Rafael Argullol
Las fuerzas flaquean cada vez más:
no vale la pena seguir evocando
el plomizo amanecer que todo lo anunciaba,
ni preguntarse si su adversario en el duelo
-aquel insoportable francés-
disparó traidoramente antes de lo acordado.
Es el momento de concentrar las escasas energías
en las despedidas -no muchas, desde luego-,
que un hombre digno
debe afrontar antes de morir.
Unos pocos personajes de la infancia y de la juventud,
los padres, los hermanos,
algunos compañeros que superaron
las trabas del tiempo,
algún amor que resplandece
en la oscuridad postrera,
y los pensamientos más queridos,
ahora tan necesarios
para encauzar el rumbo incierto.
Pushkin trata de poner orden en las despedidas.
De pronto gira la cabeza hacia su biblioteca
para observar, por última vez,
los lomos borrosos de los libros:
"Adiós, amigos, adiós".