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Anteojos rotos de Salvador Allende frente al Palacio de La Moneda

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Otras voces a 50 años del Golpe de Estado en Chile

Las librerías, las páginas de los diarios, las noches de la televisión y los sitios web periodísticos de Chile se han llenado este mes con recuerdos, opiniones, nuevas revelaciones y ficciones sobre el gobierno de Salvador Allende, la dictadura de Augusto Pinochet y el Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, que dividió las aguas y la historia del país trasandino.
Un hecho relevante para la discusión sosegada y a la distancia: los dos libros más vendidos en estos días provienen de voces que son críticas con la situación antes del golpe, sin por eso justificar la barbarie de la dictadura.
Son foco de discusión en ámbitos académicos, políticos y periodísticos el ensayo Allende, la izquierda chilena y la Unidad Popular, del filósofo y habitual comentaristas y divulgador de derecha Daniel Mansuy, que se centra en los discursos y debates previos al golpe, y el libro póstumo del primer presidente de la transición, el demócrata cristiano Patricio Aylwin, La experiencia política de la Unidad Popular, donde relata el quiebre de la democracia desde su posición de líder de la oposición centrista y reflexiona con autocrítica sobre lo que la clase política no pudo hacer para evitar el levantamiento militar.
Como sucede desde que se recuperó la democracia en 1990, muchos relatos son sobre las víctimas, los desaparecidos, fusilados y torturados, y las búsquedas de sus familias. Unos días antes del aniversario, el joven cronista Richard Sandoval presentó en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos Amor, te sigo buscando, que rescata este recorrido de familiares.
Esta última contribución a la voz de las víctimas va en la línea de las recientes biografías de algunos de los muertos más conocidos: Víctor Jara: La vida es eterna, de Mario Amorós; Batuta rebelde, sobre el músico Jorge Peña Hen, asesinado en La Serena en la llamada “caravana de la muerte”, de Patricia Politzer; y Rodrigo Rojas Denegri, hijo del exilio, donde Pascale Bonnefoy reconstruye la vida del joven de 19 años quemado vivo por militares en 1986.
Pero en este nuevo aniversario surgieron y tomaron fuerza otras voces, otras investigaciones y relatos que hacen más complejo y otorgan otras capas de comprensión a los hechos de hace medio siglo, que todavía dividen a los chilenos.
Estos son cuatro caminos donde las voces y miradas de los “otros” nos ayudan a entender un tiempo doloroso y ayudan a la sociedad chilena a enfrentar su pasado y las formas en que sigue vivo en el presente.

Desde Estados Unidos: las investigaciones de John Dinges y los documentos desclasificados de Peter Kornbluh
El director del Centro de Documentación de Chile del National Security Archive en Washington Peter Kornbluh trajo a Santiago su último libro: Pinochet desclasificado. Allí revela, explica y analiza los últimos documentos desclasificados por el gobierno de Estados Unidos a pedido de las autoridades chilenas. Son miles de mensajes intercambiados entre la CIA, la embajada de Washington en Santiago, las distintas oficinas del gobierno de Richard Nixon y, sobre todo, la transcripción de conversaciones entre Nixon y su Asesor de Seguridad Nacional, Henry Kissinger.
Al mismo tiempo, vino al país el periodista de investigación John Dinges, autor del libro clave para entender el intercambio de información y prisioneros ilegales entre las dictaduras del Cono Sur Operación Cóndor y la investigación central sobre el asesinato que la dictadura de Pinochet realizó en la capital de Estados Unidos en 1976 a Orlando Letelier, ex canciller de Salvador Allende (Asesinato en Washington). Su último libro, Chile en el corazón, indaga en el secuestro y homicidio de dos estadounidenses por las fuerzas de Pinochet en los primeros días de la dictadura, y sobre qué sabían y cómo reaccionaron los funcionarios de su país a estos crímenes.
En sus libros y en numerosas conferencias y entrevistas en Santiago, Kornbluh y Dinges revelaron el “otro lado” del golpe: las conversaciones entre altos funcionarios, políticos poderosos y empresarios con intereses en la zona. Lo más interesante es la forma en que Kissinger convence a Nixon de que deben actuar para evitar la subida al gobierno de Allende en 1970, después de su triunfo electoral, y la forma muy distinta en que, en la época de Ronald Reagan, en 1988, Estados Unidos interviene para asegurarse de que Pinochet respetará los resultados del plebiscito, que termina por certificar el fin de su régimen.
Presencié la charla que ambos investigadores dieron para funcionarios del Instituto Nacional de Derechos Humanos. Fue impactante escuchar cómo en el excelente castellano con fuerte acento “gringo” de estos veteranos hurgadores de la verdad, cobraban vida antiguos documentos que certificaban la participación - pero no el protagonismo - de Estados Unidos en la campaña contra Allende en el contexto de la Guerra Fría, y el interesante debate con especialistas chilenos.
Dinges les dijo que, para él, como acucioso investigador, es importante buscar y considerar los datos que pueden echar por tierra sus propias teorías y sus datos anteriores.
Una de las conclusiones centrales de esta visión desde Estados Unidos es por qué era tan importante para Kissinger y sus colaboradores el que no triunfara la vía democrática al socialismo en Chile: en plena guerra ideológica con la Unión Soviética, este ejemplo podía cundir en el resto de Latinoamérica y en Europa, sobre todo en Italia y Francia.

Cómo se veían: Juan Cristóbal Peña y Juan Pablo Figueroa revelan las miradas de un Rasputín de la dictadura y un torturador
Álvaro Puga fue un intelectual en las sombras al servicio de Pinochet desde el mismo momento en que se planificó el Golpe. Redactó comunicados, planificó actos de apoyo al régimen, sugirió y escribió mentiras en los medios adictos al gobierno militar, como el inexistente Plan Z, un supuesto plan de la Unidad Popular de Allende para desatar una guerra bacteriológica, o las noticias falsas que aseguraban que los muertos habían sido víctimas de sus propios camaradas. Es de inspiración suya un infausto título del diario La Segunda: Exterminados como ratones.
El periodista Juan Cristóbal Peña, autor de La secreta vida literaria de Augusto Pinochet y Los fusileros, sobre el comando que intentó sin éxito matar al dictador en 1987, publicó en Anfibia Chile un trabajo sobre Puga, El primer civil de la dictadura, que contiene su perfil, relatos, análisis, documentos liberados, fotos, videos, podcast, historietas con la colaboración de su colega Francisca Skoknic. En su presentación, el actor Rodolfo Pulgar interpretó el “personaje” de Puga, una voz extraída de las entrevistas que le hizo Peña antes de su muerte y de numerosos papeles, documentos y cartas con los que el colaborador de Pinochet pretendía ser reconocido por sus servicios.
En la reivindicación de su trabajo para lograr convencer a la población de la maldad de Allende y sus seguidores, Puga deja al descubierto una labor en las sombras que permite entender la otra cara de la dictadura.
Por los mismos días, el reportero de investigación y director de la carrera de Periodismo de la Universidad Alberto Hurtado Juan Pablo Figueroa publicó en la revista digital CIPER la voz de otro colaborador en las sombras en la cara más tétrica y violenta de la dictadura: Los cuadernos inéditos de Osvaldo “El Guatón” Romo, uno de los más activos torturadores de los setenta. Romo fue sentenciado y cumplió su pena en la cárcel especial para violadores de los derechos humanos, Punta Peuco.
Allí Romo redactó en 2.500 páginas de confusos y auto-justificativos cuadernos, relatos en los que cuenta las operaciones de secuestro y lo que se hizo a los detenidos. No dice lo que hizo él, pero entre líneas se entiende. De este fárrago de anécdotas que pasan de míseros conflictos de poder entre los represores a expresiones de admiración por la valentía de enemigos que aún están desaparecidos, Figueroa rescata la voz más tosca de Romo.
Pasado el disgusto que pueda causar la lectura de sus miradas sobre sus propios actos, las voces de Romo y Puga surgen en estas páginas como los necesarios contrapuntos a los relatos de sus víctimas.

