


Casi siete siglos separan a Vercingétorix, que combatió a Julio César, y a Mahoma, que fundó una de las mayores religiones de la historia. La imaginación de Uderzo y Goscigny ?los inventores de la derivación humorística de la peripecia de aquel caudillo galo que son las aventuras de Astérix? difícilmente podía enfrentar al pequeño jefe de la legendaria aldea de las Galias del siglo I a.C. con los invasores musulmanes a mitad del siglo VIII. Recuerden: "Estamos en el año 50 a.C. Toda la Galia está ocupada por los romanos? ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste todavía y siempre al invasor..."
Lo que no hicieron el dibujante y el guionista de una de los comics más famosos del género lo ha hecho ahora el ex presidente francés Nicolas Sarkozy, en su campaña para las primarias de las que saldrá el candidato de la derecha francesa a la presidencia de la República, con una frase que pasará a los libros de citas: "A partir del momento en que te conviertes en francés, tus ancestros son los galos". "Nos ancêtres les gaulois" es una frase de profundas resonancias en la memoria francesa. Los escolares de las colonias africanas estudiaron en libros de texto donde se les enseñaba que sus antecesores eran los galos, en un ejemplo de fabricación del pasado nacional y de imposición de una identidad ajena. Ciertamente, todas las historias nacionales reinventan el pasado en forma de orígenes milenarios, pérdida de libertades y constituciones que nunca existieron e incluso fundaciones a cargo de personajes legendarios. Sarkozy lo sabe perfectamente pero ha querido transmitir un mensaje posmoderno: ser francés quiere decir aceptar la invención de este pasado. No es parte de una realidad sino de un relato nacional compartido que deben aceptar a gusto quienes aspiren a adquirir la nacionalidad. "No vamos a contentarnos con una integración que ya no funciona, exigiremos la asimilación", dijo en el mismo discurso.
La idea de Sarkozy está en sintonía con el repliegue identitario que se está produciendo en todo el mundo. El Brexit, la pujanza de los populismos xenófobos en Europa, el retorno del nacionalismo imperial ruso de Putin, la América que quiere volver a ser grande de Donald Trump, todo pertenece al mismo impulso de defensa identitaria frente a una supuesta agresión exterior. No es la ciudadanía, hecha de derechos y deberes, la que actúa de cemento nacional, sino la idea de un pasado común fabricada a lo largo de los años.
La nariz política de Sarkozy le dice que este es el territorio en el que puede intentar el regreso a la presidencia, después del fracaso que significó su derrota de 2012 frente a François Hollande. Como caudillo de la derecha, ávido de votos de extrema derecha en competencia con Martine Le Pen. Al igual que Zelig, el personaje camaleón de Woody Allen, Sarkozy fue el americano con los atentados del 11 S, el liberal antitestatista con su primera campaña presidencial, el reformador del capitalismo con la crisis de Wall Street, el guerrero del intervencionismo humanitario frente a Gadafi, el apóstol del rigor europeo cuando se convirtió en parte de Merkozy y ahora Asterix, el irreductible caudillo galo que se resiste al invasor.

La mecánica cuántica parece encerrar un mensaje tan sencillo de expresar como tremendo en sus implicaciones: la naturaleza no es cómo parece. Mas, ¿cómo parece ser la naturaleza? En síntesis como una contigüidad de cosas dotadas de propiedades cuyo comportamiento es en esencia previsible.
Empecemos por la contigüidad (1). Sin duda hay en el entorno pluralidad de cosas y en este sentido lo discreto nos rodea, pero tal pluralidad se muestra en un escenario (o más bien configura un escenario, pues quizás este no pre-existe a la pluralidad misma) que provisionalmente podemos llamar continuo espacio- temporal.
No hay ciertamente un vacío newtoniano previo a las cosas en las que estas vendrían a ubicarse, pero tampoco se da un abismo ontológico, una distancia sin contenido, como resultado de la ruptura de continuidad que la existencia misma de pluralidad de entidades físicas supone. La ruptura de continuidad es contigüidad y no vacuidad.
