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Danny Willems / LV

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Bovary también eres tú

Mucho antes del metaverso (ese espacio en que el mundo físico y el virtual se unen para crear un mundo imaginario), una tecnología más modesta, el libro, hizo que los lectores de novelas, por obra y gracia de la mente, fueran Madame Bovary. A través de un largo proceso evolutivo, nuestro cerebro, como un simulador, aprendió a anticipar los estímulos sensoriales antes de percibirlos realmente. Si una obra de ficción nos atrapa, lo que les ocurre a sus personajes nos afecta como si fueran criaturas vivas. Recuerdo a alguien que nunca se sobrepuso a la muerte de Anna Karénina.

Las grandes novelas exploran temas y emociones de una forma que a la vida real se le escapa, creando lugares propios que se convierten en paisaje íntimo y compartido. Nabokov definió los mundos literarios como una “democracia mágica” donde hasta el personaje más insignificante tiene derecho a vivir y evolucionar.

Algo de esa magia me rozó en cuanto la actriz Maaike Neuville y su partenaire, ambos belgas, llenaron con su presencia el escenario semivacío del TNC en el montaje Bovary. Tan familiar es la heroína de Flaubert que no hacía falta reproducir su caracterización. En lugar del pelo moreno de Emma recogido en un moño, peinado habitual de nuestra ama de casa de provincias, Neuville tenía el cabello corto y rojizo. Decía el novelista que todo lo que uno inventa tiene algo de verdad: “Sin duda, mi pobre Bovary está sufriendo y llorando ahora mismo en veinte pueblos de Francia”.

En una era prefeminista, Emma desafía las normas de su época al no conformarse con los roles de género asignados y acaba quitándose la vida para huir del sufrimiento. Arsénico o vías del tren, ese es el final para las dos adúlteras más célebres de la literatura. Desde una óptica de primer mundo parecería un incidente anclado en el pasado, pero afirmarlo significaría no ver el cuadro completo.

Ha sido noticia que las mujeres casadas en segundas nupcias en Afganistán temen que las detengan por adulterio, porque sus divorcios infringen la ley islámica de los talibanes. La discriminación de género sigue siendo un problema omnipresente, arraigado en el mundo de ayer y en el actual. Hoy lo padecen niñas a las que se prohíbe estudiar (recordemos la ola de envenenamientos de colegialas iraníes), así como las que son entregadas vírgenes en matrimonios concertados, o las que se mutila para incapacitarlas para el placer.

En mayor o menor medida, la mujer choca con barreras más o menos hostiles y visibles. En países como el nuestro, mujeres de sobra preparadas se dan cabezazos con un techo que, aunque se denomine de cristal, es más duro que el hormigón. El día Internacional de la Mujer, celebrado ayer, es una oportunidad global para impulsar cambios y tomar medidas concretas en favor de la igualdad en todas las esferas. A quienes se declaran hartos de reivindicaciones violetas, paciencia: no va de obtener cinco minutos de atención mediática. Aún hoy una mujer por el hecho de opinar, divorciarse, salir sola o tomar unas copas corre riesgos. No es victimismo.

Volviendo al teatro, en lo primero en que me fijé fue en el corsé de la actriz, esa prenda tan en boga en el XIX que desplazaba los órganos internos, limitaba la respiración y debilitaba la musculatura pélvica. Luego la falda sobre el miriñaque, un armazón parecido a una jaula. Iniciada la representación, a Emma la falda empieza a abrírsele por detrás. Los intentos del actor por sujetarla son inútiles, mientras ella contiene la respiración. De entre las bambalinas llega el rescate, mientras Emma bromea con el público (“esto no es parte de la función”) y exclama: “¡Qué difícil es ser mujer!”. Aplausos.

Madame Bovary, c’est moi, dijo Flaubert. Con esta novela se lo jugó todo: fue la primera que publicó, con cada palabra se esforzó como si tuviera que serrarlas de un bloque de madera, porque dedicó más de un año de vida solitaria, escribiendo y corrigiendo, para transfigurar la mediocridad de una existencia vacía desbordada por el deseo de arte. Él era ella, porque también era proclive a la desesperanza y buscaba en la literatura una manera de elevarse. Su atrevimiento fue insuflar en un cuerpo femenino la insolencia propia del deseo masculino, con todos sus defectos.

Con su crítica Flaubert apuntó a sus espectadores, esa masa complaciente incapaz de reconocer la doble vara de medir: “Un hombre es libre; puede recorrer las pasiones y los países. Pero a una mujer no le surgen sino impedimentos… Siempre algún deseo que la arrastra y algún mandato del decoro que la sujeta”.

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10 de marzo de 2023

Escena de 'Al descubierto'

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¿Por qué las mujeres firman menos?

 

Fue en un avión, rumbo a Nueva York, recién estrenada como articulista en La Vanguardia, cuando me crucé con un veterano periodista que tiró de su desdeñoso sarcasmo: “Vaya, ahora en nuestro periódico opinan las estilistas de Marie Claire. ¡A dónde iremos a parar!”. No le respondí porque siempre he tenido en gran estima a las estilistas, aunque al instante fui consciente del prejuicio que oscurecía el resto de mi currículum, así como mi encasillamiento en la frivolidad.

Empecé a firmar noticias desde pardilla, en sociedad y cultura; alternaba la mesa de redacción con la facultad. Y a pesar de las resacas y los desamores, nunca dejé de escribir la nota del día siguiente, empujada por una mezcla de vocación y mandato. Hasta que hallé en la moda una ventana olvidada, sin apenas competencia para asomarse.

Nadie quería escribir de moda. Era algo bonito pero insignificante, aunque no lo vieron así Proust, Wilde, Mallarmé o Balzac, me decía yo. Y además, a finales de los 80, la moda formaba parte de la fiesta que invocaba el espíritu de Rimbaud subido a unas plataformas.

