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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Contarlo todo, de Jeremías Gamboa: Una novela monumental sin monumento

Contarlo todo, la primera novela del peruano Jeremías Gamboa, es un híbrido curioso: una novela monumental sin monumento. Por sus personajes, por sus espacios, remite a Conversación en la Catedral, la gran novela de Mario Vargas Llosa: es la historia de un periodista y sus relaciones con un medio social clasista y racista. Hay, sin embargo, varias diferencias, entre ellas una de objetivos: Vargas Llosa estaba muy preocupado por radiografiar de manera incansable el funcionamiento de la sociedad limeña de los años cincuenta; quería encontrar el nucleo duro, la ideología hegemónica que se revelaba a través de los actos más inocentes de sus personajes. Gamboa también nos revela cómo funciona la Lima de finales del siglo anterior y principios de este, pero ésa no es su preocupación central. Lo suyo, a pesar de su apariencia ampulosa, es más humilde: narrar la educación sentimental de Gabriel Lisboa, "un tipo mestizo, por ratos algo blanco, por ratos algo indio", un aprendiz de escritor de clase media baja que descubrirá que la vocación literaria exige todos los sacrificios.     

            Contarlo todo es, sin ambages, la historia de un triunfo: la novela se inicia con el descubrimiento que hace Lisboa de que ya está listo, después de más de diez años de peleas con la escritura, a escribir su novela. Asistiremos entonces a la forja minuciosa de esa vocación, desde el verano del 1995, en que trabajaba como practicante en una "redacción inverosímil" de una revista limeña, hasta el presente de la escritura. Habrá muchos descubrimientos en el camino, desde las victorias y sinsabores del periodismo hasta la complicidad y la camaradería de un grupo de amigos que también quieren ser escritores (el Conciliábulo, que da pie a las mejores páginas de Gamboa) y las frustraciones del amor entre seres de distinta clase social. Pero esos descubrimientos no alteran la trayectoria invenciblemente ascendente, la carrera "meteórica" de Lisboa. Puede tener percances, pero al final siempre termina con un ascenso, un mejor sueldo, un mejor barrio (de "las casas sin tarrajear de Santa Anita... y los mercados mayoristas de frutas a los que internamente me juraba que jamás volvería... a ese espacio limpio y con olor a brisa marina que se asomaba a las canchas de tenis del club Terrazas"), una mejor posición social. Puede luchar con la página en blanco, pero al final termina contándolo todo. Se las da de humilde, pero entiende las reglas del juego y sabe usarlas.

Gamboa ha elegido un narrador caudaloso, de emociones vehementes. Ante que la sugerencia, prefiere ser explícito: es presa fácil del llanto, de la "rabia inmensa", y suele ser de gestos excesivos. Dispuesto a sacrificar todo en procura de una exaltada "autenticidad", su poética consiste en dirigir sus esfuerzos "al logro de una frase que no fuera bonita ni sonora sino ‘auténtica', una que contuviera realmente una verdad". Su búsqueda transmite fuerza y convicción: sabe plantear escenas y resolverlas, y deja la sensación visceral de estar poseído por el deseo de decir su historia. También funciona su decisión de desdoblar al narrador, a medida que avanza la novela, en una voz en primera persona y otra en tercera, como si Lisboa estuviera descubriendo que para escribir uno necesita mirarse desde afuera. A la vez, el narrador lleva demasiado lejos su credo de no escribir frases bonitas: abusa de los adverbios, se queda "quieto como un poste", quiere que se lo "trague la tierra" o espera como un "león enjaulado"; su pareja, Fernanda, tiene el rostro "lívido como un papel". Se abusa también de algunas analogías: Lisboa llora en el baño como "un niño" y corre a la habitación de su tía "como un niño", su amigo Montero comparte su mundo "con la ilusión de un niño", Montero y Lisboa preparan sus trabajos para un concurso "con la ilusión de dos niños", Gabriel y su pareja Fernanda juegan "desnudos como dos niños"...

La primera parte, que trata de las andanzas de Gamboa en el periodismo, es repetitiva en su estructura, aunque tiene muy logrados personajes (el gordo Vegas, el atildado Francisco de Rivera) y capta muy bien la atmósfera intensa y enrarecida de una redacción; cuando el enfoque pasa al Conciliábulo, la novela gana: Spanton, Ramírez Zavala y Montero, otros jóvenes al asalto de la vocación literaria, son el verdadero corazón de Contarlo todo, "los monstruos que velaban por ti y que a pesar de que empezaban a ser distintos entre sí estaban juntos a tu lado, ebrios a tu lado, y a esos tres no los ibas a perder jamás, y de eso extrañamente estabas seguro entonces". La novela también narra el descubrimiento del amor, en la historia cruzada de Lisboa con Fernanda, una chica de una clase social superior. Aquí, al igual que en tantos romances fundacionales latinoamericanos del siglo XIX (y en tantas telenovelas), la nación se proyecta en el encuentro o desencuentro de seres de clases y razas distintas.

