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En 'Person of Interest', una inteligencia artificial benigna (Samaritan) se enfrenta a una diabólica (The Machine)

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James Bond contra Big Data y la IA (y 2)

Miénteme, pero no me engañes

Apolillado James Bond y autodestruido su arquetipo en No Time to Die, el primer engaño que plantean los herederos de las coreografías de acción es al espectador: ritmo frenético (filmes y videojuegos aceleran hasta el vértigo el número de fotogramas por segundo), desprecio por la realidad de los países árabes, asiáticos, latinoamericanos o africanos que sirven de telón de fondo y absurdos giros de guion para lograr un gaseoso efecto sorpresa. «Miénteme, pero no me engañes», se suele decir en los negocios o en las relaciones de pareja. «La ficción, aun la más fantástica, es una mentira que dice la verdad», diría un escritor. Nabokov demostró el arte (no fraudulento) del engaño literario en Otchayanie (Desesperación), cuyo protagonista planea asesinar a su doble para hacerse con su dinero e identidad, cuando sólo al final se desvela que la semejanza de rasgos era delirio de su mente perturbada. Haneke denunció los trucos engañosos del cine de testosterona (tipo Jack Ryan) en Funny Games: un secuestrador, al descubrir la muerte de su compañero, coge un mando a distancia y rebobina la cinta para retroceder en el tiempo y, conocedor de lo que va a suceder, quitar el rifle a la secuestrada y evitar que dispare.

En un filme tan trivial como Mission: Impossible (1996) de Brian de Palma, el agente Jim Phelps (Jon Voight), próxima su jubilación, acusa al jefe de un sección secreta de la CIA de haber asesinado a su equipo. «¿Por qué lo haría?», pregunta el joven Ethan Hunt (Tom Cruise). «Reflexiona. Era inevitable. Se acabó la Guerra Fría. Se acabaron los secretos que solo tú conoces. Se acabaron las misiones en las que tú eres el único juez. Un día te despiertas y el presidente dirige tu país sin tu permiso. ¡A la basura! ¡Hay que joderse! Te das cuenta de que estás acabado. Eres material no reciclable y te ves con un matrimonio de mierda y sesenta y dos mil dólares al año», responde Phelps. Eran aún recientes las detenciones de Aldrich Ames (CIA) y Robert Hanssen (FBI) como agentes dobles que trabajaban para Rusia.

La serie Homeland, con Carrie Mathison, su protagonista bipolar, y Nicholas Brody, no se sabe si héroe, psicópata o agente doble, reprodujo la neurosis y el estado de ansiedad creados por la amenaza yihadista, una guerra llamada del Terror contra un enemigo indetectable, capaz de burlar los filtros del contraespionaje, cuya burocracia fue desnudada en The Looming Tower, y que la CIA intentó compensar apadrinando Argo, de Ben Affleck. Pero la serie también refleja los trucos de los servicios secretos de varios países para obstaculizar la paz en Afganistán y el creciente antagonismo bélico con la Rusia de Putin (nunca disuelta la dinámica de la Guerra Fría), presente también en series previas a la invasión de Ucrania, tan distintas como The Blacklist, House of Cards, The West Wing o The Americans. Esta última recupera la psicosis macartista del enemigo interior mediante un matrimonio de espías rusos que pasan por ser nativos norteamericanos y sigue la fórmula ensayada con éxito por The Sopranos: asesinar a mansalva en los ratos libres que dejan los conflictos familiares con hijos adolescentes, aunque también esconde un mensaje patriótico a favor del modo de vida norteamericano. El yihadista nativo, sometido a un lavado de cerebro, será otro modelo tomado de The Manchurian Candidate (El mensajero del miedo), de John Frankenheimer.

Homeland entró de lleno en sus últimas temporadas en una de las novedades más inquietantes de la última filmografía, latente incluso en la saga de Star Wars: el miedo a la conversión de la democracia norteamericana en un régimen autoritario mediante una conspiración de miembros del aparato estatal (la privatización de la razón de Estado) en alianza con exitosos divulgadores de opinión populistas. El tema ha nutrido series como The Man in the High Castle o The Plot Against America. Una serie no de espionaje, la francesa Baron noir, inquietó con el retrato de un Zemmour presidente de Francia. Un episodio de Black Mirror mostraba cómo Waldo, un grotesco personaje de animación, podía ganar las elecciones frente a candidatos humanos, si obtenía el favor del electorado. La polaca Hejter (Hater) abundó en la manipulación de las redes sociales. La nórdica Furia siguió la trama de un atentado ultraderechista. Years and Years mantuvo el temor a una involución autoritaria y añadía la cuestión cibernética.

Tecnologías de control

El control mental del individuo y la sociedad de la vigilancia planteados por Zamiatin y Orwell o por la serie de culto de 1967, la psicodélica The Prisoner, de Patrick McGoohan, son otros de los grandes temas reflejados en la filmografía reciente. La existencia de Echelon no se divulgó hasta 1976. En 1998 el filme Enemy of the State, de Tony Scott, que parece la continuación de The Conversation, de Coppola, trataba del asesinato de un congresista que quería impedir la aprobación de una ley que diera a la NSA poderes ilimitados para vigilar a la población. Reynolds (Jon Voight), agente del servicio secreto, lo justifica ante Brill (Gene Hackman) diciendo que hay millones de chiflados dispuestos a disparar sus rifles, atentar con gas sarín o construir una bomba nuclear de bajo nivel, o hackers adolescentes que entran en los sistemas de instituciones estratégicas. «La privacidad ha muerto, la única privacidad que queda es la que está en el interior de tu cabeza. Pensarás que somos los enemigos de la democracia, cuando somos su última esperanza», dice Reynolds. Una serie que no es de espionaje, Silo, reúne al viejo Big Brother con el futuro distópico postcrisis climática, añadiendo otra inquietud contemporánea: el borrado de la memoria y que el prospecto publicitario de un parque natural sea censurado y su difusión, sancionada con la expulsión del cuerpo social y la muerte. Tenet, de Christopher Nolan, sigue la ola de ciencia-ficción con viajeros del futuro que viajan al pasado para impedir que sus antepasados culminen la destrucción del planeta.

En 2010 Shane Harris desveló en The Watchers: The Rise of America’s Surveillance State el programa de vigilancia masiva desarrollado por la NSA. Un año después, la serie Person of Interest, de Jonathan Nolan y J. J. Abrams, reproducía el recelo a programas como Echelon, Carnivore, Narus, Candiru o Pegasus y a que en un futuro el ser humano fuera gobernado por una implacable inteligencia artificial, temores tan presentes en Philip K. Dick y J. G. Ballard Léase Informe desde un planeta oscuro.

En Person of Interest, la Máquina, nacida para predecir el comportamiento de los individuos y prevenir delitos (variante, pues, de Minority Report), acaba sien.do objeto de deseo de oscuras fuerzas y agencias secretas que quieren imponer un orden dictatorial a partir de la hipervigilancia de la población. En los últimos capítulos, la Máquina, dotada de sensibilidad ética, entabla una batalla agónica con su doble maligno, Samaritano, fuera del control humano. El 10 de mayo de 2012 fue emitido un episodio en el que los protagonistas de la serie salvan a Henry Peck, un analista de la NSA que ha decidido desvelar el sistema espía y es perseguido por asesinos contratados por el Gobierno. Solo un año después, la ficción se hacía realidad y Edward Snowden desveló desde Hong Kong documentos de alto secreto y detalles de los programas Prism y Xkeyscore de la NSA, proceso filmado por Laura Poitras en el documental Citizenfour.

