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De Grey. Ilustración Irene Gracia

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La inmortalidad

Todos los mitos albergan como mínimo un miedo y un deseo, a menudo tan unidos que resulta muy difícil separarlos. ¿Quién puede separar, en el mito de la inmortalidad, el miedo a la muerte y el deseo de perdurar? Aquí miedo y deseo conforman una unidad dialéctica de naturaleza indestructible. Los griegos y los romanos veían la inmortalidad vinculada a la fama. No creían en la perduración de la carne y el espíritu: nuestros cuerpos se descomponían tarde o temprano, y nuestras almas acababan disolviéndose en las brumas del Hades y en los húmedos y subterráneos campos de asfodelos (flores que, según los griegos, eran el principal alimento de los muertos). Los antiguos vinculaban la inmortalidad únicamente a las palabras que te nombraban cuando ya no estabas y a la conservación de tu nombre en la memoria de las gentes. Y para eso tenías que convertirte en un mito, es decir: en una narración breve y sintética que se iba trasmitiendo de generación en generación. La clase de inmortalidad en la que creía Alejandro Magno, que aspiraba a ser más famoso que Aquiles, y más heroico.

Tanto el cristianismo como el hinduismo y el budismo modificaron y amplificaron la idea de inmortalidad, postulando que el alma no se disolvía tras la descomposición del cuerpo y que se abría para ella un largo camino muy por encima de la podredumbre de la carne. Del purgatorio se podía pasar al cielo, según los cristianos, y según los orientales, de una vida podíamos pasar a otra y a otra más, en un incesante viaje de naturaleza cósmica por las rugosidades del espacio y el tiempo. Pero es obvio que se trata de formas de inmortalidad que no niegan la muerte del cuerpo y que solo hacen referencia a la perduración del alma tras las dichas y desdichas de la vida terrenal. Circunstancia que nunca ha evitado la aspiración, muy antigua, de alcanzar la inmortalidad del cuerpo. Lo pretendieron los alquimistas chinos siglos antes de nuestra era. Por su culpa el primer emperador (Qin Shi Huang) anduvo buscando por los confines de China el elixir de la inmortalidad, como los alquimistas europeos perdieron sus noches y sus días intentando elaborar la piedra filosofal: una sustancia de color azafranado y blanda al tacto, que mezclada con agua daba lugar a un jarabe que convertía nuestro cuerpo en materia perdurable.

Hablamos de mitos que llevaban en sus cabezas los conquistadores españoles, cuando buscaban en América las fuentes de la eterna juventud. Obviamente, es aquí donde tocamos la herida que más le supura a la humanidad: el envejecimiento. La obsesión por no envejecer nos persigue desde siempre, y lo que de verdad nos preocupa es la inmortalidad del cuerpo, que sería la única manera tan evidente como taxativa de asegurarnos la inmortalidad del alma, más allá de toda duda razonable o irracional.

Pero he aquí que ahora tenemos, campeando en la televisión y en Internet, a un nuevo alquimista, llamémoslo así, que no se achica al proclamar que estamos muy cerca de descubrir el elixir de la vida que dejará atrás el problema del envejecimiento. Me refiero Aubrey de Grey (curioso nombre que evoca a Dorian Gray, el personaje de Oscar Wilde empeñado en conquistar la juventud perpetua). Aubrey de Grey lamenta la muerte de Chuck Berry, el inventor del rock and roll, y le duele no disponer todavía del elixir que alargará de forma indefinida nuestras vidas. Porque una vez más se trata de un elixir que hasta podrá inyectarse. Oigamos sus propias palabras: “Seremos capaces de detener el envejecimiento con una inyección. En la medicina moderna las inyecciones se emplean para un único propósito, pero nosotros queremos ir más allá de ese sistema y concebir una inyección que sirva para muchos propósitos: una inyección que pueda reparar al mismo tiempo todos los problemas del envejecimiento”. Y como un profeta que no duda, añade: “La inyección estará al alcance de cualquiera con absoluta certeza.”

Este nuevo Dorian Gray lleno de fe en la ciencia y en la medicina regenerativa, de mirada incendiaria y barbas patriarcales, no es el único que recorre los estudios de televisión anunciando la buena nueva. Ya hay una legión de teóricos dándole la razón. Todo lo cual para indicar que el anhelo de los alquimistas sigue muy presente en nuestros días, como nuestro miedo a la muerte y nuestro deseo de superar la trágica fragilidad de la vida.

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1 de enero de 2023

Robert Caro y Robert Gottlieb en 1974

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Lecciones de un viejo editor: una película que cautiva en Estados Unidos

Es la última película de 2022 estrenada comercialmente en Estados Unidos y no ha dejado de recibir reseñas entusiastas desde su pase en el festival de Tribeca. No hay acción, ni misterio, ni celebrities del espectáculo, ni tampoco denuncia de dramas sociales o corrupciones políticas. Simplemente es un documental de casi dos horas sobre un ensayista de 87 años que sigue tecleando en su vieja máquina de escribir Smith Corona Electra, y un editor de 91 años que considera una cuestión de honor batallar por un punto y coma. Eso sí, el éxito del film no se explicaría si el ensayista no se llamara Robert Caro y el editor, Robert Gottlieb.