Curiosamente, Lisboa parece recién descubrir en su relación con Fernanda que vive en un país racista y clasista. ¿No debería haber sabido esta verdad en su piel? Después de todo, proviene de una clase humilde, se ha criado con el tío Emilio y la tía Laura, de trabajos modestos. En sus trajines periodísticos, Lisboa también podía haber aprendido de la estructura imperante, pero estaba demasiado preocupado en entregarse a su vocación y en que gente de la clase de Fernanda lo aceptara (gente como Rivera, "el hombre más alto de la redacción", de "piel muy clara" y "rasgos simétricos", un hombre demasiado elegante para "una ciudad que parecía Calcuta"; alguien que, definitivamente, "no parecía de este mundo"). Es sintomático que Lisboa haya descubierto su vocación literaria leyendo novelas clásicas del siglo XIX: él es, después de todo, un descendiente de "esos personajes humildes pero inmensamente ambiciosos" de las novelas que tanto admira, "que lograban ingresar y apoderarse de los salones más respetables de París o Milán y que pensaban todo el tiempo en ellos y en sus circunstancias del mismo modo en que yo había empezado a pensar infatigablemente en las mías".

Roberto Bolaño escribió alguna vez que "ahora, sobre todo, en Latinoamérica, los escritores salen de la clase media baja o del proletariado y lo que desean, al final de la jornada, es un ligero barniz de respetabilidad". Humillado y ofendido, Lisboa podía haber sido un escritor marginal, un crítico del sistema; su elección es más bien la opuesta: no cuestionar la clase social superior, admirarla, tratar de insertarse en ella. Contarlo todo no es una crítica del orden establecido sino su confirmación.          

           

(Letras Libres, febrero 2014)

 



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4 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Navegando con ucranianos

Ucrania nunca ha sido muy independiente. Hace más de 10 años me tocó viajar en un buque escuela de la Armada de Ucrania. La travesía consistía en cruzar el Cabo de Hornos, esos mares con fama de ser los más peligrosos del planeta, navegando exclusivamente a vela.

En el viaje iban jóvenes cadetes y oficiales ucranianos. Pero también, caso raro en un buque-escuela, estaba lleno de turistas (en su mayoría alemanes).

Los primeros días a bordo del Khersones, una fragata de tres mástiles construida en astilleros polacos durante la época de la Unión Soviética, sucedieron apaciblemente. Las comidas eran anunciadas por parlantes con precisión militar: 8:30, 12:30, 16:30, 20:30.

"Este no es un buque de placer. Los peligros de la travesía son infinitos y las medidas de seguridad rigurosas. El racionamiento de agua será estricto", me dijo de entrada el capitán Sukhina, un tipo de 56 años, bigote cano, nacido en Sebastopol.

Explicó que la situación económica de Ucrania no permitía al gobierno de entonces -ni al anterior, ni a todos los que siguieron- financiar viajes de instrucción. "Por eso nos hemos asociado a la empresa alemana Inmaris Perestroika Sailing, quienes han vendido a turistas la mitad del barco", y luego se quedó callado. Como si quisiera llorar o reír. El turismo suele romper la independencia de todo lo que toca. Pero a veces, y eso parecía decir la resignación de Sukhina, puede sacar a flote el barco de un país que nunca tuvo mucha independencia.

A los pocos días de viaje, los roces entre los turistas alemanes y los soldados ucranianos eran cada vez más evidentes. Los primeros, con cámaras ultra modernas y ropa muy térmica, versus unos chicos que pedían dinero en los pasillos y cigarrillos y que se encerraban en la sala de cine para ver conciertos de bandas de rock ruso, como los Agatha Christie. El sueño de los jóvenes se repartían entre irse a Moscú, Berlín, o cualquier ciudad grande de Estados Unidos.

Uno de los oficiales más viejos del barco tenía una foto junto al Che Guevara. El electricista se llamaba Yuri, tenía varios dientes de oro y practicaba conmigo un mal español que iba aprendiendo -durante el viaje- de un viejo libro soviético para quienes viajaban a Cuba. En su camarote tenía fotos de sus hijos: el chico tenía nueve años y estudiaba gimnasia olímpica en Kersh. Su hija tenía ocho años y estudiaba para concertista en piano. Todo parecía demasiado soviético, frente a los alemanes que jugaban Tetrik en sus computadoras portátiles.

Estos días me he acordado de aquel viaje, y de Ucrania, y de los cientos de ucranianos que nos fueron a recibir al puerto de Buenos Aires cuando terminamos la travesía. Yo me bajé en Argentina, y ellos siguieron navegando hasta Europa del Este. No sé cuántos de aquellos cadetes terminaron viviendo en Kiev, o en Moscú, o en Berlín o en Nueva York.

