Juan Lagardera
Vivimos en un tiempo de incertidumbres, aceleradas. Cuando cayó el Muro berlinés y algunos anunciaron el fin de la Historia, en realidad lo que nos sobrevino fue el vacío geopolítico y el arranque de una nueva era de transformaciones tecnológicas de cuyo alcance, todavía, atisbamos lejanas nebulosas. El foco, una vez más, se situó sobre la economía y la necesidad de repensar el sistema capitalista. Como quiera que los intelectuales apenas saben nada de cómo funcionan las leyes del mercado, se han venido refugiando en un pensamiento débil (como lo definió el filósofo posmoderno y poscatólico Gianni Vattimo), en el sentido de que carece de formulaciones rotundas y concretas. Hay quien le ha llamado pensamiento «líquido» (Zygmunt Bauman), que previamente también fue «deconstruido» (en concepto del insobornable Jacques Derrida).
El pensamiento «fuerte», por contraste, se ocupa de certezas. Su origen lo encontramos en la esencia de los grupos humanos que se asientan en comunidades sedentarias al descubrir la agricultura y domesticar animales, que con el tiempo construirán las primeras ciudades que llamamos como tales. Creyeron en el monoteísmo y convinieron una moral colectiva que hiciera posible la vida en sociedad, mediante las tablas de la ley (revelada). El idealismo político y la utopía comunitaria derivan de esta visión sagrada del mundo (Antonio Escohotado).
Por eso se antoja que resulte muy difícil, por no decir imposible, que una civilización pueda organizarse a través de ideas relativistas por más que la física cuántica y la razón ilustrada nos induzcan a ello. La gente necesita creencias, dioses y naciones (o tribus y equipos deportivos), de lo contrario es incapaz de enfrentarse sin angustias a los mitos y realidades de la vida (Alain Finkielkraut, Rubert de Ventós…). ¿Se imaginan un sistema educativo contemporáneo basado en la duda? No parece que estemos capacitados para formalizar a gran escala una pedagogía de tal naturaleza por mucho que invoquemos a su teórico Descartes, o los magisterios de Maria Montessori, Freinet, Steiner o Giner de los Ríos.
De ahí que los avatares históricos sean oscilantes: a un largo periodo de prosperidad económica le corresponde una política estable y una paz social, pero siempre le sucede una crisis que primero debilita la economía y luego contamina a la sociedad y canibaliza la política. Justo en orden contrario a lo que vaticinaba Carlos Marx. Así lo entendió, en cambio, el genio de John Maynard Keynes, el primer gran economista que supo ver la necesidad de ser dúctil, combinando iniciativas públicas (o sea, decisiones políticas), con el impulso privado y hasta con el riesgo inversor (financió a su universidad de Cambridge jugando a la bolsa). Para el keynesianismo nunca habría que tomar decisiones que hagan sufrir a las personas, porque siempre existe la posibilidad de encontrar otros caminos, incluso inventarlos.
Y dado que la realidad actual es tan compleja como líquida y relativista, de futuro incierto ante el rápido advenimiento de la tecnociencia, cuyas supuestas ventajas económicas para todos están por llegar, lo que aflora de nuevo es el pensamiento fuerte de las certezas que ya ha empezado a contaminar la política. Rusia quiere volver a ser imperial, Europa ve resucitar los movimientos ultras de cariz xenófobo, los franceses no soportan a su presidente-intelectual-pragmático, en los Estados Unidos reaparecen cuáqueros y supremacistas mientras la América latina se debate entre el indigenismo antiespañol y los nuevos evangelistas. Todo tiene mala pinta.
En España también hemos vuelto a las andadas. A los restos críticos del antiguo y poderoso Partido Comunista en la clandestinidad siguieron los pactos de la Transición, dando paso a esta sana alternancia democrática que pudo superar un golpe de Estado y las matanzas de una organización terrorista. El franquismo no era compatible entonces y quedó arrumbado en un armario. La crisis económica que arrancó en 2007 (la que negó Pedro Solbes y presagió Manuel Pizarro) dio paso al 15-M, el imberbe movimiento juvenil que ocuparía el espacio del pensamiento «fuerte» a la izquierda de la socialdemocracia. Su eclosión a través de Podemos y sus contradictorias mareas (un combinado de poscastrismo, espíritu de asamblea libertaria e independentismo excursionista) ha traído avances en la pluralidad social, desde luego, pero también ha propiciado efectos perniciosos, entre otros la resurrección del franquismo. En formato Vox, en el extremo derecho del liberalismo y la democracia cristiana, como caricatura que reivindica también su presencia (y soldada) en la fiesta democrática.
El error, como bien ha señalado Arcadi Espada en un memorable artículo («Ministerio de la Guerra»), consistiría en dejar la gestión de la cultura a los representantes del pensamiento fuerte y no al relativismo. Sin una ideología de visión amplia e integradora es difícil que tengamos un buen futuro social. Creer que la cultura es una asignatura «maría» con poco presupuesto constituye una equivocación gravísima que ya cometió el PSOE al cederla al nacionalismo. Es desde la política cultural que se puede construir una sociedad madura (Stefan Zweig así lo narró en sus memorias vienesas).
Por eso hay suplementos de cultura en los periódicos, por eso la prensa dedica cuatro y cinco páginas diarias a la cultura y no al gasto farmacéutico, sirva como ejemplo (el análisis es de Fernando Villalonga, exconseller de la Generalitat Valenciana). Por eso el cine es la segunda industria norteamericana, el diseño estético y la conservación del patrimonio lo son de la italiana, el idioma y su teatro o la música pop generan buena parte de los negocios británicos o la nouvelle cuisine y la moda de valor aspiracional reflotan la economía francesa. Por esta vez, el pensamiento fuerte ha confundido la vox populi (lo que piensa la gente) con el pensamiento fácil. Y la realidad, sin demagogias, se presenta en sentido totalmente opuesto.