Privatización de ejércitos, agencias y cadena de satélites

El espionaje entraba en una nueva era. Una era en la que el ciudadano ha sido privado de privacidad; sus secretos, mercantilizados; su mente, bombardeada a diario por la desinformación y los mensajes subliminales creados a medida por la lógica de los algoritmos; su cuerpo, sometido a la exigencia del modelo de salud y belleza, al mismo tiempo que ve con temblor su invasión por diminutos virus, pavorosos enemigos interiores, o, en fin, la paradoja de la realidad inmersiva en un mundo virtual, análogo al capitalismo metafísico (derivados financieros, criptomonedas, NFT…), cuando el planeta avanza hacia la crisis climática y resurge la amenaza de una guerra nuclear. Un futuro apocalíptico, un no futuro, que aumenta la demanda de orden, patrioterismo, protección y seguridad y, por eso, las tentaciones posdemocráticas.

A más amenazas, más vigilancia y engaños para proteger el secreto. El contrato social por el que el ciudadano cede al Estado parte de sus libertades y derechos individuales a cambio de protección (una de las estrategias predemocráticas de las burocracias guerreras o mafiosas) queda pulverizado si los guardianes del Estado reproducen las mismas chapuzas vividas en su mundo laboral cotidiano. Las palabras mágicas para acallar las trabas legales o los problemas de conciencia son seguridad nacional. El dilema entre el sacrificio de unos pocos para garantizar la seguridad de muchos suele resolverse a favor del primer enunciado, aunque la idea de salvar a la familia siga siendo seminal en la filmografía norteamericana, mientras los ejércitos (Wagner), las agencias secretas o la hipervigilancia (Elon Musk) se privatizan.

El Nuevo Orden de Señales Electrónicas que cubre la red de comunicaciones universal, desde los satélites a las cámaras de los semáforos o de cualquier teléfono móvil, ha transformado por completo las películas de espías. En el mundo real, si el Big Brother desdibujó el icono gallardo de James Bond, tal vez el big data, el data mining  y la Inteligencia Artificial han desplazado ya al Big Brother, acumulando billones de datos imposibles de imaginar o de conocer ni con el algoritmo más sofisticado. La datavigilancia se ha privatizado e innumerables compañías comercializan con altos beneficios los datos de sus usuarios al tiempo que, paradójicamente, les venden softwares para crear la ilusión de que así evitan las intromisiones en sus ordenadores o teléfonos móviles. En este nuevo Génesis también sufre en el cine de espías (no en los otros géneros, tipo Marvel) la figura icónica del malvado. Al imaginario del Deep State y los tecnoprogramas secretos se contraponen la Dark Web o la Deep Web, utilizadas por los conspiradores, que se sirven también de los mensajes de los videojuegos para transmitir sus consignas. Tras las imágenes de Abu Ghraib y las ejecuciones de narcos y yihadistas y como contraste a tanta inteligencia artificial, los filmes ofrecen imágenes de brutalismo gore en sus escenas de acción. Ya pocos mueren de un disparo limpio: los infiltrados capturados son sometidos a sádicas torturas con instrumentos espeluznantes, largas agonías y abundancia de sangre y sesos derramados.

La sombra de una duda

A pesar de todo, el cine de espías de corte clásico seguirá atrayendo público, como en la serie The Mole; Undercover in North Korea (El infiltrado), de Mads Brügger, o en el sofisticado engaño de Spy no tsuma (La mujer del espía), de Kurosawa o las sutiles estrategias inconfesables de The Diplomatic. La trama funciona porque está instalada en nuestro imaginario desde cuando tuvimos que desarrollar el engaño y la astucia para adquirir la cena o no servir de cena a depredadores más fuertes. Todos mentimos, todos engañamos y todos somos espías espiados. Nos perseguimos, nos apasiona descubrir secretos y vivimos con suspense la posibilidad de que se descubran los nuestros, incluso nos torturamos, tonteamos con vidas dobles y flirteamos con cruzar líneas éticas inconfesables. Seguimos temiendo como nuestros ancestros un fin del mundo apocalíptico o la picadura de la serpiente oculta entre la hierba y proyectamos en nuestros sueños o en nuestros libros y filmes relatos de angustia que se desvanecen con alivio al despertar de la pesadilla, cerrar el libro o salir del cine, aunque quede la sombra de una duda, diría Hitchcock, de que hay quienes suplantan las tareas informativas y analíticas, propias de los servicios secretos, por las tareas estrictamente políticas que, en democracia, pertenecen a los representantes electos, aunque no todos ellos sean políticos fiables.

Desde que empecé a escribir este artículo para JotDown, mi portátil se está comportando de forma extraña: se calienta en exceso, aparecen páginas web en ruso y carpetas antiguas en el escritorio. En la bandeja de mi correo ha aumentado el número de e-mails sin sentido de empresas con las que trabajo y están llegando a mi cuenta de WhatsApp mensajes de personas que conozco con links que no me atrevo a clicar. En el edificio de enfrente ha desaparecido el cartel de «Se Alquila» que llevaba años colgado. Un Seat Arona de color blanco suele aparcar en la esquina opuesta al bar donde quedo con mis amigos. Parece que sus ocupantes esperan la salida de alumnos del colegio vecino, pero aún no he visto subirse en él a ningún niño. Ahora está sonando el timbre de la entrada. Una voz anuncia que viene a revisar la instalación del gas. Envío el artículo y apago el ordenador antes de abrir la puerta…

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31 de julio de 2023
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El peso de la metáfora y las tentativas de reducirlo

De la misma manera que el genio matemático hace que a un momento dado emerja una nueva fórmula, la inteligencia poética parece, cuando menos, exigir la aparición de una metáfora nunca anteriormente contemplada. Esta erección de la metáfora en criterio mayor se inserta en la concepción anteriormente expuesta (¡y defendida!) del lenguaje como singular emergencia en la historia evolutiva que no tiene otra finalidad que sí mismo, y en la consideración de que la metáfora es como la cristalización mayor de dicho código.

El argumento obviamente se desmorona si se niega alguna de estas dos premisas, considerando que el lenguaje es un instrumento de comunicación entre otros, todo lo complejo que se quiera, y que la metáfora es un recurso más al servicio del mismo. No se puede dudar que en ocasiones la metáfora juega un papel instrumental, así la metáfora del Big Bang para referirse al origen de la expansión del universo, de hecho, un paradigma de la utilización de la metáfora en ciencia.

En una columna de este foro correspondiente al 18 de marzo de 2022 analizaba un artículo que reivindica el carácter instrumental de la metáfora, mediante el recurso de la homologación de las funciones de la misma en la ciencia y en las artes (Walter Veit and Milan Ney: “Metaphors in arts and science”, European Journal for Philosophy of Science, Springer Nature B.V.2021.  Published online: 03 May 2021). Recojo de nuevo la tesis general del artículo (que utilizo como un hilo conductor contrapuntístico), añadiendo algún aspecto en aquella ocasión no comentado, e incrementando las   observaciones por mi parte que iban en el sentido de diferenciar radicalmente la situación en la que la metáfora juega un papel instrumental y la situación en la que constituye un fin en sí.

El recurso instrumental a la metáfora adopta múltiples formas, Tanto en arte como en ciencia se utiliza la metáfora para diferentes funciones, por ejemplo, mnemónica, económica o ética. Así el fresco “Triunfo de los Medici entre las nubes del Monte Olimpo” de Luca Giordano añadiría a su valor pictórico un efecto reactivador de la memoria en lo concerniente a la magnificencia de esta familia.  Como ejemplo de función económica, una idea expresada en frase más corta, los autores del artículo señalan que la metáfora del Big Bang, es desde luego más concisa que “expansión del universo desde un estado de extremada alta densidad y alta temperatura”. Y en lo referente a la ética se ofrece como ejemplo la expresión “especies invasivas”, que por ella misma induciría a cambios en el comportamiento en nuestra relación con la naturaleza. Pero estas funciones mnemónica y económica serían secundarias respecto al uso epistémica de la metáfora el cual, a juicio de los autores, concerniría tanto a la ciencia como al arte. También la función estética sería compartida por igual en el arte y en la ciencia.

