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Blogs de autor

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16-02-2012

Recuerda, cicatriz, la sangre
manando a borbotones de mi rodilla.
Y lo que sucedió antes de que manara la sangre.
La herida, el golpe, la caída.
Y lo que pasó antes de la caída.
Aquella carrera desenfrenada con la bicicleta
por el estrecho camino que conducía al bosque de Solers.
Recuerda, cicatriz, el aire ardiente
de aquella tarde de agosto.
El resplandor ocre de los campos, la luz inclinada.
Recuerda la cara del niño
que subía por primera vez a su bicicleta nueva
con el ánimo de quien va a montar un caballo.
Recuerda, cicatriz, sus pensamientos de entonces,
sus emociones apenas contenidas.
Recuérdalo todo, mi querida cicatriz.
Es tu derecho, es tu deber,
pues, acaso, ¿no sois vosotras, cicatrices,
los senderos que mantienen unidas
las huidizas horas de la vida?

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14 de septiembre de 2017
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Profetas

Lo malo de ser una Casandra es que siempre llevas razón. Sobre el asunto catalán un puñado de casandras, a cuyo frente se encuentra el superhéroe Fernando Savater, hemos abrumado a los lectores de diarios advirtiendo una y otra vez en los últimos 10 años sobre lo que se avecinaba. Recibimos la rechifla de los socialistas listillos, el escarnio del fascio catalán, alguna agresión labriega, y, lo más chusco, la fuga de los políticos del Gobierno en cuanto alguna Casandra daba su opinión en un acto al que no había sido invitada. También, claro, el matonismo de los falangistas de Podemos, cariñosos peluches de cama de Puigdemont.

Sin embargo, para quienes conocíamos la región, era evidente que las profecías se iban a cumplir en cuanto se fundieran las células grises de los nacionalistas con estudios y cuenta corriente. Se fundieron pronto, pero los políticos españoles sólo dieron en pensar que la cosa emputecía cuando tomó el mando la comandancia de Gerona. Aquella provincia es un clon de Guipúzcoa y comparte con ella lo montaraz, la víscera y el arcaísmo. Es gente de religión y trabuco. Se sabe que una solución del incordio sería declarar la independencia de Gerona, a ver si así dejaban en paz al resto de los españoles. Antes sólo odiaban a los de Barcelona ("pixapins", en su elegante jerga), pero ahora han ampliado el negocio.

En su notable El roble de Goethe en Buchenwald, escribe José Luis Gómez Toré: "El nazismo proyecta la imagen de un pueblo que puede, y debe, esculpirse como un bloque de piedra. No importa lo dolorosos que puedan ser los martillazos del escultor". Ya se oyen incluso en Barcelona. Desde que el machaque viene de Gerona a Forcadell se le ha puesto cara de Arias Navarro. Algo debe de estar agonizando.

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13 de septiembre de 2017
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‘Irma’, la amarga

