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Borges y Erice: dos Reyes tristes

“Cerrar los ojos” se presenta como un homenaje luctuoso al cine del pasado, pero sus fuentes son literarias, unas más explícitas que otras: Borges y Juan Marsé, Isak Dinesen pasada por Orson Welles  –en el escenario con disfraz chino del pueblo madrileño de Chinchón- y en particular el Oriente teatral de Von Sternberg, el de “The Shanghai Gesture” (en España llamada “El embrujo de Shanghái”). En una larga, reveladora y por momentos disputada entrevista que Carlos F. Heredero le hizo en el pasado número de Octubre de la revista Caimán a Erice, este responde que “The Shanghai Gesture supuso para mí una ficción cinematográfica primordial. Fue la primera vez en mi vida que descubrí Shanghái. Más viva que la real, aunque fuera una fantasmagoría […] Vista con los ojos de los narradores occidentales el Shanghái de los años veinte y treinta, en la época de las Concesiones, se convirtió en una especie de crisol de la ficción. Era el destino preferido por los aventureros del mundo entero, el lugar donde todas las historias podían suceder. La literatura y el cine han acudido a esta suerte de reclamo, dejando muy abundantes testimonios. Como espectador primero, después como cineasta, he sido sensible a esa tradición legendaria”. Y refiriéndose ya en concreto a “Cerrar los ojos” añade Erice: “En la niña Qiao Shu/Judith, el gesto de Shanghái  (su herencia oriental) convive con la canción sefardí (su herencia occidental)”.

Dentro de la lamentablemente accidentada carrera de proyectos frustrados y obras inconclusas de Víctor Erice, hay asimismo un precedente libresco, el del cuento de  Jorge Luis “La muerte y la brújula”, perteneciente a la colección de relatos “Artificios” fechada en 1944, un tiempo de extraordinaria creatividad del argentino, con, entre otras, las magistrales piezas de “Ficciones“ del rango de “La lotería en Babilonia” o “Pierre Menard, autor del Quijote”. Sabemos ahora que en 1990, por encargo del productor Andrés Vicente Gómez, Erice escribió un guion que adaptaba “La muerte y la brújula”, una narración corta que juega con el thriller en clave algebraica y judaica, dos registros que Borges gustaba de mezclar y en ocasiones llevar hasta el paroxismo y la comicidad. Aquel encargo del productor español no se filmó, pero quedó en la cabeza de Erice y allí creció, se bifurcó, extendiéndose a otras geografías y a otras tramas. Su reaparición en los 170 minutos de duración de “Cerrar los ojos” es un acontecimiento que, al menos para mí, marca un hito no ya en la filmografía del gran cineasta vasco, sino en la historia del cine español, constituyendo por lo demás un ejemplo de adaptación expandida  de un brevísimo texto semi-narrativo, del que el autor de “El sur” utiliza ciertas constantes o figuras, desechando otras y conservando el espíritu inspirador de la literatura de Borges.

La primera cita (o guiño) de este film sostenido en las dualidades es críptica, aunque claramente borgiana: en el jardín un tanto abandonado de la quinta a la que llega Julio Arenas (José Coronado), el famoso actor desaparecido en medio de un rodaje que nunca pudo terminarse al faltar él, su intérprete principal, hay estatuas clásicas, entre las que destaca la de un dios bifronte desnudo. Y escribe Borges en “La muerte y la brújula”: “Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-Le-Roy abundaba en inútiles geometrías y en repeticiones maniáticas: a una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba una sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la  quinta. Todo lo examinó […] Un resplandor le guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrott exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio […] infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos […] Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio,  una sola flor en una copa de porcelana […] En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad.”

El arranque cinematográfico, en un jardín similar que rodea una abigarrada mansión presidida por el ampuloso Mr. Levy (José María Pou), es muy enigmático pero de fascinante imaginería, y las palabras dichas por Levy/Pou marcan una de las dos líneas argumentales, a la vez que plantean otra de las más sugestivas peculiaridades de “Cerrar los ojos”, su construcción dialógica; se trata de una de las películas más habladas que yo recuerde en los últimos tiempos. Esa característica me llevó a pensar con una pizca de malicia, siguiendo el sabido espíritu burlón de Borges: Erice parte de un cuento con escasos diálogos, y se diría que el director, admirador evidente del escritor porteño, amplía y reverbera la verbalidad de partida, sin imitar la voz escrita de Borges, aunque sí respete su estructura binaria, dando a  Lönnnrot y Scharlach, los dos investigadores de “La muerte y la brújula”, el papel que Mr Levy y Miguel Garay (Manolo Solo) desempeñan en la película. Son a ese respecto memorables la letra y la interpretación de Manolo Solo dialogando con su amigo el cinéfilo Max Roca (Mario Pardo), y la conversación en la cafetería del Museo del Prado entre el mismo Garay  y Ana Arenas (Ana Torrent), la hija del actor desaparecido.

De modo natural el guion de Erice evita la sangre, copiosa en el cuento. Y en vez de una macabra sucesión de asesinatos, el director-coguionista ordena su relato fílmico sobre otras paridades de muy antigua raigambre narrativa pero aún plenamente vigentes: el encargo de una averiguación delicada, la insistente búsqueda de seres desvanecidos. Ese doble periplo tiene desarrollos muy bien delimitados y complementarios. El protagonista Miguel Garay pasa de la fantasía chinesca y un tanto rococó de la mansión Triste-Le-Roy al más prosaico y chillón escenario de la actualidad, el plató televisivo de un programa de chismes y “celebrities”. No es el único contraste violento de la película, que alterna el ya mencionado Museo del Prado con los depósitos destartalados del celuloide; la precariedad desastrada de la colonia andaluza de Marina Rincón y sus chabolas de hippies, que acaba conduciendo al investigador Garay a la residencia hospitalaria de las monjitas locuaces, un giro de argumento muy ocurrente que le da al film una veracidad nueva, casi costumbrista, apartada de los perfiles y ámbitos estravagantes con los que empieza y termina esta historia de deserciones y escapatorias. Palabrería y mutismo, dos antagonistas en una misma cuerda.

