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Las ciudades del sol

Por 10 de junio de 2015 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Sergio Ramírez

La carretera que lleva desde Santa Cruz de la Sierra hasta la frontera con Brasil se extiende por la planicie en una recta infinita, como tirada a cordel, y el paisaje salteado de campos de soya me recuerda al de Nicaragua. Los cerros son raros, apenas uno o dos en la distancia cuando bajo un cielo nublado nos acercamos a nuestro destino que es San José de Chiquitos. La explicación es que chiquitos pasaron a ser llamados los naturales de la región a la llegada de los colonizadores debido al exiguo tamaño de las puertas de sus chozas, y así fue bautizada también su lengua.

La Chiquitania, el mítico territorio de las misiones de los padres jesuitas que comenzaron a establecerse en Bolivia a finales del siglo diecisiete, obra iniciada en Paraguay y en los territorios fronterizos de Argentina y Brasil. Una utopía que vio su final cuando Carlos III decretó la expulsión de los miembros de la orden de los territorios de la corona española en 1767, con lo que las poblaciones indígenas de las reducciones se dispersaron o cayeron en la servidumbre.

Hay una banda sonora que llevó en la cabeza mientras nos acercamos las goteras del pueblo, la que Ennio Morricone compuso para la película La Misión de Roland Joffé; y lo mismo me persigue la imagen con que el film se abre: el misionero jesuita atado a una cruz que va dando tumbos entre las aguas embravecidas, hasta despeñarse por el torrente de la catarata del Iguazú, sometido al martirio por los indios guaraníes.

También ronda mi cabeza el largo poema La arcadia perdida de Ernesto Cardenal, donde describe con admirada meticulosidad la vida y organización de las misiones, separadas unas de otras por centenares de leguas, entre selvas y páramos: "En las oscuras selvas del Paraguay/Por esas avenidas iban y venían los indios con poncho y boina/Niños de doce años tocaban con el arpa melodías de Bolonia/Máquinas hidráulicas extraían el agua de los ríos/Cada reducción con inmensas huertas…"

Hay quienes las califican de una "teocracia socialista", organizadas bajo un modelo paternalista de premio y castigo. En todo caso, una singular experiencia de evangelización de infieles y de colonización comunitaria como no se vio en ninguna otra ocasión en América, sobre todo tratándose de territorios remotos e inaccesibles.

La vida primitiva de quienes eran atraídos a las reducciones por los jesuitas sufrió una transformación radical. Siguieron hablando sus lenguas originales, que fueron respetadas, y aprendieron a trabajar en comunidad en la agricultura y en diversos oficios artesanales e industriales, para su propia manutención y el beneficio de las misiones, que llegaron con el tiempo a ser muy ricas, y por tanto envidiadas y codiciadas.

Beneficiaban azúcar y hierba mate, fabrican tejidos de algodón, lo mismo que muebles y joyas, y tenían fundiciones de bronce y estaño, además de procurarse sus propias armas. Y una de las ventajas que los indígenas encontraron en las reducciones, es que podían defenderse de ser tomados como esclavos por las bandeirantes que incursionaban desde el territorio de Brasil.

Una utopía como la de Campanella o Tomás Moro, que también se parecía al sistema de las sociedades comunitarias prehispánicas. Un modelo que atendía a la redención de los indios que de otro modo irían al infierno, viviendo como antes vivían en la poligamia y entregados al culto de dioses falsos. La doctrina salvaba sus almas, pero la organización comunitaria proveía a sus cuerpos, y también a sus espíritus.

Sino que lo diga la música. Los aborígenes aprendieron en las misiones el arte del canto, a tocar los instrumentos europeos, arpa, vihuela, violín, viola, y también a fabricarlos con gran destreza. La evangelización encontró un vehículo propicio en las artes musicales, y en lo hondo de los montes empezaron a resonar las más complejas piezas renacentistas y barrocas, de Arcangelo Corelli a Händel y Vivaldi.

Los padres jesuitas eran maestros músicos y quedan centenares de piezas de su autoría, aunque anónimas, que pudieron ser preservadas a lo largo de los siglos por el celo de los indígenas; y así mismo enseñaban a componer: en los festivales chiquitanos se ejecuta una ópera, obra de uno de aquellos discípulos nativos.

Y también eran arquitectos y maestros constructores, como lo demuestran sus soberbios templos como este de San José de Chiquitos, de espléndidos altares barrocos recubiertos de pan de oro, que admiramos durante un recorrido nocturno. Al pie del altar mayor, la Orquesta San José Patriarca compuesta de niños y adolescentes, nos obsequia con un impecable concierto.

El pasado no muere. La dirige el maestro francés Antoine Duhamel, y sus pequeños músicos tocan con brío piezas de Purcell, de Haydn y de Mozart. El método de aprendizaje proviene del que ha desarrollado en Venezuela el maestro José Antonio Abreu para la red de orquestas Simón Bolívar.

Al final del concierto le pregunto a una de las ejecutantes, que andará por los doce años, cuánto tiempo toma aprender a tocar un instrumento. "Toda la vida", me responde con aplomo, "en música nunca se deja de aprender".

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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