La mirada de la niña: el diario de Francisca Márquez
Otra voz, otra mirada: la hoy antropóloga y autora de numerosos estudios sobre urbanismo desde un punto de vista social en Latinoamérica Francisca Márquez tenía 12 años en 1973, y llevaba un diario donde minuciosamente reflejaba lo que le iba pasando a su familia de clase media, lo que escuchaba que sucedía durante la convulsa época de la Unidad Popular y el miedo en las calles, en la escuela y en su casa tras el Golpe de Estado.
La editorial Hueders publicó el facsímil y la transcripción de El diario de Francisca, y una serie de artículos académicos que analizan esta mirada infantil y la forma en que los hechos históricos son vividos y recordados: cómo los chicos escuchan y se apropian de lo que se habla en la radio, entre sus padres, con sus compañeras y compañeros.
En la comuna de Recoleta un grupo aficionado de teatro montó El diario de Francisca como una obra sobre la memoria; la revista The New Yorker publicó extractos del texto en inglés; y copias de sus páginas son hoy exhibidas en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Santiago.
En paralelo a esta novedosa idea de “usar” este diario para reflexionar sobre el pasado (se lo ha comparado con el de Ana Frank, aunque a Márquez no le gusta esta vinculación, entre otras razones porque ella no fue en ningún sentido víctima), surgieron en Chile otros relatos desde este punto de vista: la dramaturga y novelista Nona Fernández publicó y transformó en vibrante obra teatral Space Invaders, basado en recuerdos de su período escolar en dictadura.
También la directora argentina Lola Arias estrenó con éxito en Chile El año en que nací, que como su proyecto similar en Argentina, Mi vida después, junta en el escenario a jóvenes que eran niños en distintos lados de la grieta que supuso la dictadura en cada país.

Los jóvenes de hoy: estudiantes de primer año de Periodismo van a sitios de memoria
La última de estas miradas tiene que ver con un trabajo realizado en el aula, con estudiantes de Periodismo que nacieron en el siglo XXI, para quienes el Golpe de 1973 puede sonar tan lejano como la Primera Guerra Mundial, la Independencia de América o la Revolución Francesa. Y tiene que ver conmigo: es parte de mi trabajo como profesor de Introducción al Periodismo en la Universidad Alberto Hurtado.
En plena pandemia, organizamos con los alumnos un especial en la revista de nuestra carrera, Puroperiodismo, en el que cada estudiante entrevistaba a sus padres, abuelos, tíos, familiares cercanos que hubieran vivido el Golpe y tuvieran recuerdos personales. Escribieron los testimonios de sus “mayores”, en primera persona, como les mostré que hacían las escritoras Svetlana Alexiévich en Bielorrusia o Elena Poniatowska en México.
Se acercaron así a historias de miedo, de valentía, de traición, de dolor, de una época oscura de la que muchos nunca habían preguntado.
Con la generación de este año hicimos una visita en micros por Sitios de memoria, lugares donde sucedieron los eventos principales de esa época, organizado por el Instituto Nacional de Derechos Humanos para el día del Patrimonio. Y a partir de allí, volvieron en grupos a Villa Grimaldi, Londres 38, Venda Sexy, Clínica Santa Lucía, los lugares de tortura que hoy preserva el Estado. Y al Museo de la Memoria, Centro Gabriela Mistral, el Cementerio General, el Estadio Nacional y el que hoy lleva el nombre de una de las víctimas más célebres, el cantautor Víctor Jara.
La mayoría de estos jóvenes nunca habían visitado estos lugares que guardan la memoria de las atrocidades ilegales de la dictadura. Algunos sí, y en un par de casos, me sorprendió dolorosamente y también me reafirmó en la decisión de usar las aulas para hablar con tranquilidad y con datos fidedignos de los que pasó.
Al centro de detención y hoy museo de Villa Grimaldi fueron los estudiantes Emilio y Dominique. Emilio fue con su abuelo, que había sido torturado allí, y Dominique, con la memoria del suyo, desde hace años sin contacto con la familia, quien había sido parte del aparato del terror.
Desde esas memorias familiares dispares, ambos se encontraron con las imágenes y las voces de un pasado que en estos días se piensa y se recuerda en Chile.

Publicado en Ideas del diario La Nación de Argentina el 16 de septiembre de 2023

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29 de septiembre de 2023

'Venganza' de Yoko Ogawa. Tusquets, 2023

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Yoko Ogawa, la vida bajo la atmósfera de lo sobrenatural

 

Tenebrosidad y fantasía se dan la mano en estos once inquietantes y refrescantes relatos de Yoko Ogawa

En uno de los once relatos narrados en primera persona que componen Venganza de Yoko Ogawa (Okayama, Japón, 1955), Tomates rojos a la luz de la luna, una periodista se encuentra a una anciana en la habitación de hotel que le han asignado y, aunque consigue hacerle entender que la 101 es la suya, la inquilina, portadora de un misterioso manuscrito, despierta su curiosidad por aquel "aire suyo inclasificable", diferente al del típico turista del lugar.

En un momento dado, la periodista saca de la estantería un librito cuya autora resulta ser la anciana. Se titula Una tarde en la pastelería, como el primer relato de Venganza, y va de una madre que sale a buscar un dulce de aniversario para su hijo muerto. "No había nada particularmente interesante en el estilo -piensa la narradora después de leerlo un par veces-. Tampoco en los personajes ni el contexto en que se desarrollaba la historia. No obstante, tenía cierto mérito: se leía como quien experimenta la caricia de una brisa fresca". Me da la impresión de que sintetiza lo que experimento leyendo estos relatos.

