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Un amor de los 90

La historia de amor de John John Kennedy y Carolyn Bessette contiene la suma de elementos que definieron la década de los noventa: minimalismo, neurosis, intrigas, drogas y sexo en Nueva York. Ella atendía a los vips en Calvin Klein cuando el hijo de Jackie quiso visitar el showroom .Se encandilaron. Quienes le conocieron aseguran que John era lo más parecido a un príncipe. Había tenido colecciones de rubias a sus pies, la más destacada Daryl Hannah. Y si bien los millones de jovencitas que suspiraban por él y le hacían protagonista de sus plebeyas fantasías aceptaron resignadas a la pareja perfecta –la sirena de Splash y el niño huérfano de Norteamérica, acurrucándose en las playas de Martha’s Vineyard como si no tuvieran a nadie más en la vida–no estuvieron dispuestas a perdonar la elección de una middle class del Fashion District, una neoyorquina cool en los dos sentidos de la palabra: moderna y fría. Las editoras de moda corrieron a convertirla en modelo de la nueva elegancia: nariz prominente, ojos claros, un recogido sencillo, colores neutros y clásicos.
Se casó sin ninguna joya. La boda, cuando agonizaba el verano del 96, dejó a todo el mundo tan atónito como encantado: la novia podría haber sido la heredera de alguna importante familia, pero era una chica de White Plains, fascinada por la figura de Jackie: adoraba escuchar las historias de quien fuera su doncella, Provi Paredes, cuando le contaba cómo los grandes diseñadores acudían a la Casa Blanca para vestirla y sentirse dioses.
 
Tres años después, Ted Kennedy creía que junior era la mejor baza para que la familia regresara a la Casa Blanca, y trataba de convencerle para presentarse a gobernador de Nueva York. Pero poco tenía que hacer en política: rumores de crisis, celos e infidelidades, dramas y fuegos que se encendían sin cesar.
El retrato que se perfiló de Bessette después de muerta fue poco piadoso: depresiva, insegura y voluble, problemas con las drogas, psicodramas nocturnos... Repetidamente se ha contado que muchas noches él dormía obligado fuera de casa, en el hotel Stanhope de la Quinta avenida. John John fue condecorado al nacer con una aliteración de por vida: la repetición de su nombre de pila, que tras el asesinato de su padre parecía intentar suplir un pedazo del padre muerto. Era apuesto sin afectación, copaba los rankings de los más sexies, pero también paseaba un aire bobalicón propio de quienes tienen que representar un papel que les incomoda. Le pesaba –cómo no– el haberse convertido en icono el día que cumplía tres años: aquel saludo militar delante del ataúd de su padre entró de inmediato en el acervo cultural norteamericano. Contaba el biógrafo de Jackie, David Heymar, que tras publicar su libro llegó a ser íntimo de John John, que éste le confesó un día: “Desgraciadamente no recuerdo nada de mi padre, porque yo era muy pequeño cuando murió. Todas esas imágenes mías saludando militarmente al féretro durante el funeral o jugando bajo la mesa de mi padre en el Despacho Oval han desaparecido por completo de mi memoria”.
Ahora, el documental I am JKF Jr., que estrena el canal televisivo Spike, pretende iluminar la figura del malogrado heredero del clan. Desde Cindy Crawford –que protagonizó la primera portada de George, su revista, caracterizada como George Washington– a Mike Tyson, a quien entrevistó en la cárcel, pasando por amigos, compañeros de universidad o de la revista, recuerdan a quien perdió la vida precozmente, otro verano, hace 16 años, estrellándose con su avioneta en la más sofisticada costa norteamericana. Se cuenta que momentos antes de despegar, él, un piloto con poca experiencia, aguardaba impaciente a su mujer, que en principio no iba a acompañarlo. Ella no tenía prisa. En el salón de belleza de Colin Lively en Manhattan, se hizo cambiar hasta en cuatro ocasiones el esmalte de uñas.
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20 de agosto de 2016
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Desconocido lector

