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El verdadero testamento de Beethoven

"Exilé sur le sol et au milieu des huées/ ses ailes de géant l'empêchent de marcher (Exiliado en el suelo y en medio del tumulto /sus alas de gigante le impiden caminar).  Charles Baudelaire.

He evocado aquí las palabras tremendas del filósofo francés  Jean Cavaillès cuando el tribunal alemán que le condena a ser fusilado le interroga  por las motivos subjetivos que le habían movido a la acción de resistencia: dado su amor a la Alemania de Kant y de Beethoven, con su postura militante "demostraba que realizaba en su vida el pensamiento de sus maestros alemanes".

« Ya  a mis veinte años me sentí empujado a devenir un filósofo". En 1802, con poco más de treinta años, Beethoven hace esta curiosa declaración sobre el destino que le ligaría a la filosofía en  una comentada carta fechada el 6 de octubre desde Heiligenstadt  (hoy  un distrito de Viena), y dirigida a sus hermanos Carl y Johan. Abrumado ya por los problemas de audición, la palabra "filosofía"  parece empleada por el músico en la vaga significación que hace de ella una suerte de sinónimo de la actitud estoica; lo cual  es además corroborado por otras partes de la correspondencia, así una carta fechada en junio de ese mismo año: " A menudo he renegado del creador y de mi existencia; Plutarco me ha enseñado la resignación(Ich habe schon oft den Schöpfer und mein Dasein verflucht; Plutarch hat mich zu der Resignation geführt")".

Hay sin embargo algo más, y ello desde los años escolares en Bonn.  Sometido el músico a la autoridad de un padre predicador de una sobriedad y disciplina que estaba lejos de aplicarse a sí mismo,  el joven Beethoven tuvo la suerte de encontrar un maestro, Christian Gottlob Neefe calvinista de fe pero profundamente marcado por la ilustración.  Neefe había estudiado leyes y de hecho tan sólo abandonó esta disciplina por su mayor interés por la música pero, como él mismo indica en su auto-biografía, la lógica y la filosofía moral habían sido nutrientes fundamentales en su formación. De ahí que, además  de enseñar a Beethoven composición y la técnica del órgano, le introdujera en la obra de pensadores clásicos y contemporáneos.
 
Los biógrafos de Beethoven enfatizan asimismo la importancia del contacto de Beethoven con los von Breuning, familia ilustrada con la que había contactado por mediación de su amigo Franz Wegeler, llegando a tener una muy estrecha relación con uno de sus miembros Stephan von Breuning. La célebre Eleonora era hija de la viuda von Breuning, a la cual el músico daba lecciones de piano. Beethoven se sumergió en ese ámbito en el que la cultura  artística se asociaba a las exigencias de conocimiento  y a la preocupación por el devenir social.

Todo ello contribuye a explicar rasgos y actitudes de Beethoven que son como la marca, sino directamente de la actitud filosófica, sí al menos de lo que se designa como libre-pensamiento. Su inconformismo con las convenciones sustentadas en prejuicios; sus posicionamientos políticos; su entusiasmo por la significación de la revolución francesa y por lo que (un tiempo al menos)  parecía representar  el Emperador, que Hegel había calificado de "alma del mundo"; su exigencia de que el artista dejara de ser un subordinado de la aristocracia, sumiso ante los caprichos de la misma; su defensa en general de las corrientes liberadoras de su época: había en todo ello un eco de esa empatía con la filosofía que había provocado en él la enseñanza de Neefe y la atmósfera ilustrada de los von Breuning.

La evocada carta escrita el 6 de octubre en Heiligenstadt es  conocida como Testamento de Heiligenstadt, y aunque  bien diferente de los dos testamentos formales que Beethoven acabaría haciendo en 1824 y -ya cercana su muerte- en 1827, se trata efectivamente de un testamento,  puesto que comunica a los destinatarios: "os declaro a los dos herederos de mi fortuna, si es que puede ser llamada tal; dividirla justamente y ayudaros el uno al otro; ya sabéis que hace tiempo he olvidado todo mal que hayáis podido hacerme". Pero obviamente no es por este tipo de disposiciones que el escrito ha interesado a los estudiosos de la obra de Beethoven.
 
Beethoven se queja en este su "testamento" no sólo de su sordera ("como admitir mi carencia en un sentido que en mí debiera ser más acentuado que en otros y que antaño poseí en la más alta perfección"), sino de ser víctima de médicos que le "estafaban año tras año con la esperanza de una recuperación". El músico relata  a sus hermanos la humillación que supone intentar ocultar su sordera, y la imposibilidad real de hacerlo, lo cual le mueve al alejamiento de la vida social, incluso a  reducida a los esporádicos contactos en situación de retiro en el campo, pues ese labriego susceptible de cruzarse en el camino podía estar escuchando la canción - para él vedada- de un pastor.
 
