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Ladridos

En 2010 el director de orquesta Seiji Ozawa sufrió un cáncer de esófago (hoy ya superado) y anduvo dos años con tratamientos químicos sin poder dirigir. Durante ese tiempo su amigo, el novelista Haruki Murakami, le visitaba con frecuencia y hablaban sólo de música. Era lo que más le aliviaba. Ambos estaban presos en las redes de Euterpe, hechicera suprema en cuyos nudos gozamos de su despotismo quienes no queremos pertenecer a otra tirana.

Durante una de las conversaciones surgió la historia de cuando Ozawa fue a Milán invitado por Pavarotti para dirigir Tosca en La Scala. Lo consultó con Karajan, uno de sus maestros, y este se llevó la batuta a la cabeza: "¡Es una locura! ¡Un suicidio! ¡Ni se te ocurra!". Ozawa, sin embargo, consideró peor contrariar a Pavarotti. Y allí dirigió Tosca en 1980.

Su mujer acababa de tener un crío y no pudo acompañarle, pero consciente de la barbarie de los occidentales, su madre acudió para cocinarle platos japoneses. El día del estreno recibió un colosal abucheo. Le afectó porque estaba habituado al público de Boston, de Nueva York, de Viena, que es un público educado. Se sintió insultado por aquellos xenófobos, más parecidos a los del fútbol que a los de la ópera, que no toleraban a un asiático en "su" repertorio verdiano. El abucheo desapareció a los pocos días y al final la orquesta del teatro le dedicó una ovación.

Lo más bonito es que su madre, presente el día del estreno, incapaz de concebir semejante grosería, creyó que eran gritos de entusiasmo y estaba muy contenta. Cuenta Ozawa que no pudieron hacerle entender lo que era un abucheo. La mujer carecía de espacio en el alma para aprehender una práctica tan mezquina y analfabeta.

Lo mismo nos sucede a nosotros con nuestros xenófobos.

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21 de noviembre de 2017
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La lengua ibérica traducida

 

 

Leo en un artículo de El País sobre la exposición «El enigma del Vaso», en el Museo de Prehistoria de Valencia, la chocante noticia de que «la lengua íbera es intraducible» a pesar de sus «fórmulas escritas que se asocian con las expresiones encargar o mandar hacer». El asunto es portentoso, ¿cómo es que fórmulas escritas de una lengua intraducible se pueden asociar con expresiones traducidas de esa misma lengua que, por lo visto, se dejó traducir un poco, aunque enseguida volvió a su estado intraducible?

 

La lengua ibérica se tradujo por primera vez por Pío Beltrán en 1934. En concreto la inscripción 12 de Liria que dice «kutua teiztea» y Pío Beltrán interpretó como «llamada de guerra». La traducción fue rechazada por Caro Baroja y otros. Beltrán insistió, pero no se le hizo mayor caso. Sin embargo, se trataba de la primera traducción cabal del ibérico, y también la única en los últimos ochenta y tres años.

 

Este año se ha publicado la traducción del plomo de Alcoy en el libro No hallarás la vida que buscas. Gilgamesh y la épica antigua. El primer verbo conjugado que se ha podido identificar en ibérico es «dur», primera persona del singular del verbo «tener», que en el texto presenta la forma subjuntiva «duran», y significa «que yo tenga». Se trata del núcleo mismo de la fórmula de juramento y lo más llamativo es que presenta la misma flexión que conocemos en el difunto dialecto roncalés, con lo cual tenemos la primera referencia firme de la antigua extención de la lengua ibérica en la Península.

 

La segunda expresión que se ha podido traducir en el plomo de Alcoy es «zezdirga», que aparece a continuación del verbo anterior, y significa «ganancia en hermandad». Aquí lo llamativo es que se trata de una locución sumeria, que establece la filiación del ibérico, y da la clave para su interpretación. No es menos interesante el paralelismo del plomo de Alcoy con el juramento de los pretendientes de Helena en el ciclo troyano.