    Se conocieron cuando Caro, antiguo reportero de Newsday, estaba escribiendo The Power Broker, un demoledor retrato del todopoderoso Robert Moses, el urbanista que dio forma al Nueva York de después de la Gran Depresión, pero también una desoladora descripción de los estragos que la reforma urbanística ocasionó entre la población y una cruda incursión en los entresijos del poder real que ha fascinado a políticos como Bill Clinton o Barack Obama. Por algo Caro alternó sus más de 500 entrevistas realizadas y la consulta de una ingente documentación con la lectura de Tolstoi y Edward Gibbon.

    En el documental, filmado por la hija del editor, Lizzie, Turn Every Page: The Adventures of Robert Caro and Robert Gottlieb, se recuerda que cuando en 1974 Caro entregó su mecanuscrito a la editorial Knopf, Gottlieb se llevó las manos a la cabeza. El texto superaba el millón de palabras, imposible de albergarlas en un solo tomo. "Puedo vender a Moses una vez, pero no dos veces", le dijo el editor. Y juntos se pusieron a suprimir 350.000 palabras. Gottlieb fue responsable de The New Yorker y ha editado más de 600 libros al frente de Simon & Schuster y de Knopf. Entre sus autores, Cheever, Lessing, Heller, Rushdie, Morrison, Ozick, Edna O'Brien, Dylan o Le Carré. Apasionado del ballet y aficionado a coleccionar bolsos de plástico Lucite, se declara lector antes que editor. Primero lee el manuscrito sin tomar notas. Luego hace una segunda lectura, ya lápiz en mano y, aún una tercera. Detecta aquellos pasajes que han interrumpido desagradablemente su experiencia de lector y trata de hacérselos ver al autor. Lo hace de la manera menos intrusiva posible, porque su primer consejo es que el editor ha de ser un maestro de la empatía: de lo que se trata es de mejorar la obra tal como es el autor, no como al editor le gustaría que fuera. Y entonces se entabla un batalla que puede ser épica para dilucidar quién tiene razón. "No somos amigos, es mi editor", bromea Caro. "En un grumo de arcilla es capaz de ver una escultura", le elogia Clinton.

 Si en The Power Broker, Gottlieb le hizo suprimir 350.000 palabras, la nueva obra de Caro, la biografía de Lyndon B. Johnson, ya va por cuatro volúmenes, a una media de diez años cada uno. "Revisa cada página, cada maldita página", le había exigido el redactor jefe de sus días de reportero ante el material documental que iba descubriendo en sus investigaciones. Entonces tenía fama de ser uno de los escritores más rápidos de la Redacción. Después aprendió a saborear la lentitud. Caro se hizo tan minucioso que residió varios años en un destartalado condado de Texas para entender la mente de Johnson, a pesar de las quejas de su mujer: "cielos, podías haber elegido escribir la biografía de Napoleón". Ahora planea viajar a Vietnam para el quinto y definitivo tomo de su mastodóntica biografía. Y aquí Gottlieb ofrece otra lección desatendida por demasiados editores: nunca presiones al autor, reclamándole una y otra vez cuándo tendrá listo el manuscrito.

La conjura de los necios

  Como todos los grandes de la edición, la autoridad moral de Gottlieb ha dado esa confianza de psicólogo que necesitan los escritores cuando envían su manuscrito y esperan anhelantes una respuesta. Unos reaccionan con un ego inflado (Roal Dahl) y otros (Morrison), con agradecimiento. Por supuesto, también atesora pifias como la de creer que La conjura de los necios de John Kennedy Toole sería un fracaso de ventas. En su correspondencia con el autor novel que le escribe desde el remoto sur se observa esa suficiencia del editor que se sabe en el centro del poder literario de Nueva York. Elogia la mayor parte de la obra, valora el humor y la creación de personajes inolvidables, pero cree que le falta un por qué, un significado, y que los hilos de la trama sean más fuertes y significativos todo el tiempo a fin de que la trama no se reduzca "a un divertimento que se resuelve de cualquier manera". Toole acepta sus consejos, aunque insiste: todos los personajes dicen algo auténtico de Nueva Orleans, son reales como individuos y como representantes de un grupo: "Bajo la irrrealidad de mi experiencia en Puerto Rico, este libro se convirtió en algo más real que lo que acontencía allí: empecé a hablar y a comportarme como Ignatius". Gottlieb le contesta: "Leeré, releeré, editaré, quizá publicaré, lidiaré con ello hasta que esté harto de mí", pero Toole decidió arrinconar su obra y se suicidó sin ver publicado uno de los grandes éxitos de la narrativa norteamericana y ganar el Pulizer, algo que no inmuta a Gottlieb, quien aún cree que hizo bien: "muchos años después lo volví a leer y puse las mismas objeciones y ya se sabe que pasa con los premios, que a veces los ganan libros malos".

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31 de diciembre de 2022

FOTO ALEX GARCIA.THE CURE 01/06/12

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El vals de la nostalgia

Desde hace semanas nuestra televisión pública nos invita a recordar lo felices que fuimos un día, cuando casi todo estaba aún por hacer y empezábamos a bailar en el salón de casa el Sugar baby love de The Rubettes. En la Nochevieja del 2015 muchos espectadores descubrieron el programa Cachitos de hierro y cromo, un entretenido menú aderezado con fina ironía y guiños generacionales. La suya es una fórmula tan simple como eficaz: a partir de hilos temáticos, ofrece una selección de actuaciones musicales televisadas que, más allá de su valor artístico, nos conectan con paisajes perdidos.