El tono del escrito es tan descorazonador, es tan evidente que una astenia rayana en la melancolía apaga su alma,  que sorprende el rechazo de la idea del suicidio. La respuesta la da simplemente el autor en una frase transparente: "el arte sólo me dio sostén, ah era imposible dejar el mundo antes de haber producido todo aquello que me sentía con capacidad de producir; y en razón de ello soporté una existencia mísera, la de una naturaleza hipersensible a la que un cambio brusco hace pasar del mejor al peor  estado".
 
Y aquí la línea relativa a la filosofía que arriba citaba "forzado ya con 28 años a volverme filósofo (Schon in meinem 28. Jahre gezwungen, Philosoph zu werden)", complementada con la afirmación siguiente: " no es fácil y más difícil aun para un artista que para cualquier otro" (es is nicht leicht, für den  Künstler schwerer als für irgend jemand").
 
Si Beethoven toma la decisión de seguir en vida, para no mutilar la potencialidad artística que, pese a sus penurias físicas, pugna por llegar al acto, ¿por qué entonces avanza su testamento. Cabe conjeturar que simplemente para separar las peripecias de la vida social y familiar de su proyecto como artista.
 
Sublevado ante la injusticia que para un músico supone perder precisamente la capacidad auditiva, sin horizonte en el plano afectivo, con probables sombras en los lazos con aquellos mismos a los que iba dirigida la carta, quizás dudoso incluso de la veracidad del reconocimiento del que es objeto como artista, Beethoven está más que legitimado para maldecir a su dios, lo cual no le impide permanecer anclado a algo que lejos de ser un consuelo puede llegar a suponer un dolor complementario, a saber la tarea artística, en su caso la música, cuya exigencia impide esa forma de consuelo (estéril pero tan frecuente) que supone el abandono, el "no vale la pena", el tirar la toalla.
 
Desde esa fecha de 1802 vivió un cuarto de siglo y, como antes decía, tuvo ocasión de redactar más sobrios y formales testamentos. Esos años estuvieron plagados de  vicisitudes dolorosas a la vez que de triunfos artísticos. En cualquier caso, en los años que preceden a su muerte el estado físico de Beethoven es deplorable, lo cual no le impide cerrar casi a la par la novena sinfonía y la Misa Solemnis. La novena se estrena al año siguiente (el 7 de mayo de 1824). El éxito de la misma  no se traduce en mejora de  su situación financiera, agravada en parte por embrollos familiares en los que se había metido de manera algo artificial , asumiendo responsabilidades que no era seguro le incumbieran. Y asunto más grave que  su situación financiera es  la salud.  Es aceptado que uno de los problemas que contribuyó a mermarla  fue su propensión a la bebida,  rayana al parecer con el alcoholismo. Incluso se ha señalado que la acentuación de su sordera podría tener una de las causas en el exceso de plomo que entonces era costumbre utilizar como producto enológico. Se trata obviamente de meras conjeturas, aunque Beethoven haya sido uno de los personajes históricos mayormente sometidos a autopsia. En cualquier caso en esta situación de progresivo apagamiento físico compone sus cuartetos  de cuerda.
 
Trabaja en ocasiones en ropa interior y hasta se dice que desnudo, se vuelve huraño cuando es importunado en su trabajo y se niega incluso  a recibir amigos íntimos.
 
A finales de 1826 coge un resfriado que, agudizado con otros problemas, se complica. Fallece el 26 de marzo de 1827, afirmando los testigos que en el momento mismo en que una gran tormenta estalla. Beethoven habría alzado su puño al cielo exclamando "En lo alto oiré".
 
Los   cuartetos de cuerda números 14 y 16 datan de los meses anteriores a la pulmonía evocada. La gran fuga en mi-bemol es también de esa época.
 
Incapaz  de oír y hasta desesperado por ello,  Beethoven no obstante siente que la música  no le abandona, que para la esencia de la música la realidad empírica es sólo un lugar de proyección. Baudelaire lo dijo más tarde respecto al poeta: príncipe de los cúmulos y  al que la misma tempestad teme,  exiliado en nuestro suelo "sus alas de gigante le impiden caminar[1]"
 
Y ya sin dejar a Baudelaire:
 
 « La musique souvent me prend comme une mer !
Vers ma pâle étoile,
Sous un plafond de brume ou dans un vaste éther.
Je mets à la voile
La poitrine en avant et les poumons gonflés
Comme de la toile,
J'escalade le dos des flots amoncelés
Que la nuit me voile;
Je sens vibrer en moi toutes les passions
D'un vaisseau qui souffre;
Le bon vent, la tempête et ses convulsions
Sur l'immense gouffre me bercent.
D'autres fois, calme plat, grand miroir
De mon désespoir!

(¡A menudo la música me abraza como un mar!/ Hacia mi estrella pálida/ Bajo un techo de bruma o en un amplio éter/ Yo me hago a la vela/ Avanzado el pecho y plenos los pulmones/ Así como el velamen/Asciendo al lomo de las olas amontonadas/Que la noche me encubre/Siento vibrar en mí todas las pasiones/ De un barco amenazado/El viento, la tempestad y sus convulsiones/Me mecen sobre el inmenso abismo/Otras veces, serena superficie, gran espejo/De mi desesperación" Charles Baudelaire, La Musique 1857).