No discuto las razones para sostener que la metáfora tiene importantes funciones epistémicas tanto en arte como en ciencia, pero este lazo de unión entre la actividad cognoscitiva y la actividad estética (sea creativa o receptiva), no excluye la conveniencia y aun la necesidad de no confundir ambos roles.  En el caso de la ciencia, la metáfora tiene (cuando menos muchas veces) la función de servir de peldaño para alcanzar el concepto, y a menudo simplemente para encontrar un sustituto del mismo. Sustituto siempre débil, pero que a falta de lo esencial (por ejemplo, la fórmula en matemáticas) ya es mucho. He señalado aquí varias veces que el nombre de Einstein está asociado a prodigiosas metáforas que han servido a los no físicos para introducirse en la relatividad, y quizás a los físicos mismos para percibir con mayor acuidad la trascendencia filosófica de la disciplina. Tratándose de la función epistémica de la metáfora cebe diferenciar diversas modalidades: expresar un conocimiento proposicional simple; comunicar información cuyo carácter de verdad es fácilmente aceptable como logro científico; facilitar el conocimiento holístico de lo tratado; facilitar la predicción, etcétera. Los autores enfatizan el hecho de que en ocasiones “las metáforas pueden suponer beneficios epistémicos que son difíciles o imposibles de proporcionar con otras expresiones.

De todo esto hay poca duda, pero tampoco hay duda de lo siguiente: ninguna modalidad de ciencia puede quedarse en la mera metáfora, pues el meollo científico de la cuestión tratada no reside en esto que la metáfora ofrece. En ciencia, la metáfora no deja de ser auxiliar de la cosa misma, y en ocasiones un mero preliminar. Como los autores mismos escriben “las metáforas se adelantan a la intelección”, pero, en la ciencia, cuando se llega a esta última ya no es seguro que la metáfora tenga peso. La pedagógica metáfora del tren utilizada por Einstein apunta a facilitar un segundo momento, a saber, la compresión cabal de los lazos tiempo espacio y velocidad, comprensión que sí constituye un fin en sí en la teoría relativista y que exige pasar de la metáfora a la fórmula.

¿Mismo caso tratándose del arte? Está claro que en ocasiones la metáfora puede también tener valor propedéutico o pedagógico. Y en este caso cabe decir que se trata de un caso análogo al uso como apoyatura de la metáfora en ciencia. Pero no se trata de un peldaño hacia el mismo objetivo: en el caso de la ciencia, la metáfora es una impulsión hacia lo cabalmente epistémico (como decía, tratándose de la física matematizada, peldaño hacia la fórmula); en el caso del arte se trata de impulsión hacia otra dimensión de la vida del espíritu, difícil de determinar objetivamente, porque precisamente no se trata de episteme.

Las metáforas pueden ser verbales o visuales. Entre estas últimas quiero situar en contrapunto dos imágenes: por un lado, la doble hélice del ADN, junto a la cual se fotografían los descubridores Crick y Watson; por otro lado, la escultura conmemorativa realizada en 2010 por Charles Jencks para la Universidad de Cambridge.  La primera imagen no parece aspirar a otra cosa que a servir de trampolín para la intelección por parte de quienes carecen aún   del concepto propio de lo que está en juego. La segunda tiene una pretensión ornamental, pero también me atrevo a decir que artística (aunque el autor era un teórico del paisaje más que un escultor). No se trata de la misma dimensión: una cosa es una imagen como peldaño de la ciencia, otra muy diferente la imagen como obra de arte.  Por así decirlo, hemos pasado a un plano ortogonal al que estábamos.

Pues si el recurso utilitario a la metáfora se da en arte y en ciencia, cabe decir que para el arte el verdadero trato con la metáfora no es algo que tenga que ver con el uso. Las metáforas entonces no tienen ya (o no tienen exclusivamente) valor de uso, porque al menos en ciertas modalidades de arte, la metáfora es causa final. Intentaré en la próxima columna ilustrar este extremo.

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28 de julio de 2023

'Donantes de sueño' de Karen Russell. Ed. Sexto Piso

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Karen Russell y el terror de un mundo sin sueño

 

¿Qué pasaría si nadie pudiese dormir? Esta distopía de Karen Russell teoriza sobre esta inquietante epidemia

Una de las características de las obras distópicas es el uso de mayúsculas para designar una nueva realidad. Karen Russell (Miami, 1980) hace lo propio en Donantes de sueño, cuando imagina una epidemia de insomnio en Estados Unidos que acabará por convertirse en pandemia cuando se detecten casos en China.

Así tenemos las "Campañas del Sueño", con que se captan donantes del bien más preciado y las "Brigadas Duermevela", que al volante de los "Furgones de Sueño" son quienes se ocupan de la extracción. También van en mayúscula los antros a los que acuden los insomnes, "Mundos Nocturnos", donde consumir productos del mercado negro para mantenerse en vilo por miedo a las pesadillas o las "Zonas Solares", núcleos urbanos con enormes tasas de insomnio.

No se sabe el origen de este déficit de fase REM, pero intuimos que es la evolución lógica de un malestar global de sobra estudiado: dormimos menos y peor, el consumo de somníferos se ha disparado y la sobreexposición a la luz azul de las pantallas ha hecho mella en el descanso de los adolescentes. La autora imagina el momento en que todo esto se va de las manos. Un sueño poco reparador sostenido en el tiempo acelera el deterioro cognitivo. Recordemos: la "peste de insomnio" que se sufre en Macondo tiene "una inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido".

Aquí la anemia onírica extrema es mortal, de modo que todas las esperanzas se depositan en que los laboratorios consigan sintetizar sueño. Entretanto, las Brigadas lo extraen de quienes aún tienen un dormir placentero, sin pesadillas, para hacer transfusiones a los insomnes crónicos u "orexines". Una distopía no sería tal sin neologismos.

En novelas como esta todo se juega a que la tesis inicial encuentre su coherencia interna, que los retos de un mundo sin X o con exceso de Y provoque una cascada de reflexiones sobre su presente al lector. Al fin y al cabo -y como se vio en la pandemia-, todo gira en torno a la solidaridad y la corrupción, a la resistencia y los valores, al miedo irracional y las teorías conspirativas.

Todo está aquí, explicado en primera persona por una "Captadora" cuyo gran éxito ha sido encontrar a un donante universal, la "Bebé A". Como no hay distopía sin historia personal que funcione, Dora, la protagonista, es una "hemofílica de la pena". Su hermana murió de insomnio terminal y eso la convirtió en una Captadora entregada a la causa que explota su tristeza para convencer a nuevos donantes, algo que le pasará factura psicológica.

Russell es hábil haciendo encajar todas las fichas de un futuro que se antoja posible. No sobrecarga el texto con jerga científica ni ahonda en la interesante historia cultural del dormir. El resultado es correcto, pero no contagia la pesadilla de las noches en blanco.

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27 de julio de 2023
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La Arcadia de los Pujol (1)

La mejor opción para aquel verano de 1993 era la montaña. Estábamos a punto de cambiar de ciudad, con todos los gastos que acarrean los traslados, y no podíamos gastar demasiado dinero en vacaciones. Así que una mañana de finales de julio nos dirigimos a un pueblo que nos habían recomendado sin indicarnos previamente lo que ese pueblo significaba. Primero utilizamos el tren y después el autobús. Según íbamos ascendiendo íbamos entrando en un mundo de apacible frescor, habitado por todos los tonos del verde. Pasado Ribes de Frené, el paisaje se fue haciendo más emocionante y turbulento, como el río que se iba despeñando a la derecha. Debimos de llegar a Queralbs a media tarde, y enseguida nos sentimos en el corazón del Pirineo.

