Skip to main content
Blogs de autor

La utopía de la apariencia

Por 10 de abril de 2024 abril 13th, 2024 Sin comentarios

Sònia Hernández

En los paisajes dibujados por Aurelio San Pedro (Barcelona, 1983) no se encuentra ninguna figura humana. Estrictamente, tampoco se trata de paisajes, sino de un conjunto de piezas que son representaciones concretas de la Naturaleza, conscientes de su individualidad e, incluso diría, de su personalidad, pero, a la vez, de su pertenencia al conjunto. Es la mirada y el lápiz de San Pedro los que limitan la escena, los márgenes de la apariencia. Ni siquiera el cielo es el límite, ni los ríos, ni las lindes de los campos, ni los acantilados ni los terraplenes. Los límites los define la emanación de la luz en esta serie de dibujos en grises donde no hay espacio para el blanco porque hasta el aire o las nubes que forzosamente han de configurar el cielo son materia. El vacío, pues, tampoco existe. Hay penumbra, sombra y oscuridad. Se impone el equilibrio de las presencias vegetales y minerales en función de la luz que reciben y mediante la cual se perfilan en mayor o menor medida sus formas. También dibuja los volúmenes el aire que es cielo descendiendo para reforzar todo lo crecido de la tierra, a la vez que la hierba, los arbustos, los árboles y las rocas se alzan para sostener la cúpula celeste, aquí transfigurada en materia de grafito que respiramos.

La serie Nature se expone este mes de abril en la galería El Claustre de Girona, que además celebra su 40 aniversario. El artista ha tomado fotografías de espacios de Terrassa, Girona o La Cerdanya. Después, las manipula digitalmente para eliminar cualquier resquicio de la presencia humana. Su mirada, entonces, no es ni neutra ni inocente para homenajear el milagro que supone la Naturaleza. No se trata de dibujos que reproducen minuciosamente la realidad, aunque no hay ninguna duda acerca de la técnica de la mano que dibuja –sobre la cual parece interrogarse a sí mismo el artista– ni sobre la entrega del autor al llamado de una idea o una obligación autoimpuesta por la interrogación constante ante la observación del entorno. En el retrato manipulado de los árboles que ofrece, se pretende, a la vez, crear y desvelar el misterio. En la eliminación radical de la anécdota desaparece la huella del día a día. Ni siquiera el tiempo parece tener el poder para vilipendiar un paisaje que se nos muestra amplio y libre para la expansión del espíritu, la mente, la contemplación o, sencillamente, la respiración. Los caminos no se han llenado de broza, y hasta los arbustos descuidados mantienen un equilibrio diríase que pactado para no entorpecer la mirada ni la circulación del aire y el pensamiento. Los paisajes más metafísicos por su infinitud, realizados en gran tamaño, conviven con detalles más concretos de ramas, follaje, broza o piedras. Dos manifestaciones del mismo misterio, que, como acostumbra a pasar, se necesitan para confirmarse y negarse recíprocamente.

Ni siquiera los extensos campos plantados o segados presuponen la presencia humana. Ni la ausencia de pinaza a los pies de troncos idealizados a la orilla de un río. Sin embargo, es en los caminos tan despejados y libres entre majestuosos ejemplares donde la atmósfera se vuelve más onírica. El ser humano no está presente, es cierto, pero todo parece crecido a su imagen y semejanza. El paisaje deviene decorado para albergar una utopía. La utopía de la apariencia que se nos muestra, y por la que se pregunta el autor; o la apariencia de la utopía que persigue el pensamiento de San Pedro.

En el relato “Ruinas circulares” de Jorge Luis Borges –un texto que, según comenta Aurelio San Pedro, ha sido fundamental en la configuración de su universo simbólico– se produce un inquietante y estimulante encadenamiento de hombres que sueñan a otros hombres actuando, dando discursos brillantes y realizando acciones meritorias. En los dibujos de San Pedro no encontramos ruinas, sino todo lo contrario. Ya hemos convenido que los suyos son retratos de la utopía o la utopía de las apariencias. Y en esa apariencia, en la ausencia de tiempo, parecen convivir todas las épocas: las anteriores a cualquier presencia humana, pero también las posteriores.

