Julio Ortega
Las antologías celebran la fugacidad de la literatura. Las malas antologías pretenden un Olimpo, hacer justicia, postular un cánon. Yo creo que las mejores se deben a su tiempo, testimonian su deshora, el gusto de la lectura. Tienen la vivacidad de lo precario, y nos permiten compartir la creatividad de la ficción. Mi antología mexicana nace de esta inquietud por lo nuevo. Algo novedoso ocurre en el relato mexicano reciente, que excede el agonismo que ha dado cuenta del país y sus dramas. Los más jóvenes exorcisan la tragedia, construyen otras redes de lenguaje solidario. El ámbito emotivo, los lazos afectivos y la intimidad del habla, reinician en estos relatos con brío, ironía y agudeza, un horizonte alternativo.
¿Podemos ver el mismo fenómeno en el Perú y en otros países de Latinoamérica, o es algo exclusivo de la narrativa mexicana?
Ocurre otro tanto en todas partes, con distintas entonaciones. En Argentina, hay una búsqueda errática del lugar del sujeto en la ciudad. Los personajes se definen por su control del espacio contrario. En Chile predomina una revisión generacional, que cuestiona los linajes, el mito de la familia chilena. Hay una indeterminación del lugar a ocupar. Un poema dice: "Mi padre se fue de casa y me dejó el desierto de Atacama." Toda una declaración de pérdida, un cuestionamiento del orden patriarcal, y el desierto de futuro que los jóvenes heredan.
Lo que veo en la literatura reciente es el extravío de la comunidad. Se explora la precariedad de la nación, la ciudad, la familia…El Perú es una casa en ruinas, poblada de fantasmas, de violencia y corrupción. Se dice que América Latina nunca ha estado mejor que hoy, pero me temo que nunca ha sido más infeliz. El lenguaje está herido, y los escritores negocian con ese rédito de violencia un espacio de respiración. De allí los retratos del patriarcado que hacen cuentas del extraordinario derroche de poca fe, que define al Perú contemporáneo. Los padres comparecen con sus versiones en las novelas y relatos de Ampuero, Cueto, Karina Pacheco, Renato Cisneros, Santiago Roncagliolo…
Hace diez años, cuando se realizó la primera edición de Bogotá 39, usted fue muy crítico de este evento…
Algunos eventos como aquel postulaban una voluntad canonizante. Casi una iglesia que entronizaba autores obispales desde jerarquías basadas en la mera consagración de la prensa. De alli la obsolescencia de esa literatura ferial. La mejor narrativa va por otras vías. Para mí uno de los textos más importantes del Perú del siglo XX es Montacerdos de Cronwell Jara, que muy pocos han leído. Es una representación del Perú moderno como infierno. O sea, como lugar ilegible, cuya violencia autodestructiva nos ha degradado. Arguedas, en Los ríos profundos nos propuso una nación como Infierno. Y Vargas LLosa lo ha hecho en su Cinco esquinas, que es una metáfora infernal, donde la comunicación humana ha sido corrompida por la prensa amarilla. Y, ¿por qué Montacerdos no está en el primer lugar del canon peruano? Porque Cronwell Jara es un escritor ajeno a los purgatorios feriales.