

La batalla postrera
se librará en el campo de los símbolos.
La esfera engullirá al cubo.
La línea se curvará
hasta rendirse al círculo.
La recta, la dura recta,
aún impregnada de sangre y sudor,
de esperma y lágrimas,
entregará sus armas
ante la circunferencia perfecta,
la imagen inédita que contemplarán los hombres,
y asimismo su última visión sobre la Tierra.
Para mi hijo José Pablo
La primera vez que mi hijo supo que su papá había estado en una guerra, se quedó quieto, en silencio, tratando de comparar eso con algo de su propia experiencia.
“¿Y a cuántos mataste?”, me preguntó de pronto.
Le dije con alivio que a ninguno. Se decepcionó terriblemente. Tenía seis años y estaba entrando al mundo de los videojuegos y las películas de acción. Me quería ver como un héroe, valiente, atrevido.
Tardé mucho en poder reírme de la escena, en salir de mi nube de melancolía tanguera de ex combatiente de Malvinas. La levedad del comentario de mi pequeño había sido un regalo. Su mirada me sacó de la guerra real, del miedo a la muerte en las noches de guardia y el viento y el frío que arañan la mejilla y la memoria de los cuerpos partidos y las caras demacradas, mi último recuerdo de las islas en esa lancha lúgubre rumbo al buque hospital.
Y un día mi hijo cumplió los 19, la edad en la que fui a Malvinas. Y me imaginé que me lo arrebataban para mandarlo a la guerra y pasaba tres meses sin saber cuándo podía llegar la carta diciendo que lo habían matado. Yo lo veía como un niño, hermoso y frágil, y en ese momento pensé: como nuestros padres nos veían a nosotros.
Hace mucho que no somos los chicos de la guerra. Y tal vez por pelearnos con esa idea de que éramos chicos, que no, que somos veteranos, que basta de tenernos lástima, que necesitamos otras cosas… no notamos que en nuestras casas y a nuestra sombra melancólica crecían chicos de una guerra que solo conocieron por su reflejo empañado en el padre.
¿Cómo es ser hijo o hija de un veterano de Malvinas? ¿Cómo fue crecer a la vera de un hombre que calla, que guarda secretos duros o memorias dolorosas? ¿Cómo fue celebrar en la escuela esos 2 de abril? ¿Y leer las noticias de los suicidios, los desquiciados, los que siguen dando vueltas en un desfile cansino con uniformes raídos por la memoria implacable?
Como escribo y soy periodista y doy talleres de contar el pasado y la memoria histórica, algunos de estos chicos me vinieron a ver, a contar sus historias. Me di cuenta de que no los habíamos escuchado. Ni siquiera nosotros, los ex combatientes, les dimos un espacio para contar sus experiencias y su dolor. Su propia guerra. De lo que conozco, solo el centro de veteranos CECIM de La Plata había hecho actividades y abierto un espacio de encuentro para los hijos.
Nuestra historia sí se contó. Faltan piezas, pero se contó, desde distintos ángulos y con énfasis a veces enfrentados.
El periodismo siguió los pasos de los soldados en su larga posguerra. Desde el primer intento, el revelador Los chicos de la guerra, de Daniel Kon, una serie de entrevistas en profundidad con ex combatientes recién retornados hasta la crónica de suicidados y desquiciados Nuestro Vietnam, de Daniel Riera y Juan Ayala, publicado en el 2000 en la revista Rolling Stone. Desde Iluminados por el fuego, las memorias del veterano y reportero televisivo Edgardo Esteban hasta 1.533 kilómetros hasta casa, el documental de Laureano Clavero sobre los dolidos veteranos de Miramar.
Hay también películas, canciones, historietas, innumerables tesis y textos académicos sobre los sobrevivientes de esa guerra. El historiador Federico Lorenz contó en Las guerras por Malvinas el papel de los relatos de ex combatientes en la construcción actual de la conciencia nacional, la antropóloga Rosana Guber analizó su cambiante identidad colectiva en De chicos a veteranos y la dramaturga y directora teatral Lola Arias convirtió sus historias en una obra con recuerdos, gritos y música en vivo en Campo minado.