No recuerdo que nos recibieran con los brazos abiertos. Por alguna razón, sentimos al principio cierto aire levemente hostil, o por lo menos cierta indiferencia enfática que parecía ser una pose secular muy propia de las gentes de la montaña de cualquier país. Advierto que solo se trataba de las primeras escenas de la comedia. Si continuabas en el pueblo, esa comedia variaba mucho e ibas notando su modificación día a día.

Aunque llevábamos un tiempo en Barcelona, hasta que no llegamos a aquel rincón del Pirineo no supimos que Queralbs era en realidad el feudo de los Ferrusola-Pujol. Tanto Jordi como Marta habían nacido en Barcelona, pero su lugar más mítico e íntimo, aquel en el que se sentían conectados con la Cataluña profunda y sus mistificaciones era Queralbs, algo así como su paraíso particular, y que a ciertas horas y desde ciertos ángulos bien podía parecer una aldea suiza o alemana. En el pueblo le tenían más respeto a la “primera dama” que al señor Pujol, quizá porque ella estaba más vinculada a aquella tierra dotada de una naturaleza contrastada, fascinante y cruel.

La gente de Queralbs, la que se quedaba allí todo el año, aseguraba que había sido de la primera dama la pintoresca idea de que todas las casas en Queralbs fuesen de piedra desnuda y con ventanas, puertas y persianas de madera. En una librería de Ribes de Freser compré libros para informarme de cómo eran antiguamente las casas en Queralbs y comprobé que se parecían muy poco a las de ahora. El proyecto estético que se estaba desplegando en Queralbs no ofrecía dudas: se trataba de convertir un pueblo del Pirineo catalán en un pueblo del Tirol. Y en buena medida lo habían conseguido. Queralbs, ese feudo románico que tuvo muy pronto su castillo y su iglesia, duro, parcialmente aislado, de apariencia tosca y al mismo tiempo encantadora, estaba cayendo en la tentación suiza, y faltaba poco para que alguna fonda llevase el nombre de Guillermo Tell. El plan universal de convertir todo el planeta en un parque temático está llegando también a los pueblos, y eso se notaba perfectamente en Queralbs. Casi todas las casas cumplían la norma de la piedra desnuda y las ventanas de madera, salvo la de Marta Ferrusola, ya que su casa incumplía todas, absolutamente todas las reglas que sí contaban para al resto del municipio, según me aseguraban los del pueblo. Los oriundos de Queralbs llamaban a aquella casa “la Cami”, porque sus colores apastelados recordaban los de un helado de nata, fresa y chocolate. Se trataba de un chalet cremoso y gigantesco, según creo recordar, construido a las afueras del pueblo y sobre una elevación, si bien se hallaba más bien oculto, y no lo podías ver desde cualquier lugar.

En el espacio del pueblo, entendido como espacio dramático en el que se está representando algo, el chalet de la primera dama era la representación más genuina del dominio como exhibición, si bien en su versión más cursi. La casa en cuestión incumplía de tal modo las normas estéticas del lugar que tendía a crear una diferencia excesiva entre ella y las demás: una diferencia feudal, evidente y a la vez extrañamente camuflada, pero que dejaba ver con claridad el deseo de destacar y el recurso a la excepción. Los del pueblo me lo decían continuamente, si bien con palabras más burlonas y cortantes. Uno de ellos me lo dijo así: “A menudo las leyes son para todos menos para los que las formulan.”

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26 de julio de 2023

Foto: Javier del Real

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Tres mujeres y un voto

 

El pasado domingo 23 fui a las urnas movido por razones privadas, aunque no íntimas. Todo empezó el 16 de febrero del año pasado, si bien mucho antes, desde la adolescencia, ya mostré un ramalazo izquierdista, que por el momento no ha variado, con sus pequeños deslices o matices.

El 16 de febrero del 2022 tuve que salir a un escenario en el que no se votaba, solo se cantaba, y muy bien, la partitura de la sexta y última obra operística de Luis de Pablo, el más grande compositor español de la segunda mitad del siglo XX, gloriosamente activo hasta la fecha de su fallecimiento, a fines del 2021, cumplidos los noventa.

Fue aquella una jornada histórica, feliz y triste. El músico había muerto pocos meses antes, sin llegar a oír lo escrito fulgurantemente por él a partir del texto de mi novela “El abrecartas”, tan bien entendido y condensado. En el patio de butacas del Teatro Real, donde tenía lugar el “estreno absoluto”, hubo espectadores apresurados que no aguardaron las subidas y bajadas del telón para aplaudir (ni para patear), por las prisas o por la incomprensión de esa música, un oratorio laico según Luis y yo lo entendimos desde el arranque de nuestra adaptación escénica, y así lo vieron los críticos, pero no todos (todo hay que decirlo). Quizá solo los que supieron reconocer algún que otro precedente de Haendel, de Stravinsky, de Janacek.

La ausencia física de Luis de Pablo aquella noche de febrero fue paliada muy delicadamente por la iniciativa del propio teatro y del director del montaje, Xavier Albertí, de hacer bajar del telar una rosa roja que se posara sobre la silla vacía donde estaba la partitura completa del maestro de Pablo.

Y en ese momento irrumpieron ellas en el escenario. No eran sopranos, ni actrices, ni tramoyistas. Tres mujeres maduras de distintas edades: la abogada y activista política Paquita Sauquillo, la sindicalista docente y traductora literaria Carmen Romero, y la vice-presidenta Yolanda Díaz, que no requiere más glosa.

En una realidad en la que la cultura, y sobre todo lo que llamaremos “cultura de la historia y del compromiso”, se ve amenazada por la supresión, la sospecha y los recortes que esconden prohibiciones, (e incomprensiblemente ausente el Ministro de Cultura socialista en aquel estreno póstumo de una gran figura de las artes hispánicas), allí estaban esas tres combativas mujeres para dar testimonio de homenaje al artista que se despedía del mundo con dicho testamento artístico y político.

Y esa misma noche, media hora más tarde, un alma benevolente que sabía de mi ignorante impericia me da a conocer el siguiente tweet:

https://twitter.com/Yolanda_Diaz_/status/1494061890363965460?t=DTvbHCsq7z15Ub3gNQscSg&s=03

Una personalidad política de relieve, comprometida también con la vanguardia en las artes, impulsa al gauchista que sigo siendo a sumarse al espíritu de progreso que representa la vicepresidenta espectadora, innovadora y tuitera.

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26 de julio de 2023

Retrato de José Martínez Ruiz, 'Azorín', en los años veinte. EFE

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Otro grande

 

No ha habido demasiada fiesta de celebración por los ciento cincuenta años del nacimiento de Azorín y me parece incomprensible

 

En junio se cumplieron los ciento cincuenta años del nacimiento de Azorín. No ha habido demasiada fiesta de celebración y me parece incomprensible. Otra de las rarezas de nuestro país quiere que los escritores mayores del siglo XX fueran Baroja, Valle, Machado y Jiménez, pero no Azorín. Esta peculiar desmemoria será enmendada por la Real Academia en octubre o noviembre con un homenaje riguroso, pero yo esperaba más respuesta por parte de la prensa. Aparte de un estupendo artículo de Jorge Bustos y otro de Mario Vargas, no he leído nada en verdad remarcable.