 

En el mismo volumen se traduce la inscripción de Andelos que se encuentra en el Museo de Navarra, y fue descubierta por María Ángeles Mezquiriz en 1992. Es una firma de autor en un pavimento decorado, el texto dice Likine abuloraune ekien  Bilbiliarz, y significa: «Likine hizo el vestíbulo de la puerta principal al estilo de Bilbili». Aquí se demuestra que el ibérico se ha deshecho del ergativo sumerio y ha creado el acusativo. Este proceso era conjeturado por los paleolingüistas en las lenguas semíticas más antiguas. Demuestra, de paso, que la gramática generativa chomskiana es una fantasía mandada recoger, porque las categorías gramaticales no radican en casillas preestablecidas en las mentes, sino que son clasificaciones convencionales. Las lenguas se aprenden como las canciones, a base de sonsonetes y frases hechas, no hay ningún órgano «gramatical».

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21 de noviembre de 2017
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17-10-2013

El primer ojo

-sea el que fuese-

quedó fascinado por el descubrimiento de la luz.

Luego vinieron los colores, las formas,

la circulación del tiempo entre las siluetas,

las sombras, el giro de las cosas,

el mundo, en suma, en su esplendor.

Pero el ojo necesitó el párpado

para poder protegerse de ese alud de vida;

y así cerrarse ante el exceso de mundo

y luego abrirse, de nuevo,

nostálgico de lo conquistado por la visión.

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21 de noviembre de 2017
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“Somos el servicio”

No sé si es escalofrío, asco o desazón lo que se siente al escuchar la jerga utilizada por quienes un día representaron la élite del poder madrileño e incluso estatal. ¿En qué manos y en qué cabezas estábamos? Teníamos de mandamases a personajes que, una vez más en política, responden a narcisismos desatados, empujados a cruzar los límites, a mentir, robar y corromper. A recomendar a sus amigos que conviertan ruinosos ne­gocios hoteleros en puticlubs –Ignacio González a Luis Vicente Moro– , o a ordenar las sacas de dinero que presuntamente Granados trajinaba, el hombre que los fines de semana se montaba al tractor confabulándose consigo mismo. En sólo un minuto de grabación Zaplana y González pronuncian más de diez tacos. Hombres bronceados, bien pagados, con familias estructuradas, maletines de cuero y Audis, que lo tienen todo pero mastican mierda malsonante. Es trágica la profunda decadencia que exhalan. Se desnudan con sus improperios: “Somos el servicio”, dice Ignacio González de Esperanza Aguirre, otrora su fiel escudero que lloraba con hipo cuando esta le cedió la silla de la Comunidad. Aunque en verdad ellos han vivido como si todos fuéramos el suyo.
Se forjaron para sentirse siempre los putos amos, actuando con insolencia y desmesura, aquejados del síndrome de hybris, que según los griegos resume la falta de control sobre los propios impulsos. El neurólogo y exministro británico David Owen, especialista en las psicopatologías del poder, ahondó en esa hybris asegurando que la padece una gran parte de los gobernantes. No se limita al egocentrismo propio del oficio, sino que representa una pérdida de contacto con la realidad.
Endiosados y aislados, los protagonistas del juicio del llamado caso Lezo y los implicados en la Púnica estuvieron rodeados por una corte de aduladores y estafadores, hasta que las cosas empezaron a “ponerse feas”, un eufemismo naif concurrido por los mafiosos de las películas que, al igual que González y Zaplana repiten con voz queda: “Sabes que te van a matar”. Alexánder Solzhenitsin dejó dicho: “Todo el mundo es culpable de algo o tiene algo que ocultar. Sólo hay que mirar lo suficientemente a conciencia para encontrar lo que es”. Resulta que nuestras conversaciones íntimas, con ese hablar relajado y teóricamente a salvo, nos causarían sonrojo si fueran públicas, pero la pornografía telefónica de esta trama, al igual que las declaraciones de policías calvos y de tenientes que faenaban a las órdenes de los políticos, refleja un submundo atroz, en el polo sur de la paz interior. Hace cuatro días, la periodista Gloria Lomana presentaba su Juegos de poder (La Esfera de los Libros) y recordó las tres P del mal: policías, periodistas y políticos. Lo dijo ante ministros y directores de periódicos. Ella hablaba de su novela, una ficción en la que disecciona la mani­pulación del cuarto poder. El público, cómo no, se rió a carcajadas, qué iba a hacer si no: las sillas estaban copadas por pes.
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20 de noviembre de 2017
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Historia de la libertad de asociación