Y un último apunte:

El arranque del poema de Baudelaire (¡ A menudo la música me abraza como un mar ! ) me vino de improviso, cuando estaba inmerso en una circunstancia que constituía meramente el contrapunto: me encontraba ante  unas personas jóvenes, uniformadas en negro, fijadas literalmente  al pie de sus atriles, llenando mecánicamente  todo vacío con un esbozo de edulcorada  sonrisa, y lanzando desde la distancia (es decir, convirtiendo en  proyectiles acústicos) las notas de  una música concebida para ser atmósfera que habría de empapar a quien tuviera la suerte de sentirla, no sólo de oírla.  Todo ello en la más sumisa obediencia a un anacronismo, a una convención que hoy resulta simplemente estrafalaria, pero a la que se otorga legitimidad dada  la confusión entre vida espiritual y deber de cultivarse.
 
Se perfectamente que es también una constante el intento por escapar a este molde; intento de  romper el corsé en el que se agarrotan no ya intérpretes musicales, actores o público sino el marco  mismo, el espacio- mutilado en  sus potencialidades. Y aunque hasta muchos de los grandes han tirado la toalla un  saludo agradecido a aquellos que siguen en el empeño. Pues una cosa es no conseguir salir del pantano y otra cosa renunciar a hacerlo.
 
La constatación del fracaso una y otra vez de los proyectos liberadores en política no nos hace aplaudir (o al menos no debería hacerlo) la representación paródica a la que se asiste en parlamentos y foros afines.  Y sin embargo, acudimos una y otra vez a esos ceremoniales en los que la convención asfixia toda posibilidad de emergencia espiritual, como acudiríamos a esas catedrales del futuro a las que se refería Marcel Proust, en las que, para preservar el patrimonio histórico, actores representan a fieles y sacerdotes, bajo el auspicio del departamento de cultura del gobierno.
 
 

[1] Le poète est semblable  au prince des nuées/Qui hante la tempête et se rit de l' archer ;/ Exilé sur le sol au milieu de huées, /Ses ailes de géant l' empêchent de marcher.

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10 de agosto de 2017
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Horror y tecnología en Nefando, de Mónica Ojeda

Por cada autor incluido en la reciente lista de Bogotá39 (dedicada a los escritores menores de 40 años más representativos de América Latina), se puede pensar en otro no incluido pero perfectamente merecedor de ello: así de caprichosas y arbitrarias son estas cosas. Más que celebrar o indignarse, entonces, es mejor entender la selección como un aporte al debate y sumergirse en las obras de estos autores. Mi primer descubrimiento es Nefando (Candaya, 2016), de la ecuatoriana Mónica Ojeda (1988), una potente y perturbadora exploración del cruce entre horror y tecnología, de los límites difusos entre erotismo y pornografía, de la sexualidad infantil y lo que se puede representar o no con la escritura, y de las formas extrañas que tienen los individuos de lidiar con los traumas.

El fantasma tutelar de Nefando es -lo ha visto bien Jorge Carrión-- Roberto Bolaño: la estructura de testimonios y entrevistas, los dibujos del final, incluso la última frase -"¿Hay palabras para todo el silencio que vendrá?"--, remiten a Los detectives salvajes. Pero las preocupaciones de Ojeda son otras: lo que les interesa a sus personajes --seis jóvenes que comparten un piso en Barcelona-- es el deseo de representar, a través del arte y la tecnología, los fantasmas más sórdidos de su infancia y su presente. Nefando puede ser a ratos algo retórica en la narración de esas búsquedas, pero luego es capaz de mostrarnos su más oscuro y violento corazón en escenas incómodas, tan terribles como admirables. 

El destino de los tres hermanos Terán es el más complejo: abusados por sus padres cuando niños, deciden crear un videojuego prohibido llamado Nefando que dice algo de esa experiencia que los marca, y lo alojan en la Deep Web; después de todo, como dice el Cuco -compañero de piso, diseñador de videojuegos--, "¿para qué servía la tecnología si no era para narrar nuestros horrores?" Internet, aquí, no es el espacio utópico de libertad con el que soñaron sus creadores, sino una réplica de las perversiones morales que se encuentran en el mundo.

Los Terán han decidido hacer frente a su trauma no desde la perspectiva más tradicional de víctimas, sino, en una de las jugadas más radicales de la novela, uniéndose entre ellos -se insiste mucho en que uno no puede disasociarse del otro-, hablando del tema como si fuera normal y haciendo como que no ha pasado gran cosa. La existencia del videojuego prueba que ha pasado mucho, al igual que los recuerdos: "Veo los senos chicos de [mi hermana] Cecilia rebotando... A papá le gustaba más antes, pero crecimos... Mi madre nos miró siempre desde una esquina filosa. Sabía lo que papá nos hacía". Mónica Ojeda sugiere que no hay formas fáciles de enfrentarse al abuso sexual, y que no todas esas formas son inteligibles para los demás.

