Juan Lagardera
Inaugurado el año de Joaquín Sorolla formalmente por las instituciones valencianas y el Ministerio de Cultura, nos aguarda una temporada sorollista de la que podemos acabar enfermando por empacho. Téngase en cuenta que a lo largo de la centuria que se conmemora, el valor de la obra de Sorolla ha vivido un carrusel de sensaciones. El propio artista fue arrinconado por las vanguardias que emergieron a principios del siglo XX pero, al mismo tiempo, tuvo mucho éxito entre la clase acomodada, la única que podía pagarse entonces –y casi ahora– la afición a la buena pintura.
Falleció durante el verano de 1923, cuando Pablo Picasso ya había cruzado una decisiva frontera cultural en 1907, la fecha en la que dio a luz la pieza seminal del cubismo, Las señoritas de Avignon, justo dos años antes del primer éxito multitudinario de Sorolla en Nueva York, donde expuso por mediación de su gran mecenas, el millonario hispanista Archer Huntington, quien encargaría en 1910 al pintor valenciano el célebre ciclo de pinturas regionales de España en gran formato.
Justo en la década anterior, Sorolla descubre el paisaje rocoso del mar de Jávea, su particular Balbec, donde suelta su paleta hasta estados casi expresionistas, pero únicamente lo hace en pequeñas tablillas, en formatos menores. Sus lienzos de mayor tamaño siguen la estela del éxito, la de un arte integrado socialmente en pleno cataclismo estético moderno. Es por esa razón que las siguientes generaciones artísticas lo tomarán como paradigma del pintor al que se repudia. Lo harán tanto los valencianos como también los demás españoles, porque Sorolla muere trascendido como un pintor de referencia académica e incorporando su legado último al Estado con sede capital en Madrid.
Los informalistas, los surrealistas o los artistas pop, y por supuesto los miembros de Estampa Popular bajo la bandera teórica del crítico en aquel tiempo marxista, Tomás Llorens, rechazaron a Sorolla y sus enseñanzas, lo que no impidió la floración de sorollistas entre los muchos pintores contemporáneos de nula trascendencia más allá de círculos locales desinformados. Sorolla, además, murió pintando hace cien años y pintó más que nadie. Una barbaridad, más de dos mil piezas, sin contar bocetos y apuntes. Por esa razón siempre hubo, y hay, “sorollas” circulando por el mercado y las subastas, de Madrid a Londres.
Sorolla influye, junto a la estética de la factoría Walt Disney, en la configuración del canon de los artistas falleros de mayor éxito popular en aquellas décadas de transición. Pero nadie se atreve todavía a reivindicarle en esos años. Su recuperación como artista de referencia es un lento proceso que culmina hacia finales de 2007 cuando la Fundación Bancaja tira la casa por la ventana e invierte la mayor cifra que se recuerda en la restauración, traslado y exhibición por todo el país de la serie Visiones de España que Sorolla pintó para Huntington, encargo que le dejaría exhausto, hasta prácticamente llevarle a la tumba. La millonaria y lujosísima apuesta de Bancaja con las reservas de sus ahorradores tendrá un éxito sin precedentes.
El historiador Felipe Garín diseñaría una itinerancia gloriosa para Sorolla. En Valencia sobrepasa el medio millón de visitantes, en el conjunto de su gira por España supera el millón y medio tras recalar también en el Prado (donde igualmente bate récords y obliga a prorrogar su estancia), en el MNAC de Barcelona, en Bilbao, Sevilla y Málaga. Los gigantescos lienzos de la Hispanic Society neoyorquina entrando mediante grúas por los balcones de un edificio de viviendas remodelado como sede cultural de la antigua Caja de Ahorros de Valencia y las interminables colas de público son irrepetibles en la memoria del arte nacional. Para entonces, todo el mundo se ha vuelto sorollista, incluido Llorens, y los que no lo son, se lo callan. Después de ese boom, Bancaja ha tratado, sin éxito, de desprenderse de aquella decimonónica finca que resulta imposible, y cara de mantener, como espacio para salas de exposiciones y conferencias.
