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El ruedo ibérico

El llamado Siglo de Oro de la literatura española consagró un género único, la novela picaresca. Desde mediados del siglo XVI hasta cerca del XVIII, por las páginas de las más satíricas, moralizadoras y pesimistas narraciones desfilaron personajes propios de aquella sociedad hispánica dominada por los aires de la grandeza imperial y el clero dado a inquisiciones. Del Lazarillo de Tormes al Guzmán de Alfarache, el Buscón quevedesco, Estebanillo o el sutil Urdemalas tan famoso en América junto a los espabilados Rinconetey Cortadillo, los protagonistas de nuestra literatura han universalizado la pillería y el sarcasmo. Pero no solo es una tradición española por más que aquí es donde fecundara. Los antropólogos cuentan de folklores en otras culturas, como los que describió Lévi-Strauss a cuenta de los indígenas dedicados a la burla en algunas sociedades precolombinas, en especial en el área amazónica.

Parece evidente, no obstante, que frente al reformismo luterano y su idea de la rectitud moral cercana a un ascetismo tan aburrido como frígido y poco dúctil, la Contrarreforma nos trajo un universo de haraganería y escepticismo, más humano pero desigual en lo tocante al desarrollo de los negocios y la emancipación individual, padres del parlamentarismo moderno. No se puede tener de todo. Chi non lavora non fa l’amore, cantaba Adriano Celentano en San Remo al comienzo de los 70.

Para cuando llegó la democracia europea tardía en España nos habíamos olvidado de tales caracteres históricos como pueblo, asfixiados por el control temático del franquismo, sus tribunales de orden público y leyes de peligrosidad social. Tocó entonces rehabilitar a la Guardia Civil, a la Sexta flota y a la OTAN. En el principio fueron flores, hasta el 23 F y los juicios del cuartel de Campamento. A partir de ahí, los malos humores no han tenido buena cura en el país. Empezaron con la financiación petrolífera al Rey emérito, el pobre, que volvió a España con una mano detrás y otra delante, lo mismo que su elegante y melómana consorte. Siguió con líos el duque de Suárez y se alcanzó un primer punto álgido con la guerra sucia de los Gal asumida por José Barrionuevo y la aparición del hermanísimo de Alfonso Guerra.

En aquellos años 90 se extendió la idea de que el socialismo del sur era sinónimo de corrupción. Bettino Craxi había huido a Túnez desde Italia mientras en Grecia se cuestionaba la honradez de Andreas Papandreu. El nuevo socialismo, en realidad, buscaba dinero debajo de las piedras para enfrentarse a los llamados poderes fácticos. Nada superó a aquel personaje medio calvo, Luis Roldán, director de la Benemérita, al que le cayeron 31 años de cárcel, tan formidables fueron sus trapacerías. Mereció incluso una película espléndida, El hombre de las mil caras, con José Coronado y Eduard Fernández.

Hubo, no obstante, secundarios importantes en el patio de Monipodio de entonces como Francisco Paesa, Lluís Prenafeta o Javier de la Rosa. Comienza a fraguarse también otra historia paralela, narrada en El hijo del chófer, un libro sobre las corruptelas catalanas en la histórica Marca que –todavía– no ha llegado a telefilm, aunque cuenta con materia en abundancia para ello. Aún no sabíamos nada de las cloacas, de un tal Villarejo y mucho menos de eso que llaman lawfare por más que Baltasar Garzón puso de moda en los medios a los superjueces metajusticieros.

A pesar de las promesas de regeneración de unos y otros, cuando llegó el turno de los conservadores para el mando se «agudizaron las contradicciones del sistema» en lenguaje marxista de la época. Lo que había eran unas ganas irrefrenables de pillar. Estalló el caso de Rosendo Naseiro, coleccionista de bodegones barrocos, luego se transcribieron las conversaciones sobre coches de 16 válvulas de Eduardo Zaplana, quien junto a su arlequín Juan Francisco García desplumaría al «sistema». La alcaldesa Rita Barberá tuvo que cesar al caradura que dirigía la Mostra de cine por autofinanciarse gastos, y su mano derecha le salía rana con trapacerías y pitufeos. A Francisco Camps le arrasó el campo gótico de gules un asunto de trajes de confección mientras el Bigotes y Francisco Correadejaban al Partido Popular con el culo al aire. Recordemos que fue un diputado del PSPV el que inició las denuncias de Orange Market, la empresa tapadera. Hoy se vuelven las tornas.

A Valencia tuvo que acudir Esteban González Pons a dar por terminada la fiesta, pero los tentáculos de la Gürtel llevaron a la cárcel al tesorero Luis Bárcenas y noquearon finalmente al propio Mariano Rajoy, al que no permitieron ni designar una sucesora moderada y tecnócrata, Soraya Sáenz de Santamaría, superados ambos por la insurrección independentista en las escaleras del Parlament del Parque de la Ciutadela. Allí mismo, tiempo atrás, Pasqual Maragall dejó atónitos a los catalanes, y a los charnegos, al mentar «el tres per cent», lo que propició el principio del fin del clan Pujol. Se ha llegado a publicar un pufo cercano a los 3.000 millones en el entorno de los CiU, incluyendo la colección de coches deportivos de uno de los hijos del ex Molt Honorable.

Los casos populares se cebaron en tierras valencianas y alcanzaron su cénit con otro fenómeno de película, el Yonqui del dinero. El film, sin embargo, lo rodaría el madrileño Rodrigo Sorogoyen, y ganaría un Goya: El reino, un despiadado retrato de la política española y sus reiterativas corruptelas. En paralelo, un genio que se hace el tonto, Santiago Segura, descubierto por el festival Cinema Jove, inauguraba su serial fílmico dedicado a Torrente –lleva cinco entregas y anuncia la sexta para el año próximo–, un personaje que retoma la neopicaresca de Valle Inclán y de Pérez Galdós, cuyas descripciones sobre la miseria moral patria superan a las del Siglo de Oro. Le sigue los pasos, el serial televisivo Vota a Juan, con Javier Cámara de brutal protagonista.