No me extraña que las imágenes del prodigioso archivo musical de TVE se emitan en prime time, después de la segunda edición del telediario. ¿Quién no se va más contento a la cama después de recuperar tan jóvenes a Tina Charles, The Cure o Manzanita y tararear algunos de sus megahits? ¿Cómo no vamos a esbozar una sonrisa, la cabeza ya sobre la almohada, recordando cómo olía aquel primer cigarrillo mientras cantábamos a pulmón y en falsete a Los Pecos: “Yo me dormía y al rato moría por estar ausente de ti”? Todavía no nos dejaban entrar en la discoteca pero éramos capaces de recrearla en un garaje con tocadiscos.

Reconocerse a través del tiempo y el es­pacio, conectar con escenas de un pasado que la memoria ha acabado idealizando, y sen­tirse bien: ese es el poder de la nostalgia que, tras la pandemia, se ha convertido en la ­principal tendencia del marketing. Y, así, el mercado está entregado al recuerdo, po­niendo en juego poderosas artimañas que parecen devolvernos por un instante al pasado.

A partir de los ochenta, hemos ido revisando, abajo y arriba, todas las décadas del siglo pasado. En la moda y la decoración, pero también con el boom de la novela histórica y los biopics. El gusto por mirar atrás y recuperar ideas antiguas para revisarlas desde lo contemporáneo ha sido la principal narrativa de la creatividad del siglo XXI, amplificada ahora por el llamado marketing de la nostalgia.

El informe anual de Klarna –la fintech sueca de financiación de consumo– identifica ese sentimiento como la motivación dominante en las adquisiciones del 2022, tanto en artículos inspirados en el siglo XVIII como en ropa que imita la de principios de los 2000. El revival de Barbie –que pronto tendrá película­­– consigue colocar el rosa en el centro, sin complejos, mientras que el estilo Los Bridgerton decora los juegos de té que adoran los millennials. La tecnología vintage también arrasa: en febrero las ventas de auriculares con cable aumentaron un 371%, y un 80% los móviles plegables, casi un acto de rebeldía ante la permanente actualización de los smartphones. No podemos retornar al pasado, pero sí evocarlo –a menudo mejorándolo– y lograr que la memoria involuntaria nos devuelva sensaciones que habían quedado sepultadas.

En el libro Alma, nostalgia, armonía y otros relatos sobre las palabras (Anagrama), de ­Soledad Puértolas y Elena Cianca, se data en 1869 la aparición en nuestro diccionario del término nostalgia, cuya definición coincidía entonces con el llamado mal de tierra (mal du pays en el Robert). La pérdida de la patria, el exilio o la emigración desencadenaba ese sentimiento de nublada añoranza, que en el siglo XIX era considerado una enfermedad. El estudio de la condición humana obligó a dejar de tratarla como una patología. Y aquel mal del alma se ha transformado hoy en una lluvia emocional, una invitación del aplicado mercado a consumir recordando.

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30 de diciembre de 2022
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Pasiones indestructibles

Cuando Melania G. Mazzucco (Roma, 1966) se encuentra en estado de gracia, resulta una escritora sublime, virtuosa en transmitir los muchos caminos que pueden conducir al éxtasis. Lo estuvo en Vita, en Ella, tan amada y en La larga espera del ángel. En ellas reconstruyó momentos históricos o biografías de un modo que me atrevería a calificar de monumental: respectivamente, la historia de su familia, la biografía de la fascinante escritora suiza Annemarie Schwarzenbach y la vida de Tintoretto. Su copioso y minucioso trabajo para documentarse y estudiar aquello de lo que quiere escribir hasta conocerlo tan bien que cree llegado el momento de poder inventarlo –la expresión es suya, en su última novela– hace inevitable que el resultado sea grandioso. La desmesura de quien no ignora –que no es lo mismo que saber– que para encarnar una ínfima parte de la existencia es necesario incluir todo lo que se ha ido acumulando en el propio camino. No hay pasión, secreto, gesto o palabra que resulte baladí; de la misma manera que la historia también la protagonizan las proscritas, las que viven al margen, las enfermas, las poseídas y las desheredadas. Éstas últimas, más legitimadas que nadie, porque acaban siendo amas de todo lo que les ha sido negado, porque el deseo y la imaginación también son formas de existencia. Y, al final, cualquier existencia ha valido la pena para la Historia.