La sexualidad infantil está también presente en una compañera de piso, la mexicana Kiki Ortega, que está escribiendo una novelita erótico-pornográfica y explorando un tema tabú complementario al que aparece a través de los Terán: la poliforme sexualidad de los niños, la manera natural con que asumen sus deseos no inocentes. Pese a que se nieguen a verse como víctimas, los Terán son sobre todo objeto de la fantasía de un adulto; Eduardo y Diego, los personajes preadolescentes de Kiki, son en cambio sujetos gozosos y activos. Escribir sobre estos temas permite reflexionar sobre lo que conlleva un proyecto radical de escritura: "Lo revulsivo merecía ser articulado; alguien debía ensuciarse en el lenguaje para que los demás pudieran verse".

Nefando es una novela de horror que trata de la escritura de una novela de horror y sabe que no hay horror sin deseo ni belleza: "En lo innombrable hay imperios de luciérnagas". Ojeda se aventura a lo revulsivo y logra articularlo.

(La Tercera, 6 de agosto 2017)

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6 de agosto de 2017
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Ferragus

Leer a estas alturas a los Balzac, Stendhal, Dickens y demás monstruos del siglo XIX tiene el inconveniente de que todos ellos han sido tan sistemática y despiadadamente saqueados que mientras los lees tienes todo el rato la desagradable sensación del déjà vu. Y muchas veces es cierto porque gran parte de las mejores obras de todos ellos ya las has leído, a veces más de una vez y en ocasiones incluso pasadas al cine. Pero Ferragus, por ejemplo nunca había caído en mis manos antes y sin embargo desde el arranque del relato se tiene la misma y desagradable sensación de estar en terreno demasiado conocido: “Hay en París ciertas calles tan deshonradas como pueda estarlo un hombre culpable de infamia; también hay calles nobles, calles simplemente honestas (…) calles asesinas, calles más viejas que la más vieja de las viudas viejas (...)”.

Según avanza el relato, calle a calle, plaza a plaza, casa a casa, el escenario (París) se transforma en un organismo vivo, desmesurado, rezumante de pasiones y maleficios y en el que los hombres son máscaras y los eventos meras alucinaciones, un escenario monstruoso porque son las calles las que hacen a las personas y no al revés, razón por la cual el transeúnte no, acabáramos, el flâneur, y aquí es donde caes en la cuenta del saqueo sufrido en este caso por Balzac, pues cuántas veces no se habrá recurrido desde entonces a la figura del paseante que parece sufrir una suerte de simbiosis con una ciudad que acaba transformada en un organismo vivo, monstruoso, capaz de crear y devorar a sus criaturas, una entidad autónoma y perversa porque es capaz de albergar rasgos humanos y (sobre todo) los peores vicios.

Pasa un poco lo mismo con el relato y los personajes. Debido a su prodigiosa capacidad de inventiva, y a la no menos prodigiosa cantidad de historias que bullían en su cabeza, Balzac escribía a golpes y sin guión ni plantilla previa, y cuando le devolvían las galeradas las acribillaba a correcciones pero sin modificar nunca la estructura ni alterar el orden general de los acontecimientos. Quiero decir que a veces transmite la impresión de que aplicaba aquello tan castizo del “si sale con barbas...y si no...”.

Ferragus es solo el primero de los relatos que integran la trilogía Historia de los Trece, escrita entre 1833 y 1835, y quien se moleste en ojear los tres uno tras otro apreciará de inmediato la poca relación que hay entre ellos en lo relativo a tema, composición, estructura e incluso a los personajes, y eso que algunos pasan de un relato a otro. Quizá porque intuía que ya no le quedaba mucho tiempo y tenía una enorme cantidad de historias para completar su Comedia Humana, Balzac no se molestaba en revisar lo que iba escribiendo porque, en caso de necesidad, le sobraban recursos para rectificar sobre la marcha. Y esta es otra de las impresiones que transmite el presente relato: partiendo de un planteamiento puramente convencional (dos esposos que se aman tierna y ejemplarmente; un oficial de caballería platónicamente enamorado de la esposa; un misterioso criminal de difícil encaje en lo ya contado y de ahí la nota de misterio) parece como si llegado un momento determinado el atosigado Balzac intuyó que no iba a ninguna parte con semejante elenco y de pronto, sin necesidad de cambiar una sola coma de lo anterior, multiplica hasta el infinito la tensión y el pathos del relato con el sencillo recurso de transformar esos sentimientos convencionales (amor, celos, fidelidad, engaños) en pasiones que poco a poco van tomando el mando de los acontecimientos hasta empujar al amante platónico a destruir a su amada, al marido a provocar la destrucción de la esposa y a ésta, por reflejo, a terminar con el marido, al padre amantísimo a atraer la desgracia sobre su abnegada hija, etc.