 

 

Los romanos tenían en el senado un sistema de votación en el que se agrupaban junto al senador cuyo parecer adoptaban. Era un voto por desplazamiento, que llamaban discessio «separación», y donde el efecto intimidatorio del rebaño mayor saltaba a la vista. Cicerón explica que muchas veces era una encerrona para imponer un senadoconsulto mediante un voto precipitado y sin discusión. Séneca cita la frase hecha con que los senadores acomodaticios decidían su desplazamiento: «esa parcialidad parece más numerosa». 

 

Con el voto secreto, que en teoría restaba eficacia a la exhibición amontonada, también se introdujeron refinadas comodidades a favor de ella, y hoy tenemos las encuestas que muestran una separación virtualmente consumada como si fuera la venidera, y para que lo sea. Por su parte, los políticos que peroran delante de su coro de adheridos que asienten y aplauden enternecidos de verse en pantalla, buscan el mismo efecto intimidatorio de la vieja ceremonia del voto por montonera, que sin duda es anterior a los romanos, y data de cuando la marabunta ribonucleica montó su primera asamblea.

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20 de noviembre de 2017
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31-08-2013

Cuando desembalaron el lienzo,

y sacaron la lona que lo envolvía,

se encontraron, sorprendidos,

que una araña había cubierto con su red

el rosáceo vientre de Venus.

Tal si fuese el fruto

de una labor de varios siglos

la telaraña era de una perfección única,

tensa entre las caderas de la diosa,

de la cintura al pubis,

con el ombligo como centro de su universo.

Los restauradores de la pintura

contemplaron el espectáculo en silencio,

como si asistieran a una ceremonia sagrada.

No se atrevían a intervenir.

Mientras, la araña recorría sus dominios,

devota de aquel vientre,

con movimientos ágiles, certeros,

pronta a morir, enamorada.

 

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20 de noviembre de 2017
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29-08-2013

La tramontana ha barrido el cielo

y la noche es límpida, cristalina,

el perfecto espejo de nuestras ignorancias.

Me cuesta imaginarnos en el halo de la Vía Láctea,

modestamente colocados en uno de sus bordes,

una frágil burbuja que se eleva, entre vacío y vacío,

hacia ese horizonte desconocido

sobre el que penden las preguntas imposibles.

En ocasiones es excitante

sentirse partícipe de ese naufragio perpetuo.

Pero hoy prefiero el color del mito.

Me gustaría que la Vía Láctea fuese, en efecto,

la leche que mana de los pechos de Hera

una vez rechazado el bastardo Heracles.

Me tranquiliza habitar una gota de esta leche,

y pensar en la furia de Hera,

y en el lloro de Heracles,

y en las andanzas galantes de Zeus,

el lujurioso padre de los dioses,

y en la alegre compañía que me ofrecen

los sueños de los sueños.

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17 de noviembre de 2017
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Florence Delay. Muchas vidas

Son las cinco de la tarde, y así lo subraya en su buen español Florence Delay (París,1941). Me pregunta si tengo vértigo mientras abre las puertas de su balcón, donde crece un limonero, frente a los Jardines de Luxemburgo. “Al fondo se ve la Tour Eiffel”, dice. El gabinete donde escribe huele a su perfume de flores de blancas de Annick Goutal. Delay, catedrática de literatura comparada, hispanista recién homenajeada por la Residencia de Estudiantes, traductora de Fernando de Rojas, Bergamín o Ramón Gómez de la Serna, que acaba de publicar “Puerta de España” (Turner), de joven quería dedicarse al teatro. Bresson le dio el papel de Juana de Arco a los veinte años. No le gustan quienes se definen como escritores. “Escribir es algo que se hace, no es un oficio sino una elección. Nunca pensé en ganarme la vida con mis libros para no tener la obligación del éxito, poder fracasar y estar en paz”. Entró en el castellano con el Romancero gitano, tras visitar en España –Vilafranca del Penedés– el verano del 56. “La idea del gran teatro del mundo de Calderón me atrapó, y pensé que iba a pasar mi vida interpretando un papel tras otro. Es buena idea para la alegría. Pero la melancolía tiene mas éxito”.
 
