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03-01-2012

Todo transcurría rápidamente,
menos los sueños.
Noche a noche los sueños
eran cada vez más lentos y más largos.
Pronto se escaparon de las noches
y ocuparon también los días.
Día a día los sueños
eran cada vez más lentos y más largos.
Y llegó el momento en que los sueños
se apropiaron de todas las noches y de todos los días.
Entonces empezó el Diluvio.

 

(Rafael Argullol: Poema, editorial Acantilado, Barcelona, 2017) 

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4 de septiembre de 2017
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¿Quién le tiene miedo a Chris Kraus?

Amo a Dick (I Love Dick), el nuevo show de Jill Soloway en Amazon, es una adaptación inteligente del libro de Chris Kraus (1955) con el mismo título; así, la novela sigue sin detenerse en su conquista del mundo. Publicada en 1997 por una editorial dedicada a la teórica crítica, tardó casi diez años en agotar una edición; fue un libro adelantado, de esos que debe esperar cambios culturales para entrar en sincronía con sus lectores (Alpha Decay ha publicado la traducción al español). Veinte años atrás no se llevaba la autoficción, y menos una que tuviera como personaje central a una mujer que hablara con desenfado, ironía, lucidez y buen humor de sus aventuras extramaritales y su fracaso como cineasta experimental. Hoy, gracias a este libro que ha adquirido vida propia -sitios en Tumblr dedicados a él, blogs donde los lectores le escriben cartas a Dick--, Chris Kraus es un ícono del nuevo feminismo.

            Cuando Amo a Dick apareció por primera vez fue visto como una autobiografía velada sobre la obsesión de Chris Kraus por el crítico cultural Dick Hebidge; diez años después era "ficción teórica" (los personajes no solo hablan con soltura de Baudrillard y Guattari sino también proyectan sus propias ideas a través de la ficción); hoy su familia es más grande -desde Karl Ove Knausgard hasta Gabriela Wiener y Lena Dunham-- y por eso puede entenderse más fácilmente como una "autoficción" híbrida, a medio camino entre la confesión y el ensayo. Kraus ha explorado este terreno en otros libros como Aliens and Anorexia y Torpor, que hablan de sus experiencias con el sadomasoquismo, el sexo con desconocidos y sus intentos por adoptar a un niño en Rumania.

El modelo inicial de I Love Dick es el género epistolar: la cineasta Chris Kraus acompaña a su marido, el teórico cultural Sylvère Lotringer, al sur de California, donde él va a enseñar un curso durante un sabático (Lotringer es también uno de los directores editoriales de Semiotext[e], la editorial que publicó el libro). Allá, Chris conoce a Dick y se enamora tan perdidamente de él que, con ayuda de su marido, se pone a escribirle cartas: "Querido Dick, Sylvère cree que el amor que siento por ti no es más que un perverso deseo de ser rechazada. No estoy de acuerdo, en el fondo soy muy romántica... pero me encanta la desesperación y el fracaso- ese momento en que el acto se quiebra y la ambición falla".

Muchas de esas cartas no serán enviadas, pero permitirán que el matrimonio de Chris con Sylvère, que no estaba pasando por un buen momento, se reactive. Al menos por un tiempo: los requerimientos del género indican que algo debe pasar entre Chris y Dick. Y está claro que, en más de un nivel, Kraus sabe de géneros: el libro es profundamente literario, una continua reflexión sobre la escritura, lo que hacemos con ella, la forma en que el momento cultural nos puede constituir como sujetos través de ella.

La segunda parte la constituyen ensayos diversos -el pintor R. B. Kitaj, la esquizofrenia, la situación política en Guatemala--, algunos más interesantes que otros, y también escritos como cartas a Dick; la pasión romántica dispara la escritura: "amar es como escribir: uno vive en un estado de tanta exaltación que son vitales la exactitud y el estado de alerta". Kraus no tiene reparos en convertir en virtudes todas las formas en que se ha desdeñado el deseo femenino; aquí este se muestra erótico, confuso, devorador, vulnerable: "el deseo no es una falta sino exceso de energía: como sentir claustrofobia en tu propia piel".