La grandeza de La arquitectriz, su última obra aparecida este otoño en Anagrama, reside en el hecho de que no es únicamente –aunque sí principalmente– la biografía de la primera mujer arquitecto. A través de los días de la artista Plautilla Bricci (1616-1705), pintora y arquitectriz, y las muchas vidas que los atraviesan, Mazzucco recrea el poder de los papas en el siglo XVII, especialmente los de Urbano VIII, Inocencio X y Alejandro VII, con sus intrigas, sus ejércitos y sus guerras en una Roma plagada de pintores buscavidas y pendencieros, ansiosos de vincular su nombre a la eternidad de la ciudad. Los talleres, las tabernas, los teatros y las academias aparecen como escenarios con frecuencia similares, entre los que circulan con la misma facilidad la magnanimidad y la miseria. De ahí la importancia de los símbolos, de las historias particulares que sirven para sintetizar todo un siglo de oro y de peste. Mazzucco lo hace mediante la pasión como gramática capaz de organizar y dar sentido a todo. La pasión de Plautilla Bricci por hacer algo meritorio con su vida y la del abad Elpidio Benedetti por formar parte de la corte papal. Sin saber si las respectivas condiciones empujan a las ambiciones, o si bien sucede lo contrario, lo más evidente es que ambos están condenados a una historia de amor secreta y negada, imposibilitada de cualquier descendencia ni trascendencia. Desahuciados de una sociedad que les impide ser quienes son, su venganza consistirá, precisamente, en dar lo mejor de ellos a la ciudad a la que pertenecen: Villa Benedetta, la otra gran protagonista de la novela, el edificio que es fruto de las intrigas, los secretos, la intimidad, la clandestinidad, en definitiva, la complicidad. La villa es el grito expresivo y la reafirmación de lo que no ha podido ser, el contraste entre la ausencia y la materia, como escribe Mazzucco. Conocida como el bajel por su forma, la construcción es el símbolo de muchas derrotas, incluida la de Leone Paladini, idealista aspirante a artista que, dos siglos después, como voluntario de la compañía Medici en defensa de la República Romana contra los franceses, asistirá a la demolición, casi piedra a piedra, del legado de Plautilla y Benedetti. Sin embargo, Mazzucco demuestra que hay pasiones imposibles, pero indestructibles.

La narración omnisciente y minuciosa de las vidas de los protagonistas y su entorno lleva a La arquitectriz de la riqueza de la novela histórica a la indagación psicológica tan característica de Mazzucco y tan efectiva en el momento de reflejar la naturaleza humana, aceptando la sensibilidad que hace frágiles y vulnerables, que transforma en cuerpos resecos en su negación a quienes asumen la responsabilidad de construir cada día un legado que tarde o temprano acaba por configurar un paisaje enorme.

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27 de diciembre de 2022

José Ortega y Gasset, en la Ciudad Universitaria de Madrid en 1934.

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Tres ortegas

 

Para hablar seriamente sobre los toros hay que separarse lo más posible del ruido político, del jolgorio popular, de la plaza incluso, y ponerse a pensar un poco con los codos sobre la mesa

Parecida a la paloma común, la ortega es un ave algo más robusta, que anida en tierra y ama los pedregales. Pero las ortegas que traigo hoy a este lugar pertenecen a otra especie. También vuelan, pero en un espacio superior. Y aquí las une una actividad humana de lo más infrecuente, la tauromaquia.

El primer vuelo le pertenece a Rafael Sánchez Ferlosio, quien le escribió al torero Rafael Ortega Un as de espadas, que es como tituló el artículo dedicado al matador y recogido en Interludio taurino (El Paseo). Es uno de los mejores artículos jamás escritos sobre el toreo y todos los demás del libro demuestran hasta qué punto un gran escritor es inconfundible y lo que ahora abunda es modesta calderilla.

El abuso político de la tauromaquia ha trivializado un asunto que merece las mejores cabezas y la más elevada prosa. Como esta (Rafael Ortega): “Componía una figura tocada por esa luz dinámica en que la piedra puede volverse liviana como la tela y la tela puede cobrar peso de piedra: la luz inconfundible del barroco”. Ferlosio comparaba la unidad de toro y torero con el Laocoonte. Ya lo había anunciado cuando escribió: “La verónica de Rafael Ortega era a la verónica de Curro Romero lo que la escultura de Bernini a la de Donatello”.

A pesar de su trivialización política, el arte del toreo sigue siendo una de las bellas artes, pero no todo el mundo puede apreciarlo. Ferlosio también tuvo sus furias antitaurinas, pero nunca trivializó. Hace falta mucha inteligencia para juzgar un arte. Pues eso es lo que tenía y aún le sobraba a José Ortega y Gasset, mi segunda ortega, para levantar el vuelo en los admirables artículos recogidos como La caza y los toros (Renacimiento), reeditados ahora por la escasez de las ediciones anteriores. También mi segunda ortega distingue entre el espectáculo (o la fiesta) y el arte. Dice: “De lo que pasa entre toro y torero solo se entiende fácilmente la cogida. Todo lo demás es de arcana y sutilísima geometría o cinemática”. Pasa luego a hablar del toro primigenio (el uro) para explicar el milagro de que aún queden toros bravos en un rincón del mundo. De este animal originario, cuando ya se había extinguido, se conservaba una pieza viva guardada en su parque de Berlín por el rey de Prusia. Y fue Leibniz quien le recomendó que lo hiciera retratar antes de su pérdida. Eso era en 1712, pero el insaciable instinto cognitivo de Ortega acabó conduciéndole a la única figura conocida de aquel uro, editada por Hilzheimer en 1950. Y, efectivamente, tiene un inconfundible aire español, por así decirlo.

No busque usted, sin embargo, la lámina del uro en la edición de las obras completas. Asombrosamente, no viene. Solo la encontrará en la antigua edición de Austral, si aún quedan ejemplares en los vendedores de viejo.