Desde luego en los albores de la física cuántica la ciencia no tenía duda al respecto, pero tampoco la tenía la representación ordinaria: aunque entre una entidad física A y una segunda B quizás no percibamos una tercera entidad, sabemos bien que entre ellas hay al menos todo eso que designamos con la palabra aire. La idea de un espacio newtoniano en el cual las cosas vendrían a ocupar un lugar, constituye un postulado pre- físico, no físico ni, a fortiori, meta-físico (2).
La naturaleza además es previsible. La eventual incertidumbre a la hora de hacer previsiones es cosa nuestra y se reduce en proporción al conocimiento de las diferentes variables en juego, así como de la calidad y adecuación de los instrumentos de los que disponemos. A medida que la incertidumbre disminuye, la previsión gana puntos y eventualmente alcanza la exactitud, suponiendo entonces la desaparición de la primera (3).
Pero esta naturaleza orquestada como un marco de previsible contigüidad presenta además un tercer e importantísimo aspecto: las entidades que la constituyen se diferencian entre sí por diferencias cuantitativas en el seno de rasgos invariantes, tales como la posición o la llamada cantidad de movimiento (el producto de la masa por la velocidad, que recubre la intuitiva polaridad movimiento-reposo) las cuales, en ausencia de nuevas fuerzas que intervengan, responden a una bien determinada evolución en el tiempo (4).
En fin: marcada por rasgos que hacen reconocible lo que pertenece a la naturaleza y lo que no pertenece a la misma (entidad natural es la piedra que, al poseer cantidad de movimiento, puede ser arrojada mientras que no es entidad natural la superficie de la piedra, inutilizable por sí misma como proyectil), configurando un continuo espacio-temporal y esencialmente previsible en su comportamiento, la naturaleza es el medio en el que baña nuestra realidad animal y encuentra peldaño ( piénsese simplemente en los órganos de cerebro) nuestra capacidad de dar pie a entidades puramente eidéticas, ya sean entidades matemáticas o singulares frutos de nuestra potencia imaginaria.
Pues bien: la mecánica cuántica consigue (al menos hasta cierto punto) mostrar que, en lo profundo, la naturaleza no responde a ninguno de los tres criterios, y a la vez mostrar la necesidad de que parezca respetarlos. Y digo bien la necesidad de que parezca, a fin de enfatizar el hecho siguiente: si se asume lo que la mecánica cuántica dice sobre el nivel sub-atómico la apariencia a escala macroscópica se hace comprensible, lo cual no quiere decir que entendamos nada de lo profundo, pues a este nivel la comprensión exigiría la remisión a principios que lo descrito precisamente pone en entredicho. Cabría de alguna manera decir que la mecánica cuántica explica la necesidad misma de las apariencias, determinadas por un trasfondo que, por imposibilidad de intelección, la mecánica cuántica se limita a describir.
(1) Recuerdo aquí de nuevo tres conceptos fundamentales que Aristóteles extrae de un análisis del lenguaje ordinario: Dos cosas son consecutivas si no existe entre ellas ninguna entidad de la especie de la primera o de la segunda. Dos cosas son contiguas si, además de ser consecutivas, están en contacto. De la contigüidad se pasa a la continuidad si esas dos cosas constituyen una sola, es decir, si la frontera que las separa es, de hecho, una mera separación de partes. En otras palabras: cuando la superficie de contacto no es más que una, la relación es de continuidad. Así las dos medias partes de un trozo de tiza están en relación de continuidad. Al romperlo por la mitad, surgen dos entidades que de estar en contacto forman contigüidad y de no estarlo son consecutivas. La ausencia de vacío en la física de Aristóteles hace que la ruptura de continuidad sea esencialmente contigüidad y no consecución.
(2) La aparente primacía de la continuidad en el orden natural se manifiesta en una dimensión muy importante para lo que aquí interesa. Supongamos que estamos en presencia de un proyectil que va aumentando su velocidad de manera continua. Suponemos que su potencia de impacto se incrementa asimismo de manera continua. No nos pasa por la cabeza que haya saltos, es decir, puntos de vacío energético, de tal manera que en algunos momentos del recorrido el impacto del misil sobre un eventual objetivo fuera nulo.
(3) Volviendo al símil del proyectil: un conocimiento exhaustivo de las variables en juego permitiría prever el resultado del impacto en todo momento.