¿Será porque se le considera un miniaturista? ¿Alguien dedicado, como un flamenco del siglo XVII, a proponer imágenes exactas, nítidas, casi esmaltadas, de interiores con vajilla de loza, mortero y un ventanuco por el que entra un potente haz de sol levantino? Eso es, desde luego, una parte de lo que sabía hacer, pero hay otras. Sus llamadas Obras Completas constan de nueve tomos editados en aquella deliciosa colección de Aguilar, encuadernada en piel roja que yo le debo al gran librero y editor Abelardo Linares. La alegría que me da ver los nueve lomos cada día en su estantería no podré pagarla jamás. Están pidiendo que los tome en la mano y comience a leer por cualquier parte, todas las hojas son admirables.

Cada tomito tiene unas mil páginas, de modo que estamos hablando del autor de casi diez mil páginas. La obra de Azorín es inmensa y, además, estas Obras completas no lo son ni de lejos. Su editor fue Ángel Cruz Rueda y las comenzó en 1947. El último volumen (al menos en mi edición, que es la segunda) data de 1963 y ya no está encuadernado en piel, sino en un cartón un poco vil. Más de quince años le llevó la empresa a Ángel Cruz y bastante hizo, pero es insuficiente.

Para empezar, es muy difícil localizar los textos porque no hay un índice general. No te queda más remedio que buscarlo por el año de edición (lo que no es fácil) y rastrearlo en el tomo oportuno. Alguna institución valenciana debería financiar la edición de un índice que facilitara la lectura y la investigación. ¿Hay en Alicante alguna que se dedique a mantener la memoria de uno de sus más brillantes hijos? La Fundación Mediterráneo, por ejemplo. ¿O en la Universidad de Valencia, donde estudió? Bien es verdad que Valencia es una comunidad curiosa, particular y difícil. Azorín tiene un libro, justamente llamado Valencia, que es de lo mejor que escribió.

A ver qué tal sale el homenaje de la Real Academia y si alguna otra institución se suma al recuerdo de aquel hombre que al final de su vida era tan filiforme como don Quijote, sobre quien escribió múltiples y densas páginas que merecerían una publicación por ahora inexistente. Yo llegué a conocerlo, ya tumbado en su cama de la que apenas se levantaba, en 1967, que fue el año de su muerte, pero muy divertido al ver a un jovenzano que le traía un libro para firmar. Era un Lope en silueta de la mítica editorial Cruz y Raya, de 1936. Y aún tuvo la humorada de sonreírle a mi acompañante y decir con voz cascada, “Vaya moza reguapa”. Pocas semanas antes de morir estaba aún perfectamente vivo.

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25 de julio de 2023
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«Vox populi», del pensamiento débil al pensamiento fácil

 

Vivimos en un tiempo de incertidumbres, aceleradas. Cuando cayó el Muro berlinés y algunos anunciaron el fin de la Historia, en realidad lo que nos sobrevino fue el vacío geopolítico y el arranque de una nueva era de transformaciones tecnológicas de cuyo alcance, todavía, atisbamos lejanas nebulosas. El foco, una vez más, se situó sobre la economía y la necesidad de repensar el sistema capitalista. Como quiera que los intelectuales apenas saben nada de cómo funcionan las leyes del mercado, se han venido refugiando en un pensamiento débil (como lo definió el filósofo posmoderno y poscatólico Gianni Vattimo), en el sentido de que carece de formulaciones rotundas y concretas. Hay quien le ha llamado pensamiento «líquido» (Zygmunt Bauman), que previamente también fue «deconstruido» (en concepto del insobornable Jacques Derrida).

El pensamiento «fuerte», por contraste, se ocupa de certezas. Su origen lo encontramos en la esencia de los grupos humanos que se asientan en comunidades sedentarias al descubrir la agricultura y domesticar animales, que con el tiempo construirán las primeras ciudades que llamamos como tales. Creyeron en el monoteísmo y convinieron una moral colectiva que hiciera posible la vida en sociedad, mediante las tablas de la ley (revelada). El idealismo político y la utopía comunitaria derivan de esta visión sagrada del mundo (Antonio Escohotado).

Por eso se antoja que resulte muy difícil, por no decir imposible, que una civilización pueda organizarse a través de ideas relativistas por más que la física cuántica y la razón ilustrada nos induzcan a ello. La gente necesita creencias, dioses y naciones (o tribus y equipos deportivos), de lo contrario es incapaz de enfrentarse sin angustias a los mitos y realidades de la vida (Alain Finkielkraut, Rubert de Ventós…). ¿Se imaginan un sistema educativo contemporáneo basado en la duda? No parece que estemos capacitados para formalizar a gran escala una pedagogía de tal naturaleza por mucho que invoquemos a su teórico Descartes, o los magisterios de Maria Montessori, Freinet, Steiner o Giner de los Ríos.

De ahí que los avatares históricos sean oscilantes: a un largo periodo de prosperidad económica le corresponde una política estable y una paz social, pero siempre le sucede una crisis que primero debilita la economía y luego contamina a la sociedad y canibaliza la política. Justo en orden contrario a lo que vaticinaba Carlos Marx. Así lo entendió, en cambio, el genio de John Maynard Keynes, el primer gran economista que supo ver la necesidad de ser dúctil, combinando iniciativas públicas (o sea, decisiones políticas), con el impulso privado y hasta con el riesgo inversor (financió a su universidad de Cambridge jugando a la bolsa). Para el keynesianismo nunca habría que tomar decisiones que hagan sufrir a las personas, porque siempre existe la posibilidad de encontrar otros caminos, incluso inventarlos.

Y dado que la realidad actual es tan compleja como líquida y relativista, de futuro incierto ante el rápido advenimiento de la tecnociencia, cuyas supuestas ventajas económicas para todos están por llegar, lo que aflora de nuevo es el pensamiento fuerte de las certezas que ya ha empezado a contaminar la política. Rusia quiere volver a ser imperial, Europa ve resucitar los movimientos ultras de cariz xenófobo, los franceses no soportan a su presidente-intelectual-pragmático, en los Estados Unidos reaparecen cuáqueros y supremacistas mientras la América latina se debate entre el indigenismo antiespañol y los nuevos evangelistas. Todo tiene mala pinta.

En España también hemos vuelto a las andadas. A los restos críticos del antiguo y poderoso Partido Comunista en la clandestinidad siguieron los pactos de la Transición, dando paso a esta sana alternancia democrática que pudo superar un golpe de Estado y las matanzas de una organización terrorista. El franquismo no era compatible entonces y quedó arrumbado en un armario. La crisis económica que arrancó en 2007 (la que negó Pedro Solbes y presagió Manuel Pizarro) dio paso al 15-M, el imberbe movimiento juvenil que ocuparía el espacio del pensamiento «fuerte» a la izquierda de la socialdemocracia. Su eclosión a través de Podemos y sus contradictorias mareas (un combinado de poscastrismo, espíritu de asamblea libertaria e independentismo excursionista) ha traído avances en la pluralidad social, desde luego, pero también ha propiciado efectos perniciosos, entre otros la resurrección del franquismo. En formato Vox, en el extremo derecho del liberalismo y la democracia cristiana, como caricatura que reivindica también su presencia (y soldada) en la fiesta democrática.

El error, como bien ha señalado Arcadi Espada en un memorable artículo («Ministerio de la Guerra»), consistiría en dejar la gestión de la cultura a los representantes del pensamiento fuerte y no al relativismo. Sin una ideología de visión amplia e integradora es difícil que tengamos un buen futuro social. Creer que la cultura es una asignatura «maría» con poco presupuesto constituye una equivocación gravísima que ya cometió el PSOE al cederla al nacionalismo. Es desde la política cultural que se puede construir una sociedad madura (Stefan Zweig así lo narró en sus memorias vienesas).

