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Pensemos en un lector (o lectora). No en un lector o lectora especializados -un periodista, un crítico, un librero, un escritor, un editor, algún otro miembro de nuestro "mundito"-, sino en un lector normal. Un ingeniero, un universitario, un médico, un abogado, un taxista, un maestro, un comerciante, un chofer, un empresario, un policía que, por puro placer, lee. Una anomalía en un país en donde el promedio de lectura sigue siendo uno de los más bajos de América Latina. Una excepción en un país que, como tantos otros, se empeña en enseñarle a los niños a odiar la lectura: a verla como una obligación aborrecible y no como un gozo compartido.
Pero ese lector normal, que ama leer, existe. Pero, ¿por qué lee lo que lee? ¿Cómo llega a cada volumen que engrosa su biblioteca o reposa en su mesa de noche o se acumula en sus estanterías o yace en una esquina de su habitación? ¿Por qué carga justo ese título de aquí para allá, en la oficina o el transporte público, por qué lo sostiene largas horas o días entre sus manos, por qué lo atesora o lo odia sin ser capaz de abandonarlo? ¿Cómo ha llegado a él entre los "demasiados libros", para usar la expresión de Gabriel Zaid? ¿Por qué ese libro y no cualquier otro? ¿Cómo se modela el gusto lector en los tiempos de internet, de las redes sociales, de Amazon?
La escuela, lo hemos dicho, poco ayuda: quizás algún buen maestro, un padre o una madre o un tío o un amigo lectores, hayan hecho más por él o ella que toda su educación formal. En un país con cientos de bibliotecas, pero sin la tradición de usarlas más que para "hacer la tarea", descartemos su influjo. ¿Y entonces? ¿Cómo llega a ese libro? ¿Por la recomendación de un conocido? Sin duda. ¿Por una reseña en un diario o una revista? Seguro que no: la influencia de los críticos se ha desvanecido hasta volverse casi irrelevante. ¿Visitando una librería y dejándose seducir por las portadas o las cuartas de forros al azar? Tal vez, pero el número de librerías en México es raquítico. ¿Escuchando una entrevista de radio o de televisión? Es posible. ¿Leyendo un blog o una recomendación en Facebook o en Twitter? ¿O siguiendo las recomendaciones que les da un algoritmo?
Cuando los adultos ni por error se adentran en una biblioteca, hay que asumir que la lectura es una inversión. Los libros son caros o muy caros, sobre todo si se toman en cuenta nuestras aberrantes desigualdades. 200 o 300 pesos que a la mayor parte de la población le serían indispensable para necesidades más urgentes. Y si se piensa que a ese libro le dedicaremos mucho tiempo, la decisión tendría que tomarse con cautela. De ahí el triunfo de los manuales de autoayuda o de los autores que la camuflan con una pátina literaria. También, de los que prometen una gratificación inmediata: los libros que enseñan cosas (como si no todos los libros lo hicieran): los manuales de historia o, mejor aún, las novelas históricas; las biografías (sobre todo de celebridades mediáticas); los reportajes y las crónicas; la divulgación científica y acaso algún libro de arte.
Luego está, claro, la "evasión": los lectores que buscan desconectarse de su vida cotidiana (o eso asumen) y persiguen thrillers, policiales, novelas románticas. ¿Y al final de todo esto dónde queda la "literatura"? La poesía, por desgracia, entre un puñado de excéntricos (la mayoría poetas). Los clásicos, pese a que en la red ahora pueden descargarse gratis, entre otro puñado de nerds o nostálgicos. ¿Y las novedades de nuestro tiempo? ¿Cómo distinguirlas? ¿Cómo elegir un autor entre tantos autores? ¿Y cómo evaluar su "calidad"? El misterio persiste.