Sin embargo, ni la anterior realidad descrita ni ninguno de los títulos de ficción reseñados apunta a superar las aventuras de otro valenciano de lustre aventurero en la política real, José Luis Ábalos, cuya carrera pública comenzó concediéndole un estanco a su familiar más cercana. Era cuestión de tiempo que encontrara buenos compañeros de andanzas. Los encontró en Pamplona, tal vez en una resaca sanferminera, un tal Koldo G. Izaguirre, portero di notte, a cuyo lado Roldán parece un catedrático por Harvard. Lo cual da idea de la pendiente hacia la molicie final de la dirigencia española.

Hora es de hacérselo mirar. Y si quieren, pueden. No es tan difícil que los grandes partidos acuerden leyes y procedimientos para que se acabe este frenesí mangante. Al menos, que se aminore y no se avergüence al personal. Ad calendas grecas, tal vez, aunque ya da para un ciclo en la Filmoteca.

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22 de junio de 2025
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Pistas

''La pasión tiene ante sí dos senderos, sendero de la derecha y sendero de la izquierda. El primero, conduce al paraíso. El segundo, al infierno. Nada ni nadie es responsable del camino que se elige (la elección es inocentemente culpable). Por el primer camino avanzan los elegidos. Es el camino áspero, encrespado, ascendiente de la virtud. Por el segundo camino descienden los reos, los delincuentes, los reprobados. No es camino sino atajo que baja por la pendiente hasta desembocar en el abismo. El primer camino conduce a la felicidad, a una felicidad duramente conquistada cada día a través de la vida en común, a través de la creación duradera de vínculos estables, a través de la organización de un universo fundacional de familia, tribu, municipio. El segundo camino conduce a la perdición. Andan por él los incendiarios, los saqueadores, los usurpadores, los intrusos, los ladrones, los criminales. Por donde caminan estos individuos no vuelve a crecer la hierba. Se trata de una doble estirpe pasional, la estirpe adamita prolongada por el justo y desventurado Abel y reconquistada por la sucesión de patriarcas elegidos. La estirpe cainita que esparce la semilla del mal por la faz de la tierra. No hay moral que permita juzgar una estirpe como jerárquicamente superior a la antagónica: desde el criterio, desde la pauta de la pasión —criterio y pauta que mide verdad por intensidad, poder, puissance— ambas estirpes son necesarias y en ambas aparecen, desaparecen y reaparecen figuras de alta temperatura pasional. El suelo de la estirpe elegida es la tierra prometida, el vergel, la casa pairal, la promesa de una fecunda descendencia, tan innumerable como las estrellas del cielo. La segunda estirpe padece insomnio: nace del incendio y del saqueo de ese sueño de felicidad.''

Tenía un punto de libro atrapado en este fragmento de Tratado de la pasión, escrito por Eugenio Trías. Ambas fuerzas —aunque opuestas en sus efectos— son necesarias y conviven en la historia humana. La pasión es el reverso necesario del sujeto. No hay un "yo" sin pasiones que lo atraviesen, lo cuestionen y hasta lo desborden. Ni siquiera como una emoción intensa, sino como una fuerza irracional, tan irracional que arrastra.

Me gusta pensar que los problemas que persigo, en realidad, son equilibristas sobreviviendo a una cuerda que tiembla. La tensión entre esos dos sectores sólo embellece a través de incendios morales. ¿Cómo puede asustarme tanto dejar un paisaje estéril a mi paso? De esa puissance —potencia o fuerza—, me da miedo el resultado, lo irreparable que pueda llegar a ser. Me apego a las cosas. Las sigo incluso cuando el tiempo y los cambios las transforman. No puedo soltarlas. No hay nada que me dé más miedo que cargar con el peso del arrepentimiento. Las veces que he soltado han sido en contra de mi voluntad; supongo que de ahí vendrá el insomnio perpetuo, esa manía de rodear el abismo.

¿Dónde encontrar la paciencia con nuestras propias faltas? Sufro de ensimismamientos. No pocas veces me llegan las palabras del mundo como quien se despierta de madrugada con una lucidez insoportable. ¿Serán pistas? Ojalá así sea. Ni siquiera vienen a mí para entenderlas, sino para esconderlas en la cabeza, maniatarlas, dejarlas ahí hasta que se pudran. Y entonces, un día cualquiera, sin aviso, vuelven solas. Repican como campanas. Vienen y van. Sin ir más lejos, últimamente me viene a la cabeza el título de un libro que me gustó mucho: Cada día es un árbol que cae, y lo repito varias veces. Cada día es una huella que construye o destruye.

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18 de junio de 2025

(Marea Editorial)

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El libro profético que León Rozitchner escribió durante la guerra de Malvinas