El Caribe, más allá de su promesa de felicidad, es un estado mental. Un dejarse ir que pospone la negrura de los días, capaz de empequeñecer la adversidad y de no dejarse sorprender por nada. Hace unos años coincidí con una campaña electoral en la República Dominicana y el eslogan de uno de los candidatos decía “Llega papá”. A mí me producía tanta risa como sonrojo, mientras que a los dominicanos, tan habituados a una mezcla de surrealismo y realismo mágico, los investía de bravura. Lo de menos era la palabra “papá”, lo de más, que del candidato, Hipólito Mejías, decían que era “un ignorante que nos quemaba el arroz”. Existe un Caribe de regusto colonial y melancólico que nada tiene que ver con sus aguas turquesa y las pulseras de “todo incluido”. La mecedora desvencijada en el porche, los borrachos de ron en la madrugada, las prostitutas haitianas con la memoria marcada en la piel y las brigadas de mosquitos jejenes, que sólo pican a los blancos. Durante una semana suele esperárseles como una bendición: aparecen tras la retirada de los huracanes y ciclones. Irma llegó muy amarga, y tuvo en vilo a millones de ciudadanos aunque la mayoría tenían poco que perder, tan acostumbrados a la cólera del cielo.
De los principales retos que hoy desafían al mundo, la escalada nuclear, el sectarismo y el cambio climático, este último es el más depredador, pero en cambio nos parecen más terroríficos los misiles de Kim Jong Un o la violencia salafista. Las graves amenazas que el cambio climático nos está planteando –de la desertización a las inundaciones derivadas del aumento del nivel de los mares, pasando por las olas de calor inhumano o la destrucción de ecosistemas– nos dejan resignados, y poco más. Y aunque los científicos advierten de que ninguna catástrofe natural debe vincularse directamente con él, los envites de la naturaleza salvaje casi se han cuadruplicado desde 1970. Sólo el año pasado, cerca de 25 millones de personas fueron desplazadas por desastres repentinos, tres veces más que los conflictos y la violencia. Y no son pocos quienes pronostican un drástico aumento. No sólo es ese Caribe nostálgico que permanece a oscuras, acentuando su contraste paradisiaco: Europa ha entrado en una era de fenómenos meteo­rológicos extremos que cuestan muy ­caros. Y aún no reconocemos sus alarmas, ni apenas tenemos conciencia de ello. Richard Hughes, en su novela Huracán en Jamaica (Alba), escribía: “El suelo había sido arrasado por ríos improvisados que mordían profundamente la roja tierra. Sólo se divisaba un ser viviente: una vaca que había perdido los dos cuernos”. La devastación es eso: cuando la naturaleza se desboca, el paisaje se convierte en pulpa y el ser humano en una colección de ­playmobils.
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13 de septiembre de 2017
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Una montaña de aserrín

Las dos primas hermanas que han logrado huir ocultas en una carreta del gueto de Varsovia, donde han quedado sus padres, corren a esconderse en el entrepiso del desván de la casa del poblado de Milanowek apenas les dan aviso de que la Gestapo está a las puertas, tras la denuncia de una vecina de que allí viven clandestinas unas niñas judías.

La dueña de la casa, tal como ha sido planeado, las hace entrar en el entrepiso del desván que queda encima de la sala, coloca de nuevo las tablas del entarimado, y luego hace uso de una pala para echar encima una pila de aserrín. 

Acostadas boca abajo en la más absoluta oscuridad, el aire escaso, pueden escuchar las voces violentas de los hombres que las buscan, los ruidos que provocan al revolverlo todo. La más pequeña termina por dormirse, y luego se orina, con lo que la mancha de humedad comienza a extender por el cielo raso. Si uno de ellos miraba hacia arriba, todo habría terminado.

El registro de la casa duró horas, y los nazis insistían en interrogar una y otra vez a la dueña de casa y a su hijo, que había llegado ya de la escuela. Ambos seguían negando. Nadie más que ellos, y el padre, un arquitecto que se hallaba en el trabajo, vivían allí. En un momento los policías encontraron la escalerilla que llevaba al desván, subieron, voltearon los trastos viejos, pero se desatendieron de la pequeña montaña de aserrín. La mayor de las niñas escuchaba ahora los pasos muy cerca de ella, mientras la primita seguía durmiendo.

Tardaron en irse, y al final anunciaron que volverían al día siguiente, ahora con perros. La señora temía sacarlas del encierro, no fueran a regresar de improviso. Hasta que el arquitecto retornó, horas después, la pareja subió a ver si no es que habían muerto asfixiadas.

No se trata de la escena de una película de nazis, de las que se han filmado tantas. Es parte de las memorias de Sarita Giberstein, contadas a su hija Yanina, publicadas recientemente bajo el título Una montaña de aserrín. La mayor de las dos niñas encerradas en el entrepiso es ella. La otra es su prima Shifra. 

Sarita nació en San José en 1934, hija de un matrimonio de judíos polacos formado por León Giberstein y Dora Kukielka, quienes emigraron a Costa Rica en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Se establecieron luego en Puerto Limón en la costa del Caribe, a cargo de administrar una tienda, pero el negocio no iba bien, y Dora convenció al marido de regresar. 

En 1937 estaban ya instalados en Varsovia. Se respiraba un perturbador aire antisemita, más denso ahora, aunque siempre había estado presente en sus vidas. Y en septiembre de 1939, comenzó el infierno. Sarita, que tenía entonces cinco años, recuerda los bombardeos de la aviación nazi. Un mes después, las tropas de Hitler entraron triunfalmente. Luego vendría el gueto, adonde ella y todos sus familiares fueron reconcentrados.

