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Oscar Wilde y la amistad como final

Oscar Wilde ilumina, como  ningún otro autor que yo haya leído, el espesor, el valor y el drama de la amistad. En sus manos, el verdadero y el falso amigo son personajes literarios de la misma profundidad y complejidad que tienen el guerrero sin miedo en Homero o el enamorado hasta más allá de la muerte en el Dante. 

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En su colección de aforismos Unas cuantas máximas para la instrucción de los sobre-educados, Wilde escribió: “La amistad  es mucho más trágica que el amor. Dura más.

Uno de los cuentos más tristes de su colección El príncipe feliz, su primer éxito editorial, desarrolla este tema hasta las últimas consecuencias. Es El amigo fiel, la historia del pequeño Hans, un joven campesino que, en su ingenuidad, cree que el gran Hugo el Molinero es su amigo.

Hugo lo usa, lo explota y le exige agradecimiento por favores que nunca le hace. Cuando Hans tiene hambre, Hugo no lo ayuda ni lo visita “para no avergonzar a su amigo”. Cuando su situación mejora, Hugo le da a su amigo la posibilidad de trabajar para él y hacerle regalos nunca retribuidos, y lo deja gozar de sus edificantes discursos sobre la amistad.

Finalmente, el hijo de Hugo enferma y Hans, quién si no, debe ir en medio de una noche tormentosa en busca del médico. Hugo no le presta su linterna “porque es nueva y sería una gran pérdida si algo le pasara.” El pequeño Hans muere, y el gran Hugo reclama el lugar de preferencia en el funeral. Allí el amigo fiel se lamenta: “Fue una gran pérdida. Uno sufre por ser tan generoso.”

No hay tanta amargura ni tanto desprecio por la hipocresía en ninguna obra posterior de Wilde. No se puede concebir mayor ruindad que la de Hugo por Hans, que se cree afortunado por tener un amigo.

La última obra en prosa de Wilde, una larguísima carta que lleva el sombrío título de De profundis, cuenta la misma historia, pero esta vez es verdad. Hugo es el bello, joven y vanidoso lord Alfred Douglas. Oscar Wilde se atribuye el papel del pequeño Hans.

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Los que han leído sus obras de teatro más mundanas y populares (La importancia de llamarse Ernesto, El abanico de Lady Windermere, Una mujer sin importancia), los que vieron alguna de las películas que se hicieron sobre su vida o escucharon alguno de sus punzantes juegos de palabras, suelen construir un Oscar Wilde enamorado de sí mismo: eternamente disfrazado de dandi, con trajes impecables de colores imposibles, desgranando brillanteces para una corte de jóvenes seguidores. Creador más que seguidor de la última moda, dictador de gustos literarios, personificación para su época de lo culto y lo moderno.

“Ser dandi es la afirmación de absoluta modernidad de la Belleza”, reza uno de sus aforismos.

Es difícil encajar un sentimiento como la amistad en este personaje excéntrico, amante del estilo, la belleza del artificio y el oropel. Un propagandista siempre abierto al monólogo, que parecía buscar más discípulos que iguales. “Hasta el discípulo tienen sus usos,” escribe en una más de sus Máximas…: “Se para detrás de nuestro trono, y en el momento de nuestro triunfo, nos susurra en el oído que, después de todo, sí que somos inmortales.”

En su momento de gloria, Oscar bien pudo sentirse inmortal. Los mayores genios de su época se agolpaban en las tabernas londinenses donde Wilde impartía cátedra, y muchos años después, sorber su genial ingenio es aún el sueño de los que no llegaron a conocerlo. Cierta vez preguntaron a Winston Churchill con quién le hubiera gustado sentarse a conversar. No lo dudó ni un instante: “Con Oscar Wilde.” Aún hoy, un famoso ‘mentalista’ británico asegura desde su página web que cumplió el deseo y habló con Oscar en la ultratumba.

¿En qué creía Wilde? En el arte más que en la realidad. En la belleza como valor ético. En el genio artístico como posesión suprema.“El esteticismo era el punto central de su credo y declaró que la belleza era el ideal al que todos debían acercarse,” recuerda su hijo Vyvyan Holland.

En la introducción a las Obras Completas de Wilde, Holland declara que, en su opinión, el ensayo más interesante de su padre es La decadencia de la mentira. “Tiene la forma de un diálogo, en el que el tema dominante es la gran superioridad del Arte sobre la Naturaleza, y llega a la conclusión de que la Naturaleza sigue al Arte.”

Pero esta imagen frívola y sólo interesada por lo estético es percibida cada vez más por los críticos como un hábil disfraz que oculta y ayuda a ‘vender’ en la época victoriana unas ideas sociales y políticas de avanzada, y que además le permite a Wilde mantener en la sombra una sensibilidad extrema.

Oscar Wilde era socialista en una época conservadora, un patriota irlandés en medio de un Londres eufórico de imperialismo inglés, y un creyente total en la libertad individual sobre el cuerpo y la mente de cada cual en una sociedad pacata y puritana. Sus trajes extravagantes, sus modales excesivos, sus retruécanos vacíos le permitieron construirse el personaje de brillante bufón inofensivo, cuando en realidad su discurso era revolucionario. 