1. Mi maestro: no estoy solo
¡Cuántos trucos nos juega la memoria! Trato de acordarme de esas clases con el profesor León Rozitchner en el viejo edificio de la Facultad de Ciencias sociales en Rodríguez Peña, en ese edificio que estaba siempre a punto de venirse abajo, y me acuerdo mucho más de lo que yo sentí que de lo que él decía.
Sí tengo recuerdos visuales. Rozitchner entraba y todo el mundo se callaba la boca. Lo recuerdo alto, desgarbado, pero con una presencia que llenaba el aula. Vestía como si se acabara de levantar de la cama, entraba ya fumando un cigarro, con unos jeans gastados, camisa arrugada, pelo blanco al viento sin viento. Debía ser un cincuentón, pero para mí era un viejo sabio.
Puede que nada de esto fuera cierto, que los que lo conocieron mucho mejor me digan ahora que vestía elegante, que estaba bien peinado, que no fumaba.
Para mí era la representación de esos profesores que tuvimos en Sociología que venían del exilio y nos traían el mundo a nosotros, chicos que salíamos del encierro de la dictadura. Con Rozitchner entendí lo poco que entiendo hoy del marxismo. Y de Freud, y de la importancia del pensamiento independiente y rebelde.
En sus lecciones marxistas nos convencía de que lo importante era el sustrato material de la realidad y la conciencia. Y como freudiano, que las ideas, los mitos, el inconsciente afectan la conciencia. Somos nuestra realidad, nuestra clase social. Y somos nuestros mitos. Por supuesto, mucho mejor explicado, de una forma que a mí me hizo entender que nunca, por ningún motivo, debía dedicarme a producir y enseñar el conocimiento teórico que él dominaba.
Me hice periodista. Trafico con cosas concretas, con historias, con relatos, con detalles y voces. Pero sus lecciones están ahí, en algún lado.
Salía de la clase y quedaba flotando su humo, su voz, su inclaudicable valentía para pensar distinto. Leí con asombro su libro Perón entre la sangre y el tiempo. Creo que entendí un cuarto, pero esa crítica de Perón y del peronismo desde la izquierda me acompaña hasta hoy. Que la mayor parte del pueblo esté – estaba, ahora ya ni sé – con alguna versión del peronismo no era para él razón para sumarse a sus unidades básicas. Las unidades de Rozitchner nunca fueron básicas.

2. Lo que recuerdo del libro
Compré, leí y conservé en cada mudanza el librito original, cada vez más ajado, Malvinas de la guerra sucia a la guerra limpia.
La enorme valentía para decir que quería que la dictadura, no el país, la dictadura perdiera esa guerra. La demoledora construcción argumental, con datos ciertos y con una lógica implacable, de que el plegarse a esa “gesta”, para mí siempre entre comillas, de la izquierda argentina era una claudicación, un comprar la visión de la patria de la derecha, como un territorio físico a conquistar.
Muchas cosas me parecieron asombrosas en este libro, producto de una mente afilada como un buen cuchillo. Una es que haya sido escrito durante la guerra: ya la daba por perdida, y ya intuía lo que vendría. Pero en el caso imposible de que Galtieri ganara, nos advertía de las consecuencias, que eran desoladoras.
Yo venía de una experiencia con las fuerzas armadas, las había visto de adentro. Que alguien como el gran maestro se animara a decir algo por lo que lo tildaron de traidor pero que debía decirlo porque era su convencimiento, era su derecho, y además tenía razón… fue un golpe tremendo para mí.
Un golpe en el mejor sentido de la palabra.
Ahora, al leer después de tantos años el libro otra vez, me sube a la garganta un agradecimiento, y una gran pena por no podérselo decir cuando todavía estaba vivo. Siento que las más de mil páginas que yo escribí desde entonces sobre Malvinas son por este libro. Que lo que yo pienso sobre lo que pasa hoy en Argentina y en el mundo se basan en la inteligencia y la valentía de un maestro que no recuerdo que nunca me haya hablado a mí.
No me acercaba a él antes ni después de las clases. Era demasiado tímido. No recuerdo que hayamos escrito algo, seguramente sí para aprobar su curso. No recuerdo nada de lo que me haya dicho de un texto mío para su curso.
Pero le debo el saber que debo pensar por mí mismo y decir lo que pienso.

3. Ni siquiera fue una guerra limpia
El título de este libro es preciso y desafiante. Pero es mentira. En mayo de 1982, cuando Rozichner lo escribió, no sabíamos lo que sabemos hoy. La guerra de Malvinas tampoco fue limpia.
Cuando la Corte Suprema dictaminó en 2021 que las torturas, que en varios casos llevaron a la muerte de conscriptos no son delitos de lesa humanidad, publiqué un ensayo en Anfibia. Lo llamé La verdad estaqueada. Entre otras cosas, escribí esto:
Otro elemento a tener en cuenta es a qué jurisdicción corresponden los hechos. Los desaparecidos, torturados y asesinados eran civiles. Aunque el crimen lo cometieran militares, esas acciones no entraban en el terreno de la jurisdicción militar. ¿Pero qué es un conscripto? ¿Es un civil obligado a pasar unos meses de uniforme, o es un militar como los de carrera?
Por eso, lo que también se discute aquí es qué éramos, qué queríamos y aceptábamos ser los colimbas que fuimos a Malvinas. Por esto también me parece que este caso habla de mucho más que de si unos viejos militares deben ir o no presos por la forma en que trataron a su tropa en las islas.
En su presentación ante la Corte, el procurador Luis Santiago González Warcalde defiende la posición de que son crímenes de lesa humanidad, y por lo tanto no deben prescribir.
“Las conductas imputadas en este proceso, a su vez, caen sin inconveniente en el concepto de tortura”, dice González Warcalde en su escrito a la Corte.
“Para limitarse solo al caso más frecuente: atar de pies y manos a un muchacho debilitado por el hambre y el frío, sujetando sus ataduras a estacas clavadas en el piso, dejarlo así acostado sobre el fango helado durante horas, inmovilizado y sin ninguna protección contra el clima inhóspito del Atlántico Sur, hasta que estuviera al borde de la muerte por enfriamiento, para así, con el pretexto de castigarlo, intimidar a él y al resto de la tropa es en sí una forma de maltrato incuestionablemente cruel, brutalmente inhumano e intencionadamente degradante; una de las formas de maltrato, en fin, para las que reservamos el término ‘tortura’”.
De estos hechos estamos hablando. Estas son las cosas que pasaban en Argentina durante la dictadura, y estas son las conductas que desde la época del Martín Fierro sucedían en el ejército, una institución poderosa, cerrada, impune.
Vuelvo a leer hoy esto, que publiqué hace cuatro años. Y no tengo dudas: pude dejar de ser el niño y el adolescente educado por la dictadura gracias, entre otros, pero muy especialmente, a la forma en que León Rozitcher me enseñó a pensar. A animarme a pensar. Cómo nos quedan en la memoria las cosas más luminosas que leemos. Aun cuando no nos acordemos, están ahí en la forma en que hoy reflexionamos.