(4) En el caso preciso de la posición y cantidad de movimiento, esta evolución en el tiempo pone de relieve una vinculación entre ambas que parece perfectamente razonable: todos entendemos que si cambia la velocidad (componente de la cantidad de movimiento) en una magnitud precisa, habrá un correlativo cambio de posición, y viceversa. Otra cosa es que estemos en condiciones de calcular como será de hecho ese cambio. Y lo intuitivo de esta vinculación hace que no resulte plausible la hipótesis de que tales rasgos pudieran disociarse hasta rozar la incompatibilidad.

Sue Hubbell es bióloga de formación, hija de un botánico y nieta de una naturalista vocacional que supo transmitir a sus hijos y nietos su pasión por los seres vivos y los espacios abiertos. Con tales antecedentes, que haya terminado viviendo en los bosques y escribiendo libros sobre la naturaleza parece algo perfectamente lógico. Pero, debido a las quisicosas de la vida laboral y a las inevitables concesiones para conservar el equilibrio familiar (tenía un hijo pequeño al que criar y educar y encauzar en la vida), antes de que ocurriera lo que parecía inevitable a Sue Hubbell le tocó ejercer durante muchos años de librera y bibliotecaria.
Pero en 1973 decidió que había llegado el momento de darle un giro radical a su vida y de común acuerdo con su marido compró una finca de 40 Ha situada en un remoto rincón de los boscosos y casi deshabitados Montes Ozarks, en Missouri. No obstante, si la excusa primera del matrimonio Hubbell para ir a caer en semejante lugar era el deseo de apartarse del mundanal ruido, una vez allí descubrieron que al cabo de treinta años juntos ya no tenían nada más que decirse y Paul, el marido, decidió volver al denostado ruido mientras que Sue, la esposa, optó por hacerse cargo de la finca, la casa y los dieciocho millones de abejas (sí, dieciocho) alojadas en las colmenas repartidas por los bosques vecinos.
Pero quien piense que Un año en los bosques es el relato lastimero de una pobre mujer sin recursos y abandonada en medio de la nada se equivoca de medio a medio. Para empezar, una vez al año la supuesta indefensa mujer carga su furgoneta hasta los topes con la cosecha de miel y aprovecha los viajes en busca de clientes para, poner un ejemplo, llevar un recuento de las mejores pies que ofrecen los restaurantes de carretera, ello por no hablar de su visita a la feria anual de magos en Colon, Michigan, o su paso obligado por el National Bowlings Hall of Fame de Missoruri.
Incluso el título del libro es engañoso porque si bien el contenido está estructurado como si fuera el recuento de lo ocurrido entre una primavera y la siguiente, lo que Sue Hubbell ofrece es la experiencia de toda una vida en contacto con una naturaleza entendida no como un escenario edulcorado y pastoril sino como un todo repleto de alianzas y competencias y pequeños o grandes dramas que se convierten en relatos apasionantes porque la empatía de la autora por las criaturas vivas que la rodean es tan contagiosa como su entusiasmo: lo mismo da que se trate de los coyotes que le matan las gallinas, los murciélagos anidados bajo el tejado del almacén, las serpientes que se le cuelan en el dormitorio, las termitas que se le están comiendo los cimientos de la cabaña o los perros que ella hereda o recoge en situación desesperada. Todo es material literario de primer orden para una fina y comprometida observadora que encima lleva largos años colaborando asiduamente en publicaciones tan prestigiosas como el New Yorker, el New York Times o el Washington Post. Y como si no tuviera suficiente con haberse hecho cargo de todos los bichos y plantas y mariposas y demás seres vivos que viven o que aciertan a pasar por los montes Ozarks, y puesto que los viajes comerciales y de visitas o las colaboraciones periodísticas no alcanzan a tenerla del todo ocupada, también colaboró hasta su cierre con una publicación tan estrambótica como era el Weekly World News, un tabloide al que sus propios editores comparaban con la “Legion Extranjera del periodismo americano” porque parecía el último recurso para los escritores más frikis del país y sus historias alucinantes.