I Love Dick critica las estructuras sociales creadas por la masculinidad dominante y la forma en que las mujeres son cómplices de ellas. Kraus sugiere romper esa complicidad admitiendo otras formas de deseo, más abyectas, "grotescas e inenarrables".

(La Tercera, 3 de septiembre 2017)

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3 de septiembre de 2017
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Pedigrí

Según contaba el propio Simenon, en el umbral de la cuarentena (1941, 38 años)  le detectaron erróneamente una enfermedad que iba a acabar con él  en un par de años. Y puesto que tenía un hijo pequeño y deseaba que éste pudiese hacerse una idea de quién fue su padre decidió escribir un pequeño relato autobiográfico que acabó complicándole mucho la vida, primero porque fue publicado sin su  consentimiento con el título de Je me souviens;  segundo porque algunos de los personajes le llevaron a los tribunales por considerar que habían sido injustamente reflejados (a modo de defensa pronunció el célebre “Todo lo que escribo es verdad pero nada es exacto”) y tercero porque, puesto a introducir cambios  so pena de ser nuevamente llevado ante la justicia, optó por hacer caso a André Gide, quien le recomendó que empezase desde cero pero no en primera sino en tercera persona para darle al escrito más aliento y amplitud de miras. El resultado fue este Pedigrí que tampoco se parece mucho al nuevo planteamiento porque, al terminar la nueva versión  apenas dos años más tarde, Simenon puso “Fin del primer tomo” pensando que luego vendrían al menos dos tomos más. Nunca llegó a explicar por qué no cumplió su promesa aunque, si para describir los primeros quince años de vida de su supuesto alter ego, llamado Roger Mamelin, necesitó más de 600 páginas a tiempo completo (recuérdese que teóricamente estaba  condenado a muerte y que los médicos le exigían reposo absoluto)  los centenares de libros que le quedaban por escribir debieron de ser una llamada tan exigente que le impidió llevar a cabo su idea inicial.

                Tal como ha quedado, Pedigrí abarca más o menos desde el nacimiento de Roger Mamelin a principios del siglo XX hasta 1915, es decir, cuando la I Guerra Mundial iba a introducir en la vida del adolescente (y de Europa entera, ya que sale) una variable tan brutal y traumática que  nada de la experiencia acumulada hasta entonces le iba a servir para asumir la nueva realidad surgida tras la contienda. Por desgracia, ese acontecimiento crucial en la vida de quienes lo sufrieron queda aquí como un telón de fondo pero sin verdadera influencia en el desarrollo del relato: de pronto aparecen muchos oficiales alemanes, hay racionamiento y colas para comprar el pan y de cuando en cuando se oyen cañonazos, pero si el lector no lo sabe por sí mismo nada permite pensar que en la cercana ciudad de Ypres, situada a poco más de dos horas de allí, los combates de conquista y reconquista de ese insignificante enclave estaban costando (para nada) más de medio millón de vidas. Es posible que Simenon tuviera pensado reflejar lo que supuso en su vida de adolescente aquella contienda salvaje, pero quien tenga curiosidad por saberlo habrá de buscarlo en cualquiera de los 21 volúmenes autobiográficos de Dictées, en Carta a mi madre, o en los dos volúmenes de Memorias íntimas. Pero aquí, como digo, la guerra parece como algo que les ocurre a los demás porque a él, Roiger Mamelin, se le acaba de despertar el sexo y vaya la que se viene encima.

Que conste sin embargo que Pedigrí está considerada con toda justicia una de las mejores novelas de Simenon o, para qué andarse con clasificaciones, basta decir que es una gran novela, sin más. Y eso que sería difícil redactar una sinopsis porque, pese a las mencionadas seiscientas páginas, pasar no  pasa gran cosa: un suburbio obrero y de pequeña burguesía en Lieja. Todo son pequeños tenderos de barrio, empleados de seguros, comerciantes en quesos, panaderos o artesanos. Y la descripción que se hace de uno de los personajes “la suya era una felicidad pequeña y tibia” podría hacerse extensiva a todos los demás, aunque a veces habría que cambiar la palabra felicidad por desgracia. Pero hay momentos que incluso siendo pequeños y tibios son un prodigio, como por ejemplo la descripción de las fiestas del barrio contadas para la sensibilidad de un niño, o la descripción de la primera maestra de Roger, la hermana Adonie, “tan duce y tan blanca que hace pensar en algo bueno para comer […] dentro del amplio hábito negro con cien pliegues que le cubre los pies, la hermana Adonie no parece caminar sino deslizarse sobre el suelo”. El dibujo de Desiré, el padre de Rober, que camina de forma tan armoniosa que parecen acompañarle compases musicales, o Élise, la madre, siempre sumida en una angustia también pequeña y tibia pero que hace que le “duelan los nervios”.