Pensemos en un lector (o lectora). No en un lector o lectora especializados -un periodista, un crítico, un librero, un escritor, un editor, algún otro miembro de nuestro "mundito"-, sino en un lector normal. Un ingeniero, un universitario, un médico, un abogado, un taxista, un maestro, un comerciante, un chofer, un empresario, un policía que, por puro placer, lee. Una anomalía en un país en donde el promedio de lectura sigue siendo uno de los más bajos de América Latina. Una excepción en un país que, como tantos otros, se empeña en enseñarle a los niños a odiar la lectura: a verla como una obligación aborrecible y no como un gozo compartido.

            Pero ese lector normal, que ama leer, existe. Pero, ¿por qué lee lo que lee? ¿Cómo llega a cada volumen que engrosa su biblioteca o reposa en su mesa de noche o se acumula en sus estanterías o yace en una esquina de su habitación? ¿Por qué carga justo ese título de aquí para allá, en la oficina o el transporte público, por qué lo sostiene largas horas o días entre sus manos, por qué lo atesora o lo odia sin ser capaz de abandonarlo? ¿Cómo ha llegado a él entre los "demasiados libros", para usar la expresión de Gabriel Zaid? ¿Por qué ese libro y no cualquier otro? ¿Cómo se modela el gusto lector en los tiempos de internet, de las redes sociales, de Amazon? 

            La escuela, lo hemos dicho, poco ayuda: quizás algún buen maestro, un padre o una madre o un tío o un amigo lectores, hayan hecho más por él o ella que toda su educación formal. En un país con cientos de bibliotecas, pero sin la tradición de usarlas más que para "hacer la tarea", descartemos su influjo. ¿Y entonces? ¿Cómo llega a ese libro? ¿Por la recomendación de un conocido? Sin duda. ¿Por una reseña en un diario o una revista? Seguro que no: la influencia de los críticos se ha desvanecido hasta volverse casi irrelevante. ¿Visitando una librería y dejándose seducir por las portadas o las cuartas de forros al azar? Tal vez, pero el número de librerías en México es raquítico. ¿Escuchando una entrevista de radio o de televisión? Es posible. ¿Leyendo un blog o una recomendación en Facebook o en Twitter? ¿O siguiendo las recomendaciones que les da un algoritmo?

            Cuando los adultos ni por error se adentran en una biblioteca, hay que asumir que la lectura es una inversión. Los libros son caros o muy caros, sobre todo si se toman en cuenta nuestras aberrantes desigualdades. 200 o 300 pesos que a la mayor parte de la población le serían indispensable para necesidades más urgentes. Y si se piensa que a ese libro le dedicaremos mucho tiempo, la decisión tendría que tomarse con cautela. De ahí el triunfo de los manuales de autoayuda o de los autores que la camuflan con una pátina literaria. También, de los que prometen una gratificación inmediata: los libros que enseñan cosas (como si no todos los libros lo hicieran): los manuales de historia o, mejor aún, las novelas históricas; las biografías (sobre todo de celebridades mediáticas); los reportajes y las crónicas; la divulgación científica y acaso algún libro de arte.

            Luego está, claro, la "evasión": los lectores que buscan desconectarse de su vida cotidiana (o eso asumen) y persiguen thrillers, policiales, novelas románticas. ¿Y al final de todo esto dónde queda la "literatura"? La poesía, por desgracia, entre un puñado de excéntricos (la mayoría poetas). Los clásicos, pese a que en la red ahora pueden descargarse gratis, entre otro puñado de nerds o nostálgicos. ¿Y las novedades de nuestro tiempo? ¿Cómo distinguirlas? ¿Cómo elegir un autor entre tantos autores? ¿Y cómo evaluar su "calidad"? El misterio persiste.

            Y aun así, los escritores seguimos aspirando a llegar a esos lectores normales y, en aras de esa fantasía, nos sometemos a "promover" nuestros libros de aquí para allá, dóciles ante los palos de ciego dictados por los responsables de difusión de las editoriales, en una sanguinaria competencia para que nuestros libros escapen por un momento a la invisibilidad, se batan con otros y lleguen a las manos de ese lector, ya no tan imaginario, que dialogará con nosotros sin que jamás lleguemos a conocerlo. 