4. Leer este libro hoy
Quiero terminar con un par de los muchos párrafos de este libro que, en una lectura actual, me interpelan, me quedan rondando, me parecen proféticos.
Dice Rozitchner refiriéndose al documento de los exiliados de izquierda en México que apoyan la toma de las Malvinas mientras repudian a la dictadura que la estaba protagonizando. Así responde a los que postulaban que había que apoyar la toma de las Malvinas por los militares y al mismo tiempo repudiar a esos mismos militares:

"Pero hay que analizar más claramente este modo de razonar, porque aquí se revela una de las modalidades de la política de izquierda. Designar como “falacia” el hecho de explicar el acontecimiento recurriendo al origen significaba, como hemos visto, desalojar precisamente el acto del marco histórico, objetivo y subjetivo, de su sentido material. Así aislado, ese acto podía ser considerado como “justo”; como si lo justo fuera una cualidad adherida al hecho con independencia de las condiciones posibles de su realización. Téngase presente que no referimos, como los autores lo hacen, a la “reivindicación justa” que se prolongó en la “recuperación” militar. Un acto justo podría ser realizado por cualquier medio y hasta ser incluido en el marco de otro acto injusto: valdría de por sí más allá de quien lo ejerciera y de la inscripción que este adquiriera. Solo se atiende a su resultado también puntual.
Y como en política todo es válido, se dice, o hay al menos muchas cosas a las que hay que plegarse, y como aprendimos también que en política hay que llegar hasta a tragarse sapos, no importa quién realice esos actos ni las intenciones de quienes los piensan. Eso se lo pone a cuenta de la subjetividad de los autores, que ven aparecer una cosa diferente cuando esperaban otra en su lugar. Pero aquí, como vemos, no se trata de la subjetividad de los sujetos militares: se trata del marco real, material, económico, político, social, etc., que forma sistema con la posibilidad de alcanzar los objetivos propuestos: lo concreto real. Es extraño ver cómo los autores reconocen la represión brutal, los crímenes, las intervenciones degradantes, los asesinatos, la entrega del país al poder del imperialismo, la censura, la persecución, el hambre: todo esto, es verdad, corresponde a la acción de las fuerzas militares."

La prosa, de tan deslumbrante, nos ilumina y nos incomoda.
No sé cuántos somos, pero con este verdadero León yo al menos me siento, por una parte, desolado porque nuestra Argentina no aprendió lo que él nos quiso enseñar, y estamos muy mal hoy. Pero, por otra parte, también me siento extrañamente feliz, porque si lo leemos vuelve a la vida, y no estamos tan solos.

Esta es una versión de lo que dije el viernes 11 de abril, en la presentación en la Librería del Fondo de la nueva edición de Malvinas: de la guerra sucia a la guerra limpia. El punto ciego de la crítica política, de León Rozichner, un libro profético y luminoso. Este libro, escrito originalmente durante la guerra, en mayo de 1982, y publicado por primera vez en 1985, inaugura apropiadamente la colección A Contracorriente de la Editorial Marea. Hablamos el director de la colección, el filósofo Alejandro Horowitz (discípulo, colega y amigo de Rozichner), el científico político Diego Sztulwark (experto en su obra) y yo, como periodista y excombatiente de Malvinas.

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17 de junio de 2025
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Retorno en la furca misma (a vueltas con la “venganza” de la naturaleza)

Vuelvo a la idea, común a Lucrecio y tantos otros, de que la naturaleza está regida por una implacable necesidad, que ni dioses ni hombres son susceptibles de perturbar en lo profundo. Esta convicción no significa considerar que la naturaleza se cierre totalmente al ser humano. Irreductible a toda voluntad de transformarla, la naturaleza es sin embargo permeable a la voluntad de conocerla. Siendo imposible violentarla, sí es posible desvelarla. Tal desvelamiento es lo que los pensadores griegos designaron como teoría o contemplación de la naturaleza, es decir la física, búsqueda de los constituyentes de la necesidad que están más allá de lo que se muestra, hipótesis de que en lo profundo legisla el aire, o el fuego, o quizás meramente átomos rodeados de vacío e incluso (hipótesis hiperbólica) realidades aritméticas o geométricas).

Y desvelar la naturaleza es lo contrario de intentar transformarla en su esencia, ya se trate de la interna relación de fuerzas en la naturaleza inerte o de la naturaleza específica de los seres vivos. A diferencia de lo que creía Aristóteles, las especies ciertamente no son eternas. Al igual que los individuos (aunque en una escala diferente) también las especies se hallan afectadas por el tiempo. Mas por muy provisional que sea su estabilidad, hablar de especie es referirse a un conjunto de rasgos invariantes que determinan un comportamiento y con los cuales es peligroso jugar. El individuo de una especie dada es heredero de unos rasgos potenciales que tienden a actualizarse, y es desde luego contra natura el pretender que se actualicen los rasgos que corresponden a otra especie, cosa a la que implícitamente parece aspirarse cuando, por ejemplo, se trata a un can  como a un niño, esperando que llegue a asumir el comportamiento de este último.