Conocí a Sarita, casada con el escritor Samuel Rovinski, cuando vivimos en Costa Rica, y al principio de nuestra amistad nunca imaginé que detrás de aquella mujer bella, alegre, talentosa y segura de sí misma, hubiera una historia semejante. Cuando lo supe, y quise indagar, respondía a mis preguntas con reticencia, como si careciera de importancia. Y ahora, por fin, nos lo cuenta sin alardes de heroísmo, con esa virtud de narrar lo extraordinario como ordinario, que es lo que hace la verdadera literatura.

Es una historia antigua, pero por desgracia no enterrada. Los neonazis, o simplemente nazis de nuestros tiempos, a quienes tendemos a ver como esperpentos de carnaval, disfrazados con sus botas altas, uniformes grises y cruces gamadas, o los encapuchados del Klu Klu Klan, que forman otra comparsa del mismo carnaval, andan hoy por el mundo proclamando la supremacía blanca y pregonando su cruzada purificadora no sólo contra los judíos, sino también contra los negros, los latinos, los emigrantes del cercano oriente. Contra todos los que son diferentes. Los otros.
 
El fanático supremacista blanco que se lanzó con su auto contra la multitud en Charlottesville no se diferencia en nada del otro fanático yihadista que arrolló a otra multitud en la Rambla de Barcelona. Es el mismo odio transformado en arma letal. El mismo odio que llevó a Sarita y a Shifra, aquellas dos niñas perseguidas por el espanto de la muerte, a esconderse debajo de una montaña de aserrín. 
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13 de septiembre de 2017
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09-02-2012

Se oyó toda la noche.
Aquel sonido nunca lo habíamos escuchado.
El viento abandonaba las nubes
para descender por las laderas de las montañas
y apoderarse, luego, de la soledad de los valles.
Por fin golpeaba las ciudades,
primero con furiosas avanzadillas
que se colaban por los huecos de las avenidas,
y después con el grueso del ejército
que todo lo arrasaba a su paso.
Nunca habíamos escuchado aquel sonido
que parecía proceder del centro del universo.
En medio de la noche, en plena tormenta,
penetró en nuestros corazones la sospecha
de que nos estaba azotando un viento sagrado:
tras su paso nada sería igual en el mundo.
En efecto, nada fue igual al amanecer
cuando, cesado el viento, la calma era absoluta.
Otra vida estaba allí, bajo el sol radiante.
Y ahora tenemos un miedo inmenso,
pues está a nuestro alcance una existencia
que antes permanecía recluida en el deseo

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13 de septiembre de 2017
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03-02-2012

El olvido
nunca es absoluto.
Antes o después,
con un vigor que nos asombra y desconcierta,
aflora lo subterráneo,
resucita lo muerto,
e incluso aquello que el terror destruyó,
con la negra promesa
de que no quedaría piedra sobre piedra,
cede el paso a un joven tallo
que los años esculpirán como venerable higuera.
Lo olvidado,
lo que ni siquiera sabíamos que existía,
golpea nuestra desmemoriada conciencia
para obligarnos a nacer de nuevo
entre mundos renacidos.
El fuego arrasa,
las cenizas procrean.

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12 de septiembre de 2017
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Un gran ‘monsieur’

