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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Independencia y república

Valen más por lo que sugieren que por lo que directamente significan. Son palabras que ondean como banderas. Dirigidas a la emoción más que la inteligencia. Cuando se exhiben ante las gentes, el pueblo, poco sirven los argumentos. Al igual que sucede con los símbolos religiosos, su exhibición enciende la fe de los creyentes. Precisamente porque son palabras-bandera encuentran su mejor expresión en las banderas. Ahí están la tricolor y la estelada para significarlas. El problema de las palabras-bandera es que en algún momento requieren algo más de concreción. Y eso no es precisamente lo que interesa cuando se izan para arremolinar a los ciudadanos alrededor del mástil. Hay muchas formas de Estado y mucho sistemas políticos como para dar por buena toda república y toda independencia. Solo una mentalidad fundamentalista, asimilable al fanatismo religioso, prefiere por encima de todo cualquier república, aunque sea autoritaria, y cualquier independencia, aunque sea sin libertades. Las banderas sirven para ser alzadas. Convocan, reúnen y orientan. Dirigen luego la marcha de las masas por las avenidas de la historia. Y poco más. Es lo que hacen los conceptos de república y de independencia. El ondear exitoso de ahora de la bandera republicana no se explica sin la crisis económica, la corrupción política, los seis millones de parados, los desahucios, los recortes sociales y el anquilosamiento del sistema constitucional, incluida la pérdida de prestigio e imagen de Juan Carlos I y su familia. El viento que hace ondear la estelada lo levantan esas mismas circunstancias, junto a la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut, las campañas anticatalanas del PP o la regresión recentralizadora. Frente a una realidad desagradable, la república y la independencia pertenecen al reino de la ideas puras: la belleza, el bien y la verdad. Concentran y expresan una esperanza. Las banderas son también signos polémicos. Pensadas en su origen para la guerra, identifican y orientan en el combate. Significan en lo que se diferencian. Y su capacidad de diferencia es lo que las hace funcionales. Sin monarquía no hay república. Sin unidad española no hay independencia. Frente a la roja y gualda que ha engalanado tan profusamente las calles del centro de Madrid, el morado republicano por un lado y la estrella independentista por la otra. Constitución, integridad territorial y monarquía vienen significadas por la bandera roja y amarilla, al igual que las otras dos cada una por su lado impugnan o interrogan dichos tres términos. En democracia, por descontado, cuando una bandera ondea frente a otra apela a la libertad de elección. Al derecho a decidir. ¿No es eso la democracia? Elegir entre dos banderas, dos ideas, dos partidos. ¿Habrá algo más fácil? ¿Quién puede oponerse? Las banderas no se negocian. Identifican a cada una de las partes pero no entran en el cambalache. Eso es lo que sucede con las ideas de república y de independencia. A quienes las siguen como a una bandera solo les interesa la batalla en la que se enfrentarán y medirán sus fuerzas respectivas. Prefieren la dignidad de la derrota a la humillación de una tregua infinita que les impide pronunciarse. Y mucho menos un empate o pacto establecido de antemano sin entrar en combate. Esas dos banderas antiguas se funden aparentemente en su oposición a la rojigualda y en su apelación al derecho a decidir. En movimiento, parecen incluso aliadas, porque se refuerzan mutuamente. Pero no es seguro que lo sean. La universalización del derecho a decidir diluye el derecho a decidir. Además, la independencia puede darse con monarquía, y así es cómo pudiera ser el caso en Escocia; y la república también puede ser unitaria y centralista. Ambas apelan a una democracia primigenia, pura, anterior o por encima de la Constitución. Nadie sabe cómo funciona ni en qué se fundamenta tal sistema angelical, si no es a partir de una ruptura con el actual sistema de democracia parlamentaria. Extraña paradoja: la constitución, la de mayor vigencia de la historia de España, también la más fructífera, fue fruto del acuerdo, la ruptura pactada; pero ahora hay quien quiere una ruptura con la legalidad y sin pacto con la democracia española, para profundizar al parecer en la democracia. Es fácil augurar que tal operación pudiera dar un resultado de menos democracia. Democracia sin regla de juego no es democracia. Tampoco es democracia una regla de juego ciega y sorda que no admite el cambio. La democracia debe permitir canjear la monarquía por la república o la unión por la separación, como también la república parlamentaria por la república presidencialista, el Estado de las autonomías por el estado federal o tener a la vez república e independencia. Pero son operaciones excepcionales y únicas que requieren tiempo y paciencia. No pueden hacerse a empujones, con rupturas de la legalidad, al ritmo de la calle y sin amplias y prolongadas mayorías parlamentarias soberanas. Estamos en Europa y aquí los grandes cambios no son fruto de circunstancias excepcionales o volátiles, con una crisis devastadora de por medio, sino que se cocinan a fuego lento y luego se sirven con calma y respeto.