Recuerdo, también, que Yuri me dijo en su mal español que alguna vez quiso ser cosmonauta. Y uso esa palabra, Cosmonauta, una palabra que en el mundo de hoy suena tan extraña como Lenin, proletariado o independencia.

 

 

@menesesportatil 

 



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4 de marzo de 2014
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La compradora anónima

Una compradora anónima que se describe como "mujer aún joven" me escribe desde Tarragona preguntándome cómo definiría yo en un folio el libro que acaba de adquirir (legalmente) y se dispone a leer en un próximo viaje. La carta, brevísima, está, muy bien escrita, en papel, así que no tengo motivos para no contestarle, a mano, dando después a conocer mi respuesta a través de este blog.

 

El invitado amargo nace de un robo y unas hojas escritas tiradas por el suelo de una habitación donde entraron ladrones buscando dinero. Sólo encontraron papeles, y esos papeles, que el dueño de la casa leyó al recogerlos, pusieron en marcha una ‘máquina soltera' construida literariamente por dos personas que estuvieron muy cerca durante una época muy lejana, los primeros años 1980, y treinta años después se reconocieron en la escritura.

            Uno de los dos autores, el que fue robado, le sugirió al segundo, propietario intelectual (por no decir moral) de los papeles tirados por el suelo, que esas palabras de entonces  -intercambiadas en un epistolario que resistió la lejanía, las mudanzas de domicilio, los enconos, las enfermedades-  podrían ser ahora la base de una reconstrucción verbal. La memoria sería el acompañante de las palabras escritas, nunca su disfraz.

             Así se fue gestando, en un itinerario que nunca dejaba ver a ninguno de los dos la siguiente vuelta del camino, este libro: un recuento verídico tratado con los dispositivos de la ficción, un ensayo narrativo sobre los sentimientos y los resentimientos del amor, un doble autorretrato en el que los autores van recreando a sus protagonistas, llamados, como ellos mismos, Vicente y Luis. El numeroso reparto se completa con un Premio Nobel, una bella mujer joven y una mujer anciana, un arrendador aventurero y galante, un traidor, unos viajeros. Algunos tienen nombres conocidos, otros no, pero todos son, como los propios Luis y Vicente, personajes de una tragicomedia de la felicidad, la infidelidad, la vocación literaria, la búsqueda personal en un país cambiante, la ilusionada España de los años 1980 vista desde el áspero tiempo actual.

          Los dos autores pactaron antes de ponerse a escribir un principio moral (no habría censura, ni auto-censura) y unas normas de composición formal que constituyen la esencia de El invitado amargo. La modulación de las voces, dejadas a la autenticidad de entonces y al humor prevaleciente ahora en cada uno, el uso libre del excurso, las vueltas atrás y las anticipaciones intercaladas. Y una, muy central: todos los capítulos, firmados en alternancia por ambos, se escribían sin previo acuerdo y le llegaban al otro manteniendo la intriga, como en las novelas por entregas del siglo XIX. Con la diferencia de que en ese ‘feuilleton' los dos autores-protagonistas sabían el final, pero no las sorpresas y revelaciones que su propia historia les podía deparar.

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4 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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58. El cine roto

Si queremos hacerlo nuevo, por favor, no utilicemos "post" como prefijo. | Decimos normal porque, según Germano Celant, "cortar es pensar". | Aunque hay un parentesco con el cine tradicional, esta postcontinuidad significa que el entendimiento seriado de los acontecimientos deja de ser importante, ayudado y facilitado por las CGI (imágenes generadas por computadora), rastreables, según ha apuntado Shaviro, en algunas películas de gran impacto: Avatar, The Life of Pi, Inception, Gravity. Estos cambios (arrinconamiento de la continuidad y abandono de la cinematografía tradicional en favor de la imagen sintética) suponen un cambio de rumbo artístico que debería requerir otro teórico de las mismas dimensiones. | "I look into the mirror, but it's cracked / And so reflects two, three, or more, that lack / Cohesion", David Berman, "The Broken Mirror". | El profesor y ensayista Steven Shaviro lleva tiempo analizando lo que determina la postcontinuidad en el postcine (a mí tampoco me gustan esos prefijos). A su juicio, asistimos a un nuevo tipo de películas, sobre todo de películas con acción violenta, desde las de Tony Scott a Spring Breakers de Harmory Korine, en las que la continuidad de las escenas se ha alterado por completo. A juicio de Shaviro, en una escena de acción de Peckinpah había una meticulosa planificación previa con el fin de alternar debidamente los planos, colocando a los actores en un lugar determinado y moviéndolos siguiendo un trazado fijo. En cambio, en las secuencias actuales de películas como Drive o Transformers los planos se suceden de forma caótica, sin que las relaciones entre ellos sean fluidas ni siempre comprensibles. | Se pregunta Pere Gimferrer: "el cine (...) ¿Siempre debe ser una narración de los hechos, con una sucesión cronológica determinada, y siempre ha de ser narración en general?" (Itinerario de un escritor). | Shaviro parte de la "intensificación" estudiada por Bordell en 2002, por la cual el cine había acelerado a partir de los años 70 el ritmo de las tomas para crear énfasis; a juicio de Shaviro, el ritmo demencial de algunas películas actuales, que pueden tener 30 planos distintos en 40 segundos, ya no busca el énfasis sino el extrañamiento, generando una estética "delirante" que él ve llevada al clímax en Spring Breakers. | "El montaje es, para los capacitados, el medio composicional más poderoso para relatar una historia"; Sergei Eisenstein, Teoría y técnica cinematográficas. | No menos oníricas y extrañas, desde un punto de vista radicalmente distinto, serían películas en tiempo real pero en espacios imposibles de unir sin lo digital, como algunas de Gaspar Noé. | En primer lugar, cabe preguntarse si estamos ante una estética en oposición frontal a la del cine tradicional apuntada por Benjamin: "En el cine (...) la comprensión de cada imagen aparece prescrita por la serie de todas las imágenes precedentes"; Walter Benjamin, "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica". | Esto que van a leer será un poco deslavazado y caótico, pero si está bien hecho debería entenderse al final.