No existe el tiempo porque, como en la utopía, tampoco existe en los sueños: ninguno de los dos casos tiene posibilidad de concretarse. Pero observando algunos de los caminos entre los árboles, o los vastos campos, o las escasas barreras de maleza, no se puede negar que Aurelio San Pedro, como Borges, esté soñando que un ser humano sueña que un ser humano pasea por ese paisaje o, incluso, que lo crea con su pensamiento. El autor no juega a ser Dios o un creador, sino sólo a soñarlo.

El tiempo ha sido un tema recurrente en la obra de Aurelio San Pedro. Un proyecto reciente –realizado en otro de sus lenguajes expresivos: los objetos creados a partir de restos de libros antiguos– se tituló Cuando todo pasa. En la producción de los últimos dibujos realistas asegura haber dejado atrás obsesiones como la muerte, la pérdida o el paso del tiempo. Afirma que su actual búsqueda de la Naturaleza es la búsqueda de la vida. La va a seguir buscando en los cielos y el sol eterno del verano islandés. Pero tampoco será extraño si allí encuentra lo que ya ha imaginado, aunque lo ignore todavía.

Son muchas las teorías filosóficas, sociológicas, psicológicas o incluso religiosas que afirman que el movimiento esencial que define la existencia consiste en el desprendimiento. Cualquiera que escogiéramos para hablar de Aurelio San Pedro, tendría su contraria para invalidar el discurso. Se crece en las contradicciones y en la multiplicidad de estímulos –entre los que incluye las complicaciones. Tiene la valentía de atender a lo que le inquieta y necesita expresar. El silencio es como el blanco en sus dibujos: no existe, es imposible porque se conforma de substancia, aunque sea muy sutil. De ahí su cambio de técnica o lenguaje expresivo.

La expresividad de los pensamientos, de los afectos y de los sentimientos es una forma de generosidad. De eso no cabe colegir que la austeridad sea parquedad. Ya se ha afirmado que San Pedro acepta con gusto las contradicciones. De hecho, podría asegurarse que la prolijidad de lenguajes sirve también para esconderse cuando un idioma se cree agotado o ha caído en la promiscuidad y cree acercarse al imposible silencio. Después de lo transmitido en sus cuadros realizados con fragmentos de libros antiguos –un hombre que sueña que un hombre sueña que un hombre sueña–, se escondió en una reproducción realista –aunque pasada por el cedazo del pensamiento más que por la mirada del autor– de la Naturaleza. Y de ahí, vuelve a encerrarse en la estancia desde la que ha recreado el paisaje, más imaginado que recordado, para centrar su atención en objetos cotidianos que dibuja en color. Desde lo inmediato que quiere ver y mostrar en colores, niega para confirmar la inmensidad en escala de grises de un desierto soñado que es el paraíso del que es difícil saber si fuimos expulsados o que todavía no hemos llegado.

profile avatar

Sònia Hernández

Sònia Hernández (Terrassa, Barcelona, 1976) es doctora en Filología Hispánica, periodista, escritora y gestora cultural. En poesía, ha publicado los poemarios La casa del mar (2006), Los nombres del tiempo (2010), La quietud de metal (2018) y Del tot inacabat (2018); en narrativa, los libros de relatos Los enfermos erróneos (2008), La propagación del silencio (2013) y Maneras de irse (2021) y las novelas La mujer de Rapallo (2010), Los Pissimboni (2015), El hombre que se creía Vicente Rojo (2017) y El lugar de la espera (2019).

En 2010 la revista Granta la incluyó en su selección de los mejores narradores jóvenes en español. Es miembro del GEXEL, Grupo de Estudios del Exilio Literario. Ha colaborado habitualmente en varias revistas y publicaciones, como Cultura|s, el suplemento literario de La Vanguardia, Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.

Foto: Edu Gisbert    

Obras asociadas
Close Menu