 La huida de Julio Arenas del rodaje de “La mirada del adiós”, que nunca se acabó, y su conversión en Gardel son el motivo central de las dos películas que vemos; la corta   -más justo sería decir la interrumpida o cercenada-   arranca y pone fin a “Cerrar los ojos”, que es la crónica extensa y verosímil de un misterio; ese misterio Erice nunca lo desvela en su integridad, aunque sí aclara dicho antagonismo, que también se puede leer como una contienda o desafío entre el cine de gestos y el cine de palabras; la antinomia de las latas de celuloide refugiadas en la cabina del modesto cine del pueblo granadino de Lecrín, donde aún se proyecta a la antigua, y el imperio de un tiempo por venir que ya ha llegado. Todo esto lo capta o lo descubre el escritor y cineasta Miguel Garay; él mismo lo ha sufrido y lo ha aceptado, pero sin los gestos de extrema renuncia de Julio Arenas, alguien que reclama lo que Baudelaire pedía como supremo derecho humano de los hombres, “le droit de s´en aller”, el derecho de irse sin dar explicaciones ni dejar huellas. Claro que Erice no elude la parte policiaca que su película también le debe a Borges; Arenas cumple el mandato como un buen detective, si bien en este caso las olas no devuelven a la orilla ni un cuerpo ni un delito.

  “Cerrar los ojos” tampoco pierde en ningún momento el aura de cuento gótico a la manera en que los escribía Isak Dinesen, y esa es la razón por la que he mencionado al comienzo de este artículo a la genial baronesa autora de “La historia inmortal”, relato orientalista que Orson Welles recreó sin moverse de Castilla la Mancha. Varias de sus escenas de Welles tienen la atmósfera de un cuento chino, y la opacidad de muchos  thrillers fílmicos.

No contaremos el final de “Cerrar los ojos”, que es un happy end mortuorio y abierto, interrogativo y elegiaco. La hija, es decir, Las Dos Hijas que un padre busca y otro padre esquiva, han sido huidizas, pero reaparecen. Una canción, un regreso, y un gesto piadoso para restañar heridas. Julio Arenas/Gardel es bifronte, como sus nombres indican; de hecho es el personaje que con sus caras gastadas y su débil entonación de tanguista susurrante anuncia un declive: la sustitución de un medio de expresión por otro. Las bobinas en la vieja máquina proyectora del cine de Lecrín hacen ruido, como una antigua voz humana rasposa. Esa voz del pasado se extinguirá cuando los espectadores locales desaparezcan, como la voz de Gardel se calla para siempre por cansancio, o por temor.

¿Huía Julio Arenas del cine del futuro?

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2 de febrero de 2024
Foto de Bernat Reher
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Salir de la escoria cuando todavía se está a tiempo

El costumbrismo en los artefactos artísticos y culturales siempre es arriesgado. A veces consigue una celebración de lo cotidiano, haciendo extraordinario lo más simple. Pero también puede suceder que se rescate de lo ordinario la anécdota que no alcanza ningún significado ni eco. No siempre es gratificante ver convertidos en parábola los sucesos con los que toca lidiar diariamente. La burocracia y los intereses creados que rodean la política de una ciudad en la vida real pueden asquear a cualquiera. Sin embargo, la dramaturga Lluïsa Cunillé (Badalona, 1961), para su creación más reciente, Al contrari! –el texto lo ha publicado la editorial Arola Editors–, ha escogido como protagonistas a la directora de un teatro municipal y a su hermana, la alcaldesa. No es ninguna sorpresa que esta autora configure una atmósfera inquietante y confusa. Incluso legendaria. Es uno de los nombres más destacados de la dramaturgia catalana y española. Formada inicialmente en los talleres de Sanchis Sinisterra, ha sido reconocida con, entre otros, el Premio Ciudad de Barcelona, el Max, el Nacional de Teatro de la Generalitat de Catalunya y el Nacional de Literatura Dramática del Ministerio de Cultura. También es muy prolífica. A finales de 2023, el teatro barcelonés La Gleva acogió la representación del igualmente desconcertante El gos, dirigido por Albert Arribas.

En el montaje teatral de Al contrari!, estrenado en la sala Atrium de Barcelona el pasado mes de enero, dirigido asimismo por Arribas y genialmente interpretado por Antònia Jaume y Berta Giraut, se ha exagerado el vestuario en un espacio escénico mínimo –inteligentemente simbólico– y el histrionismo de los personajes, que adoptan diferentes acentos para llevarnos a cualquier lugar del país o del planeta. Si en el texto la realidad más próxima deviene misteriosa, en la puesta en escena es mucho más grotesca que onírica.

La decadencia del teatro municipal es la decadencia de su directora, que ha sido incapaz de conservar la que probablemente era su última oportunidad –enturbiada por el nepotismo– de hacer algo meritorio en la vida. Evocando el lugar común beckettiano, nadie puede decir que su estrepitoso fracaso no sea el mejor de los aciertos. Con la directora se constata que casi siempre es imposible mantener un ideal aunque la lógica del deseo y la reivindicación de la belleza se conjuren en aras de lo verdadero. Una de las preguntas con diferentes niveles de lectura es si la población de verdad quiere saber la verdad.

El fracaso de la directora es el de haberse entregado a esa verdad que es la vocación. Por eso advierte a la joven que llega a visitarla –pero que también podría suplantarla– que, si se atiende al propio talento, entonces no queda más remedio que doblegarse al destino que éste impone, cargado de sacrificios; si se opta por ignorarlo, siempre es posible dejarse arrastrar por el primero que pase, despreocupadamente. Contra el fatalismo de morir bajo las ruinas de un teatro que parece no importarle a nadie, otro personaje, el ex-marido de la directora, le aconseja que salga de la escoria mientras esté a tiempo.

No parece tan fácil deshacerse de la basura, sea ésta la gestión de unas ruinas, la política municipal o la insatisfacción de una carrera profesional o artística truncada. Cunillé nos muestra personajes decididos a llegar a su destino aun a sabiendas del silencio y la oscuridad que les esperan. La vida verdadera está en el movimiento continuo, en los actos que se suceden hasta llegar a alguna escena en que parece que todo lo acontecido encaja. Hasta el punto de arrancar la risa, el llanto y/o el aplauso.