Y aun así, los escritores seguimos aspirando a llegar a esos lectores normales y, en aras de esa fantasía, nos sometemos a "promover" nuestros libros de aquí para allá, dóciles ante los palos de ciego dictados por los responsables de difusión de las editoriales, en una sanguinaria competencia para que nuestros libros escapen por un momento a la invisibilidad, se batan con otros y lleguen a las manos de ese lector, ya no tan imaginario, que dialogará con nosotros sin que jamás lleguemos a conocerlo.
Vittorio. Ramón. El gitano. Josefa. José Antonio. Rosa. Benavente. Ana Luisa. Pobres y dignos luchadores de la vida, heridos pero enteros, habitantes de los viejos barrios bajos de Barcelona. En manos del cronista Bru Rovira, son personajes inolvidables.
Rovira se labró una sólida reputación como reportero de conflictos olvidados, pobrezas africanas, luchas y epifanías del Sur del mundo. Muchas están recogidas en su estupenda colección de relatos, Áfricas.
El lector de Bru Rovira espera que viaje lejos y le traiga la voz y las historias de “los otros”. Por eso sorprenderá a muchos que esta vez se haya fijado en sus vecinos, los hombres encallecidos y las mujeres ojerosas que uno puede encontrarse en cada esquina de la Barcelona macarra.
Pero para Rovira no hay cerca ni lejos: hay historias que se consiguen con mucho tiempo escuchando y acompañando a la gente que le interesa. Y con ellas, construye textos vibrantes y humanos, que tienen el pulso de las novelas y la economía verbal de la poesía.
* * *
Uno fue legionario. Otro, mercenario en África. Aquella anciana toca el piano pero las ratas se están comiendo su instrumento. Aquel se vio envuelto en un confuso episodio de violencia doméstica. “El periodista”, como lo llaman, los escucha a todos con empatía y con piedad. No los justifica, no los defiende: les otorga la dignidad del respeto absoluto.
El libro abre y cierra con la muerte y entierro de Vittorio, el mercenario italiano. A medida que lo vemos caminar con parsimonia y fumar y beber a saco y contar su vida deshilachada por el Raval, cada lector se acordará de personajes cercanos a los que en algún momento no prestó la debida atención.
La realidad política y económica entra por las rendijas del libro. Durante los años en que Rovira acompaña a sus personajes entre jornadas en la redacción de La Vanguardia y largos viajes a África se desencadena la crisis, se desploma el estado de bienestar, los servicios sociales pierden financiamiento, la red pública de apoyo a desamparados como muchos de estos personajes se desmorona.
El libro trata también de esto, de lo que pasa en la política española pero desde abajo, a pie de calle. Donde duele.
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Hacia el final, Rovira relata la historia de un reportero del diario Rocky Mountain de Denver. El hombre fue tan feliz recorriendo como periodista las calles de la ciudad, hablando con la gente, recogiendo sus historias, tomando el pulso de su época, que quiso que al morir sus cenizas se enterraran en la columna del vestíbulo de la redacción. Hoy el diario fue comprado por una impersonal cadena de publicaciones.
El autor imagina a un nuevo director de Recursos Humanos que quisiera sacar las cenizas de ahí, para “borrar cualquier huella del pasado. Atajar preventivamente cualquier posible ataque de nostalgia entre los jóvenes periodistas”.
Pero, en la ilusión de Rovira y también en el indispensable ideal que ha guiado siempre su carrera y su importante obra, este funcionario terminaría descubriendo “que si sacaba las cenizas de la bendita columna, el edificio entero se hundiría”.
Bru Rovira: Solo pido un poco de belleza. Papel B. 248 páginas.
Juanita Laderas fue mi mujer durante aquella etapa. Una mujer excepcional, cariñosa, enamorada y que con Mauricette Fécamp, una francesa del Rosellón que amé en el hotel Las Palmeras de Lloret de Mar, son las dos únicas mujeres comestibles que he conocido en mi vida: carnes almizcladas, fluidos almibarados, no hubieran necesitado nunca pasar por el jabón y la esponja, qué fenómeno natural tan extraordinario; a veces, en días de particular melancolía, me martirizo pensando en sus cuerpos sumidos ya en el azote del tiempo o quién sabe si en el sombrío festín de los gusanos.