No acabó el bachillerato porque no aspiraba a convertirse “en notario ni en médico”, pero acabó poseyendo una de las bibliotecas privadas más importantes de Francia. Del mismo modo, presidió la Ópera Nacional de París, aunque se hacía él mismo las fotocopias. Amante del arte y la literatura, ajeno a frivolidades, acabó dirigiendo la casa de moda que patronó la modernidad, la misma capaz de reunir a Marguerite Duras, François Mitterrand, Bernard-Henri Lévy, Françoise Sagan, Catherine Deneuve, Paloma Picasso o Loulou de la Falaise. Activista y filántropo de la lucha contra el sida y los derechos de los homosexuales, fue, por encima de todo, un espíritu libre que logró lo que muy pocos hombres con poder pueden permitirse: decir aquello que pensaba. Su muerte, la de un fin de raza, también significa la de una manera de entender la moda, alejada de la especulación y el consumo agonizante.
Humanista y provocador, amaba la controversia. Hacía gala de un espíritu hedonista y a la vez aleonado, muy francés, y eso incluye la perversidad de la inteligencia. Me cuenta Laurence Benaïm, biógrafa de Saint Laurent, que “para Pierre Bergé todo parecía siempre nuevo, y hacía mil cosas a la vez”. Conducir un helicóptero, cultivar su jardín, organizar una gira mundial con Nuréyev, vender las obras de arte que coleccionó con Yves… y, en los últimos años, dedicó toda la energía que le quedaba a fijar la memoria del gran creador. Hace seis meses, y con motivo de la apertura de los dos museos dedicados a Yves Saint Laurent, uno en París, el otro en Marrakech, a dos pasos de los míticos jardines Majorelle (que compraron juntos en 1980), concedió una entrevista a Fashion& Arts Magazine. “Nuestra unión era única –le confesaba al periodista Alberto Espinosa–, estuvimos cincuenta años juntos en lo personal y profesional, aunque hubiera otros… Pero no te voy a negar que el sexo fue uno de nuestros grandes puntos de unión”.
Recuerdo cómo clavaba los ojos cuando te miraba, movía las pupilas con velocidad; imponía hasta que sacaba su côté liberal. Asistí al trigésimo aniversario profesional del couturier en la Bastilla, en 1992, y al cuadragésimo en el Musée d’Arts Décoratifs, donde Bergé conversó con los periodistas junto a Anne Hidalgo. Afirmó que Chanel logró liberar a las mujeres, pero Saint Laurent les dio poder utilizando el vestuario masculino. Ya lo decía Duras: “Las mujeres a las que vistió salieron de los harenes y de los castillos para tomar las calles”. Y eso no hubiera sido posible sin su olfato ni su imperturbable equilibrio. Hasta que los grandes grupos multinacionales se apropiaron de buena parte de las firmas y la moda se convirtió en un negocio global.
Cuando abandonó a Saint Laurent, en los ochenta, dijo que era difícil convivir con un drogadicto. Aun así, siguieron amándose. Nunca estuvo en la sombra, pero supo adoptar esa pose tan griega, la del espectador curioso, aunque conociera de sobra todos los libretos.
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11 de septiembre de 2017
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‘Noble Vejez’

Hola a todos, los buenos y los malos. Me bastó una semana para percatarme de lo que perderemos con el Brexit. Vi la luz en el Royal Hospital Chelsea, soberbio monumento aún ignorado por el turismo de masas. Desde su fundación en 1682, levantaron el enorme conjunto sucesivamente y a lo largo de tres siglos, Wren, Nash y Soane, nada menos. En su origen estaba el pundonor de Carlos II tras saber que Luis XIV pensionaba a sus militares inválidos. Así que decidió dar cobijo a los viejos soldados ya inútiles para el combate. ¡Y qué cobijo! En la actualidad acoge a unos trescientos retirados de ambos géneros. Estuve hablando con uno de ellos en la deliciosa cafetería rodeada de jardines. Había ingresado apenas dos meses antes. Allí estaban sus amigos, aquella era su casa. ¡Un hogar de 27 hectáreas en una de las zonas más bellas (y caras) de Europa, en paralelo al Támesis y con parques, pistas de deporte, servicios de todo tipo y, por supuesto, habitaciones individuales amplias y luminosas!

Los domingos hay parada militar y los internos, con la famosa casaca roja, el tricornio y las condecoraciones, se reúnen ante la estatua del rey Carlos II. Allí, en el admirable patio dórico, pasan revista al ritmo del tambor mayor. Espectáculo emocionante porque algunos de los soldados son ya muy viejos y les cuesta dar el zapatazo de ordenanza a la posición de firmes. Luego se reúnen con familiares, amigos y curiosos que vestidos al modo dominical inglés les hacen compañía tras el oficio en la impresionante capilla iluminada por el gran fresco de Ricci. Yo pillé al coro cantando el introito de Thomas Tomkins, "Arise, o Lord, and have mercy of Sion!".
Un país que respeta de este modo a sus viejos soldados deberíamos tenerlo cerca, por si se nos pega algo.