Jean Delay, que descubrió el uso de la clorpromazina para tratar la esquizofrenia, consideraba que casi todos los grandes escritores tenían desequilibrios mentales: Rousseau, paranoico; Dostoyevski, depresivo; Flaubert, nervioso; Nerval, maníaco-depresivo…Su hija asegura que esa visión la asustó una barbaridad: “locura es una gran palabra. Desde pequeña quise escapar de ella, tener salud, vivir feliz”. Uno de sus libros más celebrados, “Llamado Nerval” (Turner), arranca con una escena de su infancia: sus padres habían salido a cenar; llamaron a la puerta, y era un paciente que se había escapado del Hospital psiquiátrico. “Le habían dado muchos electrochoques, quería hablar con mi padre, quería que pararan…Yo me asusté. Entonces mi padre me dijo: “Nerval ha venido a casa”. Estaba convencido de que lo hubiera podido curar”.
 
Florence Delay escribe a mano. Tres horas al día. Antes lo hacía por la mañana. Le mandaron dejar de fumar. Y habló con su neumólogo: “doctor, desde que fumo menos, mis frases y mis libros han disminuido”. A él le dedicó “Mis ceniceros” (Demipage), un texto ardiente y estrafalario sobre la llama, el humo, la ceniza y la muerte. El médico le permitió fumar de tarde, y así lo hace, disciplinadamente, junto a un vaso de whisky malo con Perrier. Hay una picaresca deliciosa que relaciona el control de la adicción con la libertad de iniciar un párrafo, con la idea de discontinuidad. “No pienso fuera de la frase, mi frase es pensativa, no sé lo que voy a escribir. Claro que la composición es capital, pero mi manera de adelantar es azarosa. Por ello busco cierta perfección en la frase; es como una pequeña aventura. Admiro mucho a Gertrude Stein, que decía que  la frase no tiene que ser emotiva pero el párrafo sí”. Cuando se dio cuenta que lo había hecho todo, que había disfrutado de sus clases en la Sorbona, que le había recomendado a sus alumnos que siempre intentarán tener varias vidas, decidió escribir un libro: “Medianoche sobre los juegos”. “La veleta es mi ejemplo de vida, gira con el viento. Hay que aceptar lo que viene”. Celebró su primera publicación comprándose un Saint Laurent, coquetería obliga, y lo sigue haciendo cada vez que sale un nuevo libro. Es católica, dice que las homilías son débiles y los cánticos tontos, pero cada vez que escucha el evangelio se topa con algo que le sienta bien. Empieza a desteñir la tarde, entra en la estancia su marido, el productor de cine Maurice Bernart, “su gran amor”. Es el primero que lee sus textos, y él añade: “y menos mal”. Cuenta que en los años setenta Maurice tuvo otros amores, “pero no podemos separarnos, nos queremos mucho”. Mantienen una relación abierta, “siempre presumí de no tener celos”. Una pagaría para escucharla decir “hélas!”. “Tengo un defecto muy desagradable, nunca me enfado, no es bueno para mi. Él en cambio ama las escenas…”. Delay es una mujer precisa pero afrancesadamente libre. “A veces me despierto en mitad de la noche, pensando en un momento del libro que me hierve en la cabeza. Es como una mosca, una mosca cojonera”, dice, pronunciando doblemente la jota. 
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16 de noviembre de 2017
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22-08-2013

Tiene que pasar toda una vida

para poder, por fin, intuir

que la verdadera obra maestra,

aquella que justifica los años transcurridos,

es la realización del bien.

Cualquier acto anterior, cualquier esfuerzo

queda empalidecido por este acontecimiento,

una herida de luz en el cuerpo de la tiniebla.

Antes de ese instante -vanidosos, falsos-

nos creemos poseedores de derechos:

hemos sido elegidos para saquear la existencia.

Así caminamos de infierno en infierno,

siempre ávidos de atesorar nuevos errores.

Hasta que, revelada la verdad,

sentimos que solo somos poseedores de un deber.

Y ese deber nos guía al paraíso.  

 

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