Cuando Wilde cayó – y ningún pensador desde Sócrates cayó tanto desde tan alto en tan poco tiempo – su condena a prisión fue la condena de las “fuerzas morales” de la sociedad victoriana a todos los valores e ideales que por mucho tiempo se le perdonaron, pero no se le olvidaron.

En la cárcel, Oscar Wilde descubre la situación tremenda en que sufren y vegetan los presos. Sus dos cartas a la prensa denunciando esta situación y proponiendo reformas penitenciarias son la mejor demostración de su humanismo y su preocupación por los más débiles. Arrancada a la fuerza su careta de dandi, Wilde ya no puede ni quiere esconder la indignación que late en todo su obra detrás de la sonrisa del cínico disfrutador de la vida.

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Muchos han interpretado la obra del genio irlandés como un reflejo de su vida breve, azarosa y demasiado pública. Wilde es sobre todo conocido por su famoso juicio, donde se desplegó ante una sociedad victoriana hipócritamente horrorizada los detalles de su debilidad por los muchachos.

Wilde, que provenía de una familia de nobles irlandeses empobrecidos, se estableció muy jóven en Inglaterra, donde su genio literario y su conversación profunda y chispeante brillaron de inmediato, primero en Oxford, donde estudió, y luego en los círculos de artistas de Londres.

Cuentan sus biógrafos que desde sus años de universidad buscó la compañía de bellos jóvenes. Creyó encontrar sosiego en un matrimonio del que nacieron dos niños. Pero pronto comenzó a frecuentar los dormitorios de sus acólitos y los salones de madamas que facilitaban compañía masculina. En estos ambientes trabó amistad con Lord Alfred Douglas, hijo del colérico y conservador Lord Queensberry.

Wilde se enamoró locamente de Alfred, y Lord Queensberry lo persiguió y fustigó por todos los medios a su alcance. “Lo que ocurrió después se ha contado muchas veces,” dice Vyvyan Holland. “Alfred Douglas, cuyo solo objetivo era llevar a los tribunales a su padre, convenció a Oscar Wilde de que iniciara una querella contra él por difamación. Lord Queensberry fue absuelto gloriosamente y su lugar en el banquillo de los acusados fue ocupado por Oscar Wilde, que resultó sentenciado a dos años de prisión” por escándalo y prácticas reñidas con la moral.

Fue la ruina. Tuvo que venderlo todo, incluida su preciada biblioteca. Todos los amigos y admiradores de antaño salvo un puñado de compañeros fieles y valientes, como Robert Ross, lo abandonaron. Le fue prohibido ver a sus hijos, y éstos tuvieron que cambiar de apellido (de ahí que Vyvyan se llame Holland).

Este episodio no sólo quebró emocional y espiritualmente a Wilde, quien murió en Francia, pobre y abandonado, poco tiempo después. También sirvió para teñir toda su obra con el mote de “homosexual.” Así, se notó que en sus obras de teatro, los noviazgos y matrimonios son meras imposiciones sociales. Ninguno de sus personajes se hunde por una relación amorosa que fracasa. De lo que sí se muere en sus obras es de las amistades traicioneras, o en el supremo sacrificio, por salvar a un amigo.

Por amistad muere el ruiseñor en el cuento El ruiseñor y la rosa: Un poeta pobre quiere llevar a la joven de la que está enamorado al baile. Esta le pide un rosa roja, pero es invierno. El ruiseñor escucha la plegaria de su amigo y se desangra sobre una flor blanca. Con el preciado regalo, el poeta va donde su amada, pero ella ya aceptó ir al baile con el sobrino del burgomaestre, un patán rico que le ofrece presentes más valiosos.

En De profundis Wilde disecciona una relación apasionada y compleja con el dolor de un alma traicionada y la maestría de un artista. Está hace meses en la cárcel, y recibe su primera noticia de su antiguo amigo. Lord Alfred Douglas le escribe al director de la prisión pidiéndole que interceda para que Oscar Wilde de su aprobación para un artículo en una revista francesa en el que Douglas pretende incluir fragmentos de cartas que el escritor le envió desde la celda. “¡Las cartas que debían ser para ti cosas sagradas y secretas por sobre cualquier otra en el mundo!”, aúlla de dolor el prisionero.

Pero aún en el más terrible desgarro, el sentimiento hacia su joven amigo es mucho más y muy distinto que una relación amorosa que tiene que disfrazarse de amistad por las convenciones victorianas. Las raíces de esas amistades amorosas entre hombres que tanto florecieron entre los artistas de la reprimida Inglaterra del siglo XIX están en el modelo griego. El amor es amistad y la amistad es amor, y cuando se traiciona, la traición es doble.

Así también, es doble el lazo que une a compañeros que comparten el lecho y la pasión por el arte y las aficiones de los mejores amigos. Douglas fue un convertido al credo artístico de Wilde. De esta amistad artística nos queda un trabajo conjunto: Salomé, el drama bíblico que Wilde escribió directamente en francés, fue traducido al inglés, en la versión que aún hoy se representa, por Alfred Douglas.