El teatro es una buena arma de defensa para manipular a los gnomos que de pronto aparecen en la mente y en el corazón. Lo dice el propio Henrik Ibsen, quien hace acto de presencia en la obra de Cunillé. No le parece una buena idea que le dediquen estatuas en vida. Una estatua y un gnomo de jardín también pueden ser fantasmas, de esos que sólo se controlan convirtiéndolos en personajes de teatro para conseguir dormir bien. A la desahuciada directora del teatro municipal le cuesta distinguir la realidad de la ficción. Tal vez por aquello de que su verdad no coincide con la de la mayoria. Una mujer enloquecida, aunque es difícil saber desde cuándo. Entre sus renuncias, también se encuentra la maternidad. La soledad buscada de quien se somete a su vocación o talento, con el tiempo, se transforma en la soledad insalvable de quien ha negado la compañía de cualquiera que pudiera robarle algo de tiempo. Dice Ibsen aquí que los amigos son caros, no por lo que se hace por ellos, sino por lo que se deja de hacer por ellos. Gnomos de jardín, estatuas, amantes, hijos, amigos… al final, sentados a un banco al atardecer, todo son sombras. Una enorme y nebulosa tela de araña de sombras. Salir de la escoria mientras se esté a tiempo.

La solución no parece encontrarse en los viajes ni en espacios nuevos; lo más recomendable, como sugiere la mujer joven, es reconquistar un espacio y cambiar los cristales de todas las ventanas para que no quede ni un ápice del vaho de los que allí respiraron. Vivir es un arte y no se debe confundir nunca el vaho con la luz: es otra cita de la joven imaginada por Cunillé, que a veces hace de periodista y cree en la verdad, y muchas otras veces miente.

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1 de febrero de 2024

'Vivir bien es la mejor venganza' de Calvin Tomkins. Alpha Decay 2023.

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La irreal vida de los Murphy: ecos de un mundo perdido

 

La trama de Suave es la noche, cuarta y última novela de Francis Scott Fitzgerald, se desarrolla en la Riviera francesa, "lugar de veraneo de gente distinguida y de buen tono". Una escenografía mediterránea, sensual y luminosa, para la historia de un matrimonio formado por un prometedor psiquiatra y una de sus pacientes, que es la de su progresiva caída en el abismo. Los Fitzgerald frecuentaron los círculos de expatriados americanos de la década de 1920 tanto en ese paraíso terrenal exclusivo como en París. "Hay mucho de su propia vida [de la de Scott Fitzgerald] en este atormentado retrato de la opulencia destructiva y el idealismo malogrado", dijo Zelda.

En cualquier caso, él tenía una teoría opuesta a la de Hemingway para quien "son necesarias media docena de personas a fin de conseguir una síntesis capaz de crear un personaje". A él le bastó con observar a sus compatriotas Gerald y Sara Murphy, un culto y bien avenido matrimonio ("maestros en el arte de vivir") que ejercieron de anfitriones en Francia de artistas e intelectuales llegados de todas partes. A la admiración de Scott Fitzgerald, ellos respondieron con una amistad desinteresada, acompañándolo "durante las turbulencias de sus últimos años".

Detalles de aquellos días compartidos en Francia se cuelan en la novela y, si los Murphy no se sintieron reflejados en los protagonistas (les dio a leer antes el manuscrito), fue porque el autor quiso revivirlos con otros nombres y profesiones. En una carta le confesó a Sara Murphy: "Intenté evocar el efecto que produces en los hombres -los ecos y las reverberaciones-, (...) y sin embargo se trata más del sincero intento de un artista por preservar un fragmento de verdad que de un retrato a lo John Singer Sargent".

Y he aquí que en los años sesenta, Calvin Tomkins (City of Orange, Estados Unidos, 1925), flamante colaborador de The New Yorker, se mudó cerca del Puente de George Washington y descubrió que sus vecinos eran los Murphy: "En la escritura, como en otros cometidos, tener suerte ayuda", confiesa en el prólogo. Porque de sus vidas extrajo un perfil para la revista que luego expandió en formato libro. La historia de los Murphy recuerda a la de otros estadounidenses de clase alta que emigraron a Europa por no sentirse cómodos con las convenciones de su país natal.

Su vida era más ordenada que la de los Fitzgerald -no por eso convencional-, gracias en parte al colchón económico familiar. Pero Vivir bien es la mejor venganza, al entrelazarse con el vínculo con los Fitzgerald, adquiere una dimensión crepuscular. "Ahora sé que lo que cuentas en Suave es la noche es real -le escribió a Francis Gerald, atravesado por el dolor de la pérdida de un hijo-. Sólo la parte inventada de nuestras vidas (la parte irreal) tiene cierto sentido, cierta belleza".

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29 de enero de 2024
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La disputa sobre la singularidad humana: frontera borrosa entre lo cultural y lo genético

 

Lo cultural sería en suma todo aquello que, conveniente para el individuo, no constituye mera actualización de factores genéticos. Una araña no necesita aprendizaje cultural para tejer su tela, pues esta función vendría determinada automáticamente por la naturaleza genética del insecto. En el extremo opuesto, la rata inducida por sus predecesores a evitar el cebo envenenado, que cabe catalogar como “expansión no genética de costumbres e información”.  Entre ambos extremos cabría evocar el caso de los mayores aprendiendo a un niño a andar, que constituye por así decirlo en ayudar a lo que la genética ha deparado.

Es obvio que nadie puede acceder a aquello para lo cual no está capacitado, por ello la barrera entre lo cultural y lo genético es borrosa.  Si cambiamos de especie animal, entonces la dotación genética es distinta, y en consecuencia será distinta también la capacidad de aprendizaje cultural.  Por ello el interés del investigador, etólogo para el caso, consiste en no confundir, en no hacer tabla rasa de la pluralidad de dotaciones que configuran la auténtica riqueza del mundo animal. Todo ello en oposición a la vieja ortodoxia behaviorista que consideraba a los animales como intercambiables en el aprendizaje, limitados a reaccionar en función de estímulos, en una suerte de parodia del animal machine de Descartes. Ya he señalado que los behavioristas excluyen al ser humano de tal explicación, con lo cual, de alguna manera, renuncian a la unidad de su teoría originaria.