En Corazón hilvanado, la devoción con la que un artesano cumple el encargo de confeccionar un bolso para una clienta "que había nacido con el corazón fuera de la caja torácica", destinado a hacer las veces de estuche del órgano vital, se describe como si se tratara del taller literario de Ogawa: "la creación de bolsos y maletines me ofrece posibilidades inagotables (...), planifico de antemano los más sutiles detalles que compondrán el bolso: el tipo de brillo que producirán los adornos metálicos o el número de puntadas que debo dar". Porque los relatos de Ogawa se sustentan no tanto en la acción como en la cualidad descriptiva de estados psicológicos, atmósferas y escenas de extraña tenebrosidad. Gracias a ese don, un huerto de kiwis se convierte en una escenografía gótica.

Los relatos, aparentemente inconexos, aunque entrelazados por objetos y personajes, trascienden el tema del título, que es más sugerente en el original japonés, algo así como "Cadáver silencioso, luto lascivo". En ellos se exploran el duelo, la ausencia, la contención emocional y la dimensión sobrenatural de la cotidianidad. Un cruce, por decirlo en lenguaje cinematográfico, de los imaginarios de David Lynch, David Cronenberg y Julia Ducournau, con una premisa constante: el lector nunca puede predecir qué seguirá después de cada frase. Esto crea un efecto acumulativo de extrañamiento en que se fusionan realismo y fantasía en un mismo mundo. No apto para quienes se entretengan con películas de sobremesa.

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26 de septiembre de 2023
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Canfranc, ese lugar

Un lugar en el que como tentadores monstruos confluyen y golpean determinadas secuencias de la vida del individuo denominado a veces Paolo Gamulla [Gamula] y a veces Paquete Lerido.

Lerido llega, en junio de 1968, al Centro Pirenaico de Biología Experimental (CPBE), radicado en la ciudad de Jaca, para ocuparse del mantenimiento de los muladares y de la confección de la primera lista patrón de las aves pirenaicas. También, en dicho centro, ejerce de profesor de ornitología de campo y, en algunas ocasiones, pocas, de charlista divulgador de temas de la naturaleza. La primera de estas charlas, en el verano de 1968, tiene lugar en una residencia veraniega de ancianos, perteneciente a una Caja de Ahorros aragonesa, situada en Canfranc, en el barrio conocido como Canfranc Estación por la monumental estructura ferroviaria que da origen a la entidad de población. La charla pretende enumerar y describir las especies animales y vegetales más notables de la zona y, a Lerido, no se le ocurre otra cosa mejor que llevar, metidas en un saco, una buena colección de serpientes vivas, medianas y grandes, procedentes del terrario de los jardines del CPBE. La charla es un rotundo éxito, el verbo de Lerido es ágil, pero es su mano, cada vez que la introduce en el saco para extraer un ofidio y mostrarlo, la que logra que la temperatura ambiente suba varios grados al tiempo que los chillidos de horror del respetable se convierten, cada vez de forma más rápida, en manifestaciones casi orgásmicas de placer. Al regresar al Centro, su director, el opusdeísta barcelonés Enrique Balcells Rocamora, llamado El Doctor por el personal del Centro, critica, quizá de modo excesivamente duro, la utilización de las serpientes para reforzar el discurso. Lerido aprende la lección y cada vez que alguien se lleva las manos a los ojos, al oído o a la nariz, acompañando una expresión verbal, recrimina duramente al responsable por intentar paliar con gestos la pobreza de sus palabras.

Lerido, entonces más Gamulla que Lerido, llega a conocer en esos años al arquitecto, también opusdeísta, Miguel Fisac, con el que discute acalorada pero civilizadamente acerca del diseño de la Iglesia de Nuestra Señora del Pilar, edificada en Canfranc Estación y, sobre todo, de la cercana presa del embalse, ambos trabajos significativos en el conjunto de la obra de Fisac, y sobre los que Gamulla escribirá una certera memoria a la muerte del arquitecto en mayo de 2016. La relación Fisac Gamulla tiene numerosos altibajos; se cuenta, por ejemplo, que durante sus interminables discusiones, en la hoy desaparecida Fonda Marraco, Gamulla no desaprovechaba la ocasión para corregir violentamente a Fisac si este realizaba algún movimiento de apoyo con brazos y manos.

En febrero de 2002, otro barcelonés, el artista Federico Amat encarga a Lerido la escritura de un guion cinematográfico, al que este titula Die Rabe, El cuervo, en alemán, y no porque Lerido hable esa lengua, sino por el carácter onomatopéyico del término, que reproduce el graznido, en vez del carácter anatómico de “cuervo”, que atiende al perfil curvo, giboso del ave. Lerido escribe un guion que es técnico y literario, planteamiento erróneo que imposibilita el rodaje al no gustarle a Amat la actitud desordenada del autor que, de nuevo, como con el saco de serpientes, se arroga cometidos que no le corresponden; no tocándole a él, en este caso, la parte técnica, quiere obtener el aplauso a su envidiable versatilidad. La acción del guion comienza en Canfranc, en la mítica estación de ferrocarril que, según testimonios no contrastados de la época, fue utilizada para el rodaje de la cinta Doctor Zhivago y que, en aquellos momentos, estaba sumida en la más cadavérica de las ruinas, una imagen difícil de imaginar hoy, dado el esplendor actual, fruto de su reconversión en un hotel de reminiscencias centroeuropeas literarias y cinematográficas.

Este es el inicio de Die Rabe:

Exteriores. Día. Estación de ferrocarril de Canfranc.

-Por la tarde. Gran Plano General (G.P.G.) de la estación y de sus instalaciones desde dolly.

-Planos Generales (P.G.) de diversos aspectos: vagones abandonados, vías muertas, topes, grúas, edificios auxiliares, gran edificio central, etc.

-P.G. de algunas de las manifestaciones de Arte Casual (A.C.) del recinto.

-P.G. y/o Planos de Detalle (P.D.) de la colonización vegetal y animal del espacio: hierba, matorral, árboles, lagartijas, pájaros.

-Vuelta al G.P.G. Dolly eleva ceremoniosa la cámara, gira lenta para encuadrar la vía férrea a lo lejos y descubrir que llega el tren, el único del día. Cae la tarde. El tren para en el andén.

-P.G. del convoy parado. Sigue sin verse a nadie. Estación fantasma.

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19 de septiembre de 2023

Retrato de Gonzalo Fernández de Oviedo pintado por Coriolano Leudo Obando y expuesto en la Academia Colombiana de Historia.

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El oro de América

La cultura de este país está dominada por la “izquierda” y eso quiere decir que los cronistas de Indias no merecen la menor atención sino la hoguera

¡Qué admirable colección de cronistas está editando la Biblioteca Castro! Como es bien sabido, la cultura de este país, necesitada de subvención, está dominada por la así llamada “izquierda” y eso quiere decir que el inmenso tesoro de los cronistas de Indias no merece la menor atención sino, quizás, la hoguera. De modo que la empresa de darlos a conocer o reeditarlos sólo la puede llevar a cabo una entidad privada con verdadero espíritu cultural. Ahora, por ejemplo, la Biblioteca Castro ha editado la Historia general de las Indias de Gonzalo Fernández de Oviedo, una de las obras más importantes del renacimiento español.