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En su resumen biográfico, Vyvyan Holland destaca que su padre trabajó con ahínco y sin pausa en un ensayo en particular, al que volvió una y otra vez. Era su obsesión. Se llama El retrato del señor W.H., y es una más de las conjeturas sobre quién podría ser el destinatario de los sonetos de amor de William Shakespeare.            

Pasada la época victoriana, casi ningún entendido se atreve a argumentar que los sonetos fueron escritos para una dama. Fueron con casi total certeza para un caballero, pero ¿cuál? Una opinión muy difundida entre los críticos literarios es que se trata de un noble, tal vez Lord Pembroke o quizás Lord Southampton.

El ensayo de Wilde, de más de 50 páginas, intenta demostrar que los sonetos fueron compuestos para un joven actor de la compañía del bardo, llamado Willie Hughes. Se trata de un sentimiento amoroso por un artista, una sensibilidad afín, una inteligencia alerta. Es, en la versión de Oscar Wilde, un igual que despierta ternura, admiración, el ímpetu de crear y la pasión amorosa. Y la búsqueda que hace Wilde de datos sobre este Willie Hughes, su análisis de los sonetos para que encajen en su versión y el recuerdo de sus propias discusiones con otros “shakesperianos” conforman una novela de misterio, la afanosa construcción de una historia que, para Wilde, demostraría que su modelo de amistad existe y fue posible.

No es extraño que se dedicara tanto y le diera tanta importancia a este ensayo. La relación que quiso ver entre el autor teatral y su actor es la que Oscar anhelaba para sí, la que buscó infructuosamente en Lord Douglas.

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La amistad para Wilde no es un escudo para ocultar una relación amorosa que la sociedad de su época no le permite confesar. Es una relación plena y polifacética, la relación enriquecedora entre iguales que para él es la base de la sociedad socialista que sueña en su largo ensayo, demasiado moderno para su tiempo, El corazón del hombre bajo el socialismo.

Mientras los marxistas de su tiempo planeaban una sociedad que liberara al hombre de sus cadenas económicas, colocándolo en un sistema que a la larga significó la imposición de nuevas cadenas, Wilde, iluso y lúcido al mismo tiempo, soñaba con un mundo de hombres libres donde cada uno se libere a sí mismo desde adentro, donde nadie sea perseguido por sus ideas o sus costumbres.

Wilde se construyó una Grecia antigua a la medida de su sueño, donde la relación ideal era el amor platónico, una abierta y tolerante sociedad de amigos. Se discute hoy con ardor si Platón y sus discípulos y pares eran realmente “platónicos” o si en sus relaciones había “algo más”. Lo que la obra de Oscar Wilde nos viene a decir es que, sin necesidad de entrar en el “algo más”, la amistad verdadera ya es mucho, muchísimo.

 

Ojalá muchos nuevos lectores encuentren en los libros de Oscar Wilde al amigo que su autor nunca encontró. 

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18 de mayo de 2015
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Idealista y resolutivo

En algunos partidos, los profesores han recalado en sus filas con el pálpito de aunar realidad y utopía. “Soñar participa de la historia”, escribió Walter Benjamin, aunque también desaconsejaba relatar los sueños en ayunas para no delatarse a uno mismo mostrando su ingenuidad onírica. No significa ello que los profesores de ERC que han paseado la camiseta de número uno -Carod, Ridao, Junqueras, Terricabras¿- sean unos ingenuos soñadores que han cambiado las aulas por el cartel electoral porque las primeras no alcanzaban el tamaño de sus sueños. Hombres de cultura, que diríamos, y alguna mujer -menos- han participado de un proyecto impregnado de las cuatro barras como santo y seña: malalts d’amor pel seu país, petit. Alfred Bosch es un escritor, viajero, políglota y docente que cuando cumplió 50 años, en lugar de comprarse un coche más grande se metió en política. No admite que el revoloteo existencial fuera la causa de esa migración: “Siempre he creído que en realidad la política me eligió a mí, porque hoy se acerca más a la historia y la creación que a la transacción”. Hijo del Eixample, educado en un colegio británico, apasionado por África -escribió sobre Mandela, L’home-Deú- y recibió la bendición de José Manuel Lara, que editó sus libros, ambientados en la historia de los tiempos. Bosch considera a Maragall su principal mentor -nueve años a su lado colaborando en el proyecto olímpico- y a Dickens su referente literario. Sus críticos le reprochan que su escritura sea más de sentencia que de relato, de acción que de diálogo, de factura prieta más que expansiva. El joven Alfred ya soñaba con escribir. Lo atestigua servidora, cuyo conocimiento del candidato se remonta a los tiempos de l’AJELC (Associació de Joves Escriptors en Llengua Catalana), cuando la Generalitat organizaba los Jocs Florals para los chavales -un año, incluso Josep Vicenç Foix los entregó- y regalaba viajes como premio: “Me conociste en los dos años más prescincibles de mi vida”, apostilla. Ya lo decía Caballero Bonald, “quien recuerda, miente”. Alfred Bosch, con sus ojos azules de párpados caídos y obnubilados -”es lo que más me gusta de mi cara, esos ojos extrañamente bonitos que me ha regalado la genética”- y su pelo rizado, mostraba ya el talante de quien quiere llegar muy alto en la vida. Si Alberto Fernández tenía algo del rubio de los Pecos, Bosch lo tiene del moreno. Nunca ha acabado de encajar dentro de un traje, los lleva demasiado holgados. De vez en cuando se planta una corbata morada para no olvidar la vieja dama que descansa en su apellido político. Le pregunto por su estilo, y no responde con marcas ni prendas: “Idealista d’anar per feina”. De los que cuentan los sueños bien desayunados. (La Vanguardia)