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25 de enero de 2024

Taurus, 2024

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El Fausto real

 

El ensayo ‘Por qué Schoenberg’ muestra la vida del compositor austriaco, cuya música nunca fue bien recibida por el público, aunque sí por los profesionales

Han pasado ciento cincuenta años desde que nació y más de cincuenta de su muerte. Sin embargo, el problema de su música sigue casi intacto, lo que supone un caso único. Un reciente ensayo de Harvey Sachs, publicado en España con el título de Por qué Schoenberg (Taurus), traiciona un poco el original, Why He Matters?, o sea, ¿por qué es importante, por qué es relevante Schoenberg? Y ese es el caso, la música del austriaco nunca ha sido bien recibida por el público, aunque sí (y mucho) por los profesionales. Sachs trata de entender esta extraña paradoja, la de que uno de los más relevantes músicos del siglo XX no sea del agrado del público en general.

La vida de Schoenberg fue una lucha constante y agotadora por imponer su criterio contra todo el mundo, menos un puñado de discípulos. Fue la típica vida tardo romántica del artista de vanguardia en tanto que mártir. Tenía un carácter irascible, impetuoso, neurótico, pero también gran humanidad y piedad hacia los desvalidos. Aunque lo supremo fue la convicción de que su aportación a la historia de la música era trascendental y superior a la de Bach o Wagner.

Su biografía musical está claramente divida en dos partes. Por un lado, el Schoenberg tardo romántico, cuyas obras serían, no sólo aceptadas sino incluso reclamadas por el público, así los Gurrelieder y la Noche Transfigurada, que, todavía hoy, son sus obras más ejecutadas. Y por otro, el segundo Schoenberg, el que urde un nuevo tratado de armonía, pronto llamado “dodecafónico” o también “serial”, aunque él no se decidiera por ningún marchamo. Así como el primero aún hoy recibe la atención de los programadores, aunque sea de tarde en tarde, el segundo es en verdad infrecuente que suba a los escenarios.

Lo más curioso es que este segundo Schoenberg había cumplido ya los cincuenta años, pues se considera que la primera composición en verdad dodecafónica fue la quinta de sus Cinco piezas para piano Op. 23, y data de 1923. A partir de este momento la obra propiamente ortodoxa, según su concepción armónica, es muy raro que sea elegida por los programadores. Con una excepción rotunda y apoteósica, su ópera Moses und Aron, que nunca concluyó y se interpreta tal cual quedó, a falta del movimiento final.

Como judío prominente en la Viena y el Berlín del nazismo, hubo de exilarse en 1934, primero a Nueva York y finalmente a California, donde viviría el resto de su vida hasta 1951, con su mujer y sus hijos. En los EE UU tuvo mejor acogida que en Europa, aunque no puede decirse que ocupara un lugar eminente. Aquellos terribles años de guerra lograron que algunos americanos acogieran con generosidad a quienes huían del genocidio.

Fue en ese periodo cuando tuvo un tropiezo fascinante con Thomas Mann. El novelista, también exiliado, buscaba una expresión musical para su personaje de la novela Doktor Faustus, en la cual un músico vende su alma al demonio (Fausto) a cambio de la inmortalidad artística. El modelo que siguió fue Gustav Mahler, y desde luego la tremenda sinfonía que expone Mann hacia el final del libro es muy semejante a la Octava del vienés. Pero le faltaba una justificación teórica que hiciera demoníaco al personaje. Fue el filósofo T. W. Adorno quien le sugirió (y luego le expuso) el dodecafonismo de Schoenberg. Así lo acogió Mann con una maestría narrativa superlativa, pero cuando lo leyó Schoenberg montó en cólera. La ira del músico era fabulosa y esta vez fue extrema. Con buen criterio, Mann añadió una nota, a partir de la segunda edición, mencionando a Schoenberg como el padre de la teoría. El músico luego justificaba su explosión porque el personaje de Mann era sifilítico, lo que le ponía en mal lugar.

El libro de Sachs es excelente, aunque sigue sin aclarar por qué, hacia los años cincuenta del siglo XX, las artes emprendieron una deriva en busca de una pureza formal solipsista que alejó a la población de sus mejores artistas. El resultado, un siglo más tarde, es la laboriosa y a veces inútil recuperación de un periodo aún misterioso de la historia del arte que sólo parecen apreciar los profesionales.

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23 de enero de 2024
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Parecidos

Una de mis profesiones mejor remuneradas es la de buscador de parecidos. Ahora, por mi alta edad, he reducido el volumen de trabajo, pero eso no significa que desprecie las ofertas cuando resultan suculentas y el contratante es, por ejemplo, una de las más secretas agencias de inteligencia. He de mantenerme pues en forma, por lo que siempre que se tercie procuro practicar, como por ejemplo el otro día a raíz de la proyección en la televisión pública de la película El exorcista, una cinta de 1973, dirigida por William Friedkin, con guion del novelista William Peter Blatty, educado en los Jesuitas, en la que se lleva a cabo un exorcismo, una ceremonia encaminada a expulsar el demonio de un cuerpo humano vivo, en este caso el cuerpo de una adolescente.

No me resultó difícil encontrar parecidos; tres en concreto. El primero entre Regan MacNeil, la niña poseída [Linda Blair], y Orosia Mengo, mi churrera de tallos, porras, tejeringos y demás frutas de sartén. El segundo, entre Chris MacNeil, madre de Regan MacNeil [Ellen Burstyn], y Blanca Cepo, mi profesora de billar francés o billar de carambolas. Y el tercero, entre el Padre Damien Karras, el cura amigo de la familia [Jason Miller], y Juan Manuel Molina Damiani, del que ahora doy razón mediante la copia del texto que escribí el 21 de junio de 2012.