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23 de junio de 2014
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Cuando aún llamaba el cartero

Hubo un tiempo en que las cartas servían como consuelo e incluso creaban adicción; podían ser un jarro de agua fría o un cuchillo afilado; también una manera de pensar con medio cuerpo volcado con intensidad y concentración sobre la cuartillla. Una conversación apasionada y a la vez silenciosa con el destinatario. El género epistolar representó una forma de civilización que alambraba la intimidad y la cosa pública. Su influencia se especializó tanto en las cartas de amor que proclamaban la imposibilidad de amar -confesando dulcemente la congoja del sentimiento no correspondido- como en las cartas históricas que alertaban sobre la guerra y buscaban la paz. Soledad, utopía, compañía, conspiración, confidencias, dolor y pérdida, peticiones, abandonos, despedidas… Qué lejos ha quedado aquel tiempo donde la hoja metálica del abrecartas rasgaba el sobre y en el gesto impaciente a veces se quebraba una esquina de papel. O en que la punta de lengua ensalivaba el triángulo gomoso para sellar el mensaje. Ese ritual que entretuvo a reyes y gobernadores, escritores y cortesanas, conspiradores, amantes y amigos, familias, gente corriente que mientras escribía a la vez se explicaba a sí misma. Hoy, los buzones de correos se han hecho invisibles. Siguen estando en las aceras, en menor cantidad, como los carteros, pero su ascendencia social ha sido reemplazada por ingenieros informáticos y sistemas operativos que parecen actuar con mayor precisión que la mente humana, aunque fallen. Ya casi nadie se manda cartas. Sólo los bancos porque incluso las administraciones abrazan la telemática. Acaso los presos que no tienen acceso ni derecho a un ordenador y que según en que países se hallen, deben de aguardar varios meses en recibir respuesta. Porque tras la revolución de internet, sólo cuatro locos románticos están dispuestos a alargar la espera sin desafiar el tiempo y la distancia que ha vencido la inmediatez de la red. “Lo que ha hecho el correo electrónico es acelerar el eclipse epistolar. Permite indudablemente la carta de larga extensión, pero de hecho la constriñe. Acostumbramos a disculparnos si enviamos un correo electrónico que consideramos de extensión excesiva. También se disculpaba uno por una carta demasiado larga, pero era parte de la retórica epistolar, y no una limitación inducida, como ocurre con el envío electrónico”, expone Valentí Puig en una deliciosa y a la vez caprichosa antología de cartas firmadas por celebridades: A la carta. Cuando la correspondencia era un arte (Elba). Gandhi a Hitler, Emilia Pardo Bazán a Galdós, Josep Pla a Lilian Hirsch, Ortega y Gasset a su padre, Elvis Presley a Nixon, Abraham Lincoln al profesor de su hijo: “enséñele si puede a reír cuando esté triste…”. No todas se encuentran en la red, de igual manera que una contraseña nunca equivaldrá al lacre para sellar un secreto. Cartas sin nostalgia pero con memoria.

(La Vanguardia)

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23 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Geopolítica del narco

Desde que el 11 de diciembre de 2006 el gobierno mexicano declaró la guerra contra el narco, el discurso público mexicano se vio infestado de toda suerte de metáforas bélicas, al tiempo que el territorio nacional se fragmentaba en regiones ("plazas") sujetas al control de diversos grupos criminales (llamados forzosamente "cárteles") y se producían decenas de miles de muertes, entre ellas un alto porcentaje de civiles ("daños colaterales"), en un proceso que provocó que nuestro de por sí precario estado de derecho se viese anulado al perderse cualquier frontera entre lo legal y lo ilegal.