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17 de mayo de 2015
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La muerte del califa

El anterior califa reconocido, Abdulmecid II, era un destacadísimo pintor y coleccionista de mariposas. El actual, autoproclamado y solo aceptado por las bandas armadas del Estado Islámico, Abu Bakr El Bagdadi, es un asesino terrorista, que pasó por las cárceles iraquíes después de la invasión estadounidense, antes de incorporarse a Al Qaeda y luego a la actual organización que tiene bajo su dirección. Los califas otomanos no cumplían el requisito esencial y difícil de descender del profeta Mahoma, pero su autoridad religiosa fue reconocida más allá del imperio, aunque no en territorios del islam como Marruecos o la Península Arábiga. Esto hasta 1923, cuando Kemal Atatürk terminó con la vieja institución político-religiosa. El califa terrorista reivindica los títulos genealógicos que le permiten presentarse como sucesor legítimo del profeta aunque sabe que solo los ignorantes tragarán sus fabulaciones y falsas predicaciones piadosas como guía máximo del islam. Todo es falso en el título del califa del EI, con pretensiones de autoridad religiosa y política sobre toda la comunidad de creyentes, la Umma. Ni es califa, ni es Estado, ni es Islámico. Y a pesar de todo, esta farsa sangrienta tiene una cierta eficacia a la hora de reclutar asesinos y amedrentar y someter a las poblaciones. Pronto se cumplirá un año de la proclamación del califa en la mezquita de Mosul y estos mismos días las tropas califales están entrando en la ciudad iraquí de Ramadi, en el trascendental triángulo sunní donde se juega la estabilidad y quizás incluso los equilibrios políticos que pueden asegurar la pervivencia de Irak. El Estado Islámico está ahora mismo en un duro mano a mano con la alianza creada por Estados Unidos para liquidarlo. Este viernes fue abatido su ?ministro de petróleo?, Abu Sayyaf, en una acción fulgurante aerotransportada de los seals estadounidenses en territorio sirio, una auténtica excepción en la política de ataques aéreos que evita poner botas en tierra. El EI también acaba de perder Tikrit, pero está ganando terreno en cambio en el mencionado triángulo sunnita adyacente a Bagdad. En un año, el EI ha conseguido hacerse con el liderazgo internacional del terrorismo yihadista y situar bajo su autoridad desde las actuaciones de asesinos individuales que actúan aparentemente por su cuenta en Europa o Estados Unidos hasta grupos pre existentes en Asia o Africa, como los violadores y esclavizadores de niñas del nigeriano Boko Haram. Su especialidad, en la que sobresalen respecto a sus hermanos criminales de Al Qaeda, es convocar a jóvenes desnortados de todo el mundo a una yihad internacionalista en la que les seducen con una orgía de mujeres, aventuras y asesinatos en esta tierra y las 72 huríes reglamentarias en la bien cercana vida futura que a buen seguro obtendrán. Parece evidente que defenderse del EI significa liquidar los tres ingredientes de la autoridad que pretende detentar. Si se les echa del territorio donde están asentados, se demuestra ante los musulmanes de todo el mundo que son unos asesinos y no unos creyentes y se elimina al califa, la mitad del problema quedará resuelto. Sí, la mitad: hay otra mitad de actuación política en otros niveles mucho más compleja. Dejemos para otra ocasión la guerra ideológica, que los musulmanes mismos deberán librar y ganar contra quienes quieren convertir su religión en ideología criminal. Para echarles del territorio no bastan probablemente los actuales ataques aéreos, sino que habrá que poner tropas terrestres y no únicamente comandos especiales en actuaciones excepcionales. Esto es lo que más falta ahora, principalmente en la región fronteriza sirio-iraquí donde se halla asentado y se encuentran sus cuarteles generales y sus jerarcas: en territorio iraquí les combate más mal que bien el ejército iraquí y en territorio sirio se enfrenta con ellos nada menos que el ejército de Bachar el Asad, que también combate a las otras guerrillas no adscritas al EI. Queda entonces como objetivo estratégico liquidar al califa y a todos sus posible sucesores, tarea a la que Washington dedica esfuerzos aéreos y, sobre todo, los famosos aviones teledirigidos o drones. Y respecto a su desarrollo, las informaciones son muy confusas y basadas todas en fuentes indirectas, debido a la dificultad de contar con testigos fiables de lo que sucede en el convulso y peligroso territorio dominado por el EI. El califa Al Bagdadi, según algunas fuentes, fue herido gravemente el 18 de marzo en un ataque aéreo cerca de Mosul en Irak. En algún momento se le dio por muerto, aunque otras fuentes aseguran que se halla gravemente herido en la columna vertebral y una pierna. Otros testimonios aseguran que ha sido trasladado de Mosul a Raqqa, en Siria, convertido en un paralítico aunque todavía con capacidad para razonar y dar órdenes. ¿Qué pasa cuando el califa queda incapacitado o muere, aunque sea como es el caso un califa más falso que un duro sevillano? El Consejo Consultivo o Shura del EI ya se ha reunido, siempre según estas fuentes tan volátiles, y ha decidido el nombramiento de un califa adjunto que gobernará en su ausencia o en la medida en que el titular no pueda hacerlo e incluso le sustituirá en el momento en que Al Bagdadi fallezca. Corren cuatro nombres que tienen un inconveniente mayor: ninguno de ellos se ha fabricado una genealogía acorde con la sucesión familiar del profeta. Hay uno, Abu Alaa al-Afari, que tiene además dos inconvenientes: es turkmeno y no árabe, condición imprescindible también para ser califa; y un segundo inconveniente, aun sin confirmar, que puede ser mayor: el ministerio de Defensa de Irak asegura que está muerto, liquidado por su merecido dron. Todas estas conjeturas han quedado en cuarentena con la última hazaña del califa Al Bagdadi: el pasado 14 de mayo, el EI ha dado a conocer la grabación de una larga prédica del siniestro personaje, titulada ?Hacia delante, tanto si es fácil como si es difícil?, llena de referencias y citas coránicas y dedicada, fundamentalmente, a animar a los yihadistas de todo el mundo para que se alisten en el EI. Si el discurso confirma que Al Bagdadi está con vida, la inexistencia de imágenes permite pensar que efectivamente se halla impedido y no puede subirse al púlpito de una mezquita para fabricar una de las piadosas imágenes que estimulan la imaginación legendaria de los yihadistas. Los comentarios que incluye sobre Arabia Saudí o los musulmanes de Birmania, los Rohinga, permite deducir además que se trata de una grabación reciente. La sucesión del califa ha sido históricamente una fuente de problemas e incluso de divisiones sectarias y guerras civiles dentro del islam. Si así sucedió con los primeros y auténticos califas, ¿qué no sucederá con este último, falso y mentiroso, que pretende jugar con la credulidad de los jóvenes musulmanes para enrolarlos en una aventura genocida? Matar al califa y a todos sus hipotéticos sucesores es un objetivo militar de primer orden para quienes combaten al EI, no solo para descabezar la dirección militar de sus tropas sino para liquidar el símbolo del que se han apropiado los terroristas y con el que pretenden dirigirse a los 1.600 millones de musulmanes que hay en el mundo.