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18 de agosto de 2016
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Bru Rovira y el periodismo como poesía de la calle

Vittorio. Ramón. El gitano. Josefa. José Antonio. Rosa. Benavente. Ana Luisa. Pobres y dignos luchadores de la vida, heridos pero enteros, habitantes de los viejos barrios bajos de Barcelona. En manos del cronista Bru Rovira, son personajes inolvidables.

Rovira se labró una sólida reputación como reportero de conflictos olvidados, pobrezas africanas, luchas y epifanías del Sur del mundo. Muchas están recogidas en su estupenda colección de relatos, Áfricas.

El lector de Bru Rovira espera que viaje lejos y le traiga la voz y las historias de “los otros”. Por eso sorprenderá a muchos que esta vez se haya fijado en sus vecinos, los hombres encallecidos y las mujeres ojerosas que uno puede encontrarse en cada esquina de la Barcelona macarra.

Pero para Rovira no hay cerca ni lejos: hay historias que se consiguen con mucho tiempo escuchando y acompañando a la gente que le interesa. Y con ellas, construye textos vibrantes y humanos, que tienen el pulso de las novelas y la economía verbal de la poesía.

*          *          *

Uno fue legionario. Otro, mercenario en África. Aquella anciana toca el piano pero las ratas se están comiendo su instrumento. Aquel se vio envuelto en un confuso episodio de violencia doméstica. “El periodista”, como lo llaman, los escucha a todos con empatía y con piedad. No los justifica, no los defiende: les otorga la dignidad del respeto absoluto.

El libro abre y cierra con la muerte y entierro de Vittorio, el mercenario italiano. A medida que lo vemos caminar con parsimonia y fumar y beber a saco y contar su vida deshilachada por el Raval, cada lector se acordará de personajes cercanos a los que en algún momento no prestó la debida atención.

La realidad política y económica entra por las rendijas del libro. Durante los años en que Rovira acompaña a sus personajes entre jornadas en la redacción de La Vanguardia y largos viajes a África se desencadena la crisis, se desploma el estado de bienestar, los servicios sociales pierden financiamiento, la red pública de apoyo a desamparados como muchos de estos personajes se desmorona.

El libro trata también de esto, de lo que pasa en la política española pero desde abajo, a pie de calle. Donde duele.

*          *          *

Hacia el final, Rovira relata la historia de un reportero del diario Rocky Mountain de Denver. El hombre fue tan feliz recorriendo como periodista las calles de la ciudad, hablando con la gente, recogiendo sus historias, tomando el pulso de su época, que quiso que al morir sus cenizas se enterraran en la columna del vestíbulo de la redacción. Hoy el diario fue comprado por una impersonal cadena de publicaciones.

El autor imagina a un nuevo director de Recursos Humanos que quisiera sacar las cenizas de ahí, para “borrar cualquier huella del pasado. Atajar preventivamente cualquier posible ataque de nostalgia entre los jóvenes periodistas”.

Pero, en la ilusión de Rovira y también en el indispensable ideal que ha guiado siempre su carrera y su importante obra, este funcionario terminaría descubriendo “que si sacaba las cenizas de la bendita columna, el edificio entero se hundiría”.    

 

Bru Rovira: Solo pido un poco de belleza. Papel B. 248 páginas. 

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15 de agosto de 2016
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Tercera

  

 

Juanita Laderas fue mi mujer durante aquella etapa. Una mujer excepcional, cariñosa, enamorada y que con Mauricette Fécamp, una francesa del Rosellón que amé en el hotel Las Palmeras de Lloret de Mar, son las dos únicas mujeres comestibles que he conocido en mi vida: carnes almizcladas, fluidos almibarados, no hubieran necesitado nunca pasar por el jabón y la esponja, qué fenómeno natural tan extraordinario; a veces, en días de particular melancolía, me martirizo pensando en sus cuerpos sumidos ya en el azote del tiempo o quién sabe si en el sombrío festín de los gusanos.