Algún espabilado me estará diciendo: “Pero eso son dos ortegas, ¿y la tercera?”. Pues la tercera es Domingo Ortega, sin relación alguna ni con Rafael ni con José. Fue el dignísimo autor de un libro emblemático, El arte del toreo, publicado por Revista de Occidente en 1950, y que vino adornado con el artículo de Ortega y Gasset Enviando a Domingo Ortega el retrato del primer toro, a modo de epílogo. Con lo que cierro el vuelo de las ortegas.

He aquí que para hablar seriamente sobre los toros hay que separarse lo más posible del ruido político, del jolgorio popular, de la plaza incluso, y ponerse a pensar un poco con los codos sobre la mesa.

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27 de diciembre de 2022
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Esperando al lector de sí mismo

Quizá con la intención de consolar a sus críticos Proust dejó dicho que “en cien años nuestros libros habrán dejado de existir”. Sin embargo, consumido ya un siglo desde la publicación de su obra podemos confirmar la magnética presencia de la Recherche y la actualidad de ese “telescopio psíquico” del que habló Deleuze.

Aunque por prudencia, y en lugar de perder el tiempo con entretenimientos ociosos -¡a menudo tan odiosos!-, convendrá sentarse a leer la Recherche antes de que fatalmente se cumpla el mal agüero de su autor. Por si acaso.

El que lo haga deberá tener en cuenta lo que Proust esperaba de sus lectores: que a través del pausado y penetrante soliloquio de su obra cada lector consiga ser el más sagaz y lúcido lector de sí mismo.

A ello contribuye el catedrático y editor francés Bernard de Fallois (1926-2018) con unas “conferencias” pensadas para un público atento, sensible y cultivado. Un público ajeno a la excitación de la banalidad contemporánea y dispuesto a entender las ideas maestras que Proust desplegó en su magna obra.

La idea de los “dos yo” sugiere apreciar las diferencias entre la personalidad del escritor y la voz del narrador. A fin de evitar que la tentación biográfica perturbe el significado de la obra de arte con las trivialidades domésticas de la vida vulgar, los trastornos íntimos y los complejos dolosos del autor.

La idea de las “dos memorias” distingue entre el recuerdo deliberado, el que nos lleva a creer en el orden cronológico de los acontecimientos, y la imaginería del recuerdo accidental, que al rescatar de repente simetrías inesperadas entre momentos distantes revela el verdadero sentido de un instante fugaz.

La idea de la omnipotencia del Tiempo desmiente que lo temporal sea un algo que pasa. El tiempo, la piedra angular de la obra de Proust, es la sustancia invisible en la que vivimos sumergidos, la que modula y transforma “las intermitencias del corazón”. Su escritura sigue el flujo ondulante de los meandros que a imagen del Tiempo configuran el curso de su pensamiento.

La idea del amor se presenta como un fenómeno carente de realidad tangible, frágilmente vinculado a la persona que por azar reflejará su poderosa emoción. El amor entendido como “mal sagrado” precede a la aparición del ser amado y sobrevive y emigra a pesar de él. Lo que conlleva “el más espantoso de los suplicios”: los celos.

Las ideas maestras de Proust hacen de En busca del tiempo perdido un tratado narrativo de la mente humana, una novela compuesta por personajes de extraordinaria vivacidad y decenas de miles de impresiones, anotaciones sobre el carácter de los hombres, el disfraz de sus costumbres, el pálpito de su oscura sospecha, y la belleza de los aromas, colores y destellos que iluminan las estancias morales. La inteligencia del escritor que ha culminado este inmenso tapiz literario, tejido con las sensaciones más sutiles, abarca la totalidad de la existencia.

Hace cien años Proust lamentaba que la literatura se pusiera a merced del festejo mundano y al servicio de toda cuanta causa recibe el aplauso social. Ya entonces, nos cuenta Fallois, Proust soportó las afrentas de diversos editores, que nada entendían de su libro, se negaban a leerlo o se lo devolvían ¡con comentarios ofensivos! Según el mismo Proust, nada raro hay en ello, pues “el artista de verdad, al ser original, no puede ser reconocido enseguida por sus contemporáneos”.

Reseña del libro: Siete conferencias sobre Marcel Proust, de Bernard de Fallois (Ediciones del Subsuelo, 2022)

Publicado en Cultura|s de La Vanguardia



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26 de diciembre de 2022
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Intransigente Abilio

No conocí a mi abuelo paterno pero conservo algunas fotografías suyas, color sepia. Abilio Ferrer Morer fue un señor barcelonés, hijo del notario de Puigcerdá, cuyo aspecto grave encaja a la perfección con lo que me contaba mi padre, que nunca le vio sonreír y que en la mesa jamás permitió que alguien hablara sin su autorización. Abilio Ferrer Morer murió joven, afectada la salud por el descalabro económico que le supuso una mala inversión en bolsa, en tiempos en los que parecía imposible que esta cayera más aún, riesgo que no deben correr los hombres de profesión liberal como él, como mi padre y como yo mismo, que nunca aprenderemos.

Estos días, ante una foto que no recordaba y en la que mi abuelo se muestra con ese porte característico de la aristocracia francesa de provincias, he imaginado qué pensaría al comprobar que al turrón de Jijona lo llaman “blando” y al turrón de Alicante lo llaman “duro”; ‘póngame una barra del blando y otra del duro’ se oye decir a una mujer en una pastelería/panadería, mujer que no conoce los nombres de las cosas, en este caso de nuestros productos culinarios más arraigados y que, por supuesto, acepta, puede que no tan ingenuamente, la grosera carga de la expresión, que bascula entre la radical obscenidad y el cotizado campo de los chistes de lavabo que tanto gustan en esa Comunidad Autónoma.