Entre los casos singulares de relación entre humanos y animales que a intervalos saltan a los medios de comunicación hubo hace un tiempo el de un ciudadano ruso que decidió criar un cachorro de oso como si se tratara de su propio hijo, acostumbrándole entre otras cosas a la alimentación propia de los humanos. Al parecer la cosa funcionó hasta que a los cuatro años el oso se negó a seguir la acostumbrada pauta de alimentación, prefiriendo…comerse a su padre adoptivo.  Este caso es buena muestra de lo inútil que es intentar hacer abstracción de que la división específica es la expresión misma de la realidad natural y en consecuencia negar la irreductibilidad de las especies es negar lo que la naturaleza misma ha marcado. Esa naturaleza que, al decir de lo atribuido a Horacio “por mucho que se la expulse con una horquilla siempre retorna”.

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17 de junio de 2025

(LV)

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Van Morrison, solo para adultos

Y allá que fuimos, a las Noches del Botánico en procesión religiosa, cuatro mil veteranos con nervios de adolescente dispuestos a regresar a la belleza salvaje con sir Van Morrison. Seis minutos antes de la hora prevista, en el escenario de la Complutense apareció ese tirano adorable, malhumorado y lacónico; el mito que detesta el espectáculo pero que nos redime de la vulgaridad.

A punto de cumplir los ochenta, y en el extremo opuesto a la onda de corazoncitos digitales, Van Morrison no mostró simpatía alguna. ¿Y empatía? Palabreja absurda para el León de Belfast que solo viene a cantar y a tocar. Comparte su don y se larga al hotel. “La música es mi empleo. El resto es pura mierda. El tipo de mierda que la fama atrae es muy oscura. Me gusta la música, eso es todo”, declaraba cuando aún concedía alguna entrevista.

Van Morrison nos levantó de la nadería a puños, con su voz arrolladora, capaz de retar la edad, derrochando amor y furia en 90 minutos. A ratos melancólico, místico sin ínfulas, sacudido por ese latido negro que mamó en los discos que su padre –un electricista melómano– se trajo de Detroit: Solomon Burke, Ray Charles, Muddy Waters. En el Botánico, nos enseñó que las enormes pantallas digitales solo sirven para lucir su firma en letra inclinada. Ni un zoom, ni un acercamiento a su saxo, pero tampoco ni un solo logo de patrocinador. Van no pertenece a nadie, ni siquiera a su público. Lo suyo es otra cosa, ajena a toda complacencia, casi como un dispensador de felicidad que tolera mal que le den las gracias.

“Es el único festival musical organizado por una universidad”, me recordaba unas horas antes el responsable de prensa de las Noches del Botánico. Se nota en las colas educadas sin avalanchas ni pisotones, o en el detalle de servir en las barras un vino digno, no aguarrás. También me contó que vería hamacas entre los arces y castaños viejos para tumbarse después del concierto. Pero el culto a Morrison, en directo, te lava con filosofía y te manda de vuelta a casa. A vibrar. Con su banda alcanza un virtuosismo musical que los puretas reconocemos como la única droga que sienta bien. No hay química que logre estimular el amor como sus baladas ni soplarle a la tristeza como sus rhythm’n’blues. Van repite la letra, la ondula y la conduce hasta lo más profundo de su eco, ah la eterna levedad.

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16 de junio de 2025
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La dada

Se han ido perdiendo las expresiones que el pueblo utilizaba, a menudo como paremias. Ese material, que gente imbuida de condición alquimista ha pretendido convertir en lenguas, o incluso en idiomas, he de reconocer que en algunas ocasiones tiene su gracia. La mesa de póquer del viejo casino, en el que agoté muchas tardes cuando mi llegada a XXX, era una perfecta caja de resonancia, allí oí por ejemplo “vuelta a la dada”, críptico mensaje para quien no frecuentara aquel tapete que quiso ser verde y ahora confraternizaba con variadas gamas pardas y negrovioláceas. “Vuelta a la dada”, o sea “volver a dar las cartas”, era la orden inquebrantable formulada por el más severo de los jugadores cada vez que se equivocaba el que repartía las cartas, fallo que podía llevar a descubrir alguna de ellas que, como todas, debían permanecer ocultas durante el reparto y en toda la jugada, excepto para el destinatario. Se ordenaba entonces recoger las cartas ya distribuidas, juntarlas en el mazo, barajar e iniciar un nuevo reparto.

Ese jugador riguroso que con voz atronadora ordenaba que se repitiera el reparto de cartas, era conocido como El Profesor y nunca supe qué nombre real se escondía tras el lustroso apodo, pero sí sé la historia final del personaje, el más más valioso episodio relacionado con la partida diaria de póquer. El Profesor siempre quiso dar la imagen de jugador estricto, alguien que no consentía una fullería en los demás, ni siquiera un error como el ya citado en el reparto de naipes. El Profesor, por supuesto, carecía de sombras en su trayectoria, era un referente en cuanto a honradez y a él se dirigían siempre las miradas y las consultas verbales cuando había que dirimir la legalidad de cualquier lance. Pero, un día llovió más de la cuenta, un aguacero inmisericorde anegó las calles aledañas al casino y, mira tú por dónde, alguien invisible, resguardado bajo los oscuros y solitarios soportales de la plaza de la catedral, descubrió cómo El Profesor y otro punto habitual de la partida, su socio, con el que era evidente que iba aconchabado, partían los beneficios de la jornada, protegidos de la lluvia y de las miradas, en el interior de un portal cercano. La noticia corrió como la pólvora y El Profesor jamás volvió a pisar el casino; un sobrino nieto gestionó su baja como socio, y fueron mayoría quienes, cómo no, se apuntaron a la prédica generalizada de que desconfiaban desde hacía mucho tiempo de tanta caballerosidad y rectitud.