Entonces en las redacciones todavía había pocas jefas; yo tenía entre mis ídolos a Patrícia Gabancho y a Margarita Rivière, que ya había explorado la dimensión sociocultural de la estética. Desde París, las crónicas de Laurence Benaïm en Le Monde entraban y salían de la pasarela para conectarla con un magma artístico que ordenaba el caos. Ellas fueron espejos para que la moda se convirtiera en mi coartada, un salvoconducto para seguir firmando.

A lo largo de estos años he perdido la pista a muchas colegas valiosas en los medios. Algunas fueron apartadas injustamente, otras renunciaron. También las hubo paralizadas por el síndrome de la impostora. Lo veo reflejado en el informe “Mujeres sin nombre”, realizado por LLYC y coordinado por Luisa García, sobre la presencia y el tratamiento de la mujer en los medios de comunicación.

El equipo de Deep Digital Business de la consultora ha analizado catorce millones de noticias publicadas durante el último año con mención explícita al género –de España a EE.UU.– ¿El resultado? Las mujeres firmamos un 50% menos que los hombres.

En las noticias, ellas también las ocupan en menor medida, pero el estudio arroja un dato paradójico: en uno de cada quince mensajes sobre mujeres se menciona explícitamente “mujer” o “femenino”, más del doble de lo que aparece “hombre” o “masculino” en las informaciones sobre ellos. Es decir, se subraya el género por excepcional, como anomalía. Aparecen constantemente, sí, tan presentes en el debate social, pero sin nombre. ¿Quiénes están detrás de un sujeto genérico que se refiere a la mitad de la población?

Deberíamos ir concretando, porque, a pesar del empalagoso término empoderamiento, la mayor parte de las vidas femeninas siguen siendo anónimas, y hay que contarlas. El feminismo debe bajar a pie de obra para convencer a los editores –y a las propias mujeres– sobre la inconveniencia de ese pobre porcentaje global de autoras o articulistas –una por cada dos hombres– que enhebran el relato del mundo.

La paridad en los medios resulta un acelerador real de la igualdad por su capacidad de influencia. Por ello hay que promocionar a las que ya no necesitan coartada para despuntar en las secciones de economía, política o tecnología, libres de sesgo. No se precisa que sean excepcionales, basta con que respondan a la media, tan normalitas o tan brillantes como ellos.

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9 de marzo de 2023
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Lo bello

 

Hay en Sevilla una pequeña editorial que fabrica libros preciosos, aunque no son fáciles de encontrar por librerías. Este inicio, que parece de un cuento de Washington Irving, responde a la realidad de la editorial Athenaica, cuyos dueños prefieren hacer libros como breves joyas a superventas de peluquería. Lo sé de buena tinta porque me editaron una Venecia como nadie me la había editado.

No obstante, hoy les comento un libro excepcional que es para gente de gusto afinado, el Giotto de John Ruskin, cuyo original data de 1860. Sobre el singular personaje de Ruskin y el origen de este ensayo que cuenta las pinturas de la Capilla de los Scrovegni, en Padua, figura un soberbio prólogo de Andreu Jaume que me ahorra dar explicaciones. Baste saber que el conjunto padano es la obra maestra del gótico italiano. O quizás podría decirse del prerrenacimiento, pues data de 1306 y es de una grandeza racional y serena más propia del clasicismo renacentista que del último cristianismo.

Recibió Ruskin el encargo cuando una sociedad culta londinense, la Arundel Society, editó un conjunto de grabados con la totalidad de los frescos giottescos y aunque Ruskin no estaba muy complacido con la colección (“los mejores resultados obtenibles mediante el esfuerzo mecánico no serán más que planos de los cuadros, no espejos de estos”) consideró un deber explicar cada una de las imágenes. El resultado es deslumbrante, tanto si se ha visitado ya ese monumento absoluto como si no. Pero si no lo ha visitado, llévese consigo la guía de Ruskin, no la hay mejor y cabe en el bolsillo.

Por supuesto, la visión del ensayista es la de un prerrafaelita y tiene el valor documental de la invención medieval en Inglaterra, un rearme espiritual de acuciante actualidad para nosotros. Así, por ejemplo, le irrita que a la Virgen se la represente como una matrona y no como una doncella a la manera, digamos, de Burne-Jones (p. 122), pero esa era la forma monumental de presentar a la madre de Dios. Porque lo maravilloso de Giotto es justamente el aspecto marmóreo, grandioso, de sus figuras sagradas y profanas, tan próximas a la escultura de los Pisano y de lo que se conocía de la Atenas dórica. Las fortísimas figuras suelen apoyarse en gráciles arquitecturas aéreas en contraste apolíneo. ¡Qué aplomo, qué equilibrio, qué enormidad! Esta es la historia del sacrificio de Jesús antes de que lo tomaran para sus dramatismos los barrocos y para el minucioso sentimiento los románticos. Es un sacrificio más próximo a Sófocles que a los calvarios del medioevo.

El texto de la edición tiene un gran interés, pero si lo traigo aquí con tanto empeño es porque el libro contiene todas y cada una de las grandes escenas de la capilla. La reproducción es muy buena, los colores responden con acierto al original y el conjunto me parece inmejorable. Téngase en cuenta que la mitad del relato allí pintado por Giotto pertenece a textos pseudo epigráficos sobre la vida de la Virgen que no figuran en el canon bíblico, aunque puede leerse una parte en Los evangelios apócrifos editados por Santos Otero en la Bac. Así que estamos en el mundo de la leyenda cristiana y su inspirada novelería, ilustrada por uno de sus más grandes talentos.