El volumen, con más de setecientas páginas, recoge la primera parte de una obra gigantesca que Oviedo no vio impresa. Esta primera parte, editada en Sevilla en 1535, es de una riqueza inaudita. Oviedo, erasmista culto y leído hasta el punto de que fue acusado de converso sólo por eso, vivió largo tiempo en La Española, isla que hoy abraza a la República Dominicana y Haití. Su primera virtud, al menos para mí, es la prosa. Oviedo se esforzó por escribir de modo que todo el mundo lo comprendiera porque su máximo interés se acercaba a lo que nosotros llamamos “ciencia”. Por esta razón el orden de la primera parte va recogiendo sistemáticamente todo lo que debían aprender los españoles sobre aquel mundo nuevo y desconocido. Les proporciono un resumen.

Comienza explicando el descubrimiento de Colón y sucesores. Viene luego la descripción de los indígenas, sus costumbres y herramientas, sus viviendas, los bailes y cantos como medios para conservar la memoria oral. Pasa luego a los árboles, las yerbas (sobre todo las medicinales), los animales terrestres, los peces, las aves y los insectos (mi capítulo favorito). Procede entonces a contar la colonización y termina esta primera parte con un notable capítulo sobre naufragios. Como no había modo de dar idea escrita de algunos animales o plantas, incluyó unas xilografías que los editores han tenido el acierto de respetar. ¿Cómo, si no, iba a dar idea de, por ejemplo, la iguana (“ivana serpiente”) que camina tan deprisa sobre las aguas que no le da tiempo de hundirse? (p.409).

Es muy admirable que este hombre diera tanta importancia a la naturaleza y sus fenómenos cuando aún faltaban dos siglos para que comenzara en serio el trabajo de los naturalistas. Además, se empeña en que todo lo que cuenta sea por experiencia personal, lo que añade aún mayor atractivo a sus descripciones. No me resisto a incluir la del pez volador, bien resaltada por las editoras Belinda Palacios y Natacha Crocoll: “La color del lomo es como azul, de la color que está el agua cuando el cielo está muy claro y desocupado de nubes y sereno” (p.411)

Uno se mortifica imaginando lo que los ingleses o los franceses hubieran hecho con semejante personaje”. Típico del erasmista era, también, su pasión por las lenguas y palabras de los nativos, su empeño en denunciar las barbaridades de Pedrarias Dávila, gobernador de Darién y uno de los más repugnantes carniceros de la colonización, sus disputas con Bartolomé de Las Casas su competidor y el mayor calumniador que hubiera conocido en vida. En fin, una existencia espléndida, una obra admirable y un talento casi ignorado por los españoles. Uno se mortifica imaginando lo que los ingleses o los franceses hubieran hecho con semejante personaje.

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19 de septiembre de 2023
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Mi mundo es otro

“María, guapa”, le cantaban los flamencos mientras ella se venía arriba y tensionaba la espalda, desplegando un orgullo insólito que calaba en el ánimo gracias a su voz rajá, condición indispensable en el cante para contagiar la emoción. Corría 1978 y se acababa de aprobar la Constitución española; la letra de la canción Se acabó, escrita por el jerezano José Ruiz Venegas, nos sentaba de maravilla a niños y adultos, hasta el punto de que se convirtió en un desahogo nacional. La Jiménez, nacida pobre, trianera que se subió a los tablaos barceloneses y luego aprendió de La Paquera en Los Gallos, sacudía salvajemente su melena rubia, la boca entreabierta mostrando sus dientes apiñados con tanta sensualidad como determinación. Jesús Quintero, que la ayudó a despuntar, me contó que, paseando por la calle Sierpes, una gitana le alabó sus zapatos de marca. Ella se los quitó, se los regaló y siguió andando descalza. Ese desprendimiento se coló en su voz.

Faltaban tres años para que se legalizara el divorcio, pero Se acabó fue recibida como un himno polisémico que provocaba meneo y garbo. Un portazo. Una patada al aire. Y un adiós al amor romántico, con romanticismo: “Mi piel se quedó vacía y sola, desahuciada en el olvido”. El rubio salvaje de María Jiménez –que durante años se tiñó en casa: mañanas de boatiné y cigarrillos– cantaba al mal amor en el que tantas mujeres habían quedado atrapadas. Es nuestro I will survive, se ha dicho estos días en que se ha resignificado la canción. Pero en aquel tiempo la violencia machista aún no se reconocía y de todo tenía culpa la pasión. Dudo que en la configuración moral de Ruiz la voz de Jiménez, ahuecada desde las entrañas, sonara a fiesta empoderada avant la lettre.

El caso es que María Jiménez no pudo administrarse su propia medicina y vivió episodios de malos tratos que acabó denunciando. Unos años atrás, al despedirla, se hubiera dicho de ella que fue “una mujer de vida complicada”. De la misma forma que a María Teresa Campos se la hubiera coronado como periodista “del corazón” para rebajarla de su pedestal. Pero, afortunadamente, el estigma de lo femenino –superficial, frívolo, de segunda– ha descorrido su tupido velo, y el mundo ya se cuenta de otra manera.

Así ha ocurrido en el caso Rubiales, tras la exhibición de tan lamentable euforia rematada con gestos soeces, y la defensa de lo indefendible. La flecha del tiempo ha ido desarmando a los bravucones, demostrando que la masculinidad es plural y carece de un manual que cumplir. Mientras Jennifer Hermoso preparaba su demanda, empezó a viralizarse un hashtag lanzado por las futbo­listas: #SeAcabó. Dos periodistas contaron en las redes cómo habían sido acosadas por el mismo hombre, su jefe de sección, cua­renta y cinco años después de que María Jiménez desatara a España con su rumba liberadora.

El #MeToo, que no aterrizó en su día en España, desencadenaba una riada de confesiones en las que el cuerpo de la mujer se convertía en el blanco con la humillación como objetivo. Tantas palmadas en el culo, miradas repugnantes, chistes babosos, miembros viriles exhibidos como un trofeo sin haber sido invitados… Todo eso pervive, sí, como demostraron los aplausos de tantos lacayos de Rubiales, reacios a asumir el nuevo contrato sexual en el que la equidad y el respeto sustituyen al abuso y la grosería. Todavía no se acabó, pero nuestro mundo ya es otro.

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15 de septiembre de 2023
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Abstracción contra dictadura

 

Son muchos los estudios, desde la divulgación, el ensayo, el periodismo o la academia, que rastrean de qué manera se han perpetuado determinados cánones culturales; es decir, qué patrones heredados han ordenado las imágenes captadas a través de nuestra percepción y respondiendo a qué intereses. De inmediato, se llega a la denuncia de las manipulaciones y opresiones ejercidas en estos procesos por parte de los órganos de poder de turno, de la misma manera que se exalta la figura de quienes los combatieron. Varios libros centran su atención en la labor de la crítica artística y sus protagonistas en la evolución y el establecimiento de los pilares de los cánones artísticos actuales.