Níquel

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Ha sido hoy en Francia. Cuarenta y cinco años más tarde. Lo que parecía imposible ha sucedido. Otra mujer, la última dada mi edad y la rareza de la especie, se añade a la magra pero suculenta lista. Imaginen a Anna Netrebko en Casta Diva. Imagínenla abriendo la boca como sólo ella sabe. Pero imagínenla sin lamé de oro. Imagínenla sin pasado doméstico. Así se aproximarán a ella. Aunque yo sé con certeza que nunca la alcanzarán.     

 16/12/10 

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14 de agosto de 2016
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Los amos del verano

Hay amores que son claramente de invierno, amores que se esconden, como el de François Hollande y Julie Gayet, impregnados de ese olor a calle que queda en la ropa cuando se va en moto y hace frío. Y hay amores que son de verano, de bañador rampante, pecho depilado, pamela y rocas, como el de Nicolas Sarkozy y Carla Bruni. Amores que huelen a ámbar y perfumes caros. A Cap Nègre, Marrakech o Saint-Tropez. Y por supuesto, a Bormes-les-Mimosas –cómo no iba a embriagar un nombre así; porque no hay duda de que los nombres determinan un estilo–. En esa villa francesa, donde todos los presidentes de la República han veraneado( incluido Hollande con Valérie Trierweiler imitando a los Sarko-bruni, algo que les valió muchas críticas, como si a ellos no les correspondiera tanto glamour), se encuentra el Fort de Brégançon, una rocosa atalaya sobre el Mediterráneo. A finales de los sesenta se convirtió en residencia de estival del Presidente de la República por obra y gracia del general De Gaulle. Y allí estrenaron su primer verano juntos los dos hijos de Cupido. Porque quienes conocen la historia de Nicolas y Carla aseguran que la chispa prendió con la primera mirada.
Les presentó el gurú de la publicidad y las relaciones públicas Jacques Séguéla, antiguo director de las campañas electorales de Mitterrand, que les invitó –por separado, pero con la intención de que se conocieran– a una cena en su casa de Marnes-la-Coquette (otra vez el determinismo de los nombres). Ambos aceptaron encantados. Sarkozy, presidente de la República desde el mayo anterior, se había divorciado de su segunda mujer, Cecilia, apenas un mes antes. Carla, una refinada bohemia, simpatizante izquierdista, se sentó a la derecha del presidente. “Mi primera impresión de Nicolas, y aún tengo esa sensación, fue la de un hombre con mucho magnetismo, con una inteligencia y energía muy poco habituales”, diría al recordar aquella noche. Y añadía: “La impresión que tuve cuando conocí al padre de mi hijo fue de fraternidad y amabilidad; tal vez por eso me fue fácil tener un hijo con él. Me siento hechizada a su lado”.
La cortejó denodadamente desde aquella misma noche, muy à la française, con tanta galantería como pasión. Ella, domadora de hombres, como se definió una vez –y ya nunca dejaron de recordárselo– había nacido como una princesa. Hija de una riquísima familia italiana, ambiciosa y seductora. No llegó a ser tan famosa como Linda Evangelista, Naomi Campbell o Claudia Schiffer. Su belleza no resultaba tan cautivadora: la ceja alta, la mirada de gata fría. Había sido educada en una excelsa cuna de intelectuales y artistas, aunque no poseía la capacidad de vaciarse de identidades para tomar otras prestadas, como sus célebres colegas. Pero ella no precisaba desvivirse por alcanzar ese podio. Siempre que desfilaba en las semanas de la moda, la acompañaba el novio de turno. Dejó hecho polvo a Eric Clapton por Mick Jagger. Se ligó al marido de la hija de Bernand-Henri Lévy, quedó embarazada y después se cansó de él. Rien de grave, tituló Justine Lévy su novela de venganza, en la que definía a su protagonista como una mujer biónica que va por la vida como si fuera la dueña del mundo, a lo que la ya cantante exitosa replicó desde las páginas de Elle: “La exmujer de mi marido me describe como una ladrona de maridos; pero todo el mundo sabe que los maridos no se roban, simplemente se saben conservar o no”.
Carla Bruni sigue siendo hoy la ex primera dama más aplaudida por los jubilados franceses, mucho más que Julie Gayet y sus fulares de chica mona. Su competencia en saber posar le ha valido un trono en el reino de las imposturas. Siempre importa más lo que parece que lo que es. Los Sarkobruni parecen un artefacto perfecto, entre la pasión y la ambición, la guitarra y el Rolex, los abdominales y los pies descalzos, desafiando a dúo las ariscas rocas de Cap Nègre, siempre cogidos de la mano.
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13 de agosto de 2016
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Periodismo karaoke