                Son pequeñas joyas que van surgiendo sin sobresaltos ni estridencias, pero que en conjunto componen un relato de una sensibilidad y delicadeza tan extraordinarias que hacen lamentar la ausencia de los restantes volúmenes.   

 

Pedigrí

Georges Simenon

Traducción de Núria Petit

Acantilado

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31 de agosto de 2017
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Avistamiento

Muchos quisieron saber qué oteaba el ornitólogo británico Lewis Percival, auxiliado por un monumental catalejo, desde la terraza de su habitación del Hotel Imperial Tarraco, el jueves 27 de octubre de 1994. Se dijo que un bando de flamencos. También que un bando de gansos grises. Pero los viejos pescadores, expertos en la identificación auditiva de aves en vuelo, no fueron capaces de indicar con certeza a qué especie correspondían los tremendos bramidos que atronaron, al caer la tarde, esa porción de la costa mediterránea. Hoy, transcurridos veintidós años, ampliado el caudal de conocimientos sobre la vida marina en general y sobre la biografía de dicho investigador en particular, se pone en duda que se tratara de una observación de carácter ornítico. Percival, que era también herpetólogo, habría venido a España avisado por alguien y, ese día de otoño, pudo contemplar las enérgicas ondulaciones de una serpiente de mar, probablemente un ejemplar centenario de inauditas proporciones, el mismo, quizá, que hiciera zozobrar cuatro laúdes cargados de aceite entre 1840 y 1870, y que, finalmente, apareció varado en una playa de Hospitalet del Infante el mes de mayo de 2008. Medía veinticuatro metros.   

 

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31 de agosto de 2017
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De Dios como metáfora (Teorema del libre albedrío) a Dios como hipótesis lógica

Respecto a la vinculación establecida en la penúltima columna  entre el problema de Luis de Molina y el planteado en el teorema del libre albedrío se objetara de inmediato que en un caso se trata de una cuestión teológico- filosófico y en el otro de un problema científico-filosófico. Pero no es seguro que la frontera sea nítida.

"Einstein no podía llegar a creer que ‘Dios a juega a los dados con el mundo', sin embargo podríamos conseguir que se reconciliara con la idea de que Dios deja que el mundo siga su ruta en libertad".  En esta frase (que citaba aquí  la primera vez que  evoqué el teorema del libre albedrío) Dios es obviamente una metáfora, mientras que en  la argumentación de Molina es protagonista directo y principal. Sin embargo en una reflexión sobre las bases mismas del teorema la hipótesis misma de Dios puede aparecer en toda lógica. Y ello a partir de la consideración de la premisa esencial, la módica cantidad de libre albedrío del que los investigadores se hallarían provistos[1]. En efecto:
 
Además de los tres axiomas  vinculados a la física que he mencionado, el teorema se sustenta en la asunción (Free will assumption en el texto) de la libertad del físico para elegir una u otra dirección a la hora de proceder a la medición. Pues bien: cabe ciertamente la hipótesis de que la libertad del físico es ficticia.  Cree elegir el experimento que va a realizar (argumentará  el determinista), pero en realidad está absolutamente marcado: sea por lo que la comunidad científica espera de él; sea por las circunstancias de su pasado; sea  porque todo en el mundo responde  a un encadenamiento y... no habría  razón para considerar que el ser humano constituye una excepción a lo que ocurre en el mundo. 
 
Ciertamente un humanista se revelaría de inmediato ante el último argumento: siendo el lenguaje de los seres de razón el testigo de los acontecimientos naturales, y en consecuencia de esa ordenación de los mismos que hace de ellos precisamente un mundo, siendo incluso el testigo único de que hay sentidos que perciben ese mundo ¿cómo reducir el lenguaje racional del experimentador a la condición de los objetos de su experimento?
 