Y al final, casi como un premio, una muestra de lo difícil que es copiar, y no digamos superar, al maestro: me refiero al momento en que París, capaz de destruir a sus criaturas, demuestra que también es incapaz de dejarlas marchar incluso después de muertas, como si la muerte, allí, se hubiese petrificado. Un auténtico prodigio. Un Balzac de primera categoría, capaz de salvar y aun superar con ese epílogo una historia que no tendría parangón por ejemplo con su vecina de trilogía, La muchacha de los ojos de oro.

Ferragus

Jefe de los Devorantes

Ttraducción de Marta Hernández Pibernat

Minúscula

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2 de agosto de 2017
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Aplatanados

El calor aplatana. Cuán plástico es este verbo que nos emparenta con las bananas. ¿Qué tendrá que ver la indolencia, la falta de energía y actividad, con los plátanos? “Dícese de una persona, cosa o concepto que se ha adaptado a la cultura o modo de vida dominicano”, leo en un diccionario de esa isla. La RAE corrobora la definición: esa entrega a la indolencia sobreviene “en especial por influjo del ambiente o clima tropicales”. Adaptarse a la calma chicha, al andar despacioso, a guarecerse en la sombra de los plataneros. Aplatanarse significa la derrota de la verticalidad y de la acción; rebaja ambiciones, aleja del glamur y el liderazgo. Buscamos pistones que nos renueven la chispa. Yo añoro el zumo de chinola, también conocida como maracuyá o fruta de la pasión. Es refrescante, sabroso igual que el aguacate verde tenis que se deshace en el paladar mezclado con yuquitas fritas, y espabila.
El surrealismo caribeño invade nuestra pequeña realidad occidental, y los estragos de la canícula se disparan a través de la pantalla. Los anuncios de televisión han jubilado a la autoayuda. Uno de Burger King afirma que “todos tenemos un punto exagerado de vez en cuando”. Una abogada de Sálvame, tras debatir con Gabriel Rufián e invocar al Foro de Ermua, le pide al presentador: “Ayúdame a bajar, que estos stilettos son fatales para los callos”. En un concurso se informa de que los veganos no toman miel porque sería como si comieran parte de las abejas. Un aire decadente sobrevuela las noticias. Y mientras Trump sigue negando el cambio climático y haciendo suyo el lenguaje de los psiquiatras –igual que su director de comunicación–, los climatólogos predicen que hacia el año 2050 el ­estrés por calor afectará a 350 millones de personas más que hoy. En la actualidad, ese mal vivir se ha du­plicado en el mundo a causa de los 1,5 grados centígrados de calentamiento global. Un calor obstinado que corroe. En el mes de julio se disparan los suicidios. También las separaciones de pareja, aunque las altas temperaturas sólo sean el condimento final. Los amantes necesitan aire acon­dicionado para seguir abrazándose en la cama. Los niños buscan el agua, de cualquier tipo, ya sea una piscina o una manguera. Y los meteosensibles anticipan los cambios de tempera­tura con sus dolores de rodilla o sus jaquecas.
Enderezamos el ánimo porque acaba julio y llegamos a nuestra tierra (mental) prometida: ese derecho a las vacaciones que la gente sensata no cuestiona. Y es así como transformamos la indolencia en libertad. La vida a medio gas libera urgencias y lava condenas. Nos ha costado casi un año volver hasta aquí, y ahora el calor invasor congela las horas, los días no acaban de pasar, y la nostalgia de la brisa nos hace sentir volubles. Pero encontraremos la corriente, pondremos cabeza y cuerpo en remojo y nos aplatanaremos a la carta.
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31 de julio de 2017
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Tras el desfile

 

   Acabadas las celebraciones del Orgullo Gay mundial, vueltos los celebrantes a sus casas, convertidas las cincuenta y dos vistosas carrozas del desfile no en calabazas sino en autobuses urbanoscorrientes, ha quedado en el mundo libre (llamémosle así para entendernos) una sensación de triunfo, y en Madrid unas huellas que podremos seguir todo el verano. La fulgurante conquista de los derechos humanos homosexuales también dejacomo es natural, más allá de los matrimonios, las adopciones, la legalización económica y la felicidad que genera, una estela artística cada día más visible y fecunda, especialmente en aquellas artes que en siglos anteriores la disimulaban y tapaban, es el caso de la pintura, o simplemente no existían, como el cine y la fotografía.

  En el Prado, en un homenaje que tiene algo de guiño, el visitante puede reconstruir, con una guía impresa en un desplegable gratuito, unos "escenarios para la diferencia" marcados dentro de la colección permanente del museo. El recorrido laberíntico por las salas de sus dos plantas da sorpresas: ‘El Cid', un león en primer plano pintado por la proto-lesbiana Rosa Bonheur (que el museo no había nunca colgado desde que un donante lo regaló a fines del XIX), y la inquietante estampa de ‘El Maricón de la Tía Gila' dibujada por Goya en su llamado Album C.