La traducción de Victoria León es excelente.

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7 de marzo de 2023
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A 30 años del ‘choque de civilizaciones’ de Huntington: era un plan y triunfó

A comienzos de 1993, mientras los últimos pedacitos del Muro de Berlín eran vendidos a turistas mitómanos y la guerra fría terminaba de congelarse, Francis Fukuyama se animó a aventurar El Fin de la Historia: la guerra había terminado para siempre, con el triunfo del Primer Mundo, Occidente y el Capitalismo.

En medio de tanta euforia, en un modesto artículo de la revista Foreign Affairs (vol. 72, no. 4), el académico Samuel Huntington, un adusto y atildado profesor de Harvard, le aguó la fiesta: lanzó su teoría de que lo peor estaba aún por venir.

El mundo estaba en los albores de El Choque de Civilizaciones.

En ese ensayo provocador e influyente, Huntington presentaba un mundo aterrador y comprensible: todos los conflictos, matanzas y atropellos tenían su origen en el hecho de que “las diferencias entre civilizaciones son (...) básicas. Las civilizaciones se diferencias unas de otras por historia, lengua, cultura, tradición y – lo más importante – religión. Las gentes de diferentes civilizaciones tienen diferentes puntos de vista sobre las relaciones entre Dios y el hombre, entre el individuo y el grupo, entre el ciudadano y el estado, entre padres e hijos, entre maridos y mujeres, así como diferentes puntos de vista sobre la relativa importancia de derechos y deberes, libertad y autoridad, igualdad y jerarquía”.

Así seguía: “Estas diferencias son el producto de siglos. No desaparecerán pronto. Son mucho más fundamentales que las diferencias entre ideologías o regímenes políticos. Estas diferencias no necesariamente significan conflicto, y los conflictos no necesariamente significan violencia. Sin embargo, a lo largo de los siglos las diferencias entre civilizaciones han generado los más prolongados y los más violentos conflictos”.

Apoyaba el profesor Huntington estas ideas en copiosas citas de expertos, todos norteamericanos y europeos.

En el número siguiente de Foreign Affairs, siete analistas en relaciones internacionales e historia con nombres como Ajami, Binyan o Mahbubani le contestaron: unos cuestionaron su peculiar selección de “civilizaciones”, donde geografía y etnia se mezcla con religión y cultura (en la lista original estaban, en alegre cambalache, ‘civilizaciones’ como “la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la eslava-ortodoxa, la latinoamericana y posiblemente la africana”).

Otros recordaron que históricamente los conflictos inter-occidentales y las guerras civiles interculturales provocaron más muertos (¡las dos Guerras Mundiales!) y duraron más (¡la Guerra de los Cien Años!) que los choques entre los bloques que Huntington presentaba.

La mayoría también deploró que el profesor mostrara como ontológicos e inmutables características que las sociedades cambiaban a lo largo de los años. ¿O no eran los valores “occidentales” de tolerancia religiosa y respeto a los derechos humanos de las otras “civilizaciones” fenómenos recientes que significaron enormes cambios en sólo cinco o seis generaciones, un lapso brevísimo para la historia de las ideas? ¿No había cambiado radicalmente Japón en el último medio siglo?

¿Dónde estaba entonces el germen del choque de civilizaciones?

Pues no estaba. A principios de los noventa la mayoría de las luchas que estaban a punto de comenzar en los territorios liberados del viejo imperio soviético eran económicas; las batallas entre Estados Unidos, Europa, China y Japón eran comerciales; Latinoamérica bregaba por la integración, no por el conflicto con el Tío Sam; y los movimientos que convulsionaban a los países árabes eran por el dominio a lo interno, no por la conquista del mundo.

Sin embargo, la idea-fuerza del choque de civilizaciones tuvo gran éxito. Foreign Affairs publicó un libro con el artículo original, sus respuestas y la contrarréplica de Huntington, el profesor extendió su ensayo a tamaño libro (publicado en español como El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial por Paidós en 1997) y Tecnos lo publicó en España junto con un meditado ensayo crítico de Pedro Martínez Montávez.

Desde su aparición hace tres décadas, el famoso “choque de civilizaciones” de Huntington ha recogido críticas y vituperios de medio mundo, desde la derecha recalcitrante (Jeanne Kirkpatrick) a la izquierda tradicional (Carlos Fuentes).

Con argumentos y desde puntos de vista variados y hasta antagónicos, los críticos postularon desde entonces que el mundo no era como Huntington lo describía. No veían un puñado de civilizaciones radicalmente inconciliables, luchando a muerte por la supremacía y el dominio.

Lo que los críticos no vieron era que el texto de Huntington no era una descripción. Era un plan.

Y en estos 30 años, el plan se está cumpliendo con precisión pavorosa.

Así estamos: Por un lado, un Estados Unidos en versión obtusa, anticientífica y agresiva (Trump) o atrofiada y reactiva (Biden). Por otro, la Rusia de Putin y la China de Xi despreciando la democracia “a la occidental” y añorando su pasada gloria. Y entre las grandes potencias, las emergentes BRICS con líderes enquistados en antiguos mitos religiosos para facilitar sus poderes que socavan la democracia: Modi en India, Bolsonaro en Brasil, Erdogan en Turquía.

En el comienzo del nuevo siglo el poderoso entramado industrial-militar de Estados Unidos, sus riquísimos ‘Think Tanks’ de la derecha y sus muy influyentes medios, con la cadena Fox de Rupert Murdoch a la cabeza, encontraron en el choque de civilizaciones la idea-fuerza para venderle al elector norteamericano su remedio para todos los miedos: nos atacan porque son civilizaciones que no comparten nuestros valores. Odian la libertad, son el mal personificado, están embarcados en un siniestro plan de dominación mundial desde hace siglos. Hacen falta la guerra permanente y la vigilancia interna para combatir a tan tremendo enemigo.