Estoy fantaseando sobre las virtudes de Abilio, quizá la intransigencia la principal, y me doy cuenta que yo podría ser mi abuelo cuando rechazo, de manera exagerada, los mismos enunciados que él rechazaría. Pienso, como paradigma, en la progresiva sustitución de “tapa” por “pincho” (aunque ya existieran los pinchos morunos) y, en especial, cuando “pincho” no lo escriben así sino que, como recurso cabalístico, supongo, aparece “pintxo” o algo similar. Querido y quimérico abuelo, qué bien descansar en la impoluta tumba, este mundo zafio no nos corresponde, no te gustaría, sigue tranquilo ahí, no vuelvas por Navidad.

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24 de diciembre de 2022

La final del Mundial en la residencia del embajador argentino.
Foto de Emilia Shabnam, Depto. de Prensa de la embajada

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El que no salta

Recuerdo perfectamente cuando escuché por primera vez el himno que desde entonces me representa.

Era adolescente, vivía bajo dictadura militar, se jugaba el Mundial de 1978 en mi país y todos saltaban felices por el triunfo. En la final y después, en las calles, entre banderas y cornetas, se cantaba “El que no salta es un holandés”.

Holanda era la selección a la que le habíamos ganado la final de ese mundial, en un estadio abarrotado a pocas cuadras de la Escuela de Mecánica de la Armada, donde se torturaba a los prisioneros políticos.

Y yo mientras escuchaba un casete grabado de otro casete que me pasó un amigo del colegio. Y ahí estaba. Mi himno, el de la patria común de los que no siguen las órdenes de la corneta militar ni las arengas pomposas de los que se escudan en el nacionalismo para ocultar sus intenciones oscuras.

Lo compuso y lo sigue cantando para los inconformes del mundo Georges Brassens, y se llama La mala reputación. Hay una versión gamberra y exacta que tradujo y canta Paco Ibáñez, otro juglar anarquista.

Cuando la fiesta nacional
Yo me quedo en la cama igual,
Que la música militar
Nunca me pudo levantar.
En el mundo pues no hay mayor pecado
Que el de no seguir al abanderado
Y a la gente no gusta que
Uno tenga su propia fe

Yo estaba escuchando ese casete en mi cama, y me vino la iluminación, como le viene a un adolescente que busca su propio camino, “su propia fe” y se convoca a sí mismo a una revolución pacífica y solitaria.

Desde entonces, supe cuál era mi lugar. Yo era el que no salta. El que no sigue al abanderado, el que no sigue la consigna de los que mandan. Mundial y Dictadura fueron para mí desde entonces la misma cosa. La estupidización de las masas, el cantar y saltar todos a una, no para expresar la propia alegría sino para censurar y basurear al que no se une a la alegría obligatoria, dictatorial.

Desde entonces, el que no salta soy yo.

Con Brassens y Paco Ibáñez, yo iba a estar siempre en el bando de los insumisos. Tres años más tarde, en el servicio militar obligatorio, a la mañana del primer domingo de la instrucción, el capellán naval, un cura con pistola al cinto, que venía de cumplir funciones en la Escuela de Mecánica de la Armada, convocó a todos los conscriptos a misa. Y ordenó que los que no fueran sufrieran un duro castigo.

Recuerdo esa mañana, y las siguientes mañanas de domingo durante la instrucción. Con silbatos y golpes corrimos hasta la extenuación, nos tiramos al barro, hicimos miles de flexiones, corrimos otra vez. Al que no podía levantarse, lo ponían al medio y los otros teníamos que pegarle, porque por su culpa debíamos seguir corriendo.

Nunca pensé que los católicos o los que fueron a misa para evitar el castigo fueran culpables de nada. ¿Quién puede juzgar al que cree o al que tiene miedo en el cuartel en dictadura? Pero los represaliados, los otros – ateos, judíos, musulmanes, testigos de jehová, hare krishna, quién sabe qué – los que no íbamos a la misa del capellán naval, esos eran mis hermanos.
Los míos. Los que no íbamos a misa. Los que no saltábamos.

Después me mandaron a la guerra de Malvinas (sí, yo soy uno de los “pibes de Malvinas que jamás olvidaré” de la canción de este Mundial). Volví más pacifista, más anarquista, menos seguidor de la corneta militar. Decidí entonces que mi patria iba a ser la humanidad y los valores humanistas.

Nunca seguí un Mundial. Me alegré por la victoria argentina en México 86, pero lo vi más como un borrar la vergüenza del triunfo sucio del 78. Y admiré a Maradona, un chico pobre que cumplía el sueño y traía la alegría a gente que yo quería. Eso era suficiente.

Después todos los mundiales me tocaron fuera del país. Viví en Costa Rica, en Nueva York, en Barcelona, ahora en Chile.

Y ahora, en este diciembre de 2022… ahora es distinto. Ahora me siento convocado. ¿Cambié?