La recuperación del volumen Se parece el dolor a un gran espacio, que reúne un ingente número de textos de Juan Eduardo Cirlot (Barcelona, 1916-1973) en una edición a cargo de Lourdes Cirlot y Enrique Granell, reivindica más de cincuenta años después la representación imaginativa que el hermético poeta y crítico realizó sobre el informalismo para sus lectores. Como si se tratara de una traducción o una interpretación musical, Cirlot dotó de emociones a las pinturas de artistas como –primus inter pares– Antoni Tápies, Modest Cuixart, Joan Josep Tharrats, Antonio Saura, Manolo Millares o Josep Guinovart. Poeta que escribe de arte, sus textos están repletos de imágenes impactantes en el sentido más literal de la palabra: «El arte es llanto sobre llanto»; los raptos, agresiones y la furia paroxística de Saura; «Y si se trata de una vocación de abismo, hay que consentir que algunos caigan en el pozo de su propio espíritu, si esto les permite mostrar las flores abisales». Si para él uno de los milagros del arte es su capacidad de trascender lo inmediato para construir el futuro; más de cincuenta años después explicita para los lectores de qué manera la indagación debajo de la consciencia y en lo cósmico, a través de la abstracción y la materia utilizada en la pintura, era una reivindicación política.

Por su parte, desde una perspectiva mucho más académica, Paula Barreiro López, en Vanguardia y crítica de arte, respecto al informalismo, pone sobre la mesa las estrategias del régimen franquista, a finales de los sesenta, para apropiarse del movimiento y así mostrar al mundo su modernización y su apertura a finales de los años cincuenta. La estudiosa realiza un ilustrativo recorrido desde el arte oficial que pretendía reforzar los anhelos imperialistas y barrocos de quienes ganaron la guerra hasta la lucha articulada a través de las vanguardias y una práctica artística cada vez más «marxizada». Organismos como el Instituto de Cultura Hispánica, especialmente con sus Bienales Hispanoamericanas de Arte, en Madrid en 1951, en 1954 en La Habana y en 1955 en Barcelona, son un ejemplo de la politización del arte. También lo acaba siendo, aunque como reacción, la labor de la crítica militante –Antonio Giménez Pericás, Vicente Aguilera Cerni, José María Moreno Galván, Alexandre Cirici, Tomàs Llorens, Valeriano Bozal y Simón Marchán– o de colectivos de artistas –Parpalló, El Paso, Equipo 57, Estampa Popular, Equipo Crónica o Grup de Treball– o artistas a título individual –Tàpies, Eduardo Chillida, Juan Genovés, Rafael Canogar, Eduardo Arroyo o Alberto Corazón. En su amplio estudio, Barreiro se detiene a analizar el fervor político de todos ellos reflejado en sus pulsiones vanguardistas, la sombra del PCE sobre los diferentes agentes artísticos. En este sentido, de especial interés son los recuerdos de Valeriano Bozal entre los sesenta y los setenta en los libros Crónica de una década y Cambios de lugar, recogidos en un único volumen.

El crítico de arte, docente y activo agente cultural, diseccionando su propia militancia comunista, ejemplifica los esfuerzos de la parte de la crítica por guiar y condicionar la práctica de los artistas que en esas décadas contaban con más reconocimiento. Son muchas las maneras de luchar por la democracia desde la cultura que reivindica y de las que da testimonio, y no siempre era necesario estar inscrito en un partido.

Si los acuerdos internacionales de los cincuenta –Pacto de Madrid entre España y Estados Unidos y el Concordato con el Vaticano, ambos de 1953–debían funcionar como grandes ejercicios de propaganda y legitimación, de la tecnocracia y la sociedad del consumo se esperaban operaciones aún mayores, para las que el arte de vanguardia devenía un efectivo aliado. Hasta llegar a lo que Barreiro considera una última vuelta de tuerca del romanticismo ilustrado que había movido a la Segunda Vanguardia –concepto acuñado por el crítico José María Moreno Galván–: el arte conceptual. Como si en los ochenta empezara otra historia, con la creación y apertura de centros de arte y museos, como si de verdad la muerte del dictador hubiese comportado un cambio trascendente. En conjunto: una oportunidad apasionante para observarnos detenidamente hasta encontrar qué rasgos siguen haciendo que nos parezcamos a nuestros padres y abuelos. Pero no para formarse un juicio, sino para ser capaz de ver los matices que dan un significado más amplio a lo observado.

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13 de septiembre de 2023
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Para leer Allende y el museo del suicidio

Cuando ocurrió el golpe de estado contra Salvador Allende en septiembre de 1973, yo vivía en Berlín, becado como escritor por el programa de artistas residentes, y participé en la red que se organizó de manera espontánea para recibir y apoyar a los chilenos que llegaban exiliados a Europa. Entre ellos recuerdo particularmente a dos, porque nos hicimos amigos para siempre, Antonio Skármeta y Ariel Dorfman.

Antonio había ganado ya para entonces el premio Casa de las Américas en La Habana con su libro de cuentos Desnudo en el tejado, y Ariel era famoso por el libro escrito a dos manos con Armando Mattelart, Para leer al pato Donald, del que se habían hecho decenas de ediciones y traducciones.

Antonio se quedó a vivir en Berlín, y Ariel iba y venía por distintos países, buscando concertar a los exiliados, y mantener vivos los vínculos entre los miembros de su partido, el MAPU, un desprendimiento de la juventud del partido demócrata cristiano hacia la izquierda sellado en 1969. Por esos afanes suyos aparecía en Berlín para desaparecer a los pocos días, y como para entonces se había fincado en Ámsterdam, lo llamábamos el holandés errante. Tenemos la misma edad, porque nacimos ambos en 1942, y por allí comienzan nuestras afinidades.

Ahora, a los cincuenta años del golpe, Galaxia Gutenberg publica una novela de Ariel que bien podemos llamar conmemorativa, Allende y el museo del suicidio, con el subtítulo “una historia de amor y muerte”, que no sé si es agregado de la propia editorial.

Un extraño personaje, ubicuo y misterioso, Joseph Hortha, un tycoon de los de Wall Street, se propone abrir en Estados Unidos un museo dedicado a los suicidas famosos de la historia, y quiere que la última de las salas esté dedicada a Salvador Allende. Pero primero es necesario determinar si realmente se suicidó, o fue muerto por los militares que perpetraron el asalto a La Moneda.

Hortha encarga la tarea de investigación de los hechos al propio Ariel, que en la novela entra en carne y hueso, lo mismo que entra su esposa Angélica, a quien toca cumplir también un papel no menos novelesco. Y es aquí donde se abre un relato paralelo. Una galería de puertas que se abren constantemente de la realidad hacia la ficción. El autor nos va contando su propia historia, y al mismo tiempo la historia de Chile en tiempos convulsos cuando se da por fin al triunfo de Allende a la cabeza de la Unidad Popular; y, de por medio, las dilucidaciones tan tirantes, y amargas, entre los jóvenes a la hora de escoger los caminos, lucha electoral, o lucha armada.