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11 de septiembre de 2017
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Progres polacos

Pobres polacos los ‘progres' de ahora, sometidos a un gobierno ultra-reaccionario y ‘nacional-katólico', que trata de cercenar las libertades de un país cuyo arte fue, en muchos momentos del siglo XX, un paradigma de modernidad y arrojo, sin perder el aura espiritualista que impregna a menudo su cultura. Cuando sigue en cartel la película final del gran cineasta Andrzej Wajda, aquí llamada ‘Los últimos años del artista: Afterimage', el Museo Nacional Reina Sofía ha abierto (hasta finales de septiembre) una magnífica exposición conjunta de dos figuras centrales de la vanguardia centroeuropea, Katarzyna Kobro y Wladyslaw Strzeminski, siendo este el artista independiente y rebelde cuyos últimos años de lucha frente al dogmatismo estalinista recoge precisamente el film de Wajda.

 

Ya hace año y medio que el Reina Sofía nos descubrió a Andrzej Wróblewski, otro pintor polaco contemporáneo de los citados y autor de una vigorosa obra figurativa infiltrada de alusiones políticas. La centralidad de la figura de Wajda quedaba demostrada por el hecho de que también en esa inolvidable exposición (albergada en el Palacio de Velázquez del Retiro), figuraba el director de cine, que fue gran amigo de Wróblewski, inspirador a su vez de muchos motivos formales presentes en ‘Todo está en venta', otra de las películas más destacadas del cineasta. El desconocimiento previo de estos nombres en España (país que sin embargo dio a conocer pronto la obra literaria de genios como Schulz, Witkiewicz o el gran Gombrovich, y acogió con entusiasmo los montajes teatrales de Grotowski y Kantor), está siendo paliado, y en ese sentido es muy recomendable leer ‘Paralelismos vanguardistas hispano-polacos', el largo texto de Juan Manuel Bonet en el precioso catálogo de Kobro y Strzeminski  editado por el museo madrileño.

 
En ‘Los últimos días del artista: Afterimage', Wajda, después de un arranque deslumbrante en una pradera llena de aprendices por la que se desliza como un obús explosivo pero benigno el maestro Strzeminski, le muestra a este envuelto literalmente en su estudio por una gigantesca efigie de Stalin que los esbirros del nuevo gobierno comunista polaco despliegan en el edificio donde trabaja el pintor. Es muy elocuente ver la contraposición de esas dos esferas plásticas: el rimbombante mamotreto de lona que rinde culto a la personalidad del dictador soviético, y la pureza de formas del arte que hace Strzeminski y enseña en sus clases a los alumnos fervorosos que le siguen, pronto hostigados y perseguidos por la policía política como lo fue el pintor hasta su cruel y temprana muerte. En las salas del Reina Sofía el mundo presentado parece un sueño de libre creación no manchado por la pesadilla sectaria. El pintor y su esposa Katarzyna, extraordinaria escultora, se habían formado en Rusia, durante los primeros años de la Revolución, al lado de grandes maestros como Tatlin, El Lissitzky o Malevich; cuando en la propia Unión Soviética ese arte constructivista y no-objetivo se hizo sospechoso, la pareja polaca volvió a su país, donde, separados matrimonialmente, proseguirían una labor que acabó en el silencio y la temprana muerte. La utopía de las formas puras, elegantes sin frivolidad ni capricho, alcanza su altura más emocionante en la reconstrucción íntegra en Madrid de la ‘Sala Neoplástica' que ambos, antes de separarse, lograron reunir y exponer en un museo de Lodz, con obras propias y de artistas como Arp, Mondrian, Léger o Hélion. Ese museo, el Sztuki, mostrado, en una vibrante escena del film de Wajda, a los escolares de la segunda posguerra mundial mientras la hija de los dos artistas llora humillada, evoca las tensiones entre libertad y dogma que hoy vuelven a darse en Polonia.