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17 de mayo de 2015
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El error de la estelada

El error es serio y tendrá consecuencias. Con los símbolos no se juega y mucho menos cuando se trata de la clase de símbolos que reconocemos como nacionales, que sirven para identificar una comunidad de ciudadanos. Se ha cometido un error con la estelada y quienes lo han cometido, al contrario de lo que puedan pensar los más irreflexivos, no son ni la Junta Electoral Central, que ha exigido su retirada de los locales públicos y de los colegios electorales, ni la entidad privada Sociedad Civil Catalana, que presentó la denuncia por su presencia en los balcones municipales de tres centenares de localidades catalanas. El error de la estelada lo han cometido los plenos municipales, los concejales y los alcaldes que han decidido, en el atolodramiento de su entusiasmo y sin que les frenara la prudencia ni el sentido de la ecuanimidad -no hablemos ya de la legalidad vigente-, situar en el lugar de la bandera de todos la bandera de una parte de la población, la de un partido, vaya. El error de la estelada no es anecdótico y viene de lejos. Son muy interesantes las reacciones bien prudentes de la mayoría de los responsables soberanistas ante la decisión de la Junta Electoral, incluso de una parte de los columnistas y tertulianos más encendidos. Para poder atacar a fondo la resolución o se ha de deformar, como si la prohibición afectara a todos los espacios públicos, o se ha de envolver y confundir con los disparates de los ministros Wert y Fernández Díaz, las sentencias lingüísticas o la hipotético regreso de las corridas de toros, para convertirla así en parte de la gran ofensiva contra Cataluña. No es así. La Junta Electoral Central, con la resolución, y Sociedad Civil Catalana, con la petición, han hecho un buen servicio incluso a quienes desean que las elecciones municipales sean la primera vuelta de las autonómicas y tengan incluso un carácter pre-plebiscitario. Sobre todo si quieren que las sucesivas elecciones tengan credibilidad y valor democrático para el proceso independentista. Sólo los que querrían convertir la ceremonia de las urnas en unas manifestaciones de entusiasmo que desbordaran las normas y las reglas de equidad y de juego limpio entre todos los candidatos y partidos podrían desear que llegara el día de las elecciones con la bandera de un partido en los balcones municipales y en buena lógica también en los colegios electorales, las escuelas públicas o concertadas y en multitud de instalaciones pagadas con los impuestos de todos. Imaginemos qué percepción se daría internacionalmente de la idea de juego limpio que preside el proceso soberanista. El error de la estelada no es anecdótico y viene de lejos. Es de fondo. Recordemos lo que dice la doctrina oficiosa que acompaña su utilización: se trata de la bandera de una insurrección, ahora pacífica, es evidente, pero insurrección al fin y al cabo, con voluntad de romper la legalidad en caso de que convenga. Se levanta cuando comienza el movimiento y no se arria hasta que triunfa, momento en que la bandera de todos, la bandera cuatribarrada desnuda, volverá a ser la única que se utilizará. En su imposición en los locales públicos hay, pues, dos ideas implícitas: una, rompamos ya la legalidad; y dos, esto no hay quien lo pare. En la medida en que haya muchos ayuntamientos que lo hagan, más clara será la ruptura y más irreversible. El error es doble: creer que la comunidad internacional y sobre todo la Unión Europea podrían aceptar un movimiento rupturista, y creer que el proceso es irreversible. El primer error ya se ha ido esclareciendo con el tiempo y hoy hay muy poca gente que crea en una comunidad internacional rendida a los pies de una DUI (declaración unilateral de independencia). El segundo error aún no lo han reconocido todos, pero sí el soberanismo menos cegado por la pasión política: vender que el proceso es irreversible debilita el proceso. Este último error pertenece a la misma clase de errores que las consignas "Ahora o nunca", "Tenemos prisa", "España nos roba", "Ahora es el momento", o todavía más la invención del concepto de unionismo para oponerlo al de soberanismo y de forma mucho más indecente todavía el de dependentismo para oponerlo al independentismo. Como la estelada, estos conceptos crean el espejismo de que convocan y agrupan gracias a la presión que ejercen, pero, de