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4 de marzo de 2014
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Asuntos metafísicos 39: cincuenta años de un punto de inflexión (agradecimiento filosófico a John Bell)

El objeto de estas columnas es,  en parte,  contribuir a revitalizar a la luz de la ciencia contemporánea la reflexión filosófica sobre la naturaleza, sólo en coincidente en sus objetivos con lo que en otro tiempo era designado como "filosofía natural".

Hemos visto que, según Aristóteles, la filosofía se preocupa por lo que  cabe decir de todo ente por el mero hecho de su entidad   (peri to on e on ),  y en consecuencia se ocupa de las categorías  según las cuales el ente se dice y a cuya intrínseca pluralidad de hecho se  reduce: sustancia, cualidad, cantidad etcétera, como predicados últimos posibilitadotes del juicio y así de la determinación.  Hemos visto que como consecuencia de lo anterior la filosofía trata asimismo de lo que los matemáticos llaman axiomas y que de hecho serían correlativos del ser y no sólo rectores de esa modalidad  que constituyen los objetos matemáticos.

Siendo la physis  una modo del ser, la filosofía se vuelca también sobre la misma y en consecuencia se encuentra confrontada a unos principios que no siendo tan omniaplicables como los principios de las matemáticas, son sin embargo igual de firmes, o así lo han parecido desde Aristóteles hasta quizás el evento filosófico que hoy evoco y celebro.                                  

Efectivamente hace cincuenta años el físico británico John Bell confirmó, tanto ante los físicos como ante los filósofos,  la necesidad de seguir hurgando en la abismal interrogación, embrionaria desde el trabajo de Einstein sobre el efecto foto- eléctrico en 1905,  y nutrida por el trabajo de los grandes de la reflexión cuántica, los Schrödinger, Bohr, Bohm...Reflexión que concernía a esos principios considerados rectores  no sólo del abordaje de la naturaleza con intención cognoscitiva sino quizás de toda relación con la misma.

Y, en la senda del teorema de Bell,  desde hace más de treinta años se han sucedido los experimentos, escrupulosos hasta el detalle más ínfimo, tendientes a extirpar toda duda sobre el hecho de que las sorprendentes violaciones (tanto por las previsiones cuánticas como por los experimentos efectivos) de  los límites establecidos por el  teorema de Bell no eran resultado de la influencia de una fuerza clásica, aunque  no percibida,  que una partícula vendría a ejercer a distancia sobre otra.

Esta obsesión  por alcanzar seguridad absoluta respecto a  lo que la física cuántica nos estaría diciendo sobre el orden natural, no hace más que confirmar la enorme importancia de aquel experimento realizado por Alain Aspect y colaboradores en 1982, que ratificaba a tantos en  el sentimiento de profunda estupefacción   provocada  en 1964  por  el protocolo matemático de John Bell.