“Cogí el AVE en Zaragoza, el que sale a las 11:43 y llega a Madrid a las 13:10. Mi asiento era el 13D, lo que supone ventanilla, pero tuve suerte, el 13C quedó vacío y así pude cambiarme apartándome del sol que, pese a la persiana, pegaba con fuerza. El asiento 12B estaba ocupado por una mujer catalana (el tren tenía su origen en Barcelona), de unos 45 años, que no dejó de hablar ni un solo instante con la que ocupaba el asiento 12C por lo que, al quedar el pasillo en medio, permaneció sentada de lado durante todo el viaje, de cara a su interlocutora, que no volvió siquiera la cabeza. Eran psicólogas y preparaban su intervención en un simposio. La tenía pues justo enfrente y, aunque intenté no fijarme en ella, había algo que me intrigaba y que, pese a la desagradable palabrería, hizo que le fuera prestando cada vez más atención. De golpe me di cuenta. Era su parecido, su enorme parecido con una persona a la que había visto hacía poco; me refiero a mi amigo el escritor y profesor jienense Juan Manuel Molina Damiani. Quedé ofuscado, tan grande era su semejanza y, ella, creyendo que mi interés era de otro tipo, comenzó a ensayar unas maniobras de pavoneo francamente deplorables. Se levantó un par de veces recorriendo el pasillo con toscos contoneos y, al sentarse, abrió y cerró los ojos con lentitud hasta fijarlos en los míos. Pero, pese a los coqueteos y aspavientos que, lógicamente, nunca se habrían dado en Molina Damiani, su similitud me parecía cada vez más evidente. Repasé qué sabía de la familia de mi amigo y concluí que no tenía hermanas, siendo por otra parte imposible que la psicóloga fuera una hija espuria o su señora madre. Decidí no darle más importancia y me dediqué a leer un folleto sobre el vino de Cariñena pero, a los pocos minutos, la oí toser con fuerza, con esa forma característica de los grandes fumadores. La miré y vi ante mí a Juan Manuel con pechos, hablando en catalán y con la falda subida hasta mostrar generosamente los muslos. No pude más. Cogí el móvil. Busqué su número en la agenda. Constaba como Damiani. Y marqué. Fue muy rápido. En seguida empezó a sonar. Rebuscó nerviosa en el bolso. Agarró con fuerza el móvil. Pulsó la tecla. Y yo colgué.”

La relectura de este texto, palmaria descripción de aquel suceso ocurrido en el AVE, me ha producido desasosiego. Que un mismo individuo genere dos semejanzas tan dispares, Padre Karras y psicóloga catalana, cuestiona la fiabilidad del procedimiento, advierte de la fragilidad de los patrones que empleo, inútiles a la hora de fijar un parecido fiable, exacto, plausible si he de venderlo a mi exigente clientela.

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20 de enero de 2024
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El incendiario (2)

Dejamos el artículo anterior en el momento en el que Rimbaud concluía y publicaba por sí mismo Una temporada en el infierno. ¿Se trata de un texto tan críptico como parece? Sí y no. Los más evidente y también más revolucionario es el hecho de que en él Rimbaud introduce la discontinuidad y rompe las leyes de la narración. Ya lo sugiere en el preludio cuando, al referirse al diablo, dice que a Satanás le gusta “la ausencia de facultades descriptivas o instructivas”. Y la descripción exige continuidad, como lo exige la instrucción.

Asumiendo que se trata de una “narración” discontinua (que va a tener una importancia capital en toda la poesía y narrativa posteriores) podemos ver muchas luces en esa presunta oscuridad y detectar cómo van apareciendo, a saltos más que a pasos, los principios básicos en los que Rimbaud basa su vida así como la destrucción de los tópicos patrióticos sobre la raza. Más adelante nos informará de su condición de hombre sin familia y sin linaje, nos mentará la muerte de Dios, evocará su infancia y su juventud, manifestará sus deseos de huir de Europa, y confesará el amor que lo ató a Verlaine, y donde Rimbaud se presenta a sí mismo como una virgen loca, eligiendo el papel femenino dentro de la diabólica pareja que formaron bajo la niebla de Londres y sus invisibles estrellas.

Todo el conjunto, contenido en una estructura discontinua, resbaladiza y cortante, convierte Una temporada en el infierno en un libro que estalla en las manos de cada lector, como algo que cae del cielo sin que uno lo pueda evitar, como una iluminación repentina. Dicho de forma aún más clara: como una radiación. Al mismo tiempo no deja de ser un autorretrato en el que Rimbaud mezcla sus odios, sus temores, sus deseos, su proyectos, sus ideas, sus supersticiones (pocas), su vida, su muerte.

Tras la escritura de la Temporada, volvió a ver a Verlaine cuando éste salió de la cárcel, en la que había sido ingresado por haber intentado matar a su amadísimo Arthur. Al parecer se vieron en Alemania, y hablaron durante unas horas de forma bastante amistosa, sabiendo que ya no volverían a volverse a ver, como en realidad ocurrió.

Nadie ignora que Rimbaud acabó fugándose al desierto, donde no hay maestros, nadie ignora que acabó convirtiéndose en contrabandista de armas. Dicho de otra manera: fue desapareciendo en el abismo de su propio ser, extraviado en un mundo que no tenía nada que ver con la literatura.

En sus andanzas por África se compró una cámara fotográfica, e hizo junto a su amante y criado algunas fotografías de pésima calidad. Se ve que el arte ya no le importaba ni siquiera un poco.

Como para muchos otros europeos de la misma época, ese exilio, más parecido al de un forajido que al de un mercader, arruinó su salud. Pronto empezaron a flaquear sus piernas, que literalmente se le pudrían. Ah, cruel ironía de la muerte y de la vida: él que era un andarín, puro nervio y puro movimiento, enseguida empezó a sufrir la traición de las piernas. Cuentan que por las noches maldecía a gritos su destino y que más de una vez ordenó a su criado que acabase con su dolor mientras le tendía un machete. Muy juiciosamente, su mancebo abisinio nunca obedeció.

La ironía se torna aún más trágica cuando vemos a Rimbaud, derrotado y desquiciado, refugiarse en la casa de su madre con una de sus piernas a punto de ser amputada. Acabó cayendo en el mismo abismo que Nietzsche: la casa materna. En uno de sus mejores poemas, Lezama Lima decía que “deseoso es el que huye de la madre”; y al huir de sus madres como huyeron en algún momento Nietzsche y Rimbaud demostraron ser puro deseo. Por eso resulta tan doloroso verlos al final caer en la primera y la última tentación: la madre.

Se trata de un hecho casi indigerible, que pone en cuestionamiento todo lo que escribieron, y que a la vez lo ilumina de una extraña manera, pues es un regreso a la oscuridad del útero, un retorno al antes del tiempo, un deslizamiento a esa dimensión que precedió a nuestra conciencia de ser y a nuestra respiración.

Cabe pensar que Rimbaud ya estaba muerto cuando regresó a la casa materna, donde murió por segunda vez.

