Rafael Argullol
Nunca sentí mayor serenidad
que en las noches del desierto,
allá en el Azawad,
donde los cielos son más transparentes
que en cualquier otro lugar,
y donde los hombres
se llaman orgullosamente imoshag
-los libres, los nobles-
mientras te hablan de historias infinitas
en una lengua apenas comprensible.
Ya sé que bajo la arena
se ocultan los mismos crímenes y pasiones
que en el subsuelo
de nuestra abarrotada ciudad.
Pero lo que me tranquiliza
no es la inocencia del desierto
-los imoshag son duros, belicosos-
sino la efectividad de su redención.
Bajo las estrellas del Azawad
uno puede llegar a olvidarse de sí mismo.
Y la redención,
¿no es precisamente esto?