

Es un gesto cotidiano y universal: agarras el palo del artilugio, lo sumerges en agua y lo escurres, habitualmente con fuerza –no hace falta boxear como terapia antiestrés–, para luego deslizarlo sobre el suelo, que va perdiendo su pátina de suciedad y empieza a relucir. Acaso es eso lo que proporciona un sentimiento de higiénica eficacia, una exfoliación interior, un deber cumplido. Fregar también es bailar en solitario, canturrear, hablar con una misma, desesperarse por no poder desincrustar la mancha que se te antoja una metáfora de tu vida. Hace poco más de cincuenta años, las mujeres debían arrodillarse para quitar la mugre de los suelos. De rodillas y con el trasero en alto a fin de imprimir un mayor vigor. El inventor de la moderna fregona fue Manuel Jalón, “un tipo extraordinario” me cuenta Juli Capella, que lo conoció y acaba de escribir sobre él en De la fregona al airbus. Guía para empresarios y diseñadores innovadores (Lid). Jalón era ingeniero aeronáutico militar, y un día, apostado en la barra de El Tubo, una tasca de Zaragoza, cogió al vuelo la recomendación de un colega de “fabricar utensilios prácticos, como por ejemplo alguno que pudiera permitir a las mujeres fregar de pie”, mientras una lo hacía agachada junto a su taburete. Entonces, le vino a la cabeza un invento que había visto en otra base militar, la de Chanute (Illinois): allí había observado que los operarios limpiaban el piso de los hangares utilizando un largo palo de madera con unas tiras de algodón fijadas en uno de sus extremos. Pensó en simplificar aquel sistema y hacerlo doméstico. Con tal propósito, formó con algunos amigos y socios la empresa Rodex –así aún le llamamos algunos, la marca por el objeto– y tras prototipos, mejoras, pruebas y más pruebas llegó a patentar el llamado lavasuelos, del que se han vendido más de cien millones. Pero se acabó imponiendo el nombre que se usaba coloquialmente: “fregona”, ante el disgusto de aquellas que así eran adjetivadas. De hecho, un día se presentó una señora en el taller con una en la mano diciendo: “Vengo a que me cambien este cacharro por otra cosa o me devuelvan el dinero, porque mi marido me lo ha regalado y, como ustedes saben, las mujeres no fregamos de pie, fregamos de rodillas”, según le gustaba contar a Jalón. El diccionario recogió el término en 1974, sinónimo de “aparato friegasuelos”. No obstante, mientras Jalón fue uno de los protofeministas españoles, la Real Academia, en dirección contraria, sigue manteniendo un tercer y denigrante significado del término: “Mujer tosca e inculta”, un anacronismo que duele tanto como la bursitis de rodilla que atormentaba a las genuflexas mujeres antes del invento de la ilustre fregona.
Ausente el león,
las hienas bailan alegremente
alrededor del árbol sagrado.
Tras tanto tiempo al acecho
por fin ahora podrán imponer sus leyes,
y la carroña será la medida del mundo.
Mientras danzan y danzan
sueñan con un imperio interminable
en el que lo nauseabundo
sea el oro de los días
y la podredumbre, alcanzada ya,
el suelo sobre el que se construya el porvenir.
Sólo una sombra molesta
la desenfrenada orgía de las hienas.
Para disiparla no basta la ausencia del león.
Sería indispensable su exterminio.
Porque si un día regresa,
más pronto o más tarde,
las hienas deberán huir acobardadas,
y la belleza reinará de nuevo sobre la Tierra.
En una de mis visitas a su mansión de Pedralbes me pareció verle inquieto. Con gesto sumario me invitó a subir al terrado. Llevaba consigo unos gemelos, señaló dos grandes casonas a derecha e izquierda y me pasó los prismáticos. "¿Tú qué ves?", preguntó. Miré con toda la atención de que era capaz, pero no vi nada. "¿Qué estás mirando, dròpol? Has de mirar las entradas, no las casas". Así lo hice y, en efecto, en cada una de ellas había sendos vigilantes, cosa común en la zona, pero provistos de metralletas. Aunque no soy un experto, diría que eran Kalashnikov. Luego me contó que llevaba meses explorando la zona y cada día había más mansiones en manos de rusos con sus temibles guardias en la puerta. A mi amigo no le alarmaban los rusos, lo que le consumía era estar perdiendo algún negocio. "Aquí hay gente que trata con la mafia de Putin. Algo están cociendo".