La letra va apareciendo escrita en la pantalla del televisor y, del otro lado, una persona la va replicando. Esto no ocurre en un bar, donde con cerveza en mano podemos cantar canciones de desamor. Ni en un cumpleaños o fiesta, donde alguien llegó con un parlante y micrófono, y todos coreamos viejos clásicos hasta el amanecer. Esto, sin que muchos lo sepan, está pasando en las redacciones. Todo el tiempo, todos los días y en todo el mundo. Bienvenidos al periodismo karaoke.

El periodismo karaoke no es propiedad de un determinado medio, ciudad o país. Se ha expandido por el mundo como la nueva era en el oficio de informar. Grandes consorcios y pequeños medios independientes, por un segundo olvidan sus diferencias y se juntan en la misma actividad: dedos en el teclado, ojos en la pantalla del televisor, y comenzar a replican en mi pantalla lo que el canal de noticias, local o internacional, transmite.

Es probable que el periodismo karaoke tenga, precisamente, su origen ahí: en los canales de 24 horas de noticias. Sin que nadie lo supiera, esas frecuencias terminaron siendo consumidas básicamente por periodísticas en horas de trabajo. Y a diferencia de la radio, donde se suele hablar muy rápido y no hay imágenes (y ya sabemos cuánto valen), acá llegaron los imágenes y las letras a pie de pantalla con buenos resumenes. Que mejor, si de paso ahorramos en tiempo y gastos. ¡Que empiece la diversión! 

El periodista karaoke suele ser buena persona. De cierto modo, todos hemos hecho o terminaremos haciendo periodismo karaoke. Para eso, claro, hay que tener una actitud alegre, simpática, festiva. Pasa lo mismo que con el otro karaoke, el de las letras de las canciones y la música: no todos tienen el desplante para cantar. Ni a todos les divierte por igual. La virtud del periodismo karaoke es que unifica la pauta. Todos sabemos que, en ese mismo instante, toda nuestra competencia está cantando en sus redacciones las mismas noticias que nosotros. En el periodismo deportivo, posiblemente, es donde se haga más y mejor periodismo karaoke. Pero, me dicen que en política y en internacional, hay verdaderos artistas de esta modalidad. Algunos, de hecho, cantan igualito a los enviados especiales a las guerras.

¿Cuál es el futuro del periodismo karaoke? ¿Cuál es el futuro del periodista karaoke? Por ahora, no parece haber respuesta clara. Es interesante, eso sí, ver que ni los sitios web de noticias ni el vértigo de de las redes sociales han podido, hasta ahora, con esta modalidad tan en auge. Y si bien es imposible saber qué ocurrirá mañana, sí podemos saber que ocurrirá esta noche después del trabajo: es probable que al final de su larga jornada de karaoke, el periodista deje la redacción, entre a un bar, pida una cerveza o una piscola o un ron, y elija algo para cantar. Si la canción seleccionada es "Karaoke", de Gustavo Cerati, entonces ahí cantará con toda su emoción: "Ahora tienes tu propio show, como un rey vengador".        

 

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9 de agosto de 2016
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