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19 de enero de 2024
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Mujeres que no sonríen

 

Me sorprendí al oír las palabras de Bertín Osborne asegurando, tras dejar embarazada a “una amiga especial”, que el bebé en camino no era “deseado ni buscado”. Hay frases que dejan una mancha indeleble de por vida. Por eso existen parejas que, a fin de anunciar un embarazo que no estaba dentro de sus planes, aluden al “accidente” con una sonrisa picarona. La declaración del famoso presentador produjo una colosal excitación en el mundo del cotilleo, cuyos cofrades trataron inmediatamente a la recién preñada de lagarta. Reproducían el esquema clásico del ingenuo cazado por una aventurera sin escrúpulos. Y tanto cargaron las tintas que el reciente padre, un hombre ultraconservador y antifeminista, salió a defenderla y, de paso, a defenderse a sí mismo: “Tengo mucho mundo y no me dejo engatusar fácilmente”, vino a decir.

Las relaciones entendidas como trampa son un asunto antiguo, y ya los griegos nos alertaron de que el deseo puede derivar en martirio. A lo largo de la historia, el mundo se ha llenado de hijos no deseados cuyos progenitores perpetúan diversos estereotipos, siendo el más común el del hombre mayor, rico o famoso, y la mujer joven para quien la descendencia es una especie de seguro de vida. En los últimos años mucho se ha avanzando en la nueva reformulación de las políticas del deseo en busca de una ética igualitaria, pese al grado de utopía que eso implica, pues a veces no sabemos exactamente qué deseamos. Sin embargo, aún existen aquellos que no aceptan la emancipación intelectual de las mujeres.

En 1991 Susan Faludi publicó Backlash, titulado en nuestro país Reacción. La guerra no declarada contra la mujer moderna. He citado varias veces el libro porque me impactó la idea de que, tras aquellas working girls que pisaban Wall Street con deportivas y pintalabios, una ola conservadora cuestionaba la felicidad femenina. Y presentaba el matrimonio como un bazar de oportunidades en el que había que apresurarse a fin de elegir bien entre las escasas existencias. Aseguraba Faludi que en los EE.UU. de los noventa, una mujer de cuarenta años tenía, según la estadística, más probabilidades de sufrir un ataque terrorista que de casarse. Para muchas, en cambio, la pareja nunca fue un botín y quisieron despojarla de cualquier atisbo de materialismo, invocando el sabio flujo del amor en lugar de la manutención. Pero tuvieron que regresar irremediablemente a los parámetros del capitalismo al verse obligadas a doblar sus jornadas o abandonar el trabajo al tener un segundo hijo.

Su cuestionamiento como madres acostumbró a ser implacable; no así el de sus parejas en tanto que padres. Y si no, ahí está otra confesión pública de Osborne poco después del nacimiento de su séptimo retoño a la que también merece la pena prestar atención: “He decidido que no voy a ser padre, no quiero ejercer de padre. Si se confirma que es mío, ayudaré”. Pero son las malas madres quienes conforman un amplio colectivo que carga aún con una pesada losa de culpa y perplejidad.

La deconstrucción de infinidad de clichés culturales que han penalizado a las mujeres durante siglos provoca una fuerte resistencia. Y una nueva ola retrógrada pretende pararles los pies no solo a las listas y lagartas, también a las mujeres que se salen con la suya (incluidos “los chiringuitos” que las protegen, dicen). Ahora, se olvidan de las que no son complacientes, de las vigilantes y las solidarias, de las que no hablan melosas e impiden el avance de quienes zarandean sus derechos. De las que no sonríen.

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19 de enero de 2024
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Recuerdos de un viaje a la vieja Irlanda

 

Poco antes de ser recluido por orden del juez, en el manicomio en donde pasó los últimos años de su vida, Antonin Artaud, el dramaturgo, poeta y profeta de la infernal revelación, viajó a Irlanda y se presentó ante san Patricio. El santo patrón de la verde Irlanda, ni corto ni perezoso, bajó de la hornacina y le partió la crisma con su báculo dorado. No es de extrañar que al venerable Patricio le pareciera horrenda la mística de la crueldad puesta en escena por el teatro de Artaud. Empeñado en remover, confundir y herir al espectador, dispuesto a despertar sus fuerzas dormidas, sus temibles pesadillas, ¡sus demonios familiares!, con su apóstrofe del hombre enfermo, del hombre hechizado, con la brujería que deseaba conjurar y al mismo tiempo curar, alentaba la descarnada aniquilación del yo, de la razón, del embuste artístico, de la patraña cultural. Artaud, peregrino y mendicante, no consiguió del santo irlandés las indulgencias plenarias que esperaba recibir.

En las tabernas irlandesas que conocí —afortunadamente a salvo del interiorismo que ha trastornado a medio mundo con la adulteración de los falsos decorados—, pisando las colillas arrojadas al suelo, con el aire perfumado por el tabaco de los fumadores empedernidos, se encontraban los amigos y vecinos para beber, charlar y hacer música. Sin el estorbo de los intrusos, resultaba alentador ver a los músicos impertérritos, que no actúan, no representan ningún papel, ni esperan oír sonar el molesto aplauso de los extraños. En aquel tiempo, en aquel lugar, no existía eso que hoy todos quieren aglutinar, no había ni rastro ni huella del público ocioso, aburrido y desesperado. Las piezas se cantaban con las voces melancólicas de un ritual evocador, una liturgia coreada por la nostalgia, entonada por la ensoñación de los muertos, los muertos encantados por la melodía de los siglos.

En alguna de las paredes deslucidas y desconchadas de las tabernas uno llega a ver a través de la penumbra la rancia orla de las letras irlandesas. El rostro solemne y adusto de los venerables escritores del país. El imperturbable retrato, la mayestática arrogancia de los escritores sagrados. Una figura que se ha ido depositando en la imaginación con el aura legendaria de los poetas fermentados por la tierra y el tiempo.

Jonathan Swift, Oscar Wilde, George B. Shaw, William B. Yeats, James Joyce, Samuel Beckett… —en aquella remota época Iris Murdoch estaba vivita y coleando y nadie parecía dispuesto a matarla a cambio de colgar su retrato en el insólito panteón—. En ningún otro lugar de Europa se rinde culto popular a los escritores que han sacramentado el arte literario, escriturado el legado del alma, atrapado el espíritu que aletea sobre el camposanto de los libros. Es la piedad que intriga al recién llegado, pasmado ante el retablo, ante el rostro inmortal de los bardos ensalzados en la taberna irlandesa.

