Soy, me temo, el único español que no ve series, y uno de los pocos escritores que jamás se ha mostrado boquiabierto ante ellas. Lo digo sin soberbia, más bien con pena, pues estoy convencido de que los elogios que reciben muchas, americanas, británicas, españolas, incluso alguna italiana, están justificados, y yo me las estoy perdiendo. Hasta hoy.
Mis razones para negarme no eran culturales sino económicas; sé que abonarse a las series a través de los canales telefónicos que todos usamos es barato, más que ir a las salas oscuras y pagar las entradas. En mi caso se trataba de una economía del tiempo: yo soy del cine ("¡respetadme!", como decía Rafael Alberti en tesitura semejante), de los que van al cine, un promedio de cuatro veces por semana, que redondeo con visitas frecuentes a la Filmoteca Española, además de estar una o dos noches semanales entregado al redescubrimiento o hallazgo de verdaderas joyas, curiosidades o bodrios ilustres, todos de producción española, que ofrece de lunes a viernes la 2 de TVE en su ‘Historia de nuestro cine', un programa del que me he hecho adicto.
A lo que iba. Esas devociones prioritarias, y el hecho de que leo por placer o deber una media de tres horas diarias y voy siempre que puedo al teatro, impiden el cultivo de las series, a riesgo de no dejar ningún tiempo para mi vida privada, las ocho horas de sueño que necesito y -si se dieran- las aventuras galantes. Así que ahora estoy en pleno proceso de recomposición del horario.
Recuerdo bien el seguimiento religioso de las dos primeras temporadas de ‘Twin Peaks', allá por el final de la década de los Ochenta, reunidos en mi casa Javier Marías, otro enganchado a ella, y un par de amigos más para ver la dosis semanal en el televisor; las andanzas del agente Cooper y los misterios de Laura Palmer nos deslumbraban, glosándolas nosotros y discutiéndolas, al igual que cientos de miles de espectadores del mundo entero, como si fueran el texto sagrado de una nueva creencia en la ficción. Así que, aprovechando la relación contractual con la compañía telefónica que me surte de líneas y de adsl, he ampliado el contrato y he accedido en cuanto se pudo al prodigio de la tercera temporada, toda ella dirigida por su artífice David Lynch.
Es imposible reproducir por escrito el atractivo de algunos (no todos) de estos dieciocho capítulos. Tan imposible como explicar la hipnosis. Ya es sabido que las legendarias temporadas primeras tenían poca lógica y mucho intríngulis generalmente insoluble. En el nuevo ‘Twin Peaks' de 2017, la locura metódica, los sueños, la sorpresa, el capricho genial, se amontonan sin orden, y a veces sin concierto, pero nunca la imagen y el relato han tenido más poder de seducción, más humor maligno, más densidad plástica, mayor invención fabuladora.
Las dieciocho horas que suman el conjunto de la tercera temporada, dominada por el motivo del cortinaje rojo que se ondula -como sedosa cabellera de una Medusa hechizante- sobre un suelo de rombos en zigzag, dando paso a las escenas más fulgurantes, es mucho más que narración fílmica: el trabajo de Lynch engloba los avances escénicos de un Bob Wilson o un Lépage, evoca a Magritte y a los surrealistas figurativos, supera con creces las formas del vídeo arte de un Bill Viola, y más que una serie televisiva es una instalación perdurable de arte moderno, un compendio de lo mejor que la vanguardia irracionalista ha creado en los cien últimos años, fusionado con el ‘slapstick' burlesco del cine mudo y la sanguinolencia siniestra del ‘gore' y la ciencia-ficción apocalíptica. Es decir: un gran teatro del mundo real que vivimos también imaginariamente.