hecho, dividen y inmovilizan. Hay momentos en que hay que elegir entre ser un país o ser una causa. Lo dijo Henry Kissinger muy solemnemente a propósito de Irán, pero me parece que tiene validez universal. La bandera tiene una gran virtud que hay que preservar: no es la bandera de una causa, sino de un país, de una nación que incluye a todos, los que quieren hacer una nueva, los que sólo quieren rehacerla con el conjunto de los españoles y los que quieren que siga tal como está. Se trata de una virtud histórica, símbolo de la capacidad de supervivencia por encima de épocas y de regímenes y de la eficacia del catalanismo a la hora de hacer avanzar las cosas con el entendimiento y el pacto. Imaginemos por un momento que en el lugar de cada estelada hubiera simplemente la bandera catalana. El efecto político, me parece a mí, sería aún más fuerte que esta confusión actual de esteladas azules y estreladas rojas, todas banderas de partido. La estelada no debe tener sitio en los edificios oficiales y en las instalaciones pagadas por todos los contribuyentes. Pero hay que respetar, solo faltaría, a quienes la quieren exhibir públicamente en edificios de su propiedad, en sus automóviles o sobre uno mismo. Pero también hay que recordarles la responsabilidad que significa esta exhibición. Cuanto más esteladas haya sin que después se sigan resultados, mayor será la decepción. Último argumento, para mi gusto definitivo. Todo lo que ha conseguido Cataluña hasta ahora, y es mucho a pesar de lo que digan los derrotistas, se debe a lo que simboliza la señera. No tenemos noticia de que la estelada haya dado algún fruto positivo, pues todo lo que ha dado hasta ahora han sido atolondramientos, fracasos y decepciones.

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16 de mayo de 2015
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Sobre ruedas

Ser de los pequeños de una familia numerosa -el octavo de diez- puede imprimir un carácter entre tenaz y aventurero, y más con un padre militar de carrera que ganó una guerra. Los benjamines siempre acaban escuchando el final de la película, que los mayores se pierden, extraviados en sus fantasiosas urgencias. Pongo imaginariamente a Alberto Fernández Díaz frente al espejo, y su reflejo me devuelve una masculinidad rubia de sonrisa delgada y gesto como de acabar de comer un pomelo; una fusión del rubio de los Pecos con Sete Gibernau, ¿o es de Josep Maria Cullell con dos cuarterones de Antonio Gasset? A fuerza de observar los rasgos del candidato popular a la alcaldía -su mandíbula redonda, los lagrimales muy juntos, que traen un aire casi de ciencia ficción- el parecido con su hermano ministro se desvaneceen el dibujo, pero a la vez permanece en forma de sombra. Los hermanos poderosos siempre han sido codiciados, salvo en política, donde la sombra del nepotismo es heladora. En la gran pantalla, las pistas de Wimbledon o en una junta de accionistas son curiosos, invencibles, envidiables… como Warren Beatty y Shirley McLaine, Venus y Serena Williams o las Koplowitz. Pero en los partidos y las administraciones nunca vendieron bien: de los nefandos hermanos de Guerra a los oscuros deudos de Guindos o Mayor Oreja. Los Fernández Díaz simbolizan dos épocas diferentes, aunque comparten pertenencia y una infancia aragonesa. Más laxo en las formas, municipalista infatigable y pactista irredento, amable pero con prontos. “Tiene un lado visceral”, me cuentan desde su entorno. “Un exotismo que forma parte del paisaje, no chirría en el escenario. Y amortiza sus votos”, me describe uno de mis oráculos periodísticos. Su afición por las motos ha permitido disfrutar de lo lindo a los fotógrafos. Cuentan que, de joven, se pagó su primera Vespa encolando carteles de publicidad por las noches. Mira por dónde, ahora Varoufakis -más Ángel de Prada que del Infierno- universaliza la imagen del político motero por la que Fernández Díaz ha luchado tanto, llegando a presentar una propuesta municipal para que el carril taxi-bus también lo fuera de ciclomotores, y Harley, su pasión. Sempiterno cabeza de cartel pepero y veterano en el Consistorio, Alberto se ha mantenido incólume en su defensa de la ciudad. Hay bandoneón de tango en su historia: austero -vive en la misma casa desde hace 25 años-, forofo del Espanyol, y se casó el año olímpico con una vecina de la escalera, fiel al consejo de algunas madres barcelonesas: “Hijo, cásate con una chica de tu misma calle”: sorpresas, las justas. (La Vanguardia)