  Más entidad tiene la amplia exposición abierta hasta octubre en CentroCentro, el complejo cultural que comparte espacio en Cibeles con el ayuntamiento, titulada ‘Nuestro deseo es una revolución', aunque su subtítulo, ‘Imágenes de la diversidad sexual en el Estado español 1977-2017' suene algo burocrático. Se trata de una interesante panorámica de la plástica, la fotografía y el cine de connotaciones o militancia LGTBI, en la que destaca el rescate de Gregorio Prieto, una figura de la Generación del 27 insuficientemente conocida y aquí representada a través de sus fotos auto-ficcionalesde los años 20 y ‘Luna de miel en Taormina' (1932),un magnífico lienzo ‘epéntico' (palabra de uso interno entre sus amigos homosexuales que García Lorca inventó y usaban, entre otros, Aleixandre, Cernuda, Blanco Amor y el propio Prieto). También hay estupendos trabajos de Juan Hidalgo, deCarmela García, el gabinete privado de dibujos de ‘osos' rampantes de Pérez Villalta, el recuerdo de Pepe Espalíu y sus elocuentes acciones artísticas a partir del SIDA, y ‘Manuel' (1983), una pieza magistral de Rodrigo, tan magnífico escultor como dibujante. 

  La parte cinematográfica incluye a Almodóvar, Iván Zulueta, Jacinto Esteva y figuras más transversales, algunas muy menores; es incomprensible que los comisarios no hayan mencionado la obra de Adolfo Arrieta, que sigue filmando, e ignoren por completo a dos figuras desaparecidas pero seminales del cine de vanguardia gay, Antonio Maenza como precedente, ya que murió, después de años de inactividad, en 1979, y Celestino Coronado. La muestra de CentroCentro se debate así entre dos extremos que a menudo chocan: el activismo y el arte. Todos los artistas que hemos aquí citado, y otros como Genet, Greta Garbo o Marlene Dietrich, a quienes se rinde tributo, fueron agitadores, transgresores de límites y a la vez creadores en su diferencia. En ‘Nuestro deseo es una revolución', la exaltación de la militancia, tan necesaria, desemboca a veces en la fiesta de la insignificancia.

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31 de julio de 2017
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Partos prodigiosos

El Jardín de flores curiosas del leonés Antonio de Torquemada (1505 – 1569) da fe de varios casos de partos prodigiosos. En algunas aldeas entre París y Tolosa las mujeres ciegas parían ranas; en Medina del Campo una mujer parió siete hijos de una vez; otra mujer, de Salamanca, nueve; una italiana, también de una vez, parió setenta hijos; y da por cierto lo que dice Alberto el Grande, que una alemana parió de un solo parto ciento cincuenta hijos, del tamaño del dedo meñique y muy bien formados, envueltos todos en una película, aunque no se dice si esta familia llegó a buen fin. En el año 1545 una señora noble dio a luz, en Bélgica, un niño que tenía la cabeza de diablo (según opinión de los expertos, una trompa de elefante en medio del rostro, patas de ganso en los remates de los pies y manos, ojos de gato encima del vientre, una cabeza de perro en cada codo y rodilla, dos testas de mono en relieve en el estómago y una cola de escorpión retorcida y larga de una vara y media -lo que debía convertirlo en un chiquillo muy gracioso-, y como nadie quería encargarse de esa paternidad, los teólogos y parientes de la dama acusaron caritativamente al diablo de haber engendrado aquel chiquillo, pero la madre sostuvo que era de su marido y las personas sensatas la creyeron, puesto que ella lo debía saber mejor que nadie). Sea lo que fuera, el pequeño monstruo sólo vivió cuatro horas y al morir gritó, en alta e inteligible voz, por las dos bocas de perro que tenía en las rodillas: ¡Velad y rogad, porque el juicio final está cerca! En la Historia del Languedoc, su autor, según cita el jurista Pierre de Lancre, narra que el día 6 de septiembre del año 1387, una burra dio a luz dos niños varones tan bien formados como podrían serlo salidos de una mujer, suscitándose la duda de si debían ser bautizados, hasta que el cardenal de Saint-Angel dictaminó que sí lo fueran. Para acabar esta relación, Antonio de Torquemada cuenta que en un lugar de España había una borrica de tal suerte hinchada, que al tiempo de parir reventó, saliendo de ella una mula que también murió inmediatamente, teniendo, como su madre, el vientre tan grueso que su dueño la abrió para saber lo que tenía dentro, y encontró otra mula que también estaba preñada.       

El Bestiario de Ferrer Lerín / Diccionario Infernal de Collin de Plancy 


 

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31 de julio de 2017
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Poema 173

Locas facciones

del organismo invisible

se presentan al despertar.

Simplemente, silenciosamente

como piezas metálicas

que vienen a encarcelar el ánimo

y, gradualmente,

todo asomo de bienestar

o amor por permanecer.

