Félix de Azúa
En el extremo norte de la isla de Mallorca, rebasada la Atalaya de Albercuix, se abre la bahía de Formentor y su célebre hotel. Hoy el agua amaneció rizada por una discreta brisa que arrugaba la superficie lo justo para que no reflejara la dramática roca que los marinos llaman Puig del Águila. Aquí Adan Diehl construyó a principios del siglo pasado, cuando sólo era accesible por mar, un hotel heroico. Se conserva asombrosamente intacto, pero el inmenso jardín ha ido creciendo durante los últimos 80 años.
Le pido al jardinero, Cristofol de Sa Pobla, más conocido como Tofolet por ser el más bajo de los cuatro cristofols que trabajan en la casa, que me acompañe en un peregrinaje botánico. Pasamos la gravilla de flores azafranadas, la jacaranda lila, el limonero y el granado, los temibles pinchos del árbol de la lana, el ceibo cresta de gallo, los nísperos y palmitos, cruzamos los arcos de trompetas moradas y llega la cascada de flores. Los carnosos lilium rojos y amarillos, las espesas buganvilias, las daturas rendidas a la tierra, los hibiscus, y así hasta alcanzar la enorme escalera cuyos 50 tramos te lanzan sobre el mar. La sábana azul resplandece y los rizos vítreos bailan como miríadas de insectos encendidos.
Aquí se bañaban los dioses y también aquellos nórdicos de pálida carne cuyas vidas cuenta con tanto arte María Belmonte en su libro sobre los peregrinos que bajaron hasta el Mediterráneo buscando un mundo empapado de sangre y semen. Los que aborrecieron de la metafísica y cuyo cerebro se fundió anegado por la luz. Muchos de ellos duermen bajo matas de lavanda, de orégano, de tomillo, en quebradas o en campos de amapola de Italia y Grecia.
Cruza ahora sobre esta página la sombra de una escéptica gaviota y lanza una carcajada en su honor