La transformación radical del país en un periodo tan corto -si bien podríamos rastrear sus orígenes hasta 1994- nos dejó tan anonadados que apenas hemos reparado en que lo ocurrido no sólo respondió al capricho del presidente en turno, con su obsesión maniquea por destruir a los villanos que asolaban al país, sino a la mutación estratégica posterior a la desaparición del bloque comunista en 1991, así como a las nuevas prioridades geopolíticas de Estados Unidos. De pronto la multiplicidad de los árboles -la avalancha de homicidios, secuestros y desapariciones- nos impidió observar el bosque: ese nuevo escenario en el que México, con todos sus conflictos, se convertía en un laboratorio bélico para el siglo XXI.

Uno de los mayores méritos de Campo de guerra (Anagrama, 2014), de Sergio González Rodríguez, consiste en analizar el narcotráfico desde esta perspectiva geoestratégica, mostrando con lucidez la forma como el mapa de México se transformó en el último lustro a partir de las nuevas tensiones generadas no sólo por las batallas entre los distintos grupos criminales, y entre éstos y los variados cuerpos de seguridad, sino de la miríada de conflictos que nos ubican como un siniestro teatro de operaciones en el centro de las pugnas planetarias. Tras el fallido El hombre sin cabeza (2009), González Rodríguez vuelve a ofrecer en este ensayo un enfoque valiente y novedoso para referirse a las grandes amenazas de nuestra era, como ya había hecho en Huesos en el desierto (2002).

A partir del análisis de buen número de informes (oficiosos y formales) preparados tanto por las agencias de seguridad de México y Estados Unidos como por consultorías y organismos internacionales, González Rodríguez muestra cómo la presión de Washington fue determinante para la militarización de México y, más que eso, para que su territorio fuese administrado por el Comando de América del Norte como una de las antiguas marcas del imperio carolingio: una zona fronteriza, limítrofe con la barbarie, al margen de toda legalidad, que habría de servir como contenedor de las amenazas provenientes de otras partes del planeta.

"La inestabilidad mexicana tiene que ver con un factor infrecuente entre los analistas", se aventura a escribir González Rodríguez: "el interés del Pentágono en acrecentar, a través de la CIA, la manipulación al interior de los grupos criminales". El argumento se repite en varias ocasiones a lo largo del libro: "El horizonte para México indica la normalización de la violencia comunitaria, el fortalecimiento del estado represivo y la implantación de la máquina de guerra como resultado de ser el traspatio de EE.UU." Más allá de la corrupción de nuestros cuerpos de seguridad, o de la infiltración de las redes del narco en todas las áreas de nuestra vida pública, la estrategia geopolítica de Estados Unidos hacia la región, cuyo epítome es la Iniciativa Mérida, ha desempeñado un papel determinante en la desarticulación del Estado (o, como lo llama González Rodríguez, valiéndose quizás con demasiada frecuencia de una jerga esforzadamente filosófica, "an-Estado").

             La conversión de México en este nuevo campo de guerra, anómalo y amorfo, ha provocado que los ciudadanos pierdan esta condición; a partir de allí, González Rodríguez los estudia en un inventario -claro homenaje a "La parte de los crímenes" del 2666 de Roberto Bolaño- que exhibe cómo el sometimiento del cuerpo/persona de las víctimas funciona como metáfora de nuestra degradación civil. Sometidos a los intereses geoestratégicos estadounidenses y a las pugnas económicas y políticas de la red formada por los criminales y quienes los combaten, concluye, nuestra libertad cívica ha quedado reducida al mínimo. En el escenario bélico que esconde el nuevo orden global, México despierta la triste impotencia que uno experimenta al pasear por los campo de batalla del pasado.

 

Twitter: @jvolpi

 

 



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22 de junio de 2014
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La moda, ese oficio temerario