El argumento del humanista no es desde luego científico, ni puede  pretender  serlo  (siendo un producto del ser humano la ciencia no puede dar cuenta del ser humano), pero sí es desde luego un argumento filosófico. Me atrevería  casi a decir que es un argumento de sentido común, si este último no estuviera desviado  hacia todo un espectro de falsas querellas  cuya función es mantener entre paréntesis todo aquello  a lo que inevitablemente ha de confrontarse el ser humano.
 
Sin embargo, aun aceptando la base de partida del humanismo, aun situando al ser humano como unidad focal de significación del  entorno natural, el determinista no tirará la toalla. Pues en última instancia aun cabe esa hipótesis del Dios que ni jugaría a los dados... ni dejaría al mundo ser libre,  contrariamente a la frase de Conway y Kochen que citaba más arriba. Como antes indicaba, Dios es aquí una metáfora, pero  puede también convertirse en una seria hipótesis y ello simplemente siguiendo  el  sano método de la duda cartesiana:
 
Supongamos que nos instalamos en la evocada  tesis según la cual el lenguaje de los seres de razón tiene prioridad ontológica sobre el entorno natural. En ese caso ganamos ya algo a favor del punto de arranque del teorema: como mínimo lo que determina la elección de la dirección de los aparatos para medir el spin se situaría a un momento u otro en la historia del espíritu, y (¿por qué no?) con independencia de todo lo que me ha configurado  anteriormente; en suma: sin que cuente la información que he recibido en el pasado, los acontecimientos que he vivido y los rasgos que determinan mi carácter...  elijo poner el aparato en la dirección z en lugar de ponerlo en la dirección x.  Y, sin embargo:
 
¿Hay razón apodíctica para afirmar que dios alguno había decidido, y por ende pre-visto, que esta "libre" elección mía consistiría en poner el dispositivo en la dirección z? La hipótesis hace sonreír pero -vista con discernimiento- no tanto por  ir contra la razón como por contradecir arraigadas creencias que forman parte de mi personalidad. Al no ser contradictoria en sí misma,  la hipótesis del Dios previsor se diría que  repugna más a la psicología que a la lógica; desde el punto de vista de esta última  no puedo excluir la conjetura de que un dios ha determinado desde más allá de los tiempos el uso bueno o malo que  yo haría de mi  libertad. Para el teorema del libre albedrío la consecuencia es grave,  pues no habría seguridad del punto de arranque, a saber esa módica provisión  de libertad que los autores  reivindican para (con ayuda de complementarias  premisas) demostrar la no obediencia de las partículas a su propio pasado.

[1] "If indeed there exist any experimenters with a modicum of free will, then elementary particles must have their own share of this valuable commodity"p.1

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31 de agosto de 2017
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Crash

La primera acción -llamémosla así- fue tan sofisticada como un blockbuster hollywoodense: una siniestra (y brillantísima) mente criminal, el plan concebido con la minuciosidad de un relojero, un grupo de cómplices con las habilidades de Misión Imposible, fanáticos jamás reñidos con las vertientes más prácticas de una conjura internacional, meses de paciente entrenamiento y rencor secular, acumulación de pertrechos y gadgets al estilo James Bond, la irritante mezcolanza de una modernidad rabiosa y la más rancia antigüedad. Una nauseabunda "obra de arte" -por decirlo Stockhausen se hundió en el oprobio- que creó una de esas imágenes inmarcesibles que no podemos dejar de mirar.

            Al convertir aviones de pasajeros en armas de guerra (rehenes transmutados en misiles), Bin Laden y los suyos lanzaron al Occidente tecnológico contra sí mismo: la conquista del aire, sueño ilustrado donde los haya, devenida en pesadilla. Si volar como quien se sube a un caballo o una carreta, práctica tan poco natural para un bípedo terrestre, encarnaba ya un sinfín de miedos -piénsese en Aeropuerto 75 y secuelas hasta la desopilante Serpientes en el avión-, a partir del 2001 los anodinos aeropuertos civiles fueron reconstruidos como fortalezas.