Los aparatos publicitarios de las otras potencias, sus medios estatales y las fake news desplegadas por las redes sociales difunden versiones del mismo discurso para diversas audiencias.

Con su apoyo irrestricto a la posición intransigente de Israel sobre Palestina, su guerra sin cuartel en Irak, su desprecio a las normas que rigen el trato a detenidos o prisioneros de guerra en Abu Graib y Guantánamo, y su inclusión del complejo Irán en el ‘Eje del Mal’, el actual gobierno estadounidense ha unificado un Islam antes desperdigado y le ha dado una causa común.

Por el lado del Islam, ahora sí estamos sumergidos en el choque de civilizaciones. El poder de conquistar territorios y almas de este genio salido de su lámpara se pudo ver en la fulminante conquista de Afganistán por los Talibanes apenas las tropas estadounidenses anunciaron su partida.

¿Vieron que tenía razón?, dijo Huntington ante el mundo post-11 de septiembre de 2001, y siguen repitiendo sus admiradores y discípulos después de su muerte en 2008. ¡Pues claro! Si le compraron la idea y cumplieron su plan al pie de la letra, ¿cómo no iba a tener razón?

Hitler tuvo a su intelectual, el teórico Karl Schmitt, autor de la teoría del espacio vital y de que todos los pueblos deben encontrar a su enemigo y vencerlo o perecer. Lenin siguió el plan de la lucha de clases del Manifiesto Comunista de Marx. Los luchadores contra el colonialismo en África tuvieron también su Biblia: The Wretched of the Earth (Los condenados de la tierra), de Frantz Fanon.

Huntington se convirtió el intelectual orgánico de la derecha norteamericana de los últimos 30 años, pero jugaba con una trampa y una ventaja: escondía sus cartas. Entendió que, en el mundo del marketing, los medios y las imágenes, no se puede presentar la lucha a muerte como un deseo ‘nuestro’, sino como una necesidad ante la intrínseca maldad y el radical deseo del otro de eliminarnos.

El miedo justifica el ataque disfrazándolo de defensa.

El gobierno de George W. Bush (el aparente necio que no tenía un pelo de zonzo) estiró la cuerda, haciendo estallar conflictos solapados y echando fuego a situaciones ya tensas. Pero sobre todo humilló a pueblos enteros, etnias, religiones e identidades.

Lamentablemente, ese camino no fue cambiado ni por Obama ni por Trump ni por Biden. En todos estos años ninguno de ellos consiguió (ni quiso) cerrar la escuela de tortura y humillación de Guantánamo ni pedir una pizca de moderación a su aliado israelí.

Poniendo en la mira la compleja civilización de los otros – sean los árabes o los mexicanos, a quienes ataca como vagos, corruptos e imposibles de integrar en Estados Unidos en su último libro, ¿Quiénes somos? (Paidós, 2004) – Samuel Huntington ha hecho mucho más que mostrar el camino a la perniciosa administración norteamericana. Ha trazado el mapa para que el territorio sea transitable por las huestes de la intolerancia y se cierren las vías del diálogo.

El éxito electoral del estrambótico Donald Trump, con su pintura de los mexicanos como asesinos y violadores y su propuesta de un muro para contenerlos, es la puesta en práctica de las ideas del sobrio profesor Huntington. Muchos piensan que, si no hubiera sido por la inesperada pandemia, probablemente hubiera ganado la reelección, y ahí sigue dando batalla con las mismas ideas y el mismo choque.

El mapa ha quedado por mucho tiempo minado, como los mares en la cartografía del Renacimiento, llenos de monstruos marinos que engullen a los barcos.

Allí dónde esté, profesor Huntington: ¡Felicitaciones! Las civilizaciones, cual virus enardecidos bajo el microscopio, ya se están comportando como usted había predicho.

 

Publicado en Ideas del diario La Nación de Buenos Aires en noviembre de 2022. 

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3 de marzo de 2023
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Vargas

La narrativa de Vargas guarda un equilibrio fundamental por encima y por debajo de las vicisitudes de su vida y de sus tribulaciones políticas y amorosas, y es de una grandeza innegable.

Cuando leí La ciudad y los perros, que Vargas publicó a los veinticuatro años, me alarmaba pensar cómo un hombre tan joven había asimilado tanta experiencia de la negatividad y había sabido crear una estructura narrativa tan luminosa y tan compleja, donde a la vez que todo era un viaje hacia adelante, lo era también hacia atrás.

Volví a releer la novela hace un año, y permaneció intacto el asombro que había sentido al leerla por primera vez. Había además elementos narrativos esenciales que me habían pasado inadvertidos en otra época. Por ejemplo: la ciudad vista como una jungla del lenguaje, como una jungla mental y sexual, como una jungla de hormigón, luces y cristales, donde el animal menos salvaje es la vicuña que tienen por mascota los muchachos de la escuela militar que protagonizan la historia.

Lo apuntado en La ciudad y los perros estalla como una gran floración selvática en La casa verde y en Conversaciones en la catedral, donde se empiezan a cruzar, como urdimbres y tramas de un mismo tejido, los diálogos además de las situaciones, adensando físicamente la historia, creando conexiones múltiples y propiciándole al lector una visión global y a la vez atomizada de la realidad.

Si es verdad que hay dos clases de novelistas, los que se pasan la vida escribiendo la misma novela, a veces empeorándola, a veces mejorándola, y los que cada vez que comienzan un libro es para hacer algo diferente a lo que hicieron, Vargas pertenece a la segunda especie, y su obra es tan diversa como su vida. A su manera, a tocado todas las teclas, sorprendiéndose a menudo a sí mismo. Por ejemplo: en la época de La casa verde, Vargas juzgaba muy severamente la literatura humorística y en general el humor como elemento narrativo, pero he aquí que de pronto publica Pantaleón y las visitadoras, donde le humor, en todas sus variantes, va a ser el territorio más específico de la novela.