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15 de mayo de 2015
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El elefante, el rey y Pablo

Pablo Iglesias, ante el Rey Felipe VI en la Eurocámara, demostró cuatro cosas: 1) que cree en los marcos mentales; 2) que en política la llave es tener un buen relato; 3) que, lejos de ser corrupta, la metáfora es tremendamente esclarecedora; y 4) que va de listo. Según las teorías de George Lakoff, autor de No pienses en un elefante, los marcos de referencia son estructuras mentales que conforman nuestra forma de ver el mundo. No podemos acceder a ellos conscientemente, pero sí por sus consecuencias y a través del lenguaje. Por ejemplo: el elefante es un símbolo republicano en Estados Unidos, de modo que ningún demócrata debería de utilizar esta imagen si quiere expresar una voluntad de cambio social. La narración de Pablo Iglesias consistió, de entrada, en poner en escena un falso salto del protocolo porque en verdad todo estaba tácitamente controlado. El político de Vallecas había advertido al séquito real que entregaría un regalo a Felipe VI, y al no ir empaquetado todos supieron, escoltas incluidos, de qué se trataba. Aun así, la metáfora de Iglesias funcionó a la primera enviando dos mensajes: que el líder de Podemos, con la espalda de su camisa arrugada y su coleta progre, es osado, capaz de sorprender a la audiencia y traspasar la línea hierática del saludo; y dos, que con su ocurrencia trataba de darle una lección al monarca: ?Véala si quiere saber lo que pasa en política en su reino?. Juego de tronos, ese cruce hipster de Shakespeare y Tolkien ?basada en las novelas de George R. R. Martin, un escritor norteamericano de género fantástico de culto?, trata de las intrigas y luchas dinásticas entre diversos linajes por el control del Trono de Hierro del continente de Poniente. Nombres míticos para mirarse en el espejo de la ficción utiliza esa izquierda cada vez más pulida con piedra pómez a fin de rebajar su discurso antimonárquico hasta el punto de afirmar de que, si llegara al poder, trataría de convencer al Rey de que la (deseable) legitimidad le obliga a ser votado por la ciudadanía, por lo que debería someterse al refrendo popular. Hay momentos en que la escena política española parece no tanto una serie de moda como una nueva y soporífera entrega de ladrones y policías. El fango ha cubierto la gloria y la desafección ha barrido el respeto de antaño a los representantes públicos, muchos de ellos estafadores bicéfalos: mientras una cabeza hablaba de deber y responsabilidad a los ciudadanos, la otra se burlaba del fisco y abría la mano a la chita callando ?expresión de naturaleza inquietante?. El bipartidismo se ha convertido en porciones de quesitos que, del naranja al morado, alteran el pantonario que hasta ahora ha coloreado España. Por ello, un político experto en comunicación como Pablo Iglesias sabe que sólo a través de la empatía y de la construcción de nuevos marcos mentales podrá investirse de la credibilidad y del estilo propio necesarios para mover las ideas, esas grandes rocas que ni en sueños conseguimos arrastrar montaña abajo. (Icon)

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14 de mayo de 2015
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Peleas de pareja

Las discusiones de pareja son de las peores y más grotescas que se pueden enumerar.  En este tipo de disputas se cruza el odio y el amor a una velocidad inmensurable y, además,  con una continuidad sin fin al modo de una resbaladiza cinta de Moebius. Esta celeridad intrínseca -no visible en el exabrupto- hace que la dialéctica se transforme de por sí en un artefacto autónomo que va tomando las palabras de uno y otro para reelaborarlas automáticamente como un efecto de su funcionamiento particular. Es por ello que a los resultados de la máquina los vivimos como maquinaciones. Productos semiacabados que se emiten de ida y vuelta. Se emiten con unos caracteres y se reciben, de regreso, con atributos que tato uno como otro de los emisores no reconoce como frases de su intervención. Ninguno cree haber dicho lo que el otro cree haber oído. Ninguno escucha lo que el otro dice, sin importar lo  claro que esté. Más aún, la claridad  nunca  contribuye a un entendimiento más fácil sino que más bien favorece la ocasión de reinterpretaciones peregrinas. No oímos -y de ahí crece progresivamente el rencor-  lo que desearíamos oír porque aún admitiendo que sería insatisfactorio  convertirse en el ventrílocuo del otro,  oyendo sin falsedad lo que se quisiera oír no podríamos aceptarlo como sincero dada la circunstancia del desentendimiento radical. De la sinceridad a la sinceridad pues no hay sucesión de continuidad ni posibilidad de saneamiento. La polémica sube así de tono hasta la saturación y si decae como consecuencia de la mera fatiga pensaremos que el abatimiento procede de haber sido humillado hasta la debilidad. Debilidad que, desdichadamente,  nunca procurará el camino previo a la humildad sino a la enfermedad. El otro nos pone enfermos. Uno a otro se contagia de hecho una insalubridad que convierte la conversación en patología y el sentido común en un  sentido maldito donde en  ningún modo queremos caer. Ser razonable en las discusiones de pareja es igual a no amar, no sentir, no resentir. Lo apropiado es la jactancia del amor propio, amor ridículo que choca frontalmente con el otro amor. Por ello, raramente se hacen las paces en las discusiones de pareja tras un acuerdo efectivo y afectivo final. Se hacen las paces al borde del desistimiento y la desesperación acaso temiendo que seguir perdiendo las fuerzas nos haría ser perdedor y en medio de ese infierno. Un infierno tan demediado que visto desde fuera apenas es la pavesa de una pobre o humana sinrazón.  