La virtud nutritiva de la cerveza, la Guinness, que sirven como si fuera un bistec licuado, permite al viajero pernoctar, embriagarse y pasar desapercibido entre los resistentes bebedores del país celta. Incapaz de entender el valor y el fraccionamiento de las monedas de uso legal —antes del desembarco del euro—, el transeúnte las ordena sobre la mesa como en las casillas de un tablero de ajedrez. La pieza de medio centavo lleva acuñada la figura de una cerda. La de tres peniques, una liebre. La de un chelín, un buey. La de seis peniques, un perro lobo irlandés. La de veinte peniques, un caballo, y la de una libra, un ciervo de regias astas. El bestiario de la mitología irlandesa grabada en las monedas lleva en su reverso el sello de su tradición poética y druídica, el arpa. Un símbolo muy pertinente en este país de cantores tabernarios. La calderilla que el asalariado lleva en el bolsillo evoca el relato de las viejas narraciones orales y el cántico consagrado por la música popular. No habrá soporte más duradero pasando de una mano a otra, ni imagen que vaya a verificarse tantas veces a lo largo del día. Cuando el tacaño o el pobre cuenta sus monedas puede al mismo tiempo recitar la odisea de Cú Chulainn, el perro que andaba tras los ciervos, los cerdos y las liebres de la epopeya nacional.

La desvaída expresión de los bardos venerados en la cantina irlandesa, afectada por la humedad, los hongos y el polvo, sostiene pese a las inclemencias del tiempo la gloriosa majestad de sus libros. De hecho, el viajero, hipnotizado por la inspiración católica y el murmullo pagano de los feligreses, espiritado por los destilados vapores del agua de vida, rememora las proezas de los viejos poetas y remeda la euforia de los antros tabernarios.

Si por casualidad al pasajero le tentara seguir los pasos de Artaud y se atreviera a visitar al deán de la catedral de San Patricio, le convendrá ir con cuidado. Quién sabe lo que es capaz de hacer Jonathan Swift. Si san Patricio puede romperte la espalda de un solo garrotazo, no te digo lo que hará el feroz satírico irlandés. Quizá te meta en el asilo filantrópico que ideó para los necesitados de la nación. Preocupado por los desórdenes que eluden el poder de la medicina, Swift pensó que sería provechoso recluir a la heterogénea multitud de incurables que deambulan por el país: los escritores de baladas, traductores, fabricantes de odas, autores de entremeses, traficantes de óperas, biógrafos, panfletistas y periodistas. No parece aconsejable presentarse ante Swift con la credencial de escritorzuelo incurable.

Sutilmente extasiado, probablemente bajo los primeros efectos de la cerveza negra, el viajero que esparce sobre la barra de la taberna las pocas monedas que le quedan, cree oír los versos de William Butler Yeats y los pronuncia en voz baja como si leyera la letra de sus propios pensamientos. Se pregunta qué extrañas cosas dijo Dios a los corazones de los muertos antiguos y cuándo el mismo Dios incendiará el mundo con un beso. A su bella amada le dice que en la tumba serán todos renovados. Asegura el viejo poeta que es mejor darse por vencido: los mejores carecen de convicción y los peores están llenos de intensa pasión. Confiesa que hizo las paces con las eruditas cosas italianas y las altivas piedras griegas y todas aquellas otras que hacen del hombre un sobrehumano sueño frente a un espejo. Sabiendo junto a quién ha sido inmortalizado, Yeats recita el epitafio que dedicó a uno de sus antepasados, ahora camarada en la misma posteridad: Swift navegó hacia el descanso, donde la indignación feroz no lacera su pecho. Y ya para acabar, el ebrio viajero de la barra tabernaria recitará el verso de Yeats que no ha podido olvidar: «el olor de la sangre, cuando a Cristo mataron, inútil hizo toda la tolerancia platónica».

Los escritores aupados al santuario laico de las tabernas irlandesas proceden de la estirpe que compuso las viejas leyendas del país, el largo relato de las gestas que se copiaban a mano en el scriptorium de los monasterios. La caligrafía de los monjes, de recio pulso e impecable trazo, es el compost, la materia oscura, ¡el opus nigrum!, que al pudrirse fermenta, hace brotar los tallos verdes de la literatura y resuena en el cancionero tradicional. Aunque para leer los manuscritos iluminados uno debería haber ido a la biblioteca y no a este tugurio nocturno de alegres bebedores. Un lugar en donde probablemente se puede oír con la mejor nitidez la voz de Leopold Bloom.

El señor Leopold Bloom es víctima de epilepsia hereditaria, consecuencia de una desenfrenada lujuria. Ha escapado de un asilo para caballeros dementes y presenta marcados síntomas de exhibicionismo crónico. Aunque a veces, todo hay que decirlo, está en sus cabales y repugnantemente sobrio. Según el diagnóstico que el Dr. Mulligan confió a Joyce.

Al Sr. Bloom se le recuerda por su odisea en la ciudad de Dublín y por el repertorio de los saberes derretidos en su interminable charla con personajes de diversa calaña. En cierta ocasión disertó sobre el metabolismo de un camello muy apreciado: destila el jugo de las uvas en su giba y las convierte en whiskey. Bloom se considera endurecido por una tenaz resistencia heterodoxa y admite de buen grado la estimulante y embotadora influencia del magnetismo heterosexual.

La extravagancia de Bloom no podía pasar desapercibida a la aguileña mirada de Samuel Beckett y eso intriga enormemente a los detectives literarios, imbuidos por la perpetua insatisfacción de un pasajero estado de gracia. ¿Cuáles son los demonios de Joyce que reverberan en la ausencia de Godot?

A saber de lo que hablan las efigies de Beckett y Joyce, hoy embalsamados en el mausoleo de las tabernas irlandesas. Aunque durante sus famosos paseos por la orilla del Sena compartían un intenso repertorio de silencios, expresivos y reveladores, sazonados con el humor negro que se atribuye a los irlandeses. La sardónica sonrisa podrá percibirla el viajero tras el velo de la humareda que van espesando los fumadores convocados al Bloomsday perpetuo que celebra la congregación tabernaria.