Por eso hay suplementos de cultura en los periódicos, por eso la prensa dedica cuatro y cinco páginas diarias a la cultura y no al gasto farmacéutico, sirva como ejemplo (el análisis es de Fernando Villalonga, exconseller de la Generalitat Valenciana). Por eso el cine es la segunda industria norteamericana, el diseño estético y la conservación del patrimonio lo son de la italiana, el idioma y su teatro o la música pop generan buena parte de los negocios británicos o la nouvelle cuisine y la moda de valor aspiracional reflotan la economía francesa. Por esta vez, el pensamiento fuerte ha confundido la vox populi (lo que piensa la gente) con el pensamiento fácil. Y la realidad, sin demagogias, se presenta en sentido totalmente opuesto.

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24 de julio de 2023

La Inteligencia Artificial a la que se enfrenta Tom Cruise en la nueva entrega de 'Misión Imposible'

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James Bond contra Big Data y la IA (primera parte)

 

Todos engañamos, todos somos espías y todos nos sabemos espiados. En todos los libros hay un engaño que oculta un secreto. Si leyéramos el Génesis cristiano como una novela de espías, Dios sería el invisible ojo de la Razón de Estado, el Bien Supremo que está en todos los lugares y que todo lo ve y todo lo oye para garantizar con su poder de consuelo, protección y castigo la identidad, la ley y el orden. Satán («el antagonista») o el Diablo («el que divide») sería el ángel vengativo, el agente del Reino del Mal, sombra que engaña mediante el disfraz y el ardid a Eva, y esta, a Adán, incitando a la traición, introduciendo la sospecha y revelando el conocimiento del Secreto para adueñarse del Mundo. A no ser, claro, que en realidad se tratara de una operación de falsa bandera, un autoengaño colectivo para crear una norma y unos jueces metafísicos que buscaran impedir que el carnívoro ser humano se despellejara y se extinguiera como especie. Un no creyente diría que el Secreto estuvo tan bien custodiado por la burocracia celeste en la tierra (sacrilegio significa «leer, robar lo sagrado») que tardó miles de años en ser hecho público.

¿Cuál es el engaño hoy? ¿Qué secretos se ocultan, cuando con la Inteligencia Artificial se ha hecho realidad la milenaria fantasía del Ojo de Horus y la veracidad de los hechos ha quedado anegada bajo un piélago de palabrería y desinformación? ¿Cuando la culpa no es haber desoído a una divinidad, sino al equilibrio de la Naturaleza y haber creado un dios tecnológico? En la nueva entrega de Mission: Impossible, Dead Rackoning part One, el enemigo es el poder omnipresente de la Inteligencia Artificial, ente sin forma, fuera de control humano, y el traidor ya no es el que sirve a una potencia enemiga, sino el nuevo Judas que traiciona a la Humanidad. El nuevo supervillano que quiere llevar al mundo al Apocalipsis o al Armageddon es una deidad artificial maligna que representa el pavor a la máquina. El antagonista que amenaza al ser civilizado occidental  ya no es sólo el salvaje, el zombie, los virus invisibles, la bestia, el otro o el robot, sino también un demonio abstracto y tecnológico creado por él y que exaspera el miedo a una transformación ontológica. El film, pura coreografía, sin más, se suma a la tendencia de la privatización de ejércitos y agencias secretas.

Amazon lee y vende los datos que le damos gratis y al mismo tiempo nos ofrece bolsas Faraday para evitar intromisiones en la privacidad de nuestros móviles y ordenadores y sistemas. Por muchas barreras de contraespionaje que levantemos contra el spyware o malware, sabemos que todos vivimos bajo un techo de cristal y damos a los antivirus acceso a los santuarios de nuestros discos duros. Bush padre fue director de la CIA. Putin, exagente del KGB, no ha dejado de practicar la estrategia soviética del engaño (maskirovka) y las «medidas activas» (aktivnyye meropriyatiya) de desinformación: uso de agentes de influencia y falsificación de noticias para distorsionar la percepción de la realidad. Matthew Potolsky, en un libro apasionante, The National Security Sublime: On the Aesthetics of Government Secrecy, analiza los secretos de Estado en Occidente y su reflejo en la cultura a lo largo de los siglos, desde la muerte del rey Claudio por Hamlet y la conjura contra Kennedy, ficcionada por Don DeLillo en Libra, a las intrincadas constelaciones del poder financiero y político del artista Mark Lombardi o las acciones performativas de Jill Magid. Potolsky dice que inició sus investigaciones al observar que la National Security Agency (NSA), creada en 1952 por Truman, era un fantasma que no aparecía reflejado en ninguna novela, ni film, ni ensayo político de la época, a pesar del papel central que desempeñó durante la Guerra Fría, junto con otras agencias similares, llamadas The Five Eyes, entre las que figuraba  la británica GCHQ. Su invisibilidad dio pie a leer el acrónimo NSA como No Such Agency.

 

El momento agónico del espía ante el desierto de espejos

«Deception is a state of mind and the mind of State» es la frase del exdirector de contraespionaje de la CIA, James Jesus Angleton, que abre el documental Operation Gladio, de Allan Francovich, sobre la red clandestina que ejecutaba atentados de falsa bandera en los años setenta para promover un régimen autoritario y evitar la llegada al poder del Partido Comunista. Angleton, protagonista de The Good Shepherd (2006), de Robert de Niro, y gran lector de poesía, describía con un verso de Eliot («wilderness of mirrors») el momento agónico del espía, aquel en el que se encuentra perdido, solo, aislado, y no sabe qué hacer ni en quién confiar. En un desierto de espejos fiables el sentimiento de la población de estar a la intemperie y de ser engañada es omnipresente. La frase más repetida por los personajes de numerosas películas en sus momentos más dramáticos es trust me, confía en mí, frase balsámica que se ha de repetir más de cinco veces, casi una plegaria, para ser convincente.

Los agentes no saben a quién sirven ni por qué. Los objetivos últimos de la misión son mantenidos en secreto por la cúpula jerárquica. Los espías de los films, como muchos ciudadanos están desorientados por la posverdad, la inseguridad, el auge de la Inteligencia Artificial, los profundos cambios en su vida cotidiana, las deslealtades, la competitividad incluso con los compañeros de trabajo, el miedo a un futuro incierto, la falta de respuesta política a su malestar…, y estos espías se hacen preguntas, dudan, investigan; otros siguen con entusiasmo las banderas que enarbolan sus jefes, confortado su desasosiego por la comunidad de acólitos que comparten la misma fe en una verdad única.

«Cuando el sistema falla, el hombre honrado se alza», dice un policía de la serie Bosch. En su caso, busca la supervivencia de la justicia ahogada en un océano de corrupción generalizada, pero la misma frase es entendida de otra manera por una secta cercana a las tesis conspirativas de QAnon. Y ahí reside el engaño de las palabras, el doublespeak orwelliano: defender la democracia para acabar con ella, o, como en la carta robada de Poe (un experto en esconder códigos secretos en sus textos), acusar de conspiración al Deep State cuando ellos son manejados por el Deep State. El mensaje en ambos casos es que la única opción es individualista, nunca la acción colectiva, y, cuando se opta por un activismo colectivo, entra en juego la resignificación de la palabra libertad: la máscara de V for Vendetta la utilizaron activistas de izquierdas (mi libertad termina cuando empieza la libertad del otro) y, después, ultraderechistas defendiendo una libertad sin conciencia social.