La tensión del relato se establece entre Joseph Hortha y Ariel Dorfman, ambos como personajes. Ahora sabemos que Allende realmente se suicidó, porque así se ha comprobado mediante los estudios forenses, contrario a la versión difundida a partir del discurso de Fidel Castro del 28 de septiembre de 1973, en La Habana, donde daba por verdadero que el presidente había muerto combatiendo con el fusil que él mismo le había obsequiado. Para la izquierda revolucionaria este era entonces un asunto ontológico, muerte en combate, o suicidio. Y el suicidio no era heroico.

Pero esa verdad no estaba entonces determinada, y queda fuera de la novela, que de todas maneras precisa de la duda acerca del hecho para que pueda progresar, porque su dinámica depende las indagaciones que Ariel, el personaje, debe hacer por cuenta de Hortha, su personaje. Y la novela gana su impulso al convertirse en un thriller en el que hay testigos duales, otros huidizos, una trama indagatoria que nos permite ir conociendo los entretelones del golpe de estado, y nos introduce en las interioridades de la vida del propio Allende, en el drama que es su caída, y en la tragedia que sobreviene, asesinados, desaparecidos, exiliados.

Una novela que es también una elegía que en su treno doliente, y nostálgico, exalta la figura de Allende como héroe moral de una generación, y que es, sobre todo, el héroe personal de Ariel Dorfman, el “Chicho” de los humildes y desposeídos, el médico humanista convertido en político que creyó posible la transformación social de su país por medio de los instrumentos democráticos, y dentro del marco de la constitución; un ideal que, ya se vio, los halcones  del gobierno de Nixon, el doctor Kissinger a la cabeza, estaban lejos de compartir, como tampoco lo compartían ni Pinochet ni la cúpula militar de Chile, ni la derecha recalcitrante que incitó abiertamente el golpe, en un país donde, medio siglo después, la polarización de entonces parece hoy más exacerbada.

Esta es una novela de múltiples caminos que se cruzan y entrecruzan, y donde el lector sube y baja por distintos pisos, entrando y saliendo de los diversos planos que abre, historia patria, autobiografía, testimonio, crónica, relato periodístico, relato policiaco, todo lo cual, visto de conjunto, viene a ser la novela en el mejor sentido cervantino. Allende y le museo del suicidio es el todo y es todo, un artefacto imaginativo para entender las ocurrencias de la historia, y aprender a leer la realidad a través de la ficción.

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12 de septiembre de 2023

El filósofo francés Michel Foucault. ZARDOYA

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Viaje al pasado

 

La prosa de Foucault era, en aquellos tiempos, transparente, inmediata magistralmente disciplinada por los clásicos y enemiga de toda la oscuridad

 

Los limbos de agosto y su irremediable neblina son el momento propicio para regresar a los años extinguidos en busca de un sentido ya borrado. Me ha pasado a mí con Michel Foucault, profesor que tuve en París allá por los primeros setenta del siglo XX y a quien llegué a detestar cuando se puso del lado de los ayatolás iraníes y negó la existencia del sida, imputándolo a una conspiración de la CIA para acabar con los homosexuales.

Ese era el tercer Foucault, obsesionado con la vida sexual de occidente y jefe de filas de las más disparatadas causas progresistas, seguramente empujado por una fama que no supo controlar. Pero hubo un segundo Foucault, como el que redactó un ensayo titulado Le discours philosophique, seguramente el guion de las clases que impartiría en Túnez en 1966. Es una muy buena introducción a Les mots et les choses, casi coetáneo, y una excelente preparación para su “arqueología del saber”. Con esa devoción de los franceses hacia sus intelectuales, acaba de resucitarlo Gallimard.

Trae bastantes sorpresas. La primera y principal es que se puede reconstruir a un maestro cuya juventud (en realidad madurez porque ya tenía 40 años) nos devuelve a nuestra propia vida previa a Mayo del 68. El ensayo es un buen ejemplo del segundo Foucault y sin duda sigue mereciendo el estudio. Se entiende que en sus cursos de los años setenta tuviera una audiencia masiva con salas desbordadas por cientos de estudiantes que tomaban notas con disciplina y severidad conventuales.

El ensayo es una genealogía de la filosofía. En especial a partir del capítulo VI, cuando comienza a definir la modernidad a partir de Cervantes, Galileo y Descartes, tres discursos, literario, científico y filosófico, que son uno y el mismo.

Porque, y esto es esencial, se trata del Foucault fascinado por la filosofía del lenguaje y que todo lo expone a partir de le discours. Si uno corrige levemente ese contexto, lo que subraya de la modernidad, a partir de Descartes y hasta Nietzsche, es del mayor interés.

Ciertamente, no estaba aún bien definido qué fuera ese “discurso”, aunque ya en este ensayo se aprecia que no es otra cosa que la forma de una nueva ontología en la que los viejos objetos metafísicos (Dios, alma, mundo) se integran en su propia exposición, de manera que ya no son externos al humano, sino que aparecen como la pura necesidad de un nuevo modo de representar el sujeto, el instante y el lugar.

Lo más importante de ese “discurso” es que los viejos entes trascendentales, derribados de su altura y eternidad por Kant, pasan a ser históricos y por lo tanto es indiferente si existen o no existen porque van a comenzar su evolución. Perdonen si les parece un poco oscuro lo que voy diciendo, pero es culpa mía. Lo cierto es que la prosa de Foucault era, en aquellos tiempos, transparente, inmediata, magistralmente disciplinada por los clásicos y enemiga de toda la oscuridad que tanto daño ha hecho a alguno de sus amigos a cuyo talento sólo se llega tras una fatigosa excavación del sentido oculto en una prosa borrascosa.

Bendita sea, por tanto, la desaparición de las actualidades durante el verano porque nos permite recuperar algunos momentos genitivos de una juventud olvidada, esforzada y luminosa que ha desaparecido.