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11 de septiembre de 2017
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Golpe de pelo

Cuando una mujer decide cortarse el pelo casi siempre quiere ganar algo, desde comodidad a rigor moral, o liberación. Aunque luego se arrepienta. Actúa en sentido contrario al eterno femenino, a la melena suelta que, según los etólogos, puede asumir un valor expresivo de accesibilidad y en su lugar manifiesta una sensación de control. No es de extrañar que Soraya Saénz de Santamaría haya mudado este verano el peinado y luzca un corte vigoroso que refuerza su potencia energética, o, mejor dicho, su autoridad. Nada que ver con su anterior media melena al viento, suavemente ondulada, de tía normal –que es lo que siempre ha querido aparentar–, la misma que lucía cuando anunció que se haría imprescindible en Catalunya. Han pasado seis meses, y Soraya ahora ha demostrado desprecio a Puigdemont y su patada a la luna, con una solemnidad teatralizada. Compareció sola, como suele ocurrir cada vez que acontece algo grave, marcando distancia y arrugando el labio hacia arriba como tan bien hace la gente de derechas,que parece nacida para pronunciar palabras como: “bochornoso” o “lamentable”.
 
A principios del milenio, una aún veinteañera Saénz de Santamaria, entonces abogada del estado en León, cogió un autobús para Madrid: “Creo que les dio la impresión de que aguantaba bien la presión y por eso me cogieron",contó. Tachada a menudo de no ser más que una tecnócrata, poco proclive a ideologizar mensajes, ​ha sido ​apodada por sus ​ enemigos peleros ​(​que de joven la apodaban “la hormiguita”​)​  "la killer", porque no le tiembla la mano en los pulsos. Ahora, el más conocido de todos los sobrenombres de la mujer con más poder en España es “la vicetodo”, algo rigurosamente cierto. Soraya no parece notar la presión, lo que entronca con la seguridad de quien se corta el pelo en verano, antes de acometer uno de los lances más delicados de su vida: desconectar la desconexión. Pero, ¿acaso el síndrome de Napoleón atañe solo a los varones? Las mujeres de pelo corto y baja estatura siempre han sabido mandar . Mi garganta profunda, a quien llamaremos la Marquesa de Rielis, opina que las de pelo corto son mujeres prácticas, que se ven mal con melena, y añade que Soraya se debía ver demasiado pesada, “porque tiene pelazo, pero le luce tosco”.
 
Estos día hemos padecido una sobredosis revival de otra mujer de pelo corto, Diana de Gales, cuya inseguridad, además de la moda ochentera, le llevaba a creparlo con auténtico desespero. A las inglesas vulnerables, el pelo siempre las ha ayudado a esconderse, lo hacían, con moño, desde Virginia Woolf a la pobre Amy Winehouse, y en cambio no lo necesitaban las excéntricas –y, algunas, pérfidas– hermanas Mitford, a quienes les bastaban sus cuatro ondas sobre los hombros y los hombres.
 
Diana hizo de su pelo toda una declaración de intenciones. Las reinas británicas han peinado voluminosos recogidos con adornos, mientras "la princesa del pueblo" quería ser ella misma, aunque no supiera bien quien era. Cuánto se habló y en cambio qué poco sabíamos de la bulímica Lady Di y su soledad romántica. Siempre pensamos que vivía un affaire con Dodi Al Fayed y al parecer solo se trataba de pasar un buen verano a cuerpo de rey, eso que hacen muchos VIPs que no quieren usar su tarjeta de crédito. Hasta que una medianoche te meten en un coche con un chófer borracho. Sus amigos aseguran que el verdadero amor de Lady Di fue el cirujano paquistaní Hasnat Khan. La historia del mundo está cosida por amantes mudos agarrados a un bisturí. Su nuera, a la que nunca conoció, y su hijo han celebrado de la mejor manera el veinte aniversario de su muerte: con un documental y un embarazo. Kate no se parece a ella. Responde al tipo de mujer que no conoce el Citalopram ni el Orfidal y que se levanta contenta, no en vano fue criada por unos padres que regentaban una empresa de fiestas de cumpleaños con castillos de cupcakes. Pero ahora le rinde su mayor homenaje: las críticas que le han llovido por osar quedar embarazada una tercera vez, rompiendo la traición impuesta por Isabel II hace ya 58 años, la de que sus hijos tuvieran tan solo dos criaturas. No hay nada aparentemente más inocuo y cruel que la palabra “tradición”. Samuel Johnson hizo caber los dos polos en una frase: “las cadenas del hábito son generalmente demasiado débiles para que las sintamos, hasta que se hacen demasiado fuertes para poder romperlas”. Pudiera haber escrito “cortarlas”. 
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11 de septiembre de 2017
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