Desechando cualquier presunción de inocencia, a partir de entonces cada pasajero, niños, ancianos y personas con capacidades diferentes -hay que ver con qué celo se registran carriolas y sillas de ruedas-, son amenazas en potencia: se nos invita a desconfiar unos de otros, a denunciar cualquier conducta sospechosa (como si supiésemos lo que esto significa) y se nos desnuda (literalmente) con escáneres cada vez más potentes sumados al manoseo policíaco al que hemos terminado por acostumbrarnos. Una de las mayores consecuencias del terrorismo es la docilidad con que nos sometemos, gustosos o resignados, a estas humillaciones cotidianas.

Como era de esperarse, la maniobra fue tan exitosa y tan rotunda que repetirla se volvió imposible. Conscientes de las dificultades añadidas, los terroristas, tan pragmáticos en lo terrestre en aras de obtener el gozo eterno, rebajaron sus expectativas. Apartados de los aeropuertos -y las academias de pilotos-, optaron por retroceder un siglo y medio y apuntaron hacia el ferrocarril, el gran emblema de la modernidad decimonónica. Luego de Madrid, los islamistas consiguieron que las estaciones de tren, tan olvidadas e inmutables, también se llenasen de cámaras, agentes encubiertos y uniformados, escáneres para pasajeros y maletas.

De nueva cuenta, los astutos agentes de Al Qaeda reinsertados en el ISIS -meras franquicias delictivas- cambiaron de miras. Primero aviones, luego trenes, luego... autobuses. Y otra vez consiguieron redoblar la vigilancia de los paraderos. ¿Qué quedaba después? No se necesita una carrera en los órganos de inteligencia para imaginar que, al final, estarían a su disposición los verdaderos símbolos de nuestra sociedad petrolizada: no los aviones, reservados a las clases pudientes, ni los transportes públicos, cada vez más depauperados, sino los automotores particulares: coches, camiones, camionetas...

Desde hace un siglo, hemos rediseñado (y destruido) nuestras ciudades para regocijo de los automovilistas: millones de unidades en circulación, pruebas fehacientes del individualismo, el libre mercado, la globalización y el neoliberalismo que dominan nuestra era y que, a diferencia de aviones, trenes y autobuses, no pueden ser controlados en modo alguno. El grado cero del terrorismo motorizado: la furgoneta-arma de combate.

Si cada año muere más de un millón de personas en accidentes de tráfico, nuestros vehículos ahora son nuestros mayores enemigos: Christine, la bestia mecánica de Stephen King, con mente islamista. Porque esta vez, como quedó claro en Niza o Barcelona, hay poco qué hacer: cualquiera saca una licencia, compra o alquila un coche y se enlista como fitipaldi-kamikaze. Ante esta indefensión absoluta, quizás se pueda esgrimir una esperanza: el terrorismo pierde su eficacia cuando deja de provocar terror. Las Ramblas rebosantes el día posterior al atentado son la mejor respuesta -acaso la única- a la sinrazón. 

 

Twitter: @jvolpi

 

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27 de agosto de 2017
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Fernanda Melchor: intensidad y horror

Hay una escena memorable al principio del falso documental satírico This is Spinal Tap (1984), en la que el guitarrista de la banda de heavy metal dice que ellos tocan tan fuerte que el volumen de sus amplificadores está a 11. He recordado esta escena al leer Temporada de huracanes (Random), la segunda novela de la mexicana Fernanda Melchor: desde la primera a la última frase, está escrita con el volumen a 11. Eso no significa que en todas las páginas haya acción, sino algo más complejo y difícil de lograr para un novelista: incluso las escenas de diálogos más tranquilos, los momentos reposados, están narrados con intensidad, como si todo contara y no hubiera transiciones.  

Para narrar la violencia de la sociedad mexicana -el pueblo ficticio es La Matosa, en un estado que se asemeja a Veracruz-- Melchor ha elegido como modelo la estructura narrativa de El otoño del patriarca, en la que García Márquez prescindía del punto aparte: casi toda la novela era un larguísimo párrafo. García Márquez utilizaba ese recurso retórico para contar los excesos del poder y mostrar la realidad latinoamericana como un espacio donde lo extraordinario es cotidiano; Melchor representa otro tipo de excesos --los que vienen de abajo, de una marginalidad conectada con la pobreza, la violencia, el machismo y la misoginia-- y una cotidianeidad harto más brutal, en la que, sin embargo, también lo extraordinario se ha normalizado. Aquí el Estado-nación no parece haber dejado más huella que la de la corrupción de sus representantes, y rige la ley de Darwin: "Este mundo es de los vivos, pontificó; y si te apendejas, te aplastan