Quiero decir que lo importante para los que vivimos en el filo de la navaja es pasar desapercibidos, no es buena estrategia destacar, aunque sea concitando aplausos por el desempeño de benéficas acciones, no es bueno, en general, dar la imagen de personas respetables y, mucho menos, vociferar a la mínima contienda pretendiendo aplicar normas y convicciones de las que nos erigimos en instructores o paladines; sospecharán.

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10 de junio de 2025
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Elogio de la página

Leer es la única actividad en la que uno puede parecer inteligente sólo con mover los ojos, pero cuidado con el scroll. Empiezas asomándote por la ventana para ver si llueve, y de repente llevas tres horas viendo cómo un tipo de Nebraska reconstruye un castillo medieval con colmillos de caimán. El scroll no tiene fin, pero tampoco principio, como la conversación de un necio.

La web robó la palabra «página», pero la vació de su forma original. La página de la que hablo, en formato impreso o su mímesis digital, empieza donde empieza y termina donde termina, sin que salten bandadas de pop-up y banners. La página no grita, no te bombardea con vídeos de gatos rusos tocando el piano, ni te enseña a consumir sin saciarte. Te mira. Espera. Propone, no arrastra. Tiene su arquitectura, una geometría de pentagrama, música leída.

El scroll es una espiral que se acelera sola, una rueda de hámster en llamas, movido por la incesante novedad y la fugacidad del clic. La novedad borra lo anterior con la urgencia de quien abre la nevera a las tres de la madrugada buscando respuestas. La página es otra cosa. Es un pasaje secreto en una casa que ya creías conocer.

«La gente ya no lee páginas», dicen. Dicen que el texto debe fluir, que hay que enganchar al lector en los tres primeros segundos, que la atención dura lo que un bostezo. Hay páginas en las que algo  ocurre y páginas en las que nada ocurre, pero incluso la más infame página de papel tiene cuerpo, anverso y reverso, pesa, vuela en forma de avión, envuelve objetos, limpia vidrios, protege fragilidades, enciende fuegos. No consume, permanece por sí misma. Existe incluso cuando no la miras.

Si la página es de un libro de papel, sujétala con respeto. Es un felino que finge dormir. Si la doblas con desdén, podría vengarse. A veces las páginas se repliegan sobre sí mismas y no vuelven a abrirse nunca igual. Hay páginas que se cierran como párpados y después sueñan con otro lector.

Sitúa tus ojos en la parte superior izquierda, como quien se dispone a cruzar una frontera. No saltes párrafos. La página lo sabrá. No pretendas leerla como si sólo ojearas un titular. Esto es diferente. La página exige atención. Avanza línea a línea como quien desactiva una bomba o baja una escalera de caracol, conteniendo el vértigo. Si tropiezas, vuelve. Si lloras, ya sabes que sólo el loco ríe a solas. Si ríes, ya sabes que ser feliz no requiere testigos. Estás viajando sin moverte, leyendo sin huir, viviendo algo que sabemos que se acaba, como nosotros algún día, creyendo que tal vez dejará una estela.

Al llegar al final de todas las páginas, no sucumbas al pánico. No hay emoticonos de aplauso, ni «contenido relacionado», ni «quizás también te guste». Hay silencio. Y si te ha cambiado, conmovido o dado placer, cerrarás el libro como quien apaga una vela.

 

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10 de junio de 2025
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Elisa Martín Ortega y los cuidados en el lenguaje

Los primeros poemas de La piel cantaba, el revelador poemario de la escritora y profesora de la Universidad Autónoma de Madrid, además de traductora de El Cantar de los Cantares, Elisa Martín Ortega (Valladolid, 1980) comienzan con versos que son afirmaciones inquietantes: “Me da miedo escribir”; o bien constataciones de lo evidente que requiere una segunda mirada para encontrar el sentido de la redundancia o de la contradicción: “Amanece temprano”. Aseveraciones inmediatas e incisivas mediante las que lo primero que se reivindica es el lenguaje, que aparece in media res para evocar todo el universo que se extiende tras él. Buena parte de sus poemas indagan en la necesidad del lenguaje, pero también la necesidad de todo lo que se extiende antes y después del lenguaje.

Muchas de las reflexiones o hallazgos que se producen en La piel cantaba, aparecido en 2024 en la colección Cálamo Poesía de la editorial Menoscuarto, están estrechamente relacionados con el no menos iluminador ensayo La belleza en la infancia, que publicó en 2022 la editorial Eolas Ediciones. Allí, a partir de la etimología y de la observación de la escritora, se describe la infancia como una época previa al lenguaje, cuando toda la comunicación es a través de emociones, miradas y símbolos. Ésa y no otra es la capacidad expresiva de la poesía. El ensayo está magníficamente fundamentado con citas de poetas, filósofos, lingüistas e incluso profetas. Con ello, la autora no sólo consigue un análisis que apela a la lectura como experiencia fundamental –en su sentido más estricto–, sino que defiende la importancia del sentir –descrito como la unión de pensamiento y emociones– para hallar significados con los que construir la mirada y el pensamiento.

Su maternidad le permite un lugar para una observación con muchos recursos. Así, se detiene en la amnesia infantil, el olvido de los primeros años de vida, para trazar de cero el personaje en que nos convertimos. Me viene a la memoria un fragmento de la canción Rugen las flores, de McEnroe: “El día en que yo te encuentre y se me borre la memoria / para dejar todo su espacio y que lo ocupe nuestra historia”.

El olvido de los recuerdos de los primeros años de vida coincide, según la narración de Martín Ortega, con el reconocimiento de la propia piel como límite, un tema habitual tanto en el ensayo como en sus poemas. Recupera el cuento de la mamá oso que tejió piezas de ropa con la intención de que su cría acabara dándose cuenta de que lo que más le protegía era su mullida piel. Es evidente la metáfora sobre la entrada en la madurez y la toma de conciencia como individuo. En nuestra piel se marca la separación entre lo que somos y sentimos y lo que empezamos a saber que está fuera.