A mitad del siglo XX los modistos no eran aún diseñadores, y vestían bata blanca, de maestro de taller, o sujetaban los alfileres entre los labios como Coco Chanel, que medio poseída pinchaba a sus clientas cuando moldeaba los tailleurs encima de sus cuerpos. ¡Cómo le molestaba eso a Brigitte Bardot! Cuando reapareció con setenta años después de un largo autoexilio en Suiza, desmontaba mangas sin boceto previo dando indicaciones a la première d’atelier. Decía que trabajaba “en cólera”, con los nervios tensos, con la perfección pegada al aliento. Hollywood la encumbró a ella y otros couturiers, que se convirtieron en mitos. Con el boom del prêt-à-porter y la hegemonía social de la moda llegó el show. Y desde Gianni Versace y su fama leonina en los ochenta a las excentricidades de John Galliano en los noventa, se evidenció que el oficio, con la presión de las multinacionales del lujo, podía llegar a ser altamente peligroso. A Versace lo asesinaron en Miami. Un loco, dijeron, o un asunto pasional. Y Galliano acabó defenestrado por el emporio al que había entregado sus últimos 15 años, multiplicando ventas. Años de adicción que nadie, ni los propios relaciones públicas de la firma, disimulaba; y que no invalidaron el talento y barroquismo pop del creador, capaz de actualizar la siluetas años cincuenta de Dior, adormecidas y rancias. Pero una mala noche dio al traste con todo. El dictado de la industria de la moda, que exige ser genial ya no dos veces al año, sino cuatro, ha golpeado a sus criaturas más mimadas. Desde los suicidios de McQueen, L’Wren Scott o, en España, Manuel Mota, al despido de Marc Jacobs por LVMH. Ahora Galliano admite su enfermedad, pero también anuncia su revancha contra el mundo que le ha satanizado por su intempestivo “amo a Hitler” en estado catatónico. “Mi mejor colección está aún por llegar, el nuevo Galliano será más grande y más fuerte” declaró a Le Point, en una entrevista con un neuropsiquiatra. Definitivamente, los savages han sido reemplazados por minimalistas urbanos. En España, los diseñadores de pasarela, aunque no se forren, siguen manteniendo sus tres minutos de fama. Caso aparte es Felipe Varela, el descubrimiento de la reina Letizia, sin desfiles ni entrevistas, pero el único español que tiene tienda en la prohibitiva Ortega y Gasset. Varela responde a suaves y educadas maneras, y es riguroso y discreto: 45 años, casado con un cubano, Jael Norberto Vázquez, y formado en la prestigiosa escuela Esmod de París. A partir de aquel traje grosella con jaretas horizontales que Letizia llevaba al lado del Dior de Bruni, su nombre se ha internacionalizado y viste a otras realezas. Musculado -rozando la vigorexia-, con gorra y gafas de sol, este madrileño que trabaja con sus hermanos, no forma parte de la Asociación de Creadores de Moda de España. Sus colegas le reclaman ahora a la flamante Reina que rompa la exclusividad. Mientras, Varela guarda silencio, consciente de que la envidia, como señalaba Unamuno, es la gangrena del alma. Española. Chica de portada La juez Mercedes Alaya demostró que incluso las mujeres clásicas, como ella, son prácticas, y se enchufó un trolley a juego con sus trajes sastre. Severa, con la piel blanca y un rostro antiguo, adquirió fama de indomable, como ahora la define la revista Vanity Fair. Hace unos meses sentí un gran alborozo cuando la vi disfrazada de novia, renovando los votos con su marido. Ahora descubrimos que una de sus frases recurrentes es: “Vamos, que tenga yo que aguantar esto por 3.500 dichosos euros”. Pero, lejos de agrandar al personaje, esa afirmación de que no trabaja por dinero refleja la pulsión del poder y el amor por las cámaras. Pocas veces una magistrada se ha vestido de gitana en la Feria de Sevilla… ‘Something Wild’ Otra historia clásica de Hollywood. Un latin lover -que no hablaba inglés- a la conquista del Olimpo se encuentra con una rubia “algo salvaje” que se codeaba con los mejores (Arthur Penn, Sidney Lumet, Brian De Palma, Woody Allen…), y a la que le atraían los chuletas. Se enamoraron y ella se tatuó un corazón con el nombre de su amado. La carrera del encantador Antonio despegó, pero la de ella se estancaba. Griffith parecía feliz, con su dulce acento yanqui, tras la estela de Hemingway en los toros y las procesiones de Málaga. Hoy Banderas produce, dirige, apadrina… Melanie tiene 56 años y, días después de anunciar el divorcio, ha empezado a maquillarse el tatuaje y el corazón. Sin complejos “No se puede ser lo que no se puede ver” reza una máxima que ha inspirado al gigante juguetero Mattel, creador, en 1959, de la muñeca que ha adjetivado a miles de mujeres, a menudo para poner en duda su valía y credibilidad. Hoy, en cambio, las barbies de carne y hueso, esas rubias flacas con pecho y tacones, ya no deben de temer la humillación que les suponía la etiqueta. En la última feria de juguetes, se presentó ni más ni menos que la Barbie Emprendedora, con un smartphone y la tableta incluidos. Definen a esta muñeca como elegante y ¡descarada! “Si lo sueñas, lo puedes tener. #sin_complejos” reza el eslogan. No entiendo la etiqueta, tratándose de Barbie en Silicon Valley: “Muy, muy rosa”. (La Vanguardia)