Voy contento a ver todos los partidos de mi selección en los jardines de la residencia del embajador argentino en Chile, Rafael Bielsa, un hombre culto y abierto a escuchar, que decidió que sus compatriotas serían bienvenidos en su casa. Me mezclo con decenas de jóvenes con camisetas de la selección, gritamos, saltamos, cantamos el himno, nos angustiamos cuando ataca el otro equipo, nos admiramos por la destreza de Messi.
Saltamos y nos abrazamos. Me siento con Carmen y Laura, mi familia chilena, en casa. Ya no guardo la bronca de la dictadura. Detesto a los que la defienden, pero desde la calma, desde una paz lograda por años de trabajos y diálogos con los distintos. Y encontré mi identidad de argentino estilo Brassens, estilo Paco Ibáñez. Sin insultar a nadie, viviendo con alegría la fiesta popular.

Eso sí, cuando cantan “El que no salta es un inglés”, yo no salto, no canto.

Los que animan a los jugadores y celebran a Diego y a Lionel sí son los míos. Pero que cada uno salte si quiere. Jamás voy a ser de los que persiguen a los que no se paran a cantar el himno, a los que no siguen al abanderado. Mi patria es tanto la de los que respetuosamente se hacen a un costado, y quieren estar solos, como la de los que alegremente quieren pertenecer, el abrazo buscado y querido.
Por eso, aunque suene contradictorio, yo sigo siendo el que no salta.
Y soy también el que acá está, saltando, en este bello jardín, feliz y porque quiero.

Publicado en el medio digital argentino Infobae después de la semifinal del Mundial de Catar, el jueves 15 de diciembre de 2022.

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22 de diciembre de 2022

La escritora francesa Annie Ernaux

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Conquistadoras de lo ordinario

El mensaje era escueto: “Akerman ha desbancado a Hitchcock”. Luego unos emoticonos –aplauso, pulgar alzado, cara sonriente– y el enlace a la lista de mejores películas de la historia que cada década propone la revista del Instituto de Cine Británico. Quien me enviaba el watsap sabía que estoy en Tel Aviv y que, hace unos años, aquí vi el autorretrato fílmico de Chantal Akerman, Là-bas (2006), rodado en el mismo barrio donde me alojo ahora. Los buenos amigos son los que te envuelven en risas, te renuevan confidencias y recuerdan qué películas te marcaron.

Con los directores que nos conmueven nos suele pasar: después de ver un filme suyo, se transforma nuestra relación con algo concreto, ya sea una ciudad, una situación o un objeto. Y con Là-bas empecé a mirar de otra manera ventanas, persianas y estores. Su trama es sencilla: llegada a Israel para dar un curso­ en la universidad, la directora belga ausculta el exterior de Tel Aviv desde un piso alquilado. Como James Stewart en La ventana indiscreta, se confina por una indisposición temporal. Pero mientras él fisgoneaba con los prismáticos y un teleobjetivo, primero por aburrimiento, luego para resolver un crimen, ella se detenía con el objetivo de su cámara en los gestos de los vecinos, las modulaciones de la luz, en sus cavilaciones ante ese país sobrecargado de significados. Hija de una superviviente de Auschwitz, Akerman gira en sus obras en torno a la figura materna, el monstruo de la memoria y el desarraigo heredado. “Siento que no pertenezco a ningún lugar… Voy a la deriva”, dice la voz en off.

Pero la película que coronaba la lista era otra: Jeanne Dielman, 23, quai du Commerce, 1080, Bruxelles (1975). La rodó con veinticinco años y –cosa insólita– con un equipo técnico en su mayoría femenino. Doscientos minutos para mostrar tres días en la vida de un ama de casa viuda que compagina sus quehaceres domésticos, milimétricamente ritualizados, con los servicios sexuales. Doscientos minutos de intimidad aparentemente anodina en que lo ordinario (cocinar, comer, limpiar, asearse, hacer la compra) se presenta con su duración real.

Si algo bueno tiene este tipo de rankings, es que de pronto se vuelva a hablar de una cineasta. No es que 1.639 expertos creyeran que su película fuera la mejor –las diez que cada uno seleccionó recibieron un punto por igual–, sino que fue la más nombrada. ¿Cambio de sensibilidad? De los personajes femeninos de Hitchcock, bellas rubias en apuros rescatadas por hombres, a otros menos glamurosos que cargan con el cuidado rutinario de la casa. Pero estas clasificaciones también son abono para polémicas: ¿Ese experimento es mejor que Vértigo?

Las películas que siguen generando debate son las que revelan nuevas lecturas en el futuro, y Jeanne Dielman, además de haber puesto en el centro a una mujer de 1975, se adelantó a los reality shows y a esas vidas anónimas que hoy inundan las redes. Además, no ha faltado la coletilla: “La primera directora en…”. Ser mujer conlleva que te recuerden que lo eres.

Para Annie Ernaux el Nobel de Literatura ha ido acompañado de críticas en Francia por sus opiniones al margen de lo estrictamente literario (algo que también le pasó en el 2018 a la polaca Olga Tokarczuk), como si desmereciera un reconocimiento copado por hombres. Es mucho lo que tienen en común Akerman y Ernaux: además del idioma francés, una relación maternofilial singular, la voluntad de hacer aflorar “una memoria reprimida” y de romper con el estilo “bello” o “correcto” que perpetúa una visión determinada del mundo. Jeanne Dielman es también la mujer helada de la novela homónima de Ernaux, aislada con un bebé en una casa vacía donde se amontonan tareas minúsculas.