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8 de septiembre de 2023
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Homenaje a Mario Videla, evangelista de un dios humanista y musical

Era el frío otoño de 1976. Se llamaba Videla. Era flaco. Tenía el pelo corto, negro, prolijo; a lo lejos parecía engominado. Se sentaba con la espalda tiesa. Lucía serio, ensimismado.
Yo tenía 15 años cuando lo vi por primera vez. Iba con el uniforme del colegio, con mi corbata bordó. Se apagaron las luces en la sala y empezó a sonar la música. Su música. La música que me cambió la vida.
Sólo ahora, a 47 años de esa noche, cuando me entero de la noticia de su muerte, cuando vuelvo a escuchar sus discos y sus programas de radio, puedo poner en palabras lo mucho que el organista, clavecinista y director de coros y orquestas salteño Mario Videla me abrió las puertas al mundo del arte y el espíritu en el que sigo viviendo.
Es curioso cómo al crecer vamos construyendo hacia atrás unos antecedentes que se pegan a quienes quisimos ser, a aquellos en los que terminamos convirtiéndonos. Varias veces me han preguntado, a propósito de mis libros sobre periodismo narrativo y crónica y memoria, cuál es la banda sonora de mi adolescencia. Yo suelo decir que en los setenta escuchaba Sui Generis, los Beatles, Pink Floyd, Mercedes Sosa, el flaco Spinetta. Y todo eso es verdad. Me acerca a las experiencias comunes de mi generación. Eran los melenudos como yo con los que tenía que identificarme, con los que quería pertenecer a mi mundo. Pero este Videla de saco y corbata azabache y gestos parcos que ejecutaba música del siglo XVIII me estaba diciendo algo que tardé años en entender.
Ningún arte me conmovió tanto en la vida como ese primer Festival Bach que organizó Mario Videla en el Teatro Colón y sobre todo en el Auditorio de Belgrano, en la esquina de Virrey Loreto y Cabildo. Venían directores extranjeros de gran enjundia, como el alemán Helmuth Rilling, a quien Videla reconocía como su maestro. A lo largo de ese año, con estado de sitio y toque de queda y lo que después reconocería como un miedo vaporoso e indefinido que se extendía sobre la ciudad, yo tomaba trenes y colectivos para escuchar el Oratorio de Navidad y la Misa en sí menor y los Conciertos de Brandemburgo.
El maestro Videla se sentaba al clave, o dirigía el coro de niños, o recorría los pasillos preguntando a los adultos qué les había parecido. Yo lo veía como un predicador de Johann Sebastian Bach.
Ahora entiendo que parte de mi ensimismamiento, mi encerrarme en mi cuarto con los discos de Bach que compraba mi papá, con las interpretaciones del adusto Karl Richter y la Orquesta y Coro Bach de Munich era también una forma de escaparme de mi país, de las calles desiertas, de ese país-jardín-de-infantes que describió valientemente María Elena Walsh en un artículo en Clarín en 1979. Sí, escuchaba rock y folklore con mis amigos, pero en mi pieza y en mi espíritu, el que me hablaba era Bach. Era su dios melodioso, matemático, de infinitas combinaciones armónicas bajo reglas inflexibles, el que me hablaba.
En 1977 Mario Videla y sus Festivales Musicales nos presentaron obras del otro gran genio del barroco: Georg Friedrich Haendel. En el 78, por debajo de los bombos y matracas del Mundial, descubrí las bellezas de Claudio Monteverdi y Antonio Vivaldi. Vino la orquesta de cámara italiana I Musici. Yo iba a sus conferencias de prensa y conciertos como si fueran las presentaciones de un adorado equipo de futbol. Eran mis ídolos.
Una noche, desde mi butaca en el último piso, el gallinero, del Teatro Colón, en el coro inicial de La Pasión según San Mateo de Bach, con las dos orquestas, los dos coros, el director y los solistas en el escenario, de pronto irrumpió desde otro lado, desde arriba, envolvente, el canto blanco del coro de niños. Estaban a un costado del gallinero, acompañados y dirigidos por Mario Videla sentando frente a un órgano de cámara. Por inesperada, la experiencia fue lo más cercano a la voz de un dios benigno para un ateo como yo.
Las dos pasiones de Bach terminan con la muerte del mesías. En la de San Mateo, los cuatro solistas le dan las buenas noches, y en su deseo de descanso está el agradecimiento por las lecciones de bondad y humanidad, sus palabras, no sus milagros ni su suplicio, que es lo que un creador emotivamente racional como Bach valoraba. No hace falta que resucite a los tres días: en las obras del Kantor de Eisenach, el dios hecho hombre resucita en el alma de su grey, y en la de su artista fiel.
Desde mi incómodo asiento de madera del Colón o en el más mullido de felpa en el Auditorio de Belgrano, recibí del grupo comandado por Videla estas lecciones de amor al distinto, al rival, al caído, al otro.
En 1979 irrumpió en los Festivales la música del siglo XX: Videla convocó a los mayores genios de la música inglesa. Por un lado, Henry Purcell, cuyas obras barrocas para coro a capella me conmovieron profundamente. Y en el espectro opuesto, el compositor contemporáneo Benjamin Britten, quien había muerto solo tres años antes.
Yo ya tenía 17 años. Seguía entrando al Colón con el uniforme escolar, que era el único saco y corbata que tenía. Ya leía a Cortázar, a García Márquez, ya percibía que había un mundo de libertades tras los barrotes de la dictadura militar y cultural que nos mantenía fuera del orbe civilizado. Esas funciones de música clásica que con ambición y amor nos traía este Videla eran otra cara del mundo opresivo que me rodeaba.
No lo entendía en ese momento, pero ahora veo que los festivales donde compartían canapés y champán los ganadores de la dictadura eran para mí un callado acto de rebeldía.
Ese año 79 el Festival Purcell-Britten presentó el Requiem de Guerra que Britten compuso en memoria de un amigo querido que había muerto peleando en la Segunda Guerra Mundial. La partitura profunda, ácida, delicada, fastuosa, en el límite de la tonalidad y la mirada vuelta al canto gregoriano, combinaba la misa de difuntos con poemas del mártir de la Primera Guerra Mundial Wilfred Owen.
“Yo soy el enemigo que mataste, amigo mío”, recitaba el barítono. El pacifismo desde el arte me invadió para siempre; en el tren nocturno que salía de Retiro me aprendí de memoria ese poema transformado en dúo, en el que un soldado se encuentra en sueños con el enemigo al que mató y éste le cuenta los anhelos de vida que nunca podrá cumplir. Faltaban tres años para que me mandaran a pelear a la guerra de las Malvinas.
En las décadas siguientes seguí el rastro de la música de Bach por el mundo. En Nueva York, en Barcelona, en Berlín, donde estudié y viví, esta fue mi religión: una fe de músicos y elevación artística, no de sacerdotes ni de dogmas. Grandes directores como John Eliot Gardiner, Jordi Savall, Ton Koopman y Philippe Herrweghe fueron mis oficiantes.
En mis visitas a Buenos Aires, a veces buscaba un sábado libre para ir a los conciertos que el maestro Mario Videla seguía dando con su Academia Bach, que fundó en 1983. Acometió la ingente tarea de tocar todas las cantatas del genio en los días que la liturgia marcaba, y sostuvo durante décadas un programa semanal en Radio Nacional con la obra bachiana. Lo vi por última vez hace unos diez años. Ya tenía el pelo blanco (pero siempre peinado con rigor y esmero), y en vez de esos trajes con corbata fina, apareció con una camisa negra sin cuello, como el anciano oficiante de un culto de bondad y gozo espiritual. Los dos habíamos cambiado.
En sus más de 50 años de música tocó y grabó por primera vez la música para teclado del maestro del barroco latinoamericano Domenico Zipoli, formó a varias generaciones de músicos jóvenes en los conservatorios Nacional y Municipal, y dejó grabaciones para la posteridad, como el Pequeño libro de clave que escribió Bach para su esposa Anna Magdalena, y los conciertos para tres y cuatro claves del Maestro, donde toca con su mentor Helmuth Rilling.
En 2014 tuvo que terminar con los Festivales Musicales. Los mecenas y la publicidad ya no acompañaban este emprendimiento, que parecía tan lejos de los sones de estos tiempos y de las aspiraciones de ocio nocturno de las nuevas generaciones. Pero nunca dejó de hacer, pensar, soñar, difundir la música de una época en la que todo parecía poéticamente ordenado. Bach era un mundo como el que este debiera ser, y su profeta y evangelista Videla nos lo hizo vivo día tras día desde los años setenta.
Mario Videla había nacido en Salta en 1939, y murió el 16 de julio de 2023 en Buenos Aires. A él le debo mi amor por Bach y por la música como alimento y medicina para el alma en tiempos oscuros como este.

