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La grandes cacerías americanas

Eder. Óleo de Irene Gracia

Javier Fernández de Castro

Ciro Bayo (18591936) fue un extraordinario narrador  dotado de una sensibilidad poco común para captar el paisaje y sus habitantes,  y de un oído asombroso para las vibraciones de la lengua, ya estuviera ésta en boca de un humilde indio aimara o de un culto estanciero heredero directo de españoles. Pero  se dieron  dos circunstancias adversas que contribuyeron a hacer de él un desconocido no sólo hoy sino en vida también.

La primera de dichas circunstancias  fue el apogeo de la generación del 98  con sus ínfulas regeneracionistas y su intento de revalorizar lo español (empezando por el  paisaje) como fórmula para superar la depresión nacional provocada por la liquidación del imperio colonial. Viajar durante diez años por América  exaltando sus  bellezas, coleccionando modismos dialectales y asumiendo la herencia española en aquellas tierras estaba totalmente fuera de la onda imperante en el momento y salvo los Baroja y pocos más nadie consideró digno de elogio y premio  el quehacer literario de quien, de forma particular, acabó recibiendo el título de “último cronista de Indias”.

La otra circunstancia adversa de cara a la fama y el reconocimiento fue la inveterada afición del propio Ciro Bayo a quitarse de en medio. Su afán por ocultarse era proverbial y Pio Baroja contaba de él en sus memorias que en respuesta a la petición de España Calpe de una fotografía con la que ilustrar su semblanza en la enciclopedia, Bayo les mandó una fotografía de su padre que encima no era la de su padre verdadero sino la de un banquero apellidado Bayo y que le servía para fantasear sobre sus supuestamente opulentos orígenes. Y encima era tan escasamente cuidadoso con los aspectos prácticos de la vida que, se decía, a su regreso a Madrid vivió unos años en una buhardilla que le costaba dos duros al tiempo que pagaba diez por un piso que él  mismo le buscó a su mujer de la limpieza. Se entiende que acabase sus días ciego y solo en un asilo de ancianos.

Ni siquiera los gustos de las épocas posteriores han jugado a su favor puesto que la caza (que era la gran baza comercial de este libro) es hoy una actividad socialmente tan  desprestigiada que incluso los reyes se cuidan de practicarla a escondidas. Lo que ocurre es que Las grandes cacerías americanas va mucho más allá de una simple guía cinegética. La primera parte narra la travesía que va desde el  lago Titicaca ( y las islas donde nació el imperio Inca) hasta La Paz (Bolivia). En parte es como una guía turística bien escrita y muy documentada, con un magnifico añadido final sobre las cacerías de alpacas y guanacos llevadas a cabo por los indios locales, así como algunas noticias sobre las costumbres y fiestas populares. La excursión termina con una esplendorosa descripción del Ilimani y sus cuatro picos, al que Ciro Bayo no duda en señalar como el más bello de la cordillera andina boliviana.

En la segunda parte, y con la aparición de quienes van a ser sus compañeros de viaje (un naturalista alemán llamado Otto Eder que venía desde Panamá por cuenta de la Cámara de Comercio de Hamburgo; un indio colla llamado Corpa, heredero de los herboristas incas y que llevaba recorrida gran parte de América  vendiendo drogas y específicos y un buscador de oro escocés llamado Stuart) el relato experimenta una  revitalización extraordinaria, primero porque el tono de guía bien documentada es sustituido por el  relato personal, y segundo porque el narrador recibe la ayuda inestimable de tres profundos conocedores de los paisajes, la orografía y la fauna y flora locales, con lo que la prosa se hace de pronto mucho más precisa y expresiva, enriquecida además por numerosos americanismos que la  dotan  de una luminosidad muy de agradecer.

Y a ello hay que añadir el buen ojo de Ciro Bayo para los detalles humanos, como el relato de ese momento en que a Stuart se le enrosca en la pierna una víbora venenosa medio adormilada pero que si despierta puede causar  en pocos minutos la muerte de su víctima. La cual, demostrando que la flema británica no siempre es una leyenda, a la espera de lo inevitable ha sacado un cuaderno y se dedica a redactar su testamento.

Este   viaje, desde los Andes a la Amazonia, transcurre a lo largo paisajes bellísimos creados por los ríos Ecouré y Marmoré, este último haciendo las veces de interminable frontera con Brasil. El libro es una delicia, en gran parte porque su autor es un entusiasta entregado sin límites a su tarea de cronista.

 

Las grandes cacerías americanas

Ciro Bayo

Editorial Reino de Cordelia

 

 

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Javier Fernández de Castro

Javier Fernández de Castro (Aranda de Duero, Burgos, 1942- Fontrubí, Barcelona, 2020) ejerció entre otros los oficios de corresponsal de prensa (Londres) y profesor universitario (San Sebastián), aunque mayoritariamente su actividad laboral estuvo vinculada al mundo editorial.  En paralelo a sus trabajos para unos y otros, se dedicó asiduamente a la escritura, contando en su haber con una decena de libros, en especial novelas.

Entre sus novelas se podrían destacar Laberinto de fango (1981), La novia del capitán (1986), La guerra de los trofeos (1986), Tiempo de Beleño ( 1995) y La tierra prometida (Premio Ciudad de Barcelona 1999). En el año 2000 publicó El cuento de la mucha muerte, rebautizado como Crónica por el editor, y que es la continuación de La tierra prometida. En 2008 apareció en Editorial  Bruguera,  Tres cuentos de otoño, su primera pero no última incursión en el relato corto. Póstumamente se ha publicado Una casa en el desierto (Alfaguara 2021).

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