Un par de años más tarde me lo confirmó. Una parte de la oligarquía catalana está en perfecta fratría con los oligarcas rusos y chinos, como Trump y los suyos. Y en esa comunidad nadie los controla. Así que cuando he sabido que las urnas venían de China, que Rusia ha entrado en el proceso separatista y que los catalanistas buscan un ejército, no me ha extrañado nada. A mi lo que me inquieta es que el CNI no se haya enterado hasta ahora.
Este libro de Martín Casariego podría ser de Borges, entre otras razones por lo comprimido de sus semblanzas. ‘Con las suelas al viento' (La línea del horizonte ediciones, 2017), que lleva un subtítulo también tangencialmente borgiano, ‘Viajeros, eruditos y aventureros', se compone de cincuenta textos breves que, como explica el autor en su introducción, fueron publicándose mensualmente entre 2004 y 2007 en la revista de una compañía aérea española; el título evoca al "hombre de las suelas de viento", que es como Verlaine se refirió a Rimbaud, su joven y borrascoso amante antes de dejarle para hacerse viajero y traficante, pero no erudito.
El libro de Casariego es una delicia, como toda caja de sorpresas literarias, en este caso desconocidas en gran número al menos para mí, que soy adicto al género de la literatura de viajes. El segundo perfil ya nos atrapa por su rareza: Egeria, una española, galaico-leonesa, del siglo IV, que no solo viajó por Oriente y los Santos Lugares sino que escribió su ‘Pereginación o Itinerario', así lo llamó ella. Ávida de descubrimientos y escéptica, además de pionera, Egeria cuenta que un guía la llevó a un lugar donde, aseguraba el hombre, aún permanecía transformada en sal la curiosa mujer de Lot, y esto es lo que dice nuestra compatriota: "cuando inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos". Es enigmático el capítulo sobre uno de los fundadores de la orden franciscana, famoso por la cepa que llevó de regalo a un emperador mongol y al cabo de los siglos dio su nombre, Fra Giovanni, a un vino espumoso italiano. Y muy divertidas las peripecias del infatigable Ibn Battuta de Tánger, "viajero del Islam" no siempre piadoso; el autor madrileño saca de la extraordinaria memoria biográfica de Battuta un episodio en las Maldivas, renombradas por el gran "vigor sexual" de sus habitantes, atribuido a su dieta de miel, pescado y leche de coco, que el tangerino debió comer sin parar, pues durante su estancia en las islas tuvo seis esposas "a las que satisfacía por turno".
Algo muy llamativo en ‘Con las suelas al viento' es la relativa abundancia de mujeres viajeras, a veces solitarias, en tiempos en que hacerlo era arriesgado hasta para los varones más hirsutos. Casariego traza impresiones muy vivas de siete de ellas, entre las que destaca la de Lady Mary Montagu, que a mitad del siglo XVIII se escapó de su autoritario padre, el duque de Kingston, y casó con un diplomático británico largo tiempo establecido como embajador en el imperio otomano. Ese país sedujo a Lady Mary, quien, en los descansos de su notable labor filantrópica combatiendo la viruela, visitó todo lo visitable y algo más, dejando testimonio en unas cartas que son obra maestra del género (el epistolar y el de costumbres), y de la que hay edición reciente, ‘Cartas desde Estambul', en el mismo sello La línea del horizonte.
No sabemos si Casariego ha estado en los lugares, a veces muy remotos, que figuran en sus páginas, o pertenece a otra noble tradición literaria, la del viajero en casa. El novelista que es acierta, en cualquier caso, a plasmar y sintetizar, por ejemplo la vida del geógrafo victoriano John Speke, controvertido descubridor de las fuentes del Nilo a quien otro descollante viajero recogido en el libro, Sir Richard Burton, negó y desafió, llevándole a la muerte en circunstancias de rivalidad y terror que tienen el aroma de las ficciones borgianas.
Antes del anochecer
un azul sobrenatural se apoderó del horizonte,
un azul que no se parecía
a ninguno de los azules
que habíamos visto en los infinitos juegos
entre el cielo y el mar.
La playa se paralizó:
los pescadores dejaron de recoger las redes,
los niños abandonaron los castillos de arena,
las comadronas cesaron en sus cotilleos,
las muchachas helaron sus ardientes risas,
los hombres miraron hacia lo alto.
Todos enmudecimos porque aquel color
era distinto a todos los colores del mundo.
Aquel azul no formaba parte de la naturaleza,
no había pertenecido a la paleta de ningún pintor,
no era el paisaje de ninguna fotografía.
Era, en cierto modo, el azul
que todos los que estábamos en la playa
habíamos deseado ver.
Pero cuando desapareció del horizonte
nadie hizo el menor comentario.
Ya no tenemos respuestas.
Ya no tenemos preguntas.