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4 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Un espejo en Crimea

Crimea quiere adelantarse a Escocia. Su gobierno anunció inicialmente un referéndum de autodeterminación para el 25 de mayo, coincidiendo con las elecciones presidenciales ucranias. De una semana a otra, el referéndum ya se ha adelantado y ahora se prepara para el 30 de marzo. Es probable que no llegue a celebrarse, pero no porque lo impidan las autoridades de Kiev, impotentes ante la presión de Moscú, sino porque su parlamento regional puede solicitar antes, y quizás sin necesidad de consulta popular, su segregación y la independencia o, incluso, algún tipo de relación de integración con Rusia. La crisis ucrania ha levantado un nuevo juego de espejos para que los soberanistas catalanes puedan mirarse y situarse mejor en el mundo en que viven. Hasta ahora el único espejo que funcionaba era el escocés, perfectamente instalado en la normalidad europea del Estado de derecho, la democracia representativa y las libertades públicas. Allí habrá un referéndum acordado entre los gobiernos de Londres y Edimburgo. El debate se mantiene dentro de niveles muy limitados y razonables de confusión y demagogia, que tienen su mejor reflejo en la acotada atención que le prestan los medios de comunicación y en la escasa o nula crispación que se observa entre dos opiniones públicas, la inglesa y la escocesa, que ni siquiera aparecen como mundos divergentes o segregados. Todo lo contrario es lo que ofrece a los catalanes el espejo ucranio y, en especial, el que ofrece Crimea. Allí los nacionalismos, el ucranio y el ruso, siguen siendo el motor de la historia, y no precisamente para bien. Allí aparece en toda su dimensión la contradicción irresoluble entre la integridad de las fronteras y el mantenimiento del statu quo internacional por una parte y por la otra el derecho de los distintos pueblos a decidir su futuro, discutible fórmula posmoderna del clásico derecho de las nacionalidades a la libre autodeterminación. Y todo esto sucede en un clima de guerra civil y de amenazas de intervención armada por parte de Rusia, con el país al borde de la bancarrota, con violencia y víctimas mortales en las calles y ruptura de lo que queda de legalidad por todas las partes en conflicto.

En el caso de Crimea, región autónoma ucrania de mayoría rusa, el caso es todavía más especial y notable. La península ha pertenecido a Rusia desde 1782, cuando Catalina la Grande se la arrebató al imperio otomano, hasta 1954, cuando Moscú se la regaló a la República Socialista Soviética de Ucrania. Aunque desde 1991 quedó separada de Rusia por la desaparición de la URSS y la independencia de Ucrania, Crimea sigue siendo plenamente rusa desde el punto de vista cultural y sentimental, principalmente desde la guerra de Crimea (1853-56), cuando Rusia fue derrotada por Francia, Inglaterra, el imperio Otomano y la Italia incipiente de Cavour. La caída de Sebastopol, tras un asedio de once meses, forma parte de una épica nacional rusa, fijada en la imaginario nacional por el propio León Tolstoi. Orlando Figes ha señalado que a partir de ?esta gran derrota, los rusos han construido un mito patriótico, una narración nacional sobre el heroísmo generoso, la resistencia y el sacrifico de su pueblo? (Crimea. The Last Crusade. Penguin, 2010).

Pero lo más grave es que Crimea es mayoritariamente rusa, aunque se halle en Ucrania, solo desde 1944, cuando Stalin transformó su demografía al deportar a la entera población tártara, además de las minorías griega, búlgara y armenia, en una de las más cuidadas y criminales operaciones de limpieza étnica de la historia. Los tártaros han ido regresando y forman ahora el 12 por ciento de la población. Son una exigua minoría en su propio país y prefieren, naturalmente, preservar su autonomía singular dentro de Ucrania. El derecho a decidir va a favor de los rusos, la población mayoritaria de la península gracias al derecho de conquista y a la limpieza étnica. Según sabia apreciación de Hélène Carrère d'Encausse, ?al integrarla en Ucrania en 1954 para celebrar el tricentenario de su absorción por Rusia, Nikita Jruschev, con espíritu previsor, se desembarazaba en favor de los ucranios de la responsabilidad de arreglar la reinserción de los tártaros en su patria el día que se planteara? (L'Empire d'Eurasie, Fayard 2005).

Hay espíritus ingenuos que buscan comparaciones y encuentran inspiración en cualquier parte, también en Crimea, pero es evidente que la erupción de este nuevo volcán nacionalista perjudica a la imagen de los nacionalistas occidentales, a pesar de que intenten mantenerse ajenos y distantes respecto al etnicismo que hemos visto en este segundo efecto retardado de la implosión del imperio soviético. También contribuye a que la diplomacia internacional asocie las reivindicaciones soberanistas con un indeseable aumento de la inestabilidad. Y, naturalmente, a que se refuercen las posiciones de quienes propugnan el respeto escrupuloso de la legalidad, la integridad territorial y las fronteras internacionales, así como la resolución amistosa y pactada dentro de los actuales Estados de los conflictos internos con sus minorías o con sus regiones con personalidad nacional propia.