Son como planchas autónomas,

Capaces por sí mimas,

De su implantación

y del daño involuntario

que, sin embargo

acumulan con su duración.

Atacantes ciegos

sin localización precisa.

Sólo son nombrables

Por sus efectos.

O, mejor, por la sombra cambiante

De sus destinos quimioterápicos,

en inenarrable

congregación.

Ninguna cadena puede pormenorizarlos

Lógicamente.

Siendo sólo sus efectos sombríos

quienes determinan, borrosamente,

la extensión completa

y profundidad del malestar

Efectos que disuaden

al cabo, de su origen.

Desconectada su posible secuencia,

sorda y ciega a la razón

clínica, a la razón de la razón. 

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31 de julio de 2017
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Viajero frecuente

Abilio recibe una misión de labios de su tío Maclovio —si todos tenemos un tío Maclovio, el suyo era el más Maclovio de los tíos—: avistar el mundo, desenredar nuevos idiomas, explorar la vasta redondez del planeta. Ahíto de curiosidad y de esperanza, aborda su primer avión para emprender una mínima odisea que al cabo lo traiga de vuelta al pueblo y a los brazos de su adorada Anacoluta, con quien se ha prometido en matrimonio.

Cerca del regreso, el joven recibe un premio inesperado que, bien visto, también es un obstáculo: un paquete de millas. En la letra pequeña: a riesgo de perderlas, ha de usarlas de inmediato. Abilio duda, pero, como todo buen héroe, al final no se sustrae a la aventura. Ni qué decirlo: al término de su periplo, una nueva lotería —con otra generosa dotación de millas— lo arrastrará a los más extravagantes rincones del planeta.

            Nuestro Abilio se incorpora así al selecto club de los viajeros frecuentes: esos argonautas modernos que, a fuerza de ganar e invertir sus millas, consagran sus vidas a tropezar de aeropuerto en aeropuerto y de escala en escala sin otra meta que —Cavafis dixit— el viaje mismo. Abilio pronto se topa con otros miembros de su gremio; todos admiran y envidian al Gordo Pelosi, el flemático poseedor del récord de millas en tiempos recientes, y reverencian a Liborio la Momia, un anciano que, cual judío errante, no se ha detenido desde tiempos inmemoriales y vuela sin reposo, medio adormecido, en su silla de ruedas.

            Nadie asuma que la vida del viajero frecuente es fácil: tras el deslumbramiento, empiezan a dolerte los riñones, ya no te ilusionan tanto Ulán Bator o Tasmania y te aburres de bañarte en los servicios de otra terminal. Cuando Abilio se topa con el Gordo Pelosi, éste le diagnostica signos del agotamiento y le anuncia la peligrosa tercera fase que se cierne sobre todo viajero frecuente, la temida Escala Tropecientos: el instante en que el regreso ya no es posible.

            Abilio, enfurruñado, cree que el Gordo —su competencia: su espejo— busca desanimarlo y no cesa en su afán por vencerlo. Pero éste es ya el segundo malestar que se incuba en su cuerpo: semanas atrás, durante el homenaje que se le rendía, Liborio la Momia alcanzó a balbucir que sólo ansiaba volver a casa antes de que los organizadores le arrebatasen el micrófono. Los siniestros augurios no refrenan, empero, a nuestro héroe, quien sigue acumulando premios, millas, ciudades, selfies. Hasta que recibe la absurda, trágica, pavorosa noticia: el Gordo Pelosi —sí, el Gordo— se arrojó de una avioneta sobre el Himalaya y desde entonces se halla desaparecido…

            No cuento qué más le ocurre a Abilio, el protagonista de Última escala a ninguna parte, el libro póstumo de Ignacio Padilla que acaba de publicar el FCE en su colección “A través del espejo”. Se trata, estoy cierto, de uno de sus mejores textos breves, el universo donde se sentía más cómodo. Como todo gran cuento para niños y jóvenes, Última escala… es una gran lectura para adultos: una profunda, melancólica, desencantada reflexión sobre la existencia, sobre las carreras que elegimos (o nos eligen), sobre el sentido o el sinsentido de atesorar millas y reconocimientos, ansias y recelos, sobre la inercia que nos atenaza sin remedio.

            Me es imposible, tras la muerte de Nacho, no desvelar los secretos autobiográficos que siempre escamoteó en sus textos para adultos e insertó en perfectos y retorcidos cuentos de hadas como Los papeles del dragón típico o Todos los osos son zurdos. Su reflexión, a punto de alcanzar esa mediana edad que se le escamoteó, gira aquí en torno a su propia carrera literaria, impulsada por decenas de premios; la amistosa competencia que nos unía; y la sensación compartida sobre la honda inutilidad de la batalla.

            Al comenzar este hermoso y triste libro pensé que Nacho se identificaba con Abilio; al terminarlo creo, en cambio, que él es el Gordo Pelosi: al saltar hacia su propio Himalaya y huir de la Escala Tropecientos me dejó aquí, obligado a contemplar esa foto anónima en la cual se le ve, o no, serenamente recostado frente a un mar azul muy intenso.