A lo largo del camino, también puede suceder que renunciemos a la responsabilidad que supone poseer la piel y que deseemos dejar de percibir nuestra propia forma, como sucede en la oscuridad: “Si no amanece / me pondré un vestido de estrellas, / si no amanece. / Un vestido de noche / para aguardar / el alba que no llega. (…) Ojalá la belleza / de lo oscuro durara / un poco más, / y me cubriera / de pétalos / en la pequeña cáscara de nuez, / pequeña / como la uña del dedo meñique, / amoratada, / negra, brillante, / amarillo limón, / resplandeciente.”

La piel nos define y por eso la cubrimos para ser menos vulnerables. Sólo la mostramos en la intimidad, a excepción del rostro. Con él nos presentamos al otro y nos buscamos en las expresiones de los demás, de los seres amados, de aquellas personas a las que hemos ubicado en una zona de no agresión, de refugio. La intimidad permite reconocernos en el otro, reflejarnos en su mirada. Por eso reconocemos sus emociones incluso sin el lenguaje, y por eso también queremos evitarles el dolor y, por tanto, cuidarlos. El cuidado es un concepto importante para Martín Ortega.

Cuidamos a quien amamos porque nos cuidamos a nosotros mismos, o al revés. No nos enamoramos del otro, porque es inaprensible, aunque en la infancia nos parezca imposible que no seamos parte de quien más amamos. Nos enamoramos de nosotros mismos, del prodigio que es descubrirnos: la conciencia que de pronto es consciente de sí misma. Como si fuera posible verse desde fuera.

Se produce un constante desplazamiento del sentimiento y de la percepción que es motivado por el deseo, otro protagonista en nuestro sentir. La autora cita a José Ángel Valente para reforzar la idea de que anhelamos el deseo del otro hacia nosotros para que “nos haga existir”. Y sólo somos conscientes de esa existencia cuando pasa por el corazón por segunda vez, es decir, cuando se recuerda: “El pensamiento y la emoción integrados bajo la acción de recordar”.

Tanto en el ensayo como en los poemas, se argumenta y se muestra cómo el cuerpo, y con frecuencia el dolor que provoca –la finitud, la herida, la enfermedad–, nos conforma y nos ofrece refugio. Es lo único tangible cuando la realidad no existe porque nos disolvemos en la naturaleza de la que formamos parte, como el cielo: “El cielo azul / de esta mañana / ha robado mi llanto. / Se lo ha llevado / con su luz, y me ha dejado sin voz, / sin cuerpo, ni un dolor donde ocultarme. / La realidad no existe.”

El lenguaje tampoco resulta infalible para aprehender la realidad: “Qué pena las palabras.” Al final sólo somos lo que sentimos, en un sentir que necesita pasar por el pensamiento y ser recordado para existir, ser visto desde fuera, narrado, a pesar de todo.

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9 de junio de 2025

Daniel Orson Ybarra

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El caminante que se hizo pintor

 

Entre el conceptualismo lumínico, el neoexpresionismo abstracto y la pintura óptica, Daniel Orson Ybarra (Montevideo, 1957–Ginebra, 2025), terminó convertido en artista, agarrado a sus pinturas, aunque su mejor obra siempre fue la vida. Todo un vitalista empedernido. Formidable fumador y bebedor, gourmet y políglota, incansable, un alma de vocación universal, epicúreo y de ancha cultura. Oriental de ascendencia vasca –su madre era rusa blanca, y su abuela Anastasia lo introdujo en el dibujo–, hasta que antepuso a sus apellidos el nombre del cineasta por excelencia, con quien se identificaba en casi todo, no solo con su aspecto de gran humanidad. Motear, un vicio muy uruguayo, como el fútbol, que seguía con entusiasmo.

Sufrió con la covid, y no ha podido superar sus secuelas, las que le dejaron postrado en su estudio artístico de Ginebra casi un lustro para, finalmente, dejarnos hace unos días. A pesar de necesitar respiración asistida, trabajó en múltiples piezas y propuestas hasta la última jornada. Ybarra quedó cautivado en su juventud por las pinturas de Joaquín Torres-García, montevideano genial y europeizado como él, cuya obra solía contemplar en el Bellas Artes de esa extraordinaria ciudad de aires vintage. Salió de Uruguay a los 18 para ver mundo y se demoró lustro y medio, recorriendo todos los continentes. «Lagardière –me decía– he llegado hasta la punta más austral de la Patagonia». Con el tiempo se asentó en la misma ciudad que Calvino, su némesis.

La barba siempre arreglada, perfumada, vestido de eterno oscuro, situacionista. Solía ser frecuente su presencia en la feria del arte en Basilea y en el Arco madrileño. Su carrera en Europa empezó mucho antes, cuando conoció en la costa malagueña a un joven emprendedor, Carlos Moreira, quien le llamaría tiempo después para ayudarle en el lanzamiento de su compañía de servicios informáticos, Wisekey, uno de los patrocinadores del equipo suizo del Alinghi que ganó la Copa del América e impuso sus reglas en la ciudad de València, donde durante seis años recalaron los grandes veleros mundiales. Con ellos, Daniel Orson Ybarra se hizo habitual –y perseverante– de Valencia, organizando encuentros y, sobre todo, gestionando un círculo de artistas e intelectuales en torno a la prueba deportiva. Él le dio cariz cultural a la reunión náutica de los más ricos en los océanos. Lo mismo hizo con el foro económico mundial de Davos, en cuyo hall de bienvenida expuso sus «germinaciones» y grandes manchas de color, una línea de trabajo que lo emparentaba con los pintores españoles de la abstracción orgánica, de Gordillo a Sicilia y Murado.

