Rafael Argullol
El anacoreta llegó a la isla deshabitada
-apenas un kilómetro cuadrado en medio del Egeo-,
y enseguida se puso a la tarea
de construir una pequeña ermita
en un promontorio de roca calcárea.
Rezaba, pescaba para alimentarse y construía.
Construía tanto como rezaba.
Tardó tres años en tener su ermita.
Y en un atardecer tempestuoso
el único rayo que cayó en la isla la quemó.
Reinició su labor.
Rezaba, pescaba, construía.
Como ya tenía experiencia
en dos años vio terminada la nueva ermita.
Y en una madrugada
un terremoto súbito la derribó.
Empezó de nuevo.
Pescaba y construía tanto como rezaba.
Al conocer muy bien su quehacer
en un año tuvo ultimada su obra.
Ahora mira al cielo y al mar
con una confianza ilimitada
pues está convencido de sus fuerzas:
si algo, otra vez, la destruye,
bastará un día, un sólo día,
para reconstruir su hermosa ermita.
Esa era la fe que buscaba al llegar a la isla,
y esa fe le ha sido concedida.