           

Twitter: @jvolpi

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30 de julio de 2017
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La brecha feliz

Cuánto se ha movido el mundo en menos de quince años para que seamos tan diferentes. Me re ero a nosotras respecto a las mujeres jóvenes. Sí, las que nacimos entre los sesenta y los setenta, las que quisimos ser Pippi Långstrumpf en el garaje a falta de granero, la primera hornada de la EGB que vio cómo sustituían el cruci jo del aula y la foto de Franco con la misma normalidad que en casa se cansaban de un cuadro, y que ahora aplaudimos a estas <em>millennials</em> de melenas lacias que parecen tener la llave del futuro.
Nosotras, que reivindicábamos educadamente el trato de “señoras” cuando nos llamaban “señoritas” y ahora maldecimos el enseñoramiento. Las que nos creímos tan modernas y sentíamos una atracción mágica por lo prohibido. Y ellas: valientes, instruidas, determinadas, pegadas a su teléfono; algunas llevan tatuadas mariposas en la espalda. Yo, que solo llevo perforados los oídos, me interrogo sobre la “personalización” de su cuerpo sin entender el gusto que les proporciona tunear su piel. Se abrazan entre ellas como si fuera la última vez que fueran a verse, poliamorosas; repiten “tío” a rabiar, su muletilla de júbilo. Creen en asambleas y cooperativas, no temen discutir –a diferencia de nosotras, que tantos con ictos verbales hemos querido evitar–, revenden lo que sus padres han olvidado que guardan en el trastero, y están dispuestas a plantarle cara al amor romántico, aunque esa audaz cruzada sonroje a académicos muy viriles para quienes el amor o es romántico o no es.
Hace unos días le escuché decir a una muchacha que aún no había cumplido los 20: “No, no voy a perdonar a mi exnovio porque me faltó al respeto. Perdonarlo equivale a fomentar el patriarcado”. ¿Qué estado mental provoca tanta vehemencia? Testarudas, han liquidado de un plumazo idealizaciones, y a pesar de que la precariedad se ha instalado sobre sus hombros, han aprendido a hacer auténticas piruetas para pedalear en el hedonismo. Nosotras creíamos saber cómo sería nuestro futuro. Convivíamos con su fotograma. Hasta que el primer desamor nos alertó de la trampa: la vida no era de una sola pieza. Y, como decían nuestras madres y Virginia Woolf, la independencia equivalía a tener una habitación y un dinero propios. Por ello nos casamos con nuestra profesión, tuvimos hijos, criamos ojeras y perdimos ilusiones.
Y ahora veo a Irene Montero, que ha impresionado a toda España desde que presentara la moción de censura a Rajoy, la primera defendida por una mujer en 40 años. Un cuerpo pequeño y una cabeza privilegiada. Posee una especie de antenas invisibles y no tuerce el gesto si le llevas la contraria, es polemista y vocacional. No está tatuada. Pero como muchas mujeres de su tribu, mantiene encendida la llama de la utopía, y por ello en su mirada prenden encanto y esperanza. Los sociólogos hablan de una brecha, de un cambio de mentalidad y por tanto de paradigma… Jóvenes que no se parecen a nosotros cuando lo fuimos. Bienvenida la diferencia.
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29 de julio de 2017
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Poema 172

 

La salud, desde luego,

no es la inteligencia.

Hay gente muy tonta

que a la que no le duele absolutamente nada. 

Ni siquiera le duelen las muelas

o las articulaciones

e ignoran la fiebre.

Todo ello dentro de una beatitud

saludable que parece injusta

o falsamente boba.

Frente a la supuesta lucidez e poetas gravemente enfermos -

que ofrecieron las llaves

de la sombra, la melancolía o la degeneración -

el mundo sanamente transparente.

Sin una sombra en la radiografía,

sin una mancha en el pulmón. 

La enfermedad, en cambio, es un monstruo

de diferentes morfologías

que empeñándose en convivir

apegado a nuestras carnes

termina por hacerse un órgano

más del  ser.

A través de la enfermedad de perciben 

las nocivas bacterias

y el mundo aparece

cuarteado en sus averiadas  piezas.

Ver a través de la enfermedad

equivale a usar una retícula que detecta

el material inseguro de la existencia,

las quiebras  diarias,  sus grietas,

sus barrancos y cárcavas.

Mientras estar sano,

por el contrario,

proporciona a menudo

un mundo enjuagado 

de sus peores amenazas.

¿Qué preferir?

La imposibilidad empírica

de la esta elección

es manifiesta

pero no anula, en su fondo,

la oposición entre el padecimiento

del conocimiento herido

y la condescendencia feliz.

Entre el dolor de un paladar sin sabor,

sembrado de llagas,

y el fragante sabor de los mil alimentos

que al enfermo le roba

el bárbaro imperio de su enfermedad.

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27 de julio de 2017
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El Boomeran(g)
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