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Treinta y dos

Por 24 de septiembre de 2017 Sin comentarios

Jorge Volpi

En casa sólo estábamos mi padre y yo. Mi madre ya había salido a dejar a mi hermano a la secundaria y, sin imaginar la magnitud del desastre, al acabar el temblor lo dejó allí. Creo que apenas vimos caer algunos cuadros y un poco de yeso, pero, en cuanto salimos a la calle, vislumbramos el primer signo de la tragedia: la fumarola negra que ascendía desde los últimos pisos de la torre de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, en Eje Central y Xola. Sin televisión, celulares o redes sociales, hube de esperar a que mi padre volviese de su primer recorrido por las calles aledañas para atisbar la destrucción.

            Yo tenía 17 años y creo que al día siguiente, durante la réplica, atestigüé por primera vez el pánico en los ojos de una de nuestras vecinas del edificio de enfrente: tendría más o menos mi edad y no paraba de gritar, llorar y sollozar, aferrándose a sus padres luego de verse obligada a bajar las escaleras a toda prisa. Nuestra colonia, la Álamos, sufrió severos daños: al menos tres edificios en mi cuadra se vinieron abajo y muchos más en las inmediaciones. Desde esa mañana, mi padre se la pasó atendiendo a los heridos de la zona y a la postre recibió la Medalla 19 de Septiembre. Todos tuvimos noticias de muertes cercanas: uno de mis compañeros de salón, la madre de otro y la hermana de uno más. También entonces descubrí la solidaridad: ese respingo que lanzó a miles a colaborar en el rescate y la reconstrucción sin aguardar las instrucciones del gobierno.

            Porque, si algo prevaleció en aquellas semanas por parte de las autoridades, fue la parálisis y la opacidad. Al dolor se sumó una rápida e inusual indignación pública: Miguel de la Madrid se demoró inexplicablemente en recorrer las zonas de desastre mientras Televisa parecía más preocupada por confirmar la resistencia de los estadios para el Mundial que por la suerte de las víctimas. Monsiváis tenía razón: una sociedad que el PRI se había empeñado en mantener desarticulada desde el 68 se organizó de pronto.

            Más que ante el terremoto, el gobierno parecía aterrado ante la reacción de sus gobernados. Y con razón: a la rechifla sufrida por el presidente en el Estadio Azteca meses después -burdamente silenciada por Televisa-, le siguieron las marchas que acompañaron a Cárdenas en 1988 y, de ahí en adelante, cada jaloneo mediante el cual la "sociedad civil" consiguió arrancarle más derechos y representación a un sistema agonizante hasta su derrota final en el 2000. Vista así, la reconstrucción de la ciudad emprendida desde 1985 se convirtió en el origen de la construcción de ciudadanía que hemos experimentado desde entonces.

            Desafortunadamente, esta historia con tantos lados heroicos no es sólo una historia de éxito. El ánimo cívico que transformó a la capital y al país halló su culminación en la alternancia, pero se quedó corto en sus metas: los partidos pronto se adueñaron de nuestra incipiente democracia, al tiempo que los restos del autoritarismo revivieron en la guerra contra el narco -y sus extremos, como Ayotzinapa-, combinados con una corrupción endémica amparada en un sistema de justicia inoperante.

            32 años después del sismo del 85, a esa sociedad civil le queda aún mucho por lograr. No hemos concluido el recuento de los daños cuando ya proliferan iniciativas para limitar nuestra perversa partidocracia. Vale la pena combatir por ellas: insistir en la reducción de los presupuestos de los partidos y la comunicación social del gobierno para emplear esos recursos en la reconstrucción, con los ciudadanos supervisando directamente el proceso. (Distinto a permitir que los partidos usen esos recursos, lo cual alentaría una inducción del voto aún peor que la del Estado de México.)

            Es momento de arrasar los últimos cimientos del viejo régimen y reedificar, sobre ellos, una estructura social más equitativa y un sistema judicial y de rendición de cuentas en verdad transparente y efectivo. Una lección de 1985 debe quedarnos clara en 2017: la movilización solidaria es capaz de arrinconar a los políticos.

             

@jvolpi

             

 

 

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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