Desde sus inicios como escritor profesional, Vargas ha sido un trabajador infatigable y ha mantenido un nivel de creación constante, y como si fuese en eso discípulo de Gracián, sabe asombrar periódicamente con novelas que suponen una vuelta de tuerca más en su narrativa. Ahora pienso en La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo.

Su influencia en la narrativa escrita en español es vasta y definitiva y ha sido muy enriquecedora porque nos ha enseñado a dirigir la mirada hacia la estructura de la novela en una cultura, la española e hispana, muy dotada para inventar historias pero poco dotada para estructurarlas y con mucha tendencia a la divagación barroca y al desahogo narcisista.

La geografía de las novelas de Vargas se ha ido ampliando tanto como la geografía de su vida, pero ubique donde ubique sus historias, Vargas siempre sabe crear atmósfera. Creó una atmósfera densa y urbana en La ciudad y los perros, y creo una atmósfera transparente hasta cortar la respiración en Lituma en los Andes, donde desarrolla con una magia sorprendentemente negra el mito de Dionisos y Ariadna, sin llenar por eso de irrealidad la historia y dotándola de una profundidad trágica tan envolvente como el cielo andino.

Sus ensayos se leen con el mismo placer que sus novelas porque están dotados de un vivo instinto narrativo y porque en ellos Vargas nos hace doblemente partícipes de su experiencia reflexiva al trasmitirnos su pensamiento y muchas veces también la situación en la que surgió ese pensamiento.

Todo lo cual para decir que nos hallamos ante uno de esos escritores que trazan una frontera entre lo que les precedió y lo que les sucederá. Su aparición rompió con la tendencia a las novelas deshilachadas, caprichosas y narcisistas de la tradición española y latinoamericana, y acabó con una presunta inocencia respecto a los materiales narrativos que había convertido nuestra narrativa en un pudridero irrespirable, al margen de las otras narrativas y muy poco o nada traducida.

Vargas fue uno de los componentes del boom que rompió esa campana de cristal. Parecía imposible, pero a veces basta con un escritor o dos para cambiar la historia de la literatura.

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2 de marzo de 2023
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Una voz en la noche. Oratorio de Nieves Torres

Nieves Torres estuvo en prisión con las Trece Rosas y poco faltó para que compartiera paredón con ellas.

Era una mujer de una honda humanidad que dejó profundos trazos en mi vida a pesar de haberla visto pocas veces.

Su voz trasmitía verdad.

No había en ella ni un ápice de nihilismo. Creía en la dignidad humana a pesar de haberla visto tantas veces mancillada.

Conoció el corazón de horror, pero no se le notaba. Merecía una composición musical.

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27 de febrero de 2023
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A bailar con Sonia Pulido

Ellas ya hace rato que bailan o que están preparadas para empezar a hacerlo. No se sabe cuándo empezó la música ni cuándo puede acabar, ni si procede de ningún otro lugar que no sean sus propios cuerpos en movimiento. Movimientos y posturas que crean un ritmo coral, como los que le gustan a Sonia Pulido (Barcelona, 1973), un colectivo –que es un juego óptico y cromático– haciendo funcionar un engranaje que avanza hacia donde los acontecimientos, indefectiblemente, serán siempre lo mejor que pueden ser.

Afirmar que el universo de Sonia Pulido es una celebración del mundo nos acerca a uno de los tópicos de los cuales ella misma huye en su exigencia de buscar la representación más cargada de sentido, todavía capaz de sorprendernos. No se trata de una pretensión metafísica o espiritual, de caminar hacia grandes experiencias impresionistas ni epifanías. Desde su imaginación transformadora, sus ilustraciones para libros, prensa o carteles representan la carne, los cuerpos y la materia donde reside la vida. Las texturas de fondo, el aire y el cielo que se hacen visibles, así como los estampados de la ropa de las protagonistas, los rasgos faciales y las marcas de la piel son tratadas de la misma manera, depositarias de la memoria que es historia personal y colectiva. Afirma que los carteles deben ser un grito, porque en toda su obra hay una evidente mirada que quiere ser intervención política y social, especialmente dando visibilidad a la mujer. Como ella misma asegura: la acción colaborativa de los individuos representados –incluyo animales y objetos– son «marca de la casa».

Consciente de la tarea principal de una ilustración, y respetuosa con los textos o productos culturales que sus trabajos acompañan, los dibujos de Sonia Pulido no resultan nunca invasivos. Se trata de aportar su ritmo en la proyección de las imágenes para que el mensaje fluya más fácilmente. Contribuir al conjunto como lo hacen las mujeres de sus carteles al cruzar los brazos entre ellas para llegar más alto y conseguir la solidez de un tótem. O reflejando la inquietud oculta en la aparente placidez, unos remos que faltan en las manos de quien se había propuesto navegar en una mañana laborable rutilante: aquí el símbolo capaz de resumir un denso artículo de economía que alerta sobre los planes de jubilación. Aciertos como este en captar la poética de la cotidianidad le han convertido en una firma reclamada en publicaciones como The Wall Street Journal, The Boston Globe o The New Yorker.

El encargo de los carteles para la Fiesta Mayor de la Mercè de Barcelona de 2018 supuso un punto de inflexión en su trayectoria y en su práctica profesional. Los diferentes premios que recibió la campaña demostraron la firmeza de su paso adelante. Desde entonces, ha creado la imagen de citas culturales internacionales destacadas, como el Jarasum Jazz Festival de Corea, o la programación de la Central City Opera de Denver (Colorado, Estados Unidos).