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3 de marzo de 2014
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El arte del conflicto

Habitamos las escenas que nos procuran la fortuna o la deriva, el amor o el trabajo, y, en general, huimos del conflicto. Excepto aquellos que viven dispuestos a saltar como un tigre, que no temen al combate verbal ni emocional -sino todo lo contrario, les estimula-. La convivencia en sociedad implica un amplio ejercicio de tolerancia respecto a los otros. En la vida de una pareja, por ejemplo, para evitar el conflicto se postergan asuntos en los que prevalece un profundo desacuerdo: desde el trato con las familias políticas hasta la cronificada impuntualidad de uno de sus miembros. ¿Por qué convocar los discursos avinagrados, las palabras mal dichas e incluso algún que otro portazo como expresión visceral pero también simbólica para zanjar una conversación? En verdad, las sacudidas a la pobre puerta tan sólo transfieren a la carpintería la ira dirigida a la persona. Pero tal como nos recuerda uno de los filósofos del momento, Peter Sloterdijk: “La buena ira, según Aristóteles, es el sentimiento que acompaña al deseo de justicia. Una justicia que no conoce la ira es una veleidad impotente”. La buena educación exilia a menudo a la verdad. Bien lo saben las mesas burguesas donde ni religión, ni política, ni dinero forman parte del guión. A fin de esquivar la confrontación, o ese momento abrupto en que dos empiezan a discutir provocando un enorme displacer al resto de comensales, nuestra cultura se ha acostumbrado a otorgar en público, aunque en privado se esté en desacuerdo. A sonreír con lo que en verdad le escandaliza, e incluso a no salir en defensa de un amigo cuyo nombre, en su ausencia, es mancillado. Ello forma parte de la conducta evitativa del conflicto, poco ejercitados como estamos en el arte de disentir (aunque pretendamos que nuestros representantes sean auténticos linces en ello). Cuando no se trata abiertamente un conflicto, este se cronifica; y el estallido que genera es mucho más dañino. Kíev, Damasco, Caracas… Heridas sin cauterizar provocadas por luchas de poder enquistadas tras largos años de eufemismos, vanas esperanzas, alientos mediáticos y miradas a otra parte. La política es un arte milenario que pone en juego el conflicto, ya sea sofocándolo o, por el contrario, echando gasolina al fuego. Pero, ¿se nos ha enseñado a discutir con buen talante, a escuchar y razonar frente aquel que no piensa como nosotros? ¿Qué nos priva de llevar la contraria a un antagonista sin que ello altere nuestra percepción del otro como persona? En el caso de las mujeres, aún es más profunda la brecha: sostener una posición confrontada a la de otra mujer en público viene a ser algo parecido a la traición, mientras que en privado su nombre puede quedar reducido a piltrafa. No debería ser tan complejo diferir y refutar. Porque no afrontar un conflicto equivale a dejarse comer por la carcoma.

(La Vanguardia)

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3 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El director y la pianista

Si algo singulariza la carrera de la pianista venezolana Gabriela Montero (Caracas, 1970) ha sido su interés por revitalizar el casi extinto arte de la improvisación clásica. Al menos hasta mediados del siglo xix, esta práctica estaba firmemente anclada en la tradición occidental y figuras como Mozart, Beethoven o Liszt eran tan apreciadas por sus obras como por su capacidad inventiva. En las décadas siguientes, la improvisación desaparecería casi por completo de este repertorio para asociarse con el jazz (y después con la música contemporánea). De allí el furor con que son acogidos los recitales de Montero, en los cuales no duda en valerse de temas de compositores canónicos -o populares- para demostrar su excepcional imaginación musical.

            Hace unas semanas, Montero -quien vive en Estados Unidos-, dejó la improvisación pianística y, frente a los hechos de violencia que se suceden en su patria, se atrevió a dirigir una dura carta a José Antonio Abreu, el fundador de El Sistema, el admirable modelo de orquestas juveniles que tanto bien le ha hecho a la sociedad venezolana, y sobre todo a Gustavo Dudamel (Barquisimeto, 1981), la mayor estrella del proyecto, actual director de la Orquesta Simón Bolívar y de la Filarmónica de Los Ángeles.

En su carta, Montero afirma: "Ayer, mientras decenas de miles de manifestantes pacíficos marcharon en Venezuela para expresar su frustración, dolor y desesperación por el derrumbe total cívico, moral, físico, económico y humano de Venezuela, y mientras el gobierno, milicias armadas, Guardia Nacional y policía atacó, asesinó, hirió, encarceló e hizo desaparecer muchas víctimas inocentes, Gustavo y Christian Vázquez dirigían sus orquestas celebrando el Día de la Juventud y los 39 años del nacimiento de las orquestas. Tocaron un concierto mientras su pueblo fue masacrado." Y concluye: "No más excusas. No más ‘los artistas están por encima de todo'. No más ‘Hagámoslo por los niños'."

            En un breve comunicado, Dudamel respondió a las acusaciones afirmando que El Sistema debe mantenerse por encima de la política, pues su labor es fundamental para Venezuela. Luego, cuestionado por la prensa a su regreso a a Los Ángeles, emitió un segundo comunicado donde afirmó: "La música es nuestro lenguaje universal de la paz y por esa razón lamentamos los acontecimientos de ayer [...] Con nuestros instrumentos en la mano le decimos no a la violencia y un abrumador sí a la paz".