El relato gira en torno a la muerte de la Bruja, una mujer respetada y temida por el pueblo por su asociación con el mal: quien quiera hacerse un aborto, recuperar a su pareja o curarse de almorranas la busca, pero hay que persignarse porque se la puede imaginar "desnuda, montando al diablo". La Bruja es el principio y el fin: entre ambas partes se abren capítulos que cuentan la historia de los jóvenes involucrados con su muerte -Munra, Brando, Norma, Luismi--. Melchor despliega una prosa que convierte la oralidad en poesía, en la que las malas palabras, el deseo de nombrar lo obsceno y lo escatológico, se revelan en toda su explosiva belleza: "la pinche Vanesa cabrona hija de la chingada no estaba ahí porque la muy puta seguramente aprovechó que la tía la dejó suelta para irse a ver al novio, el greñudo mariguano ese que siempre la andaba rondando..." Todas las secciones de esta novela son brillantes, pero quizás la mejor es la que narra la relación de la adolescente Norma con su padrastro Pepe.   

La Bruja es poderosa en el pueblo porque sus habitantes la ven vinculada a un Mal que trasciende a todos, pero su mito también se construye a partir de su rabiosa independencia en un mundo masculino dominado por atavismos, en el que las mujeres están subordinadas y deben buscar estrategias de supervivencia. Temporada de huracanes se disfraza de ficción antropológica, aparenta buscar una explicación al horror mexicano a partir de las creencias de una comunidad en leyes sobrenaturales, para decantarse por algo más terrible: el mal somos nosotros, los hombres. Cuando la madre de Brando exclama: "¿Cómo permitiste que el diablo entrara en su cuerpo, Señor?", Brando responde: "El diablo no existe y tu pinche Dios tampoco". Lo cual no implica que no nos sigamos agotando en construir leyendas para comprender algo que escapa a nuestra razón.

 

 

(La Tercera, 20 de agosto 2017)

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23 de agosto de 2017
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Sorpresa

Tres veces han tropezado en ese punto del supermercado tirando la compra al suelo. Por esa necesidad de dar conversación a quien se siente ya desplazado comento a mi padre la obviedad de que la gente tropieza debido al estrechamiento del pasillo y él asiente con la cabeza. Continuamos. Veo a mi madre en el fondo del local y, a su derecha, a Ángel Manivela, un veterano jugador de póquer fallecido hará una década con el que tuve buena relación profesional y que está claro que se alegra al verme. Le pregunto, o le preguntan, a distancia, casi gritando, el nombre de su nieta, y él, satisfecho por el interés demostrado, contesta ufano, tras una pequeña pausa, como esforzándose en recordar, que su nieta se llama Exquisitez. Luego, ya a mi lado, junto a mi madre, a quien se lo he presentado, me cuenta que su nuera es polaca.        

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14 de agosto de 2017
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Vindicación del arte en la era del artificio

 Romper una lanza en favor del arte es un intento tan noble como arriesgado porque el propio lenguaje al que se recurre para llevar a cabo tan meritorio propósito es confuso y está bajo sospecha de contaminación debido a que, para empezar, también es confuso y sospechoso aquello sobre lo que se habla. Y basta tomar como ejemplo la palabra belleza: podemos decir con seguridad de ser entendidos por un hipotético interlocutor que una Anunciación de Fra Angélico es bella, pero ya no está tan claro que el mismo interlocutor coincida con nosotros si hablamos de belleza al referirnos a uno esos cuadros de Francis Bacon que parecen bodegones realizados en un matadero tercermundista.

Y lo mismo cabría decir del concepto de Obra de arte si, a manera de ejemplo, traemos a colación el vulgar sanitario de serie que hace ahora cien años Marcel Duchamp colgó en una galería afirmando que se trataba de una obra de arte, o si nos referimos al cuadro “Blanco sobre blanco” de Kazemir Malevich o a los lienzos cortados de Lucio Fontana. Se podrían poner miles de ejemplos más en los que todavía hoy no está claro por qué, o por qué no, puede hablarse de una obra de arte, aunque justamente por eso se dice que el lenguaje del arte es confuso o que está bajo sospecha de contaminación.