Laberinto de secretos

En Three Days of the Condor (1975), de Sydney Pollack, Robert Redford descubre que detrás de una serie de asesinatos se esconde la mano de una CIA secreta dentro de la CIA con un plan para invadir Oriente Próximo en caso de crisis petrolera. «No es más que un juego para probar cuántos hombres, qué riesgo, cómo se desestabiliza un régimen», dice el jefe de los servicios secretos a Redford. «Para eso nos pagan. Es una cuestión económica. Hoy hablamos de petróleo, en diez o quince años, quizá antes, hablaremos de alimento o de plutonio. ¿Qué crees que la gente espera de nosotros? Cuando las reservas se agoten, cuando no puedan calentarse, cuando sus coches no arranquen, pregúntales. Cuando tengan hambre aquellos que nunca han pasado hambre, ya no querrán que les pregunten, solo querrán que les abastezcan». El plan era solo prospectivo, pero el líder de la CIA secreta quería ponerlo ya en práctica mediante atentados de falsa bandera, por lo que la CIA oficial se había deshecho de él. Aún no era el momento de aplicarlo, aunque el plan era válido y había que mantenerlo en secreto para que no llegara a oídos del enemigo y eso exigía la muerte de cuantos lo conocían.

La conversación tiene lugar frente al edificio de The New York Times. «Ellos lo saben», sonríe Redford. «¿Cómo sabes que lo publicarán?», responde enigmático el agente secreto. La cinta resulta ingenua hoy, en el mundo del egoísmo posdemocrático y de la posverdad, en el que los líderes populistas han conseguido que sus seguidores crean que cualquier hecho documentado por los medios anatemizados es pura fábula. En la filmografía de ficción reciente salen a la luz vagamente los entramados que mueven el mundo: intereses petroleros (Syriana, de George Clooney), de la industria del armamento, tecnológicas, farmacéuticas, ejércitos privados subcontratados, como Blackwater y Wagner (Dirty Wars, de Richard Rowley), narcotráfico, luchas personales por el poder, presidentes norteamericanos asesinos, golpes de Estado en la Casa Blanca…

Es tentador trasladar a las películas de espías la crisis de identidad (lo que soy, lo que creo ser y lo que aparento ser), agudizada por el narcisismo competitivo. Hay series excelentes, como la francesa Le Bureau des légendes, de Eric Rochant, que retrata los problemas de identidad de un agente con el personaje que ha representado durante su infiltración en Siria y que aborda con verosimilitud la situación en Oriente Medio, Irán, el ciberespionaje, la rivalidad con Rusia o las intromisiones de la CIA y el Mossad. El protagonista padece el mismo síntoma que Jason Bourne (The Bourne Identity), Leamas (The Spy Who Came in from the Cold) y Razumov (Under Western Eyes), que intentan resituar sus identidades respecto a las adoptadas en sus reinos de sombras. El mismo tono melancólico mantiene el film Beirut, de Brad Anderson, con guion de Tony Gilroy y con un Jon Hamm que podría haber encarnado al cónsul Firmin de Under the Volcano, de Lowry. La lista de protagonistas con trastornos ansiosos es larga, como el hacker encapuchado Elliot Alderson, del techno-thriller Mr. Robot, que sufre identidad disociativa y depresión patológica. Y en esta serie, como en tantas otras, el mensaje sigue siendo la opción del héroe individual.

Otras obras dignas son Tehran, Kalifat, The Honourable Woman, Counterpart (la posibilidad de haber vivido otra vida y la amenaza de una pandemia exterminadora), Spy/Master (la turbia deserción de un espía de Ceaucescu, en el que la verdadera malvada es la esposa del dictador rumano) o The Spy, de Yuval Adler, con una Diane Kruger que renuncia por convicciones morales al Mossad y The Little Drummer Girl y The Night Manager (ambas de Le Carré). O, también, A Most Wanted Man, otra de Le Carré, versionada por Anton Corbijn y un Philip Seymour Hoffman estelar en el papel de un agente que tiene que dilucidar si un checheno es un simple emigrante o un peligroso terrorista. La irónica Slow Horses permite lucirse a un gran Gene Hackman descreído y Old School. Disparatadas e innovadoras son Killing Eve, Babylon Berlin (reinvención del Berlín decadente de Weimar) y Utopia (primera versión, la de Dennis Kelly de 2003): una conspiración malthusiana de ecologistas radicales con premonición de una pandemia de gripe rusa provocada como excusa para insertar en la población un chip de exterminio racista.

Si alguien quiere matarte, conviene preguntarte por qué

En uno de los capítulos, uno de los conspiradores regaña a una mujer que, con conciencia medioambientalista, ha optado por viajar en autobús con su hijo pequeño en lugar del contaminante avión: «Nada produce más CO2 que un humano del primer mundo —dice airado el terrorista— y tú has tenido uno. ¿Por qué? ¿Por qué lo has tenido? Producirá quinientas quince toneladas de CO2 a lo largo de su vida, lo mismo que cuarenta camiones. Haberlo tenido será equivalente a realizar seis mil quinientos vuelos a París. Podrías haber volado noventa veces al año, ida y vuelta, un viaje cada semana de su vida, y eso no tendría el impacto en el planeta que va a tener tu hijo. Por no mencionar los pesticidas, los detergentes, los plásticos y los combustibles nucleares que se usarán para que no pase frío… Traerlo al mundo fue un acto egoísta, algo brutal. Tú has condenado a otros al sufrimiento. Si este asunto te preocupa tanto, lo que tienes que hacer es cortarle el cuello a tu hijo ahora mismo».

Masahiro Higashide y Yû Aoi en Supai no tsuma (La mujer del espía), 2020. Fotografía: C&I Entertainment.

Las guerras de Irak, Siria y Afganistán y la ola de atendados yihadistas generaron una multitud de films sobre conspiraciones de Al Qaeda o el ISIS, expresión de una herida de ansiedad que no lograron cicatrizar la muerte de Bin Laden (Zero Dark Thirty, de Kathryn Bigelow) ni la difusión del gran engaño y el inmenso error de Bush (Official Secrets, de Gavin Hood). Ya hace décadas que los filmes subrayan la parte más oscura del ser humano. Nadie es malo ni bueno los trescientos sesenta y cinco días del año y algo hemos aprendido: «Si alguien quiere matarte, conviene preguntarte por qué», decía John Le Carré. En los films patrióticos más convencionales, el yihadista suele justificar sus acciones («ellos mataron a mi familia, yo tengo derecho a matar a la suya»), aunque no vayan más allá de una contraposición entre el buen árabe moderado (ya se sabe que el colaborador nativo morirá en algún momento) y el radicalizado, según modelo calcado de las películas coloniales o de las de indios y vaqueros, que demonizan al otro. (Continuará)

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21 de julio de 2023
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El país de las escasas primaveras

Los mayas creían que la historia era circular, sujeta a constantes ciclos de repetición, y la de Centroamérica da para creerlo.

Según se repetía la posición de las estrellas, se repetía la historia. Ahora mismo, parecen encontrase de nuevo en el lugar que tenían en el cielo hace 80 años, en 1943, cuando el istmo se hallaba sometido a crueles dictaduras que, a su vez, eran símiles de otras de más atrás: el general Ubico, que se peinaba con un mechón de pelo suelto sobre la frente para parecer a Napoleón, reinaba en Guatemala; el general Hernández Martínez, vegetariano que profesaba el espiritismo, en El Salvador; el general Carías, que utilizaba una silla eléctrica de voltaje suficiente para chamuscar a los prisioneros políticos, en Honduras; y el general Somoza, que metía a sus propios prisioneros en jaulas de su jardín zoológico, en Nicaragua.