            El tono de la respuesta -calificado por sus críticos como propio de una miss Venezuela- no ha calmado los ánimos, sobre todo si se suma a otros dos momentos que parecerían reflejar la cercanía de Dudamel con el régimen: cuando apareció en la primera transmisión de la cadena RCTV, recién expropiada por el gobierno, y cuando se apresuró a saludar a Maduro tras las muy cuestionadas elecciones de 2013. Celebrado en el marco de la polarización que sacude a su país, la polémica entre la pianista y el director de orquesta conduce inevitablemente al viejo debate sobre el papel que los grandes artistas -y sobre todo los grandes artistas mediáticos, como Dudamel- han de desempeñar frente a sus sociedades.

            Nadie duda que El Sistema, creado mucho antes del chavismo pero abrazado por él, es uno de los programas sociales más exitosos del planeta, al tiempo que la Orquesta Simón Bolívar y figuras como Dudamel se han convertido en la mejor cara del país, y un enfrentamiento entre éste y el gobierno de Maduro de seguro tendría impacto en su funcionamiento, pero esta consideración pragmática no debería ser determinante para juzgar al director. Frente a los claros hechos de represión orquestados por Maduro -ahora también documentados por Montero en un video-, muchos esperarían que Dudamel condenase firmemente la violencia en vez de enroscarse en su vago discurso a favor de la paz.

            Si bien Dudamel preferiría mantenerse al margen de la política, su relevancia internacional le impide pasar inadvertido. Estar contra la violencia, en abstracto, no significa nada; si de plano buscaba no desafiar al gobierno, quizás hubiese bastado con que lamentase las muertes concretas producidas por la represión o que hiciese un mínimo gesto musical hacia ellas. En circunstancias extremas, la neutralidad se torna imposible y no hacer nada se convierte en sinónimo de apoyo al régimen.



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3 de marzo de 2014
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Zuckerberg o ser joven como tendencia

El mensaje de despreocupación formal del creador de Facebook se ha suavizado estos días en Barcelona, acaso tras la compra de WhatsApp. Olvidó sus chanclas playeras en California, e incluso hizo el esfuerzo de enfundarse una sudadera de etiqueta ?negra y sin logos? para saludar a los Príncipes; mientras que su esposa, Priscilla Chan, se embozaba una rústica bufanda a cuadros, casi a modo de esas mascarillas antipolución que tanta querencia tienen entre los orientales cuando viajan.

La pasarela del Mobile World Congress dicta una nueva etiqueta: si quieres que te tomen en serio, no lleves traje y corbata; su uso queda restringido a las autoridades (a quien ya casi nadie toma en serio). El nuevo estilo global, surgido de las tierras rojizas y los cubos de cristal de Palo Alto, representa el suspiro que media entre la tecnología y la magia. La que han sabido alumbrar unos muchachos desgarbados que siempre fueron los raros de la clase, nerds y geeks convertidos en magnates de la comunicación que hoy festejan los cumpleaños ?como el del flamante socio Jan Koum? con Dom Pérignon. Hace unos meses, la revista Esquire eligió a Mark Zuckerberg uno de los hombres peor vestidos del mundo. ?No importa cuanto dinero tengas y cuantos secretos de la gente quepan en la palma de tu mano digital, no puedes aparecer en un evento de etiqueta con camiseta y vaqueros y esperar ser tomado en serio?, sentenciaba. Pero la imparable cotización de sus empresas parece demostrar lo contrario. Es la venganza de los Zuckerberg, Zaryn Dentzel, de Tuenti o Sundar Pichai, de Google.Los tecnogurús no se limitan a dictar un nuevo dress code, sino que transmiten una actitud desacomplejada: solo hace falta observar cómo hablan en público, interpretando sus speechs sin papeles (a años luz de los vacilantes oradores hispánicos) e insistiendo en vender valores con aires naif: ?ayudaremos a la gente a comunicarse con sus seres queridos?. En la última década, los kidults han inundado las avenidas del pulpo terráqueo con tejanos desgastados, zapatillas de diseño, sudaderas con capucha y pantalones. La juventud se ha convertido en tendencia, justo cuando desaparece la hegemonía de las tendencias. Los adolescentes se adultizan al tiempo que los mayores se disfrazan de chavales, azuzados por sus experiencias frente a una pantalla en las que entre el trabajo y el juego solo hay un clic. Tanto es así, que los censores de la nada se apolillan, mientras los optimistas hurgan en el armario de sus hijos para solventar otro tipo de déficit patrio: la falta de modernidad.