La cuestión podría reducirse a un simple tema de discusión para eruditos aburridos si no fuera porque, como señala J.F. Martel en este libro, en nuestra era la ideología se propaga utilizando las técnicas del arte. La supuesta libertad de pensamiento que pregonan las democracias occidentales se ve contrarrestada (por cierto que muy eficazmente) por el férreo control del sentimiento y el pensamiento que se ejerce a través de los medios de difusión, también llamados medios de formación de masas. Como dice el activista radical Slavoj Zizek, la doctrina oficiosa en las sociedades democráticas insiste en que las más profundas aspiraciones del ser humano están a punto de verse satisfechas gracias a los avances de la ciencia y la tecnología, y para demostrarlo el abrumador bombardeo de optimismo abarca todos los ámbitos, desde la curación de las enfermedades y la prolongación de la vida o la eterna juventud hasta la cada vez más cercana colonización de otros planetas. No por casualidad en cambio, apunta Zizek, la mera alusión a un posible cambio de la economía global por más razonable que sea (digamos que un reparto más justo de la riqueza) provoca una condena unánime por parte de quienes controlan los medios de difusión. O por decirlo en palabras de Zizek, se admite y permite cualquier iniciativa circunscrita a los límites que impone el mercado, al tiempo que se presenta como inviable cualquier alteración de dichos límites.

El problema se agrava por el hecho de que en una sociedad como la actual, incuestionablemente dominada por la información, el afán de dominio ya no recurre a la vieja práctica de disciplinar a los díscolos porque cree más efectivo controlarlos. Actualmente no se busca castigar a los transgresores sino controlar la libertad de pensamiento, determinar los sentimientos y teledirigir la iniciativa de tal forma que cualquier cambio en profundidad parezca imposible. Y como J.F. Martel plantea desde diversos puntos de vista en su libro, la ideología, o el control social, se lleva a cabo mediante una operación cuyos mecanismos surgen de la estética. O de una perversión de la estética denominada artificio.

Al fin y al cabo, si las sociedades autocráticas han ejercido desde siempre un control tan brutal sobre la actividad artística es porque reconocen el poder subversivo del arte y lo criminalizan con vistas a disponer de los medios indispensables para domeñarlo y ponerlo al servicio de su ideología. La sociedad de la información persigue los mismos objetivos que la autocrática, salvo que en lugar de perseguir o castigar ha optado, en palabras de J.F. Martel, por sustituir el arte por el artificio, el cual, para entendernos, vendría a ser una especie de arte domesticado. Es decir, privado de un poder tan subversivo que ponga en peligro la estabilidad del mercado como el demostrado por los Duchamp, Malevich, Fontana y el resto de creadores que rompieron los moldes establecidos en busca de (y aquí topamos de nuevo con una palabra turbia) la verdad. O como querían los surrealistas, saber lo que hay detrás de una pared. La sociedad de la información se siente tan fuerte que permite incluso la existencia de discursos artísticos muy críticos contra el sistema justamente porque los sabe impotentes para cambiarlo. Y ahí reside el sentido de romper una lanza en favor del arte: si alguna esperanza queda de derrotar el dominio abrumador de la sociedad de la información reside en la potencia subversiva del arte. Para Gilles Deleuze, el efecto perturbador que provocan los cuadros de Cézanne es que reflejan “el paisaje antes del hombre”, es decir, sin prejuicios ni predeterminaciones. Que es, justamente, lo que la autoridad competente trata de impedir mediante el recurso masivo al contenido insustancial e irrelevante que producen los medios de comunicación.

Por desgracia, el noble gesto de J.F. Martel al romper una lanza en favor del arte y contra el artificio choca contra un primer y serio problema: cómo hacerlo. Cómo convencer a una voluntad múltiple y variopinta de que la forma de romper el maléfico círculo del artificio es volver a dejar que se exprese libremente el arte, sea éste lo que sea.

Vindicación del arte en la era del artificio

Jean-François F. Martel

Traducción de Fernando Almansa

 

Atalanta

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13 de agosto de 2017
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