¿Y nuestros hijos? ¿No nos habremos olvidado de ellos, de escucharlos y apoyarlos y acompañarlos en su propia, extraña guerra, con su tener que convivir con un papá que lucha con sus demonios?
Hace poco vino a la Universidad Alberto Hurtado de Chile, donde enseño, el joven cineasta belga Andrés Lübert. Trajo un documental sobre su padre chileno, quien de joven participó en el aparato de represión y tortura de la dictadura de Pinochet. El documental, El color del camaleón, es sobre los recuerdos, el dolor y la culpa del padre, pero también sobre la necesidad del hijo de saber, de entender, de sanar su propia herida.
“Los hijos no elegimos vivir con este trauma”, dijo Andrés. “Pero también nosotros necesitamos saber qué hacer con lo que les pasó a nuestros padres en una época casi incomprensible para nosotros”.
Nos contó que tras las proyecciones se le acercaban hijos de desaparecidos, de ex presos políticos, pero también de torturadores y policías de la dictadura. ¿Qué necesita, qué puede decir, que quiere hacer una hija (porque la mayoría eran mujeres)?
Malvinas es otra cosa. Los viejos “chicos de la guerra” hace 35 años que pensamos en Malvinas. Pero la gran mayoría lo pensamos para adentro, en silencio. Un hijo de veterano me dijo, cuando le pregunté de lo que le había contado su padre, que “el viejo es un hombre de pocas palabras”.
Entonces se me ocurrió empezar a poner el tema sobre la mesa, abrirlo al público proponiendo una charla abierta al Museo Malvinas, Federico Lorenz, y a la Fundación Tomás Eloy Martínez. En ambas instituciones la aceptaron entusiasmados. Participaron Verónica Liso, periodista que me contactó hace años porque quería escribir sobre los hijos de veteranos, los músicos Emiliano Anderfhrn y Nicolás Plácido: ellos dos trabajan en el Museo Malvinas, y están encargados de dar visitas guiadas al amplio espacio dedicado a las islas y la guerra en el predio de la ex Escuela de Mecánica de la Armada.
En la charla hubo muy buenas ideas y experiencias propias de los hijos, pero pocos recuerdos relacionados con la guerra de los padres. Sentí que estos jóvenes tenían ganas de saber más que lo que podían o querían contarles sus propios padres. Ellos tres y de otros que contacté para invitarlos estaban trabajando en el tema Malvinas: en el Museo o escribiendo o investigando sobre las islas, el conflicto, la soberanía. Tal vez para preguntarle al mundo lo que a ellos también les resultaba difícil hablar con quienes debían tener más cerca.
Siento que esta actividad fue apenas empezar a rascar la superficie. Hay muchas historias dolorosas, mucho dolor atragantado, no contado. Hay hijos que ya habían nacido, que eran chiquitos, de soldados, oficiales o suboficiales que murieron en Malvinas. Hay hijas e hijos de ex combatientes cuyos padres se suicidaron, o murieron de enfermedades y accidentes que en nuestro caso siempre nos provocan preguntas y dudas lacerantes.
En Argentina desde hace décadas se trabaja desde distintos ámbitos con las hijas y los hijos de la violencia, de la dictadura, el exilio, el retorno. Los nietos recuperados por las Abuelas de Plaza de Mayo muestran una cara de cómo un pasado no protagonizado por ellos los marca de por vida y los obliga a tomar decisiones y preguntarse por su identidad.
En mi trabajo como periodista y profesor, recorro América Latina y en todos lados se me pegan a la piel y al alma las historias de hijos de la violencia. Memoria histórica hecha carne. En Colombia. En Guatemala. En Costa Rica. En México. Ahora en Chile.
Durante demasiado tiempo este país dio la espalda a los que volvimos agotados y amargados de unas islas demasiado famosas. Muchos tuvimos hijas e hijos. No les demos ahora la espalda a ellos. Tal vez más de uno pensó que mantenerlos alejados de ese infierno que bullía en nuestro interior era la forma de protegerlos. Debían vivir otra vida.
Pero es mejor hablar. Juntar y compartir historias. Arroparnos en nuestras pesadillas comunes. Es hora de ayudarlos a encontrarnos y encontrarse. Para que dejen de explotar de una buena vez las bombas sobre la trágica turba malvinera que llevamos dentro.