(La Vanguardia)

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2 de marzo de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Historia de las tierras y los lugares legendarios

No deja de ser curiosa y aun notable la trayectoria intelectual de Umberto Eco. Debutó como filósofo y medievalista y luego amplió su campo de curiosidad a la semiótica, haciéndose más tarde una autoridad en el campo de la comunicación de masas. Pero en torno a los cincuenta años de edad decidió que su vida necesitaba un aliciente más allá de la academia y se descolgó con una novela, El nombre de la rosa, que fue un bombazo editorial a escala mundial. Después escribió tres o cuatro novelas más que no alcanzaron la aceptación y la difusión de la primera, pero ésta ya le había asegurado el pago de la electricidad y otros gastos hasta el final de sus días. Y cuando parecía satisfecho con lo conseguido, al acercarse a los ochenta años decidió darle un nuevo giro a su vida y se adentró en el campo de la divulgación fina: Historia de la belleza (2004), Historia de la fealdad (2007) y El vértigo de las listas (2009).

                Por descontado que su nombre y el número que ocupa en el ranking de ventas mundiales le permiten tener un equipo de colaboradores que le facilitan el trabajo. El dirige, ellos buscan lo que se les pide y con el material acumulado entre todos se confeccionan estos libros intachables  y que buscan antes que nada adentrar al lector en unas regiones del espíritu tan amplias (como la belleza y la fealdad, nada menos) que antes sólo podían ser recorridas de las mano del erudito (un camino directo y seguro pero casi siempre arduo) o del divulgador, un obrero especializado que goza de muy mala fama pero que ve parcialmente dignificado su oficio cuando lo ejercen personas como Eco.

                Según dice él mismo, en Historia de las tierras y los lugares legendarios ha querido mostrar “la realidad de las ilusiones”. Y puesto que el ámbito de la ilusión es infinito, Eco ha preferido ceñirse, como bien dice el título, a las tierras y lugares legendarios. Aun así, aunque el recorte es serio, la propuesta final es extrema. Desde los primeros y en ocasiones ingeniosísimos intentos por explicar la Tierra, a territorios avalados por la Biblia o vigorizados por Homero, o desde continentes volatilizado hasta islas utópicas o  lugares no novelescos, el lector va a adentrarse en un sugestivo viaje en torno a la fantasía humana.

                Para sistematizar en lo posible tan ingente material, Umberto Eco ha optado por hacer una introducción en la que pone un poco de orden en el estado de cada cuestión, situando histórica y geográficamente los temas y avanzando el veredicto de la actualidad a los mismos. Y vale como ejemplo la curiosa cuestión de las antípodas: incluso los defensores de la esfericidad de la Tierra tenían dificultades para aceptar que en el otro lado hubiese gente viviendo cabeza abajo, un problema que se agravaba por el hecho de que al pertenecer a zonas desconocidas, seguramente no les habría alcanzado la redención por la muerte de Cristo, y cómo se podía aceptar semejante escándalo. Y otro tanto les ocurría a quienes defendían, siguiendo a la Biblia, que la Tierra tenía forma de tabernáculo, pues entonces qué hacer con la bóveda celeste, el sol, la luna y las estrellas. Una vez establecido el estado de la cuestión, vienen unos textos, por lo general breves pero bien escogidos, de autores que van desde los presocráticos a los contemporáneos y en los que cada autor expone su propia tesis. Por seguir con el tema de las antípodas, es enternecedora la indignación de Lucrecio contra “las quimeras que el vano error hace imaginar a los necios porque han adoptado una teoría absurda”. Todo por sostener que había gente viviendo cabez abajo sin caerse, como si estuviese reflejada en el agua. 

                Y por en medio, están las magníficas ilustraciones. A veces hacen referencia y, como dice su nombre, ilustran el texto que aparece a su lado, pero en muchas ocasiones son un documento en sí mismas que justifica su presencia por su belleza y su valor documental pero que exigen de manera casi imperiosa el continuo recurso a Internet para completar la información que los sucintos pies de foto no dan. Basta abrir el libro por cualquier página al azar para encontrar ejemplos de lo que digo: “Olaus Rudbeck muestra la  posición de la Atántida.Frontispicio de Atlántica sive Manheimn, de Olaus Ruddbeck, Uppsala, 1679", En este caso se trata de un minúsculo grabado (pág. 191), pero pasa lo mismo con una supuesta pero regia destrucción de la Atlántida a todo color y a doble página obra de un tal Thomas Cole, de 1836, perteneciente a la colección de la New York Historical Society. Con el agravante de que una vez satisfecha la curiosidad visual queda el apetito por adentrarse un poco más en las sugerencias de los pequeños textos seleccionados. O sea: no es un libro para despachárselo de una sentada sino para irlo degustando poco a poco sin miedo a los laberintos que se abren en cada capítulo.

 

Historia de las tierras y los lugares legendarios

Umberto Eco

Traducción de María Pons Irazazábal

Lumen   



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2 de marzo de 2014
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El Boomeran(g)
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