Al que aprendió a beber a tierna edad le llega antes el fervor que la somnolencia. No es el caso de los aficionados que menguan en la modorra sin gozar el más alto grado de la embriaguez. Con la vista nublada, el viajero apenas tiene tiempo de oír al más elegante y vivaz maestro de las letras irlandesas. Y sonríe, bizco como está, con sus flagrantes quiebros de inteligencia y perspicacia. Literalmente, y literariamente, Oscar Wilde no dejó títere con cabeza. Arremetió contra todo bicho viviente. Ya entonces dijo que el periodismo es ilegible y que los libros no los lee nadie. Y que cualquiera puede escribir una novela en tres volúmenes: solo necesita una ignorancia absoluta de lo que es la vida y la literatura. Ni su sarcástica petulancia habría merecido la desgraciada condena de soledad, enfermedad y agonía que padeció en el presidio. ¡Brindemos por Wilde! Y que su ironía redima a los empecinados esclavos de la máquina mundial. ¡Que así sea!

¿Y qué se hizo de George Bernard Shaw? ¿No piensas decir nada del dramaturgo fabiano, del novelista zetético? Al fin y al cabo, también está ahí, ¿o no?, enmarcado en el cenobio. «Claro, claro, desde luego», se dice uno a sí mismo, lamentando el descuido de su memoria encharcada. Aunque para seguir el cimbreante rumbo de sus andanadas, francamente, no estoy de humor. Mejor otro día.

Bajo el influjo de los bardos tabernarios y poniéndose a merced del oráculo manual de la suerte, el viajero lanza al aire su última moneda. «Si sale arpa, pediré otra pinta». Curiosamente, la moneda —¡oh, prodigio de la verde Irlanda!— no cae en su mano, ¡no vuelve! El tipo se queda muy sorprendido, mirando al techo, como si la pieza de veinte peniques fuera a regresar en algún momento y él pudiera beberse a gusto la última cerveza de la noche.

Aparecido en la revista Jot Down Nº 45

 



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18 de enero de 2024

'Chica de interior', de Frankie Barnet (Paloma Ediciones)

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El calcetín del revés

 

Cuando Frankie Barnet escogía palabras en busca del título perfecto para su libro de relatos (puede que colocándolas en post-its imaginarios sobre la mesa de su cerebro), un gato -o tal vez una capibara, o quizás una tortuga- se paseaba impunemente de esquina a esquina del tablero, haciendo alarde de la malévola elegancia propia de su especie y dispuesto a poner a prueba aquello a lo que los humanos llamamos gravedad. Radiografiando su alrededor provocativamente -estoy convencida de que esa mirada solo existe cuando es vista por una persona- el felino habría atrapado los vocablos con sus perfectas y curvadas garras para después empujarlos grácilmente hasta el borde de madera, con la intención de observar con plácida satisfacción la suave danza de los papeles en el aire antes de caer al suelo. En el mapa mental de Frankie, la frase contaba con un orden distinto; tal vez Indoors girl - o, por preservar el argumento, aunque Barnet hable y escriba en inglés, Interior de chica-.

 Los cuentos que configuran esta preciosura de libro -impecablemente editado por Alba G. Mora y Jorge de Cascante- podrían habitar un mismo interior aunque sus protagonistas tengan nombres distintos: todas querrían atravesar otras habitaciones, pasearse por escenarios ajenos que apaciguaran el hastío de los días. Su escritura es fluida y amontonada porque funciona como el pensamiento; es flagelante, obsesiva y, en los momentos donde no queda otra, mágica. Como lectora, puedes disfrutar subiéndote a un tren sin destino de autofustigación femenina -¿acaso los hombres piensan así?-, de culpabilidad autoimpuesta, de precariedades foráneas, solo para que más adelante, cuando te apees, te des cuenta de que es el mismo trayecto que recorres tú cada día, solo que en otro vagón. Vemos los mismos campos áridos, las mismas tierras secas y yermas a través de la ventanilla, solo para caer en la cuenta de que sí, se puede padecer el síndrome de la impostora también limpiando casas. 

En las historias de esta joven escritora canadiense la representación de la masculinidad oscila entre la absoluta ridiculez y la maldad más genuina. Barnet posee la extraordinaria capacidad de hacer de la ironía y la nostalgia una imbatible pareja de baile, que exhibe en un delicado bamboleo funambulista: ‘Sus últimas palabras fueron una cita de Ghandi…no, una cita de la primera película de Rocky’, nos cuenta -aparentemente de forma anecdótica, porque pocas cosas en su narrativa lo son- sobre un Entrenador fallecido a causa del cáncer y acusado de varios abusos a menores. Y tú sin poder decidirte por el peor de los dos. 

Las relaciones de su(s) protagonista(s) con los hombres pasan necesariamente por el sexo; ellas no parecen disfrutarlo, si no que lo viven como una especie de peaje, un tránsito ineludible hacia un lugar sin definir pero que necesariamente las aleja de donde no quieren estar: el instante presente.

-’Oh ya, soy la chica, no tengo que hacer nada,’ piensa la protagonista de Lo que estaba buscando mientras se está acostando con un compañero de trabajo.-

Los interiores de Barnet están tintados de rojo cereza, de una extrañeza que resulta hasta familiar -bebés de tortuga que salen de las tuberías para instalarse en apartamentos, la juventud usada como un eufemismo para colocarse, la capibara suicida-, un surrealismo que, al sostenerse en una apatía continuada y permanente, deja de ser leído como extraordinario o fuera de lo común para fundirse con el paisaje cotidiano. La violencia machista y la melancolía adolescente atraviesan a las heroínas -o antiheroínas, según como se lea-; incluso la amistad, pilar que apuntala los cimientos, que impide que se derrumben las paredes de las habitaciones donde suceden las historias de Chica de interior y los cascotes y escombros entierren a sus moradoras, aparece como algo fácilmente corrompible, manipulable, hasta tóxico en su efigie. Mientras leía no podía dejar de pensar en la relación de la protagonista de Mi año de descanso y relajación con su única amiga, Reva-; no es de extrañar que, en la entrevista que concluye el volumen (o un pequeño meet and greet con la escritora, una grata sorpresa final), al ser preguntada por la importancia de sus amistades, Barnet responda que se alegra de tener una pareja que, a pesar de las discusiones, se mantenga estable, pues de sus amigas solo es capaz de estirarse del pecho abierto un ‘esas señoras están como cabras.’

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16 de enero de 2024
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