Es necesario seguir avanzando, como los cuerpos y rostros desenvueltos creados por Pulido. Para la exposición que puede visitarse hasta el 6 de abril en Barcelona, en la Sala Teresa Pàmies, del Centro Cultural Urgell, ha escogido como título «Hey, Ho, Let’s Go», emblema de The Ramones. La misma actitud decidida está en su acercamiento a la Naturaleza. Los libros ilustrados de botánica y fauna han supuesto, últimamente, un reto para la ilustradora. Después de muchos años en los que ha contribuido de manera decisiva al auge del libro ilustrado y la novela gráfica en este país –en 2020 recibió el Premio Nacional de Ilustración–, dando forma a verdaderos tesoros, como Caza de conejos, en dueto con el genial escritor Mario Levrero, o Porque ella no lo pidió, con el siempre sorprendente y subyugante Enrique Vila-Matas, o la cubierta para el ensayo de Rebecca Solnit aparecido recientemente en Lumen, ¿De quién es esta historia?, llegan encargos internacionales que le acercan a la divulgación científica, que no reclama estrictamente una ilustración naturalista, pero sí rigor en la representación. La sorpresa, para ella y para nosotros, ha sido descubrir que la propia Naturaleza no es escasa en los juegos ópticos que la cautivan. Sólo se trata de saber mirar para darse cuenta de que la materia se dispone en texturas, colores y luces que quieren sumarse a la danza de la mirada celebratoria de Pulido. También la Naturaleza tiene su propia carga de historia, aunque no siempre es agradable.

Nada más lejos de la idealización. Se trata de acudir al humor y la ironía para asimilar la realidad en sus paradojas. No hay que «dar bola al monstruo, lo arrastro conmigo hacia delante», afirma. Tampoco es hedonismo, ni optimismo: desde una etapa de serenidad conquistada, hace aflorar la voluntad para tener ganas de pasarlo bien y bailar a pesar de todo. Asegura que durante una época tuvo que hacer grandes esfuerzos para no descodificar la realidad constantemente como si la tuviera que dibujar, como si fuera un borrador imperfecto que había que corregir –la cursiva la añado ahora–. Su curiosidad le impide alejarse demasiado de lo que sucede fuera de las propias obsesiones. Afortunadamente para quienes disfrutamos de su obra, no se ha propuesto crear un reino donde evadirse, sino facilitarnos el trayecto a un ritmo que es, sin duda, el mejor de los posibles.

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27 de febrero de 2023
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Sorolla o el paradigma de la premodernidad

Inaugurado el año de Joaquín Sorolla formalmente por las instituciones valencianas y el Ministerio de Cultura, nos aguarda una temporada sorollista de la que podemos acabar enfermando por empacho. Téngase en cuenta que a lo largo de la centuria que se conmemora, el valor de la obra de Sorolla ha vivido un carrusel de sensaciones. El propio artista fue arrinconado por las vanguardias que emergieron a principios del siglo XX pero, al mismo tiempo, tuvo mucho éxito entre la clase acomodada, la única que podía pagarse entonces –y casi ahora– la afición a la buena pintura.

Falleció durante el verano de 1923, cuando Pablo Picasso ya había cruzado una decisiva frontera cultural en 1907, la fecha en la que dio a luz la pieza seminal del cubismo, Las señoritas de Avignon, justo dos años antes del primer éxito multitudinario de Sorolla en Nueva York, donde expuso por mediación de su gran mecenas, el millonario hispanista Archer Huntington, quien encargaría en 1910 al pintor valenciano el célebre ciclo de pinturas regionales de España en gran formato.

Justo en la década anterior, Sorolla descubre el paisaje rocoso del mar de Jávea, su particular Balbec, donde suelta su paleta hasta estados casi expresionistas, pero únicamente lo hace en pequeñas tablillas, en formatos menores. Sus lienzos de mayor tamaño siguen la estela del éxito, la de un arte integrado socialmente en pleno cataclismo estético moderno. Es por esa razón que las siguientes generaciones artísticas lo tomarán como paradigma del pintor al que se repudia. Lo harán tanto los valencianos como también los demás españoles, porque Sorolla muere trascendido como un pintor de referencia académica e incorporando su legado último al Estado con sede capital en Madrid.

Los informalistas, los surrealistas o los artistas pop, y por supuesto los miembros de Estampa Popular bajo la bandera teórica del crítico en aquel tiempo marxista, Tomás Llorens, rechazaron a Sorolla y sus enseñanzas, lo que no impidió la floración de sorollistas entre los muchos pintores contemporáneos de nula trascendencia más allá de círculos locales desinformados. Sorolla, además, murió pintando hace cien años y pintó más que nadie. Una barbaridad, más de dos mil piezas, sin contar bocetos y apuntes. Por esa razón siempre hubo, y hay, “sorollas” circulando por el mercado y las subastas, de Madrid a Londres.

Sorolla influye, junto a la estética de la factoría Walt Disney, en la configuración del canon de los artistas falleros de mayor éxito popular en aquellas décadas de transición. Pero nadie se atreve todavía a reivindicarle en esos años. Su recuperación como artista de referencia es un lento proceso que culmina hacia finales de 2007 cuando la Fundación Bancaja tira la casa por la ventana e invierte la mayor cifra que se recuerda en la restauración, traslado y exhibición por todo el país de la serie Visiones de España que Sorolla pintó para Huntington, encargo que le dejaría exhausto, hasta prácticamente llevarle a la tumba. La millonaria y lujosísima apuesta de Bancaja con las reservas de sus ahorradores tendrá un éxito sin precedentes.