Ocasionalmente, y por lo general cuando el lector menos lo espera, Sue Hubell se embarca como quien no quiere la cosa en peripecias tan inconmensurables como la de unos ácaros que tienen una curiosa propensión a desovar en el oído de una polilla. Puesto que son más de uno los que hacen responsable al pobre animal del futuro de la especie, y dado que si desovaran en los dos oídos dejarían sorda a la polilla y ésta quedaría a merced de los murciélagos, los primeros en llegar dejan unas marcas a la entrada del otro oído para que los próximos ácaros en llegar sepan que habrán de buscar otra víctima. Lógicamente, y pese al creciente asombro que provocan tan extrañas estrategias, el lector no deja de preguntarse mientras lee quién diablos dedica su tiempo de estancia en este mundo a estudiar a los ácaros y sus azarosas costumbres reproductivas. Pero Sue Hubbell tiene respuesta incluso para tan nimia cuestión, pues todo lo que ella sabe sobre las polillas y su involuntaria aportación a la supervivencia de los ácaros se lo debe al primo Asher, profesor de la Universidad de Missouri quien, bien se ve, no sólo dispone de tiempo para seguir la pista a esos minúsculos seres una vez consumado el apareamiento sino que se gana la vida con ello porque luego lo transmite a sus alumnos. Puestos a plantear cuestiones ociosas cabría preguntarle al primo Asher, una vez que la prima Sue Hubbell les ha pisado la historia, qué utilidad les reportan a los alumnos los hallazgos que él les dicta en clase. Pero ya digo que es una cuestión ociosa.
Un año en los bosques
Sue Hubbell
Traducción de Miguel Ros González
Errata Nature

Al final de la magnífica novela de Per Olov Enquist La partida de los músicos, recientemente publicada por Nórdica Libros, podemos leer un fragmento que resume la novela y que representa uno de esos momentos de síntesis reflexiva que han de jalonar toda narración, según creía Édith Wharton. Momentos esclarecedores que proyectan una luz especial sobre todo el texto, dándole sentido y dirección. El fragmento que digo, describe una conversación entre una madre y un hijo en medio de la noche, y dice así:
Ella iba hablando en voz alta todo el tiempo, como si hubiese perdido la razón. Pero no la había perdido. Las lucecitas de Skelleftea perforaban la oscuridad; poco antes del alba era cuando más oscuro estaba, el caballo seguía caminando... Ella hablaba y hablaba, aunque Nicanor tenía cerrados los ojos y hacía como que dormía.
Porque, le susurraba en su cara de ojos cerrados, hay diferencia entre las personas que van en la parte delantera del trineo y esos pobres que solo pueden ir en la parte trasera. Porque los que van en la parte delantera tienen la posibilidad de conducir y ver lo que pasa alrededor. Pero los que tienen que ir detrás, a ésos no les queda más que seguir.
Por eso hay diferencia. Pero de los que van detrás en el trineo surgen gritos impacientes para poder pasar adelante y coger las riendas, y un día habrá apreturas en la parte delantera del trineo y habrá inquietud y una gran angustia.
Eso es lo que ocurre con los que van en el trineo.
Y se podría añadir al fragmento de La partida de los músicos: eso es lo que ocurre siempre en el trineo. Antes y ahora, si bien las apreturas en la parte delantera se dan sobre todo en épocas difíciles, cuando se agudiza la crisis de representación, y los que van delante se muerden unos a otros, y más que hablar, ladran y aúllan. El trineo se queda sin dirección, si es que alguna vez la tuvo, y hasta puede llegar a detenerse en medio de la noche mientras sus ocupantes rugen, porque las palabras se pudren cuando entramos en el reino del malentendido. Pero no son ellos, los que van el el trineo, los que más sufren. Los que más sufren van detrás, sin calzado y sin trineo. A veces se enfurecen y apedrean a los del trineo. Ocurre muy pocas veces, cuando la desesperación llega muy lejos y los del trineo intentan sacarse los ojos como cuervos malcriados o como perros locos
Olvidaba mentar a los que se atreven a correr, a veces descalzos, por delante del trineo. Son muy pocos en la Historia. Aparecen uno o dos por siglo.