Publicado en la revista Ñ de Clarín el 16 de setiembre de 2017 con el tíulo "Malvinas sigue doliendo en el cuerpo de los hijos":
https://www.clarin.com/revista-enie/ideas/malvinas-sigue-doliendo-cuerpo-hijos_0_r1M80LxiZ.html
Los filósofos, poetas, escritores de obra sólida y unitaria, con frondosa vegetación por fuera y mucho fuego por dentro, se convierten en planetas semánticos.
Platón es un planeta semántico, pero también lo son Sófocles, Descartes, Nietzsche, Primo Levi (y su opuesto Junger).
Y también lo son Poe y Whitman
A veces el planeta semántico se puedo componer de una sola obra de autor incierto, por ejemplo el Tao Te King (como hermosamente se escribía antes).
Son planetas porque podemos ver su límite, conformado por su obra, e intuir su redondez, porque forman en sí mismos un mundo que ilumina de algún modo el mundo, porque crean su propio sistema de fuerzas, su propia divina comedia.
Y son además planetas trasparentes y capaces de atravesar literalmente la materia sólida. Así se van desplazando de uno a otro cerebro, y hasta de uno a otro hemisferio de la mente, esos planetas semánticos, esos planetas errantes.
Me han hablado de gente que se perdió en el cinturón de los planetas semánticos, que por su forma se parece al cinturón de asteroides que hay antes de llegar Júpiter, pero otros hablan del valle de los planetas semánticos, y otros, a mi entender más acertados, hablan de la dimensión de los planetas semánticos. Dicen que hay miríadas y miríadas de planetas semánticos, pero que sólo brillan con la intensidad de una estrella veinticuatro.
Nunca sentí mayor serenidad
que en las noches del desierto,
allá en el Azawad,
donde los cielos son más transparentes
que en cualquier otro lugar,
y donde los hombres
se llaman orgullosamente imoshag
-los libres, los nobles-
mientras te hablan de historias infinitas
en una lengua apenas comprensible.
Ya sé que bajo la arena
se ocultan los mismos crímenes y pasiones
que en el subsuelo
de nuestra abarrotada ciudad.
Pero lo que me tranquiliza
no es la inocencia del desierto
-los imoshag son duros, belicosos-
sino la efectividad de su redención.
Bajo las estrellas del Azawad
uno puede llegar a olvidarse de sí mismo.
Y la redención,
¿no es precisamente esto?
Puesto que la esperanza
se dice que es lo último
que se pierde
rebuscado en los intersticios de los dedos
y la fibromialgia de al lado.
Todo por hallar
creciendo, proviniendo,
un polvo dorado que ese color y el blanco
compusiera
una escaramuza de la carene terne.
Una fisura por donde acceder
a regiones todavía sin inaugurar
en el día a día.
Regiones, he pensado,
en las que el polvo remanente
se generaba por el roce entre el sentir y el ser
las ganas de seguir aquí y el la inercia
-demasiado inercia- por conducirnos
hacia más allá-
Todo hecho
con la sencilla intención
de sobrevivir.
¡O es que existe otro modo polvoriento
de no hacerse polvo decisivo?
Hay un tablero de ajedrez
flotando en medio del océano.
Algunos marineros
dicen haberlo avistado
desde la cubierta de sus buques;
otros aseguran
que han escuchado la historia
en reputadas tabernas de lejanos puertos.
Lo más prodigioso es que, a pesar del oleaje,
todas las piezas están perfectamente alineadas,
listas para el inicio de la partida.
Sólo los grandes capitanes
se han arriesgado a aceptar el desafío.
El juego acostumbra a durar mucho tiempo.
Días enteros, meses, años incluso.
Neptuno siempre gana.
Nadie escucha el sentido de tu voz.
En nadie se introduce el significado de tu lástima.
Tu lástima es una lengua
ácida que acidula
venenosamente el sabor de los demás.
Nada facilita tu esperanza de consuelo
alrededor.
Nadie hay para lamer
tus llagas.
Nadie hay delante o detrás que asuma
un nuevo color
un ajeno olor aciago.
El sentido que perturba su existencia.
La existencia sin más.