El historiador Felipe Garín diseñaría una itinerancia gloriosa para Sorolla. En Valencia sobrepasa el medio millón de visitantes, en el conjunto de su gira por España supera el millón y medio tras recalar también en el Prado (donde igualmente bate récords y obliga a prorrogar su estancia), en el MNAC de Barcelona, en Bilbao, Sevilla y Málaga. Los gigantescos lienzos de la Hispanic Society neoyorquina entrando mediante grúas por los balcones de un edificio de viviendas remodelado como sede cultural de la antigua Caja de Ahorros de Valencia y las interminables colas de público son irrepetibles en la memoria del arte nacional. Para entonces, todo el mundo se ha vuelto sorollista, incluido Llorens, y los que no lo son, se lo callan. Después de ese boom, Bancaja ha tratado, sin éxito, de desprenderse de aquella decimonónica finca que resulta imposible, y cara de mantener, como espacio para salas de exposiciones y conferencias.

La clase política le echa el ojo al fenómeno. Nadie discute lo que ha costado la operación cajista. Es cultura. Y es más que popular. Es masiva. Las instituciones al completo y los partidos de ideologías dispares se suben al carro. Entonces empiezan los delirios. Surgen voces pidiendo un museo de Sorolla en Valencia, el de Bellas Artes desmonta el relato histórico coherente para inventarse una minúscula sala Sorolla con obra menor del artista; hay quien ofrece pequeñas estancias del Edificio del Reloj en el puerto valenciano. No se recae en que ya existe un museo Sorolla, en Madrid, y cuenta con una descendiente, Blanca Pons Sorolla, que vigila las intrigas en torno a la obra de su bisabuelo.

En la Conselleria de Cultura, en algún cajón, se guarda un proyecto de museo del siglo XIX y su esplendor valenciano, propuesto por Llorens siguiendo la estela del Quai d’Orsay. Otro exmarxista, Facundo Tomás, formulará una idea atractiva y osada: dedicar a Sorolla y su tiempo la modernista Estación del Norte de Valencia (1906-1917) diseñada por Demetrio Ribes y decorada por numerosos artistas de la época sorolliana, el más elegante edificio de influencia Sezession lejos de Viena. Un edificio que Adif realquila a diversos comercios en la actualidad, incluyendo un restaurante japonés take away.

Ahora, con el centenario de la muerte del pintor, los inagotables fondos de Sorolla salen a pasear. El nuevo director del Museo de Bellas Artes valenciano pretende ser el aprendiz de referente y, al paso, mejorar posiciones académicas. Tiene a su favor a un grupo de historiadores locales que aspiran a comisariar futuras exposiciones gracias a sus encargos, pero el museo no cuenta con liderazgo político ni prestigio teórico, ni desde luego con una visión necesariamente más amplia de lo que significa el tránsito cultural de estéticas y costumbres por la premodernidad, de la que Sorolla es epítome.

Hace ya un lustro de la preclara muestra que la Thyssen y el propio Museo Sorolla dedicaron a la moda en la obra del famoso pintor bajo el comisariado de Eloy Martínez de la Pera. Esa museográfica investigación evidenció que la pintura sorollista es el mejor ejemplo tardío del gusto burgués de la época, de ahí su popularidad; un mundo de estética proustiana que había emergido del antiguo régimen para dar lugar a una nueva civilización, industrial y ya a punto de declinar también, que ahora nos parecerá anticuada por añosa, pero que significó una apertura decisiva que dará paso a la ruptura final que propicia la modernidad misma, la de las vanguardias para entendernos: Última fase de un periodo bastante más extenso si seguimos a Stephen Toulmin y su cronología para el humanismo moderno que arranca mucho antes, en Montaigne y los manieristas.

De ahí la importancia de estudiar y mostrar el periodo en su conjunto, su génesis y su autodestrucción mediante el nacimiento de la fotografía o el cine, la mecanización y el decorativismo de la vida cotidiana, el valor de los oficios artísticos, la emancipación de la sexualidad y su correlato: el sufragismo que desemboca en feminismo, la conciencia del tiempo y su relatividad primero literaria y después astrofísica… Tal vez esas ausencias nos expliquen el escaso éxito de las galerías dedicadas al siglo XIX en el Museo del Prado, la centuria que podría aclararnos a los españoles la inestabilidad de la nación.

Mientras tanto, la Generalitat Valenciana, entre brumas de lo artístico por los torbellinos de una gobernanza coaligadamente dispar, adquiere el eclecticista Palacio de Correos (1913-1922) y lo cede a Bellas Artes para que organice nuevas muestras sorollianas que ya han empezado a generar largas colas. Lo hace sin encomendarse a la Diputación –la institución que pensionó al joven Sorolla en Roma– ni al Ayuntamiento valentino, cuyo programa para su propia red museística es ínane, pero en donde se debaten nuevas y cada vez más chovinistas y torpes mociones, incluyendo la absurda por inviable petición para que se traslade a Valencia el museo de Madrid. Un sonrojo.

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27 de febrero de 2023
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Círculos concéntricos

Cuando me han preguntado alguna vez por mi identidad, he dicho que imagino como símil los círculos concéntricos que se abren sobre el agua al caer de una piedra. En el primero de esos círculos soy nicaragüense, en el siguiente centroamericano, en el otro caribeño, y por fin, en el más amplio de todos, el que abarca y ampara a los demás, soy hispanoamericano de las dos orillas.  Es decir, siempre me he sentido de una parte y de todas, y jamás me he visto como extranjero en ningún sitio de los míos. Son identidades sentidas, y compartidas.