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22 de junio de 2014
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El arte de aparear: dos óperas cortas sobre la opresión religiosa

Giacomo Puccini compuso Sour Angelica al final de la Primera Guerra Mundial; Luigi Dallapiccola creó Il Prigioniero durante y después de la Segunda. El director catalán Lluís Pasqual juntó estas óperas cortas en un espectáculo profundo, coproducido por el Liceu y el Teatro Real de Madrid.

Hace dos años se vio en Madrid. Mañana 22 de junio a las 17hs. llega al teatro de las Ramblas.

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Dos víctimas condenadas por un poder opresor, enjauladas en cárceles físicas y mentales, que solo encuentran una vía de escape a su tormento: la muerte. Este es el hilo común que el gran director teatral Lluís Pasqual encontró para juntar dos obras breves, en apariencia dispares.

Extrajo Sour Angelica, la segunda de las tres óperas en un acto que el maestro verista Giacomo Puccini juntó en su Tríptico (las otras dos son la violenta y dramática Il tabarro y la comedia de enredos Gianni Schichi) y la colocó después de la desoladora y astringente partitura dodecafónica Il prigioniero, que Luigi Dallapiccola escribió 40 años más tarde.  

Pasqual y su escenógrafo habitual, Paco Azorín, imaginaron además un espacio escénico común para ambas óperas, pese a que la acción de la de Puccini se desarrolla en un convento en el siglo XVII y la de Dallapiccola, en una cárcel en la época de Felipe II.

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El emparejamiento suena en principio extraño por la diversidad de los lenguajes musicales de ambos compositores. El verismo de Puccini se mantiene en esta ópera de 1918 totalmente en lo tonal, con arias y dúos dignos de los clásicos tradicionales La Bohème o Madama Butterfly. Por su parte, Dallapiccola, una generación más joven (como adolescente melómano había visto desde la gradería alta el estreno italiano del Trittico en la Opera de Roma), fue un ferviente seguidor de las teorías dodecafónicas de Arnold Schoenberg, aunque en sus partituras se cuela un sol peninsular, un afán de melodismo, que lo hace no ser tan ortodoxo.

Para el mundo musical en el que se crió Puccini, la música melódica aportaba belleza a un mundo terrible; para la generación desencantada y asqueada de Dallapiccola, la áspera dureza de la música debía reflejar fielmente, no endulzar, la crueldad del mundo.

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El siglo XXI está viendo el auge de esta práctica, que al juntar obras cortas aparentemente poco afines, llevan al público a ver cada una de ellas de una manera nueva, original. Por ejemplo, hace dos años, el Teatro Real de Madrid apareó la ópera corta Iolanta, de Piotr Illic Tchaikovsky, con el drama lírico Persephone, de Igor Stravinsky. Las dos óperas rusas (una sobre una chica ciega que no sabe que lo es y otra sobre la no aceptación de la muerte de un ser querido) tienen lenguajes musicales y poéticos muy distintos, pero tratan sobre los problemas de aceptar, encarar y sacar consecuencias de la verdad, algo que repercute en la sociedad rusa de hoy y en el debate contemporáneo en general.  

Tan viva está la tradición, que el año que viene, el Liceu presentará la desgarradora La voix humaine, de Francis Poulenc junto con la dura Una voce in off, de Xavier Montsalvatge, mientras que el Teatro Real le agrega un nivel más de complejidad: juntará otra de las obras en un acto del tríptico pucciniano, Gianni Schichi, con la poco representada Goyescas, de Enrique Granados.

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En Il prigioniero (basado en un relato de Auguste Villers de L’Isle-Adam), un prisionero anónimo, condenado a muerte, cuenta a su madre que su carcelero lo ha empezado a llamar “hermano” y esto le da esperanza. La madre ha soñado cosas terribles. El carcelero le señala la puerta abierta, y el condenado respira el aire de la libertad. En ese momento, el carcelero se convierte en inquisidor. Todo ha sido un engaño macabro: la esperanza era la última y peor tortura.