Al año siguiente, en 1944, cuando soplaban vientos antifascistas en los finales de la guerra mundial, una ola de protestas callejeras en las capitales de Centroamérica se llevó al general Martínez y al general Ubico. Sobrevivieron a duras penas Carías, que murió en su cama, y Somoza, que años después se encontró con las balas disparadas por un poeta.

Y sucedió lo inaudito: derrocado Ubico, el doctor Juan José Arévalo, un maestro normalista, exiliado en Argentina, fue electo presidente de la república con el 85% de los votos.

Los folletos turísticos ensalzan a Guatemala como el país de la eterna primavera. El prócer cultural Luis Cardoza y Aragón hablaba más bien del país de la eterna balacera, y hay un cuadro del pintor Luis Diaz que se titula Guatebala.

Los años de gobierno del doctor Arévalo son reconocidos justamente como los de una primavera democrática, interrumpida cuando su sucesor constitucional, el coronel Jacobo Árbenz, fue derrocado en 1954 por un golpe militar patrocinado por la United Fruit y los hermanos Dulles, adalides de la guerra fría. La caída de Árbenz es tema de la novela de Mario Vargas Llosa, Tiempos Recios.

La primavera democrática duró diez años. El doctor Arévalo, igual que Árbenz, fue anatemizado por comunista. Proclamaba un “socialismo espiritual” a través de reformas profundas en la educación, algo que un marxista ortodoxo clasificaría como socialismo utópico; pero los retrógrados de entonces no quisieron escuchar sus discursos donde dejaban explícito que "el comunismo era contrario a la psicología del hombre".

Un reformador que quiso modernizar la sociedad guatemalteca, feudal en su estructura agraria, con una inmensa población indígena sometida y apartada, y que, en los años posteriores a la guerra mundial, advertía: "temo que el occidente haya ganado la batalla, pero en sus ataques ciegos al bienestar social, pierda la guerra contra el fascismo". Una reflexión que no pierde vigencia.

Contra ese mismo muro chocó Árbenz, juzgado y sentenciado como comunista por los hermanos Dulles, entre otros pecados mayores porque intentaba una reforma agraria basada en las tierras ociosas de la United Fruit, una medida que se quedaba pálida frente a las que la Alianza para el Progreso del presidente Kennedy declararía permisibles después.

Los astros de la historia vuelven a colocarse ahora en la misma posición en que se hallaban en el cielo maya en 1944: la férrea dictadura de Ortega en Nicaragua, la dictadura digitalizada de Bukele en El Salvador, una dictadura institucional en Guatemala que cambia de rostros, pero no de esencia, ayer Jimmy Morales, un cómico de la televisión, hoy Alejandro Giammattei, antiguo director penitenciario.

Los dueños de este sistema cerrado y excluyente han terminado con la independencia judicial, han obligado al exilio a jueces y fiscales, encarcelan y destierran periodistas, y tienen el poder de vetar a los candidatos presidenciales, como ha ocurrido con estas últimas elecciones, en cuya primera vuelta se les coló un candidato al que no daban importancia porque se hallaba en el piso de las encuestas. Su partido Semilla, formado por intelectuales de clase media, les parecía igualmente inocuo.

Sorpresa te da la vida, canta Rubén Blades: ese candidato es Bernardo Arévalo, hijo de aquel profesor normalista de la primavera democrática. Disputará la segunda vuelta el próximo 25 de agosto con Sandra Torres, que concurre por tercera vez. Y ahora los señores feudales están aterrados: si en la primera vuelta una cuarta parte de los electores votaron nulo o en blanco, porque sentían no tener candidato, ahora sienten que sí lo tienen. Otra vez, el fantasma de la amenaza comunista en escena.

Zancadilla tras otra, han buscado sacar del juego a Bernardo Arévalo. Usaron las maltrechas instituciones judiciales para ordenar un nuevo recuento de votos, y no les resultó, los votos siguieron siendo los mismos. Un juez decretó invalidar al partido Semilla, bajo el argumento de la obediente fiscalía, de que la firma de un adherente era falsa. Tampoco resultó. Hasta lo inaudito de un allanamiento judicial al propio tribunal electoral.

Pero los astros están alineados, otra vez de la misma manera. En el firmamento se lee cansancio ante la corrupción pública, la penetración creciente del crimen organizado, la burla de las instituciones, el feudalismo arcaico, los abismos de desigualdad social. Como en 1944, la sociedad quiere modernización, vientos de libertad.

Que repitan los dioses mayas la primavera democrática.

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20 de julio de 2023

Ellos de Kay Dick (Automática Ed. 2023)

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Kay Dick y el inquietante espejo de vivir en un mundo sin arte

Hay un enemigo común en las distopías más conocidas, como las de Zamiatin, Orwell, Bradbury o Atwood, que retratan un poder autoritario. Además de la prensa independiente, se persigue el arte, entendido como una vía de escape de las normas impuestas o un generador de alternativas. En estos mundos opresivos, el uso de los libros como trinchera por parte de los disidentes los convierten en un objeto subversivo que debe erradicarse. El fascismo, el fundamentalismo y el neopuritanismo comparten el afán de prohibir la libre circulación de ideas en su cruzada permanente contra una ciudadanía libre y crítica, para lo cual recurren a la dicotomía entre un "nosotros" monolítico y un "ellos" que hay que derrotar. Pero también hay otras formas efectivas de neutralizar la subjetividad vigorizante del arte: rebajarlo a entretenimiento, precarizar a los creadores o ensalzar la ignorancia sin rubor alguno.

Estas reflexiones se hallan en el núcleo de la perturbadora novela Ellos de Kay Dick (Londres, 1915-Brighton, 2011). La historia se desarrolla en una Inglaterra reconocible, trasladada a un futuro impreciso, donde artistas e intelectuales viven aislados en colonias rurales. El narrador, cuyo género está difuminado, vive en soledad con un perro, escribe y es uno de sus miembros. Alrededor, un grupo creciente de filisteos los vigila, los acosa y, si es necesario, actúa sin miramientos: cuando se ausentan, a veces sustraen libros u obras de arte de sus casas. Tampoco tienen reparos en ser más drásticos: ciegan a un pintor o queman la mano de una poeta por dar rienda suelta a su pulsión creativa. El amor, la fraternidad y el duelo también están proscritos. La terapia más radical se practica en unas torres de internamiento donde se extirpan la sensibilidad y los recuerdos.

En esta novela, dividida en nueve capítulos independientes que conforman la "secuencia" desasosegante a la que se hace referencia en el subtítulo, se muestran los distintos posicionamientos de los artistas: la connivencia, el compromiso, la protesta o el exilio interior. La sociedad parece adentrarse en un periodo pre-Gutenberg, en que la memoria, y no el papel impreso, es el ámbar que conserva la gran literatura. Dick, editora de Orwell y participante activa en la vida intelectual inglesa, librepensadora abiertamente bisexual, vio cómo su inquietante, aunque delicada especulación futurista pasó sin pena ni gloria en 1977. Cayó en el olvido, y no fue hasta hace un par de años, cuando un agente literario la "redescubrió" en un mercadillo y la devolvió al anaquel de las novedades.

Pero ¿quiénes son "ellos"? A diferencia de los autores mencionados, Dick elige retratar a una masa reaccionaria que no sigue a un líder ni es el brazo ejecutor del Estado. Ese "ellos" se informa solo por la televisión, prefiere "mirar el mar desde el refugio seguro del monstruoso puerto deportivo" y gustan de las mujeres dóciles. Se ha simplificado tanto el discurso que apenas se sabe articular palabras y perciben cualquier forma de emancipación como "una amenaza". El narrador recuerda que todo comenzó como "una parodia para la prensa". ¿Les suena familiar? Kay Dick nos ofrece un espejo que refleja hoy nuestros tiempos.

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19 de julio de 2023
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