Publicado en Ideas del diario La Nación el 2 de septiembre de 2023

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4 de septiembre de 2023

'No pudieron verse', obra de Aurelio San Pedro

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El juego de las ausencias de Aurelio San Pedro

La geomancia es una antigua arte adivinatoria a partir de figuras, marcas, puntos o señales encontradas en el suelo. La geomática es un término perteneciente a la ingeniería, de aparición mucho más reciente, que designa un conjunto de ciencias para la captura, tratamiento y análisis de la información topográfica. Aurelio San Pedro (Barcelona, 1983) es geomático, pero hay quien –sin saber el acierto que contiene el error– lo ha calificado como geomántico.

Con frecuencia, en malentendidos como este, en letras situadas en un lugar incorrecto, en palabras que quieren adquirir significados que no les corresponden, se altera el discurso que debería darnos todas las claves para entenderlo todo. Así, la aparición de la realidad es erróneamente polisémica. En la obra de Aurelio San Pedro, con los silencios sucede algo similar y las pequeñas ausencias producen un gran impacto y sirven para estructurar su territorio simbólico. De la ausencia y lo incompleto aparece una nueva composición depositaria de una multitud de significados casi incontrolable. En el espacio imaginativo sugerido por el artista, somos conscientes de lo que no está porque él ha recogido los rastros necesarios para llevar a cabo su acto de geomancia e inducirnos con él a la adivinación.

No quiere perderse ninguna etapa de un juego del que espera controlar las reglas y los movimientos y, a la vez, que le sorprenda, conjurando el caos mediante pequeños trucos robados de la ciencia o de disciplinas más empíricas. Parte de un objeto encontrado, al que somete a un minucioso proceso de descomposición con el paradójico propósito de dotarlo de una nueva vida liberándolo, aunque no del todo, de la muerte en la que aparentemente yacía. Pero ni la muerte es nunca definitiva ni tampoco lo es la resurrección o la transustanciación. No se muere nunca del todo, como tampoco la vida puede estar exenta de la muerte.

Los objetos encontrados con los que trabaja Aurelio San Pedro son, básicamente, libros. Él los considera una analogía de los recuerdos, de la memoria. Confiesa sus problemas con el retrato del artista adolescente de James Joyce para dejar constancia de que nunca fue un gran lector, aunque recuerda haber leído fascinado a Sigmund Freud y, especialmente, a Gaston Bachelard y su Poética del espacio. Por tanto, la simbología que contiene el objeto libro para San Pedro no es el de quien observa su biblioteca para (re)leer lo que experimentó ante las páginas y los volúmenes que edificaron su territorio imaginativo y emocional. La suya es la mirada del geomántico, que convierte los volúmenes viejos que ya nadie lee en un conjunto de signos que quiere interpretar. Su obra no es la representación de una figura o un mensaje, sino la de un código, lo cual no significa en absoluto que sólo le corresponda una única interpretación.

La obra Fue olvidando lentamente es un claro ejemplo de la importancia de las ausencias y de lo que va desapareciendo. En la siempre decisiva estructura, tan importantes son los vacíos como los fragmentos de libros alineados, cuya disposición a modo de renglones o partituras nos impone un ritmo de lectura. Un ritmo conseguido con la combinación de palabras –recordemos que ellas componen los libros– y los silencios, el color tan tenue y sutil como todos los elementos que componen las obras elaboradas con libros.

El geomántico juega con las ausencias, las músicas y los colores, pero es consciente de que su don le exige una cierta responsabilidad, a la que se somete mediante el equilibrio. Aquí el geomático se encarga de configurar un territorio estable. En su orden se contiene el caos que a veces puede ser la memoria, la mezcla de los tiempos que configuran el presente. La música del equilibrio inicia la narración: la puerta de acceso para quien se atreve al arriesgado ejercicio de recordar. El experto en topografía parte del territorio que conoce para ofrecer un escenario anímico casi abstracto. En los dibujos a lápiz de paisajes de grandes dimensiones ofrece un retrato de la naturaleza con una representación que resulta más emocional que figurativa.

La muerte de una amiga en 2012 colocó al artista ante la certeza de la pérdida y de la llegada de ese momento vital en que empieza a sucederse inexorablemente. Poco después, unas fotografías de Diane Arbus le sirvieron para iniciar un diálogo con la representación de la figura de los que ya no están y la ausencia que reclama una representación propia. Desde entonces, no ha abandonado ese juego. Ya sabemos que el juego no es siempre infantil ni divertido, aunque básicamente busque entretenernos. En el de Aurelio San Pedro hay algo de terapéutico o, como mínimo, de autoanálisis. Quería ser artista desde la infancia, pero, aunque su padre también era aficionado al dibujo y le llevaba a visitar el Prado y otros museos desde que tenía tres años, su familia le exigió que se dedicara a una profesión más seria. Se hizo ingeniero topógrafo o geomático y se especializó en tecnologías 3D, en las que parece haber encontrado la combinación adecuada de entretenimiento, conocimiento y concreción. Asegura que sería mucho más fácil “ser una sola persona, con unos intereses más concretos”, como si no acabara de asimilar bien su propia curiosidad. Ésta y su afán de experimentación le han llevado a probar con pintura de inspiración urbana y grafitera, retratos más convencionales, tallas en materiales muy diversos y dibujo en gran formato. Formado también en la escuela Massana y admirador de artistas como el escultor Antoni Marquès, con quien ha trabajado en su taller, necesita cambiar y probar las capacidades expresivas de los diferentes lenguajes, pero para acabar reconociendo que se dedica –por lo menos ahora– al dibujo de paisajes y a los libros. Después de haber jugado un buen rato, disfruta del momento de la observación y el análisis del camino recorrido para verse mejor. Todo ese bagaje no se queda ahí. En mitad del camino, cuando todo pasa, la palabra o el recuerdo recurrente vuelven para ser reelaborados en cada aparición, de un modo similar a como las páginas de libros antiguos se convierten en rollos de papel minúsculo, bobinas de palabras que encierran lo que sabemos, lo que imaginamos y lo que puede ser todavía y siempre.

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4 de septiembre de 2023
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