La clase política le echa el ojo al fenómeno. Nadie discute lo que ha costado la operación cajista. Es cultura. Y es más que popular. Es masiva. Las instituciones al completo y los partidos de ideologías dispares se suben al carro. Entonces empiezan los delirios. Surgen voces pidiendo un museo de Sorolla en Valencia, el de Bellas Artes desmonta el relato histórico coherente para inventarse una minúscula sala Sorolla con obra menor del artista; hay quien ofrece pequeñas estancias del Edificio del Reloj en el puerto valenciano. No se recae en que ya existe un museo Sorolla, en Madrid, y cuenta con una descendiente, Blanca Pons Sorolla, que vigila las intrigas en torno a la obra de su bisabuelo.
En la Conselleria de Cultura, en algún cajón, se guarda un proyecto de museo del siglo XIX y su esplendor valenciano, propuesto por Llorens siguiendo la estela del Quai d’Orsay. Otro exmarxista, Facundo Tomás, formulará una idea atractiva y osada: dedicar a Sorolla y su tiempo la modernista Estación del Norte de Valencia (1906-1917) diseñada por Demetrio Ribes y decorada por numerosos artistas de la época sorolliana, el más elegante edificio de influencia Sezession lejos de Viena. Un edificio que Adif realquila a diversos comercios en la actualidad, incluyendo un restaurante japonés take away.
Ahora, con el centenario de la muerte del pintor, los inagotables fondos de Sorolla salen a pasear. El nuevo director del Museo de Bellas Artes valenciano pretende ser el aprendiz de referente y, al paso, mejorar posiciones académicas. Tiene a su favor a un grupo de historiadores locales que aspiran a comisariar futuras exposiciones gracias a sus encargos, pero el museo no cuenta con liderazgo político ni prestigio teórico, ni desde luego con una visión necesariamente más amplia de lo que significa el tránsito cultural de estéticas y costumbres por la premodernidad, de la que Sorolla es epítome.
Hace ya un lustro de la preclara muestra que la Thyssen y el propio Museo Sorolla dedicaron a la moda en la obra del famoso pintor bajo el comisariado de Eloy Martínez de la Pera. Esa museográfica investigación evidenció que la pintura sorollista es el mejor ejemplo tardío del gusto burgués de la época, de ahí su popularidad; un mundo de estética proustiana que había emergido del antiguo régimen para dar lugar a una nueva civilización, industrial y ya a punto de declinar también, que ahora nos parecerá anticuada por añosa, pero que significó una apertura decisiva que dará paso a la ruptura final que propicia la modernidad misma, la de las vanguardias para entendernos: Última fase de un periodo bastante más extenso si seguimos a Stephen Toulmin y su cronología para el humanismo moderno que arranca mucho antes, en Montaigne y los manieristas.
De ahí la importancia de estudiar y mostrar el periodo en su conjunto, su génesis y su autodestrucción mediante el nacimiento de la fotografía o el cine, la mecanización y el decorativismo de la vida cotidiana, el valor de los oficios artísticos, la emancipación de la sexualidad y su correlato: el sufragismo que desemboca en feminismo, la conciencia del tiempo y su relatividad primero literaria y después astrofísica… Tal vez esas ausencias nos expliquen el escaso éxito de las galerías dedicadas al siglo XIX en el Museo del Prado, la centuria que podría aclararnos a los españoles la inestabilidad de la nación.
Mientras tanto, la Generalitat Valenciana, entre brumas de lo artístico por los torbellinos de una gobernanza coaligadamente dispar, adquiere el eclecticista Palacio de Correos (1913-1922) y lo cede a Bellas Artes para que organice nuevas muestras sorollianas que ya han empezado a generar largas colas. Lo hace sin encomendarse a la Diputación –la institución que pensionó al joven Sorolla en Roma– ni al Ayuntamiento valentino, cuyo programa para su propia red museística es ínane, pero en donde se debaten nuevas y cada vez más chovinistas y torpes mociones, incluyendo la absurda por inviable petición para que se traslade a Valencia el museo de Madrid. Un sonrojo.