“¿Por qué querías dejarnos en la vigilia de tu salvación?”, musita dulcemente el torturador. 

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Suor Angelica es la única ópera importante cuyo extenso elenco está compuesto sólo por mujeres. Al convento donde languidece la protagonista llega su aristocrática tía. Angélica ha tenido un hijo en su juventud, y su familia se lo ha quitado y la ha recluido entre monjas de clausura. Después de siete años sin saber nada de su familia, la tía viene a exigirle que firme la cesión de su herencia para que su hermana pequeña pueda casarse “bien” pese a la deshonra que ella hizo caer sobre la familia. Sour Angélica le pregunta exaltada por su hijo, y la tía, glacial, le dice que murió hace dos años.

Sin razón para vivir, la monja se suicida y mientras llora arrepentida por su pecado mortal, la Virgen se aparece con un niño.

¿Es un final mágico, donde la Madre de Dios se manifiesta ante la pecadora para darle el perdón que sus inhumanos representantes en la tierra le negaron, como el final del Tannhauser de Wagner, donde el Papa lo condena por haber estado con Venus, pero el cielo obra el milagro del perdón? ¿Es tal vez una alucinación de la agonizante, como el “súbito vigor” que acomete a Violeta Valery antes de su desplome final en La traviata? Como en muchas obras maestras, el final es abierto.  

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El espacio común en el que sufre el prisionero su tormento exterior y padece Sour Angelica su tortura interna es una enorme jaula de metal, que se colorea débilmente con la esperanza del fugitivo y que se llena de luz con visita divina a la monja.

Con esta construcción, que recuerda a los dibujos de cárceles intrincadas e imposibles de Giovanni Battista Piranesi, Pasqual y Azorín crean un edificio malévolamente inteligente, una ‘superestructura’ que representa el poder que sujeta y oprime.

Pasqual, quien ya triunfó en los teatros de las dos grandes ciudades españolas con puestas en escena potentes y sutiles como su Peter Grimes para el Liceu y su Don Giovanni para el Real, invita al público con esta unión de obras nunca pensadas para unirse (de hecho, Puccini pidió que su Trittico no se rompiera) a pensar en los puntos comunes y divergentes y en el compromiso de los artistas con su tiempo, porque Suor Angelica es hija del estupor de la Primera Guerra Mundial e Il prigioniero, fruto del horror de la Segunda, aunque cuenten fábulas del pasado remoto.

Juntas, llevan a pensar en similitudes y diferencias. Se activan y se potencian. 

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21 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La olla asiática

Las guerras que nos alarman están en Ucrania, Oriente Próximo y el corazón de África. Nos alarman en grado variable, aclarémoslo pronto. Estamos en una globalidad económica y financiera que se fragmenta en cuanto descendemos a la realidad de la política y de los medios. Lo que más nos alarma y nos afecta son las oleadas de refugiados que llegan a nuestras costas o las dificultades que se avecinan respecto a los suministros de gas ruso y petróleo árabe. Pero no es en estas ollas próximas donde se cuece el auténtico y mayor peligro bélico del siglo XXI. Mucho más lejos, en las aguas tropicales del Mar del Sur de la China, es donde se halla la futura olla bélica del mundo, según explica el periodista y redescubridor de la geopolítica Robert Kaplan, en su libro más reciente The Asian Cauldron (La olla asiática). Allí, los países ribereños se disputan las aguas territoriales alrededor de más de 200 fragmentos de tierras emergidas de soberanía discutible e incierta y lo hacen a cara de perro. Ese mar peligroso es el hermano gemelo del Caribe, rodeado también de archipiélagos, poblado de recursos pesqueros ingentes y con la mitad del tráfico de mercancías del planeta, pero con dos características similares en cuanto a capacidad conflictiva: su subsuelo marino está atiborrado de hidrocarburos y su costa septentrional es la de una superpotencia con vocación de dominio mundial. Kaplan redescubrió la vieja geopolítica terrestre antes del zarpazo ruso sobre Ucrania en La venganza de la geografía y ahora nos descubre la nueva geopolítica marítima en el momento en que China se arrellana en sus lindes marítimos y se multiplican los incidentes con sus vecinos. Para Pekín no es solo cuestión de acceder a los recursos energéticos que necesita su voraz economía, sino ante todo la afirmación en su glacis de seguridad marítima. El resultado es que en esta región del planeta hay una auténtica carrera de armamentos y crecen a toda velocidad los gastos de defensa, principalmente en misiles de corto y medio alcance y en medios navales, preferentemente submarinos. Kaplan es pesimista, a la vista de las dificultades que tiene Washington para desplazar de una vez el pivote o eje mundial de su política hacia Asia en vez de seguir entretenido en los pivotes desgastados de Europa y Oriente Próximo: ?El Mar del Sur de la China, más que ninguna otra parte del mundo, es donde mejor se ilustra qué costes tendría el declive de Estados Unidos o incluso la parcial retirada de sus bases militares?, escribe. Si de la antigua doctrina geopolítica se deducía que quien dominara el corazón del continente euroasiático dominaría el mundo, en su nueva visión geopolítica del siglo XXI, organizada en el espacio marítimo, cibernético y satelital, quien domine el Mar del Sur de la China dominará el mundo. Y ya sabemos quién tiene las mejores cartas.