Níquel
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Ha sido hoy en Francia. Cuarenta y cinco años más tarde. Lo que parecía imposible ha sucedido. Otra mujer, la última dada mi edad y la rareza de la especie, se añade a la magra pero suculenta lista. Imaginen a Anna Netrebko en Casta Diva. Imagínenla abriendo la boca como sólo ella sabe. Pero imagínenla sin lamé de oro. Imagínenla sin pasado doméstico. Así se aproximarán a ella. Aunque yo sé con certeza que nunca la alcanzarán.
16/12/10
Mundo cruel (Malpaso) es el libro del portorriqueño Luis Negrón que ha llamado la atención de...
La letra va apareciendo escrita en la pantalla del televisor y, del otro lado, una persona la va replicando. Esto no ocurre en un bar, donde con cerveza en mano podemos cantar canciones de desamor. Ni en un cumpleaños o fiesta, donde alguien llegó con un parlante y micrófono, y todos coreamos viejos clásicos hasta el amanecer. Esto, sin que muchos lo sepan, está pasando en las redacciones. Todo el tiempo, todos los días y en todo el mundo. Bienvenidos al periodismo karaoke.
El periodismo karaoke no es propiedad de un determinado medio, ciudad o país. Se ha expandido por el mundo como la nueva era en el oficio de informar. Grandes consorcios y pequeños medios independientes, por un segundo olvidan sus diferencias y se juntan en la misma actividad: dedos en el teclado, ojos en la pantalla del televisor, y comenzar a replican en mi pantalla lo que el canal de noticias, local o internacional, transmite.
Es probable que el periodismo karaoke tenga, precisamente, su origen ahí: en los canales de 24 horas de noticias. Sin que nadie lo supiera, esas frecuencias terminaron siendo consumidas básicamente por periodísticas en horas de trabajo. Y a diferencia de la radio, donde se suele hablar muy rápido y no hay imágenes (y ya sabemos cuánto valen), acá llegaron los imágenes y las letras a pie de pantalla con buenos resumenes. Que mejor, si de paso ahorramos en tiempo y gastos. ¡Que empiece la diversión!
El periodista karaoke suele ser buena persona. De cierto modo, todos hemos hecho o terminaremos haciendo periodismo karaoke. Para eso, claro, hay que tener una actitud alegre, simpática, festiva. Pasa lo mismo que con el otro karaoke, el de las letras de las canciones y la música: no todos tienen el desplante para cantar. Ni a todos les divierte por igual. La virtud del periodismo karaoke es que unifica la pauta. Todos sabemos que, en ese mismo instante, toda nuestra competencia está cantando en sus redacciones las mismas noticias que nosotros. En el periodismo deportivo, posiblemente, es donde se haga más y mejor periodismo karaoke. Pero, me dicen que en política y en internacional, hay verdaderos artistas de esta modalidad. Algunos, de hecho, cantan igualito a los enviados especiales a las guerras.
¿Cuál es el futuro del periodismo karaoke? ¿Cuál es el futuro del periodista karaoke? Por ahora, no parece haber respuesta clara. Es interesante, eso sí, ver que ni los sitios web de noticias ni el vértigo de de las redes sociales han podido, hasta ahora, con esta modalidad tan en auge. Y si bien es imposible saber qué ocurrirá mañana, sí podemos saber que ocurrirá esta noche después del trabajo: es probable que al final de su larga jornada de karaoke, el periodista deje la redacción, entre a un bar, pida una cerveza o una piscola o un ron, y elija algo para cantar. Si la canción seleccionada es "Karaoke", de Gustavo Cerati, entonces ahí cantará con toda su emoción: "Ahora tienes tu propio show, como un rey vengador".