El asunto de las fronteras y los pasaportes, de las vallas fronterizas y de los visados, son artificios que han crecido con el tiempo, en la medida en que las migraciones masivas se han vuelto parte de las crisis económicas y sociales, y también a causa de la opresión política, que obliga a la gente al éxodo. Sólo el año pasado 170 mil nicaragüenses solicitaron asilo en los puestos fronterizos terrestres de Texas, Arizona y California, tras un viaje más que azaroso a través del territorio mexicano.

Pero aún la frontera de los Estados Unidos fue en un tiempo lo que podríamos llamar una frontera inocente. En su libro de memorias Ulises Criollo, José Vasconcelos, cuyo padre tenía un puesto de inspector de aduanas en Piedras Negras, recuerda que, a Eagle Pass, al otro lado de la guardarraya invisible, se pasaba sin requisito alguno, y él asistía a la escuela allá, con sólo atravesar un puente. El drama de los migrantes intentando cruzar clandestinos la fronteras amuralladas y vigiladas con drones, o remontar a nado las aguas del río Bravo de noche, a riesgo de morir ahogados, no existía.

Los grandes cataclismos políticos, que provocan fenómenos ofensivos para la dignidad humana, son capaces de borrar ese concepto de fronteras inexpugnables que se ha venido petrificando en las últimas décadas. Lo vimos con los 222 prisioneros políticos, encarcelados ilegalmente en Nicaragua, y expulsados ilegalmente también hacia Estados Unidos, bajo una trampa alevosa, pues fueron dotados de pasaportes, y al apenas aterrizar en Washington, la dictadura los declaró apátridas. Igual que fuimos declarados apátridas poco después otros 93 nicaragüenses, la inmensa mayoría ya en el exilio.

Muchos de esos prisioneros nunca antes habían viajado al extranjero, ni se habían subido a un avión. Llegaron en mangas de camisa bajo un frío invernal, sin familiares ni conocidos que estuvieran esperando por ellos, sin conocer una palabra de inglés. Es la gran soledad del exilio. Recibieron refugio humanitario, y necesitados de techo y de formas de subsistencia, de inmediato se desplegó una red solidaria de organizaciones de refugiados y defensores de derechos humanos, que los han llevado a vivir a diferentes estados, en espera de poder encontrar trabajo, o estudios.

Luego el gobierno de España, sin dilaciones, y con hermosa generosidad, ofreció a todos los despatriados la ciudadanía, y a este ejemplo siguieron ofertas similares de los gobiernos de Chile, Argentina, Colombia, México, que les han abierto sus puertas, como es muy posible que lo hagan también los gobiernos de Ecuador y Uruguay.

Una restitución común frente a un despojo inicuo, que me devuelve a esa idea de la identidad compartida, un círculo que se abre tras otro círculo, de manera cada vez más amplia. «Les devolveré lo que perdieron a causa del pulgón, el saltamontes, la langosta y la oruga”, dice el Antiguo Testamento en el libro de Joel. ¿No es esto, arrancarte de tu tierra, decretar que te la quitan, obra de depredadores?

Al serme concedido el premio Cervantes de literatura en 2017, el consejo de ministros me otorgó la ciudadanía española junto con el gran director de cine mexicano Alejandro González Iñarritu; de modo que cuando la dictadura en Nicaragua me despojó de mi condición de nicaragüense, según sus cuentas, pero no según las mías, aquella decisión honorifica, que tanto aprecié entonces, hacerme español por méritos literarios, se convirtió en mi escudo protector. La fuerza del primer círculo concéntrico.

Luego, de verdad, me he sentido abrumado ante tanta solidaridad. El ofrecimiento del presidente Gustavo Petro, que me transmitió en Madrid el canciller Álvaro Leiva, de otorgarme la ciudadanía colombiana, y la llamada que me hizo el presidente Guillermo Lasso, para ofrecerme la ciudadanía ecuatoriana. Y el ofrecimiento, igualmente generoso, del presidente de Chile, Gabriel Boric; de Argentina, Alberto Fernández; y de México, Andrés Manuel López Obrador, a todos los desnicaraguanizados.

Entonces, esto de la madre patria, y de la patria común americana, que en los libros escolares y en los textos de historia parece como una vana aspiración, o una formulación retórica, frente al drama nicaragüense cobra sentido real. Te despojan de lo que es tuyo y nadie puede quitarte, pero mientras tanto yo te doy mi país, mi casa es la tuya.

Como en el evangelio según San Mateo “todo el que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos o tierras, recibirá cien veces más”. Si te quitan tu país, ahora tiene tantos donde escoger, y eso me devuelve a mi idea de los círculos concéntricos.

Somos de un lugar, de una patria, pero somos a la vez de todas, y tenemos muchas.

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27 de febrero de 2023
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Asombro, aliento, puentes, ojos, abismo

Hay que mirar lo que tienes muy cerca; es más asombroso de lo que piensas.

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La verdad es un aliento musical que llega al mismo tiempo al cerebro y al corazón.

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Nietzsche dijo: "No sólo se ataca para hacer daño a alguien, para vencerle, sino a veces por el mero deseo de adquirir conciencia de la propia fuerza." La idea la formuló antes Hegel en su dialéctica del amo y del esclavo.

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Hay que saber qué puentes debemos cruzar y qué puentes debemos quemar. Bertrand Russell basó en ese conocimiento el arte de vivir y el arte de pensar.

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"Vivir sin filosofar es tener los ojos cerrados y no querer abrirlos nunca" decía Descartes. Temblaría de vivir en nuestros días.

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No hay ninguna construcción más importante que la de uno mismo.

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"Donde está la infancia está la edad de oro", decía Novalis. ¡Qué enternecedora falacia!

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La palabra ocultó la oscuridad y dio forma verbal al deseo.

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La piel es el primer reino del ser. Nos hacen con el tacto.

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El único puente que nos tiende el abismo es el conocimiento.

 

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24 de febrero de 2023
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