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14 de mayo de 2015
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El desplante

No caben minimizaciones. Los diplomáticos quietan hierro al desplante, pero es lo que ha sido, un desplante, con quiebro incluido. Primero se anunció que Salmán, el nuevo rey saudí, acudiría a la cumbre convocada por Obama y a última hora prefirió mandar un mensaje de claro significado para las relaciones entre Estados Unidos y Arabia Saudí. El contenido de esta relación, una de las vigas maestras de la política de Washington en Oriente Próximo, era hasta hace poco un intercambio de servicios: tú me das la energía que necesito como primera superpotencia y yo te doy la seguridad para consolidar tu autoridad en la península arábiga y en la región. Ese pacto se rubricó simbólicamente en el encuentro histórico de Roosevelt con Abdelaziz Ibn Saud, padre del actual rey, a bordo del buque estadounidense Quincy en el canal de Suez, en febrero de 1945, cuando el presidente americano regresaba de la cumbre de Yalta, donde se había reunido con Churchill y Stalin. No fue casualidad. Saud miraba con simpatía a Washington y con resquemor a Londres, la potencia colonial que había obstaculizado sus ambiciones. Cuando se descubrió el petróleo, antes de fundar el reino, las concesiones ya fueron para compañías estadounidenses. El camino recorrido desde entonces incluye episodios trascendentales, como es la colaboración saudí durante la guerra fría en la lucha anticomunista, contra los regímenes nacionalistas árabes y contra los soviéticos en Afganistán. Ahí el trato adquirió otra dimensión: tú me ayudas a luchar contra las dictaduras comunistas y yo no me meto con tus dictaduras islámicas. Esto se acabó en 2001. Los atentados del 11S levantaron todas las alarmas. No tan solo porque había muchos saudíes entre los terroristas y sus dirigentes, empezando por Bin Laden, sino por las doctrinas yihadistas compartidas con el wahabismo saudí. Si en Washington hay desde entonces razones para la desconfianza, también en Riad se acumulan los motivos de enfado. Primero con Bush: por la invasión de Iraq que entregó el país y la región a la influencia de Teherán y por el pésimo ejemplo de Abu Graib y Guantánamo, que encendió los ánimos de la juventud árabe. Después con Obama: por permitir la caída de los guardianes del orden durante la primavera árabe y condescender con los Hermanos Musulmanes, unos islamistas que no reconocen la autoridad de los monarcas. Con los dos, por el abandono de los palestinos. Así es como el pacto fundacional se resquebraja: EE. UU está por la independencia energética y Arabia Saudí busca la seguridad por su cuenta. Con el acuerdo nuclear, los saudíes ven crecer a Irán como potencia regional y temen su influencia en las poblaciones chiitas de toda la región, incluida la suya. Y al final, lo que más molesta en el palacio real de Riad, origen quizás del desplante, son las advertencias de Obama en una entrevista hace unas semanas con Thomas Friedman en The New York Times: el mayor peligro para la seguridad de los países del golfo no viene de Irán sino de la insatisfacción de los jóvenes árabes, que les convierten en presa fácil del Estado Islámico. Eso los saudíes prefieren ocultarlo.

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14 de mayo de 2015
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Tanatorios

Vamos a los tanatorios como si formáramos parte de una clase humana que no sólo no se haya inmersa en esa experiencia final sino que le es imposible imaginarla para sí mismo, vivo. De este modo no importa incluso que mueran amigos alrededor y cada vez más cerca. Aumenta el temor pero su acoso no llega a reproducir un genuina molécula de nuestra muerte futura. Mueren siempre los demás y nosotros los contemplamos como desdichados. Sin embargo, sabiendo que esa desdicha se encuentra inscrita en todos, ¿cómo hacer para penetrar aun como un ensayo breve en la especial situación del muerto? ¿Pero amenta el dolor esta impotencia o es precisamente esta impotencia la que enaltece la distancia y su facultad de estar vivos? Efectivamente hasta hace poco era cierta la segunda parte de la interrogación para la gente de mi edad. Ahora ya demasiado mayores, en el filo de la ancianidad, la visita al tanatorio procura la realidad de un olor, un dolor y un polvo que como un cantar susurrante nos solidariza a todos.

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13 de mayo de 2015
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El Boomeran(g)
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