Impulsó, entre otras acciones, la creación de la Fundación Abanico, con la entidad Heritage, creando en la ciudad de Ginebra una serie de encuentros dedicados a la cultura hispánica con artistas, escritores y múltiples creativos, desde el cocinero Ferran Adrià y los músicos Paco Ibáñez y Amancio Prada, al poeta Carlos Marzal o los editores valencianos de Pre-Textos, los «Manolos» y Silvia Pratdesaba, con quienes compartía su pasión por el onirismo pictoricista de Ramón Gaya. También colaboró de forma asidua con los arquitectos del EAAS Grup Barcelona, y coorganizó para la Concejalía de Cultura que dirigía Mayrén Beneyto la exposición ‘Diálogos’ diez entre València y Ginebra, que reunió en las Atarazanas a una serie de artistas durante la Copa del América: él mismo y la malograda Deva Sand, Nico Munuera, Juan Olivares, Nelo Vinuesa o Silvana Solivella entre otros.

En la misma Ginebra, donde se asentó, adquirió una casa y un estudio, contrajo matrimonio y tuvo descendencia –su hijo Mateo es un joven productor y director de cine con una prometedora carrera–, solía encontrarse amablemente con el paseante Jorge Luis Borges. Y allí expuso de forma individual por primera vez. En el 88. Una exposición a la que siguieron cerca de una treinta de muestras personales en Suiza, Francia, España, China o Brasil. En València fue remarcable su presencia en la tercera edición de Papers (organizado por Elca y Banda Legendaria), y su retrospectiva en el IVAM, en 2014, en cuyo catálogo escribieron amigos como el citado Manuel Borrás o Fernando Delgado. En València deja un hondo recuerdo, cuyos pasos fraternales han sido compartidos por Nacho Jiménez y Cristina Macías o los hermanos Agnès y Pablo Noguera.

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9 de junio de 2025

'Un trabajo de hombres' de Edith Anderson (Siruela, 2025)

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Edith Anderson y el duro camino de las pioneras al mundo del poder masculino

 

Hay en la condición humana una atracción innata por el poder, al margen de su escala o contexto. La voz narradora de Un trabajo de hombres de Edith Anderson (Nueva York, 1915-Berlín, 1999), novela ambientada en el mundo de los ferrocarriles estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial, se maravilla ante la emoción que suscita un billete de tren como una promesa de aventuras en la ciudad de destino, "el lugar donde ha de suceder algo nuevo ahora que se va allí".

Pronto vuelve la mirada hacia el señor Miller -encargado de instruir a un grupo de mujeres jóvenes para su ingreso en la imaginaria Hudson & Potomac Railroad Company, diezmada por la guerra y obligada a aceptar a regañadientes la mano de obra femenina- y hacia sus conocimientos en la materia: él sabe el significado de cada dato impreso en esos billetes, el código de colores y dónde poner el sello para darles validez.

"Para quienes sólo han sentido la opresión del poder de otros sobre sí, es excitante incluso un poder nimio como ese", piensa la señora Jugg, una de las aspirantes que en el capítulo inicial atienden, con aparente concentración, al señor Miller cuando lee el reglamento ferroviario que apenas entienden ("escuchaban igual que se escucha el zumbido de las abejas mientras se lee en una hamaca"). Afuera, la ciudad arde de calor, las fábricas expulsan bocanadas negras de humo. Es una escena de expectativas y desconcierto antes de cruzar un umbral en principio no destinado a ellas: el del ferrocarril, el trabajo técnico, el poder sindical. Todos mundos de hombres.

Ingresar en una esfera masculinizada, pues, es tener acceso a distintas formas de poder, aunque ellas no lo tendrán fácil, pues son recibidas "con miradas lascivas y aullidos de lobo". No es la violencia del improperio explícito, sino la de la indiferencia, la de los supervisores que les niegan horas de descanso, la de los interventores que se ríen al verlas sudar, la de los hombres que les gritan obscenidades por los pasillos al inspeccionar los billetes.

Anderson, comunista convencida que emigró en 1947 junto con su marido, Max Schroeder, militante exiliado durante el nazismo, a la que poco después sería la República Democrática Alemana -donde llegaría a ser una respetada escritora y periodista-, vuelca una mirada feminista sobre la esfera laboral. Y, por encima de todo, muestra cómo el capitalismo promueve la competencia insana entre los trabajadores -tampoco idealiza las relaciones entre mujeres y las tensiones que surgen- y la autoexplotación, de tal manera que se refuerza la violencia estructural. Para esta maquinaria, los cuerpos son material desechable.

En este sentido, Un trabajo de hombres no es una novela de superación en que las protagonistas alcanzan el empleo duramente perseguido, pero sí de transformación: si bien les aguardan más decepciones y humillaciones en el futuro, "sabían algo que no habían sabido cuatro años antes: sabían lo que querían".

Si este título de Anderson rezuma verdad más allá de la ideología de la autora, es en buena parte porque describe unas circunstancias conocidas de primera mano en la Pennsylvania Railroad Company, donde ella trabajó en esos años marcados por el conflicto bélico. Por eso el relato es tan físico (y sensorial), y en su núcleo se concentra la experiencia de los cuerpos extenuados, triturados y descartados.

De ahí deviene que una de las expresiones recurrentes en la novela sea "estar seca". Y, aunque no hay redención ni mitologización de ese sacrificio femenino, se alza el fresco (a partir de un microcosmos concreto) de un mundo en destrucción que, durante e inmediatamente después de la guerra, resurgió a hombros de mujeres, obligadas a llenar el vacío que dejaron los hombres, ya fuera en la familia, la supervivencia existencial o la reconstrucción del entorno.

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5 de junio de 2025
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El Boomeran(g)
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