Ha habido pocos como él, pero los hubo. Quizás aún los haya, aunque el mundo es ya demasiado pequeño. Alexander von Humboldt fue una de las más colosales personalidades de la cultura europea. Atravesó España en una carreta cargada de instrumentos de medición y le regaló a Carlos IV un mapa con el perfil topográfico de la meseta. Así supimos que Madrid se asentaba a más de seiscientos metros de altura. Cuando pasó por Canarias quiso subir el Teide, pero nadie había tenido semejante capricho. No encontró un solo guía. En América escaló el Chimborazo con zapatos de salón que reventaron pronto. Los porteadores huyeron al llegar a la línea de nieve. En la cota de los 5.017 metros seguía tomando medidas y anotando como podía con los dedos congelados. Esto era en 1802, pero en 1829 atravesó la Siberia: tenía más de 60 años y aún viviría otros 30. Su aportación al conocimiento físico, botánico, biológico y zoológico del mundo es gigantesca. Sin embargo, hoy es poco leído a pesar de que fue quien inventó la noción misma de "naturaleza" en su sentido moderno.
Acaba de aparecer un buen trabajo de Andrea Wulf sobre este portento que se titula así: La invención de la naturaleza. Es un relato de los viajes más notables del explorador, pero también un examen del origen de la visión holística de la biosfera. Se puede completar con el fascinante Vistas de América, traducido ahora en España. Cuando en la actualidad se alzan voces indignadas por la tala brutal de la selva amazónica y la amenaza que representa, se olvida que ya lo denunció Humboldt en 1800 al ver el arrasamiento del lago Valencia, en Venezuela. Humboldt inventó el mundo, nuestro mundo. Y fue el primero en anunciar su muerte.

La Salamanquesa Común (Tarentola mauritanica) es un reptil de la familia Gekkonidae, de pequeño tamaño, que habita en la Península Ibérica exceptuando el tercio norte. De presencia habitual, en las noches calurosas, en las fachadas de las casas de campo, al acecho de los insectos que se acercan a las lámparas, fue uno de mis acompañantes favoritos, durante mi infancia y mi adolescencia, en los veraneos en la costa meditarránea. Luego, al trasladar mi residencia a los Pirineos, dejé de disfrutar de su presencia, hasta que en los últimos años, sin duda por el calentamiento global, se le ve en algunas “islas de calor”. Su llegada al norte de España, a bordo de cajas de frutas y verduras procedentes de Andalucía y Levante, debe de ser un episodio antiguo y hasta cierto punto frecuente pero, no ha sido hasta ahora, al subir las temperaturas, cuando ha podido sobrevivir y, quizá, reproducirse. En Baleares, donde la especie no es autóctona, debió de llegar, en tiempos históricos, en los barcos que cubrían las rutas con la península. Llamado dragón o endragón en el ámbito familiar de mi niñez, compruebo que en Mallorca es llamado dragó; habrá que ver, cuando las poblaciones de salamanquesa prosperen en el Pirineo y los humanos necesiten nombrarla, qué apelativo le aplican.
El Hotel Formentor dispone de un huésped muy especial, un ejemplar macho de salamanquesa refugiado durante el día tras un cuadro de una sala próxima a los jardines y que, al atardecer, sale a la busca y captura de polillas y demás invertebrados. Nuestra amistad surgió el año pasado, durante las Conversaciones, cuando él era un individuo minúsculo, recién nacido, pero que ya emitía agudos chillidos (propiedad insólita entre los saurios), lo que me permitió localizarle, imitarle y ofrecerle una mosca moribunda de las que siempre llevo provisión en los bolsillos de la americana. Aurelio Major es un buen amigo y buen poeta del que hasta el momento desconocía cuál era el contenido de los bolsillos de su americana. Aurelio debió de verme cuando yo dialogaba con el dragón y le suministraba alimento y, quizá porque él iba a lo mismo y yo me interpuse, no quiso, en un rasgo de discreción, sorprendernos. Una hora después, se acercó con semblante serio, de alta complicidad, extrajo algo de un bolsillo, lo dejó en uno mío, musitando que, por favor, no lo sacara hasta que él ya volara hacia Lérida. Así lo hice. Era un geco de plástico, una excelente reproducción a tamaño natural de un Geco Enlutado (Lepidodactylus lugubris), fabricada en Méjico, país donde Aurelio Major fundó la Hermandad para la Comprensión y el Uso del Lenguaje de los Gecónidos; ese gesto, la entrega secreta de la figura suponía que yo era aceptado en la Orden, me convertía en miembro, en Hermano, menor por ahora.