Descubro otro vínculo entre las dos creadoras en el discurso de Ernaux en Oslo, cuando se sitúa “al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gentes despre­ciadas por sus modales, su acento, su incultura”, y ese vínculo es el desarraigo. Como­ apuntó Simone Weil, el desarraigo no lo provocan solo las guerras y las migraciones: surge también de las relaciones económicas y de clase. Echar raíces, afirmó, quizá sea “la necesidad más importante e ignorada del alma humana”. ¿Y en qué consiste? En “la participación real, activa y natural en la existencia de una colectividad”. Visto así, la historia de las mujeres ha sido una historia de desarraigo. Cada vez somos más conscientes.

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22 de diciembre de 2022
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El enviado de Venus

En una película de Lars von Trier un planeta errante llamado Melancolía se dirige a la Tierra. Cuando la colisión es ya inminente uno de los personajes dice: “No debemos lamentar lo que va a suceder: la Tierra es un planeta cruel”. Y lo es, por eso algunos científicos creen que la vida no se originó en la Tierra, y que su aparición fue debida a la llegada de un cometa con materia orgánica. Siguiendo esa suposición, la vida se fue abriendo camino en circunstancias difíciles y en un planeta hostil. Pues bien, si la Tierra es un planeta cruel y hostil, ¿qué pensar de Venus? La temperatura en su superficie se acerca a los quinientos grados, y su presión atmosférica es noventa veces superior a la de la Tierra. Según la ciencia, la vida en Venus solo sería posible en las capas más elevadas de su atmósfera. Pero todas estas circunstancias tan definitivas como aplastantes importan poco cuando nos movemos en el territorio de la mitología, que tiene la virtud de sobrevolar todas las contradicciones e hilvanar narraciones más allá de las leyes de la razón, que es una diosa muy severa.

En los años cincuenta del siglo pasado la teoría de que la vida en Venus era muy improbable estaba ya asentada, pero esa circunstancia no impidió que fuera entonces cuando surgió el mito de Valiant Thor, el enviado del planeta Venus que llegó a nosotros con la intención de cambiar nuestra tendencia belicista y convertirnos en seres más apacibles. La primera vez que me topé con esta leyenda no pude menos que asombrarme ante el nombre del protagonista, que parece el de un héroe del cómic: Valiente Thor. Precioso, pero ¿cómo olvidar que Thor es el dios del trueno en la mitología nórdica, además de un dios guerrero, capaz de abrirse camino a martillazos entre ejércitos de gigantes? Todo lo cual para decir que Valiant Thor no es el nombre más apropiado para alguien que viene en son de paz, teniendo en cuenta que la mitología nórdica es la más violenta de Europa y que sus imágenes vinculadas al último crepúsculo (o crepúsculo de los dioses) son de una crueldad escalofriante. Pero ya hemos dicho que los mitos se nutren de contradicciones, a menudo disparatadas, y que en su amplio universo son bienvenidas todas las paradojas.

El mito de Valiant Thor tiene muchas variantes, la más difundida sitúa su aparición hacia el año 1951, cuando llegó a la Tierra en una nave procedente de Venus que albergaba doscientos tripulantes y de la que Thor era el comandante. El iluminado Frank E. Stranges, autor del libro Un extraño en el Pentágono, asegura que conoció a Valiant Thor en 1959. El extraterrestre medía 1,82 metros, tenía el pelo y los ojos castaños, y pesaba 84 kilos, lo que indica que era un alienígena bastante estilizado. Según Stranges, Thor se entrevistó con el presidente Eisenhower y el vicepresidente Nixon en 1957, tras haber burlado la vigilancia de la Casa Blanca, y aseguró a los dos mandatarios estadounidenses que procedía del planeta que la Biblia llama estrella de la mañana. Cuenta Stranges que en aquel encuentro Nixon dio muestras de sentir miedo, a diferencia del presidente, que acogió a Thor con su característica sonrisa, mitad amable, mitad burlona. Thor ofreció sus servicios a Eisenhower para librar a la humanidad de la enfermedad y la miseria, tras indicar que si los hombres no deponían su actitud beligerante el futuro sería cada vez más sombrío y catastrófico. Por lo visto los señores de la Casa Blanca ignoraron su oferta, temiendo que un mundo sin problemas arruinaría la economía del planeta.

Siempre según Stranges, Thor también estuvo en el Pentágono, donde le hicieron menos caso que en Washington. Desalentado y dolido por la incapacidad humana para modificar su destino, Thor regresó a Venus el 16 de marzo de 1960. Desde entonces nadie ha vuelto a saber nada de él.

La leyenda de Thor es un ejemplo más de la figura arquetípica del enviado, ya presente en muchos mitos de la antigüedad, y ha servido sobre todo para alimentar la narrativa vinculada a los extraterrestres, cada vez más vasta y envolvente. Antes de abandonar nuestro planeta, Thor confesó que residían en la Tierra setenta y siete infiltrados de Venus, que intentaban influir en las altas esferas con su mensaje de paz. Nadie pensaría que una esfera tan volcánica y maldita como Venus pudiese generar almas tan pacíficas y dolientes. Milagros de la mitología.

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20 de diciembre de 2022
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El Boomeran(g)
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