería histórica de la ciudad, Hatchards (comprada recientemente por la cadena Waterstones), el citado Fortnum and Mason con su carillón en funcionamiento y el Hotel Ritz.

     Lloré en los primeros años 90, con las mejillas resecas, la venta de Simpsons a un grupo financiero japonés, pero volví a sonreír cuando en 1999 ocupó el local Waterstones. Es tan habitual ver que una librería de tu barrio se convierte en hamburguesería, en local de cabinas de rayos UVA o en una franquicia más de ropa joven, que entrar hoy en esta megatienda del libro ganada a la sastrería tiene algo de resarcimiento por las afrentas que sufre el gremio librero.

    Soy un amante de las librerías abarrotadas, que suelen ser las de viejo, donde los libros acumulan saber y polvo formando torres que el lector curioso ha de sortear, como en el laberinto. Pero también es un gozo sentirse los reyes de un espacio infinito como el de los cinco pisos de Waterstones, que conservan, junto a la majestuosa escalera original de mármol y los apliques del arquitecto Emberton, el espíritu, por no decir efluvio, de su pasado esplendor. Y además de libros también compro allí, como hacía antaño, los complementos de la materia esencial. En este caso, unos cuadernos tamaño diario con sus recias páginas en blanco, sin rayar, que venden en la estupenda papelería de la planta baja. Todo en este edificio proclama, así pues, la vigencia amenazada del inmarchitable papel.

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10 de diciembre de 2013
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El Boomeran(g)
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