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21 de junio de 2014

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Señales de intensidad variable

Felipe VI es el primer rey de España que puede empezar su reinado afirmándose como rey constitucional. Nadie antes pudo hacer tal cosa: ser entero rey constitucional y afirmarse como tal desde el primer momento. Esta es una de las señales de fuerte intensidad emitidas en su primer discurso. No es la única, aunque sí la más destacada. Es la Monarquía nueva para un tiempo nuevo, subrayada por dos veces. Su reafirmación pasará sus pruebas el día en que este país presencie el primer relevo de un entero rey constitucional por otro entero rey constitucional, que deberá ser reina si se cumplen todas las pautas previstas. Hay todo un reinado por delante para culminarla. Las señales fuertes corresponden a las cuestiones de fondo. La Monarquía está identificada, de un lado, con la Constitución y por tanto con el sistema parlamentario y, del otro, con la idea de una España que es a la vez unión y diversidad. No era razonable esperar del Rey una aproximación delicuescente a ambas cuestiones, a la Constitución y a la unión de los españoles, para complacer a los soberanistas y facilitar algún tipo de diálogo. Otra cosa son las señales débiles, graves y trascendentes aunque se hallen más pegadas a las necesidades del momento. Las ha habido, muchas y en muchas direcciones. Algunas también, aunque minimalistas, en dirección al soberanismo. Son débiles y escasas pero claras, sin ambigüedad interpretativa, aunque con el evidente deseo de evitar la estridencia. En su discurso, se ha referido a su pasado como príncipe de Asturias, de Girona y de Viana, los tres títulos de heredero de los antiguos reinos y actuales nacionalidades. En su referencia a la pluralidad lingüística española ha citado a cuatro poetas, uno por cada una de las cuatro lenguas: Machado, Aresti, Espriu y Castelao. Y al final ha dado las gracias en cada una de ellas. Dos palabras. Y eso es todo. Ni siquiera las ha nombrado. Dar nombre a la lengua catalana en Valencia y Mallorca tiene efectos políticos, ya sabemos. Tampoco ha nombrado a las viejas naciones. Ni Cataluña ni Euskadi, las más conflictivas. Solo España. La debilidad de las señales no suscitará problemas en un lado, pero tampoco ayudará a resolverlos en el otro. El equilibrio era difícil, pero se ha resuelto de forma más que moderada, conservadora. Hay más señales dirigidas hacia esos territorios conflictivos. De humo, según quienes están comprometidos con el proceso soberanista. Pero no cierran puertas. Se quedan en meras rendijas por donde asoma un leve resplandor. El Rey está dispuesto a escuchar, a comprender, a advertir y a aconsejar; aspira a una España en la que no se rompan los puentes del entendimiento; todos caben en ella, sean cuales sean los sentimientos y sensibilidades e incluso las distintas formas de sentirse español. Al rey constitucional le corresponde emitir las señales y a los representantes de la soberanía popular convertirlas en política, con independencia de si eran fuertes o débiles. De las palabras de Felipe VI no se deduce la obligada apertura de un diálogo hasta ahora inexistente, pero tampoco lo excluye ni mucho menos lo cierra. El protagonismo ahora, como es de esperar en un rey constitucional, es todo para los representantes de los ciudadanos.