La vegetariana comienza con fuerza: al despertar una mañana después de un sueño sangriento y brutal, Yeong-hye decide convertirse en vegetariana. Su matrimonio apocado y la reacción extrañada de su familia -que quiere forzarla a comer carne, en una escena magnífica--, hacen pensar en la novela como una sátira a las costumbres de una sociedad incapaz de desprenderse de la carne. Poco a poco, sin embargo, Han Kang irá ampliando su objetivo y la sátira dará paso a una profunda disquisición sobre lo extraño que puede ser seguir una pulsión interior, sobre todo si lo que esta pide va a contrapelo del mandato social. Yeong-hye, así, se convierte en un personaje memorable, una descendiente directa del Bartleby de Melville y del "artista del hambre" de Kafka: alguien que prefiere no hacerlo, aun a costa de sí mismo.
La novela está dividida en tres partes, tres asedios a Yeong-hye: desde el esposo, que descubre de pronto cuán profundamente desconocida puede ser la mujer con la que convive, hasta la hermana, cuya frágil subjetividad es cuestionada por la postura radical de Yeong-hye, pasando por el cuñado, cuyo deseo lo lleva a obsesionarse por ella y querer filmarla en escenas eróticas que no lo abandonan. Cada sección es un intento de acercarse al personaje, pero lo que Han Kang devela más bien, con un lirismo violento y un realismo en diálogo constante con una imaginería surreal, es el fascinado alejamiento de Yeong-hye. Mientras más se sabe de ella, menos se sabe de ella. En una sociedad patriarcal, al sujeto femenino se le ordena regular su conducta y se lo convierte en blanco de las pulsiones libidinales; quizás la única forma de ganar agencia es afirmarse en la negatividad.
Camus decía que desconfiaba de los relatos de sueños dentro de una novela; La vegetariana demuestra más bien que estos pueden ser útiles como piezas centrales de la estructura narrativa: "¿Pararán los sueños ahora?", se pregunta Yeong-hye; "pensé que todo era porque comía carne... Creí que solo era cuestión de dejar de comer carne para que los rostros no volvieran. Pero no funcionó... Ahora lo sé: ese rostro está dentro de mi estómago. Despierta desde el interior de mi estómago". "Es solo un sueño", lo dice ella, que también sueña con convertirse en una planta, y también lo dice su hermana, para quitarle poder a ese malestar psíquico; "seguro que el sueño no lo es todo, ¿no? En algún momento tenemos que despertar... Porque..."
La vegetariana es una novela de prosa elegante y sutil sobre una mujer que no quiere despertar: Yeong-hye sueña con una metamorfosis que la lleve del mundo animal al de las plantas; al narrar su historia, Han Kang ha escrito una gran novela sobre cuán radical puede ser, simplemente, hacerse caso a uno mismo y no al mundo.
(La Tercera, 25 de septiembre 2016)


La participación en las Conversaciones de Formentor supone, para mí, además de una proyección en el ámbito selecto de la cultura, la posibilidad del trato con autores y teóricos literarios famosos que hasta el momento no forman parte de mi círculo estricto de amistades. Sin embargo, este año 2016, ha ocurrido que dos de las personalidades que deseaba conocer, dos inteligentes y hermosas mujeres... ya las conocía. Me explico; cuando vi sus nombres en el Programa, comprobé que sus rostros (sólo se veían los rostros) me resultaban familiares o, al menos, conocidos. Luego, cuando fui presentado a ellas, sentí un gran impacto emocional, casi una desazón, porque su aspecto y su forma de comportarse correspondían a otras personas, a otras personas que sí conocía bien y que cabría considerar formantes de dicho círculo estricto de amistades. De hecho eran dos personas con las que mantenía una estrecha relación desde hacía años pero a las que, por razones que se me escapan, alguien o algo habían cambiado los nombres. La primera era en realidad, olvidémonos del empleo con que aparecía en el Programa, el poeta y profesor de Literatura de la universidad de Valencia José Luis Falcó Gens. La segunda era la hija de un jugador de póquer profesional ya fallecido, el Maestrillo, del que ha perdurado una anécdota cuya síntesis es la visita a un almacenista del ramo sanitario, apodado Gordito Relleno, para saldar la deuda contraída en la mesa de juego; el Maestrillo y la hija del Maestrillo cobraron en especie cargando, en el Seat 600 de esta última, una taza de wáter Roca modelo Góndola.