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20 de junio de 2014
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Felipe VI, sin corte, con familia

El rey Felipe VI llegó a las cortes españolas sin corte. Uno de los mayores aciertos de su padre fue el de no regar socialmente sus jardines con aduladores y bufones, a riesgo de sentir las amargas soledades de las que hablan las crónicas del off Madrid. Don Juan Carlos, preciso en sus últimos mensajes, con muleta y medicamentos, autobautizado “viejo rockero”, dejó ayer definitivamente los focos a su hijo. “Todo para ti”, decidió, primero cediéndole la silla y después colocándose en el extremo de la foto. Felipe VI entró ya Rey, sin corte pero con familia. Con dos niñas rubias. Fotogénico, algo aniñado a pesar de su perfil griego, casado con “una reina de clase media”, que ayer proclamaba la prensa internacional. Lo acompañaba su círculo más estrecho: Jaime Alfonsín, su hombre de confianza; el general Tomé, que lo acompañaba en el Rolls, y el aristócrata teniente coronel Zuleta. Concentrado, consciente de la publicidad global que significaba para la monarquía el acto, apretaba la mandíbula con disimulo, una mezcla de orgullo y tensión, mientras su mujer, la reina Letizia, se mostraba más relajada que nunca. Con su dicha enviaba un mensaje: ante todo es madre, pero también la esposa que reinará a su lado. Tres besos rematados por una caricia son una clara declaración de cariño protector. Un “te ayudaré”, porque no tiene reparos en evidenciar que ella no se limitará a acompañar al Rey -tal y como describía su papel doña Sofía-, sino a ejercer como su colaboradora más fiel. Todo el país estaba pendiente de la elección de su traje, y ganó la fidelidad. Su modisto de cabecera, un descubrimiento de Letizia: Felipe Varela le diseñó un traje hasta la rodilla, color crudo, con abrigo bordado en degradé e incrustación de cristales de rubí, amatista, ámbar y rosa perlas crema; un recurso para sustituir los diamantes. Media trenza en lugar de tiara y zapatos salón nude de Magrit con tacón de ocho centímetros. The New York Times alabó el gusto de Letizia: “Perfection”. Y auguran que ojalá pueda impulsar a los diseñadores locales igual que hacen Michelle Obama o Kate Middleton -con quien los medios norteamericanos la comparan en multitud de ocasiones-. La princesa de Asturias y la infanta Sofía vistieron en tonos pastel como su madre, y enrarecían los colores papagayo de muchas asistentes, desde el morado y fucsia de Celia Villalobos hasta el rojo Carmen de Ana Botella. La nueva Reina instruía a sus hijas. Con los ojos más abiertos que nunca mediante un código de gestos: juntar las manos significa “junta las piernas”. O no hables. Pero a la vez las acariciaba y las alentaba. No escatimó mimos. Se impone un nuevo estilo: solemnizar lo cotidiano y modernizar la tradición. Una corona con Twitter y cine en V.O., compatible con llevar a las niñas al colegio y reactivar un país desalentado y escéptico. Sin yugos ni flechas, y sin crucifijos, Felipe VI quiso imprimir un tono austero y relajado, previsible. “El discurso es suyo, y es muy como es él”, comentó la Reina Letizia en su círculo más íntimo. Entre los invitados, pocos nombres sorprendentes, ni talentos de Palo Alto o 22@, ni escritores de la generación nocilla. Un mailing demasiado clásico, que incluía desde el Ibex 35 en pleno hasta Isabel Preysler o David Bisbal. Y un pastiche multitudinario y sudoroso en el que se mezclaban antiguos profesores, el director del CNI, los príncipes de Bulgaria, sus amistades más finas: los Fuster, los primos y una colección de periodistas vips. Había pocos cuartos de baño. Cuentan que en una ocasión la reina Sofía pidió que despidieran a un ayudante militar porque a su hijo le dijo “hola, guapo”. Esos fueron otros tiempos. Urgía empezar a escribir un nuevo capítulo de la monarquía antes de desplomarse. Quitarle rigidez y hacerla ejemplar y transparente. Felipe VI llega como una solución reformista en tiempo de miniempleos, emprendedores, reinventados y parados. Puro maquillaje según republicanos y escépticos. Ha cambiado el azul del escudo real -pureza y poder- por el carmesí -valor y liderazgo-. Mañana empieza un nuevo reinado en un país bien diferente al de los cuentos.

(La Vanguardia)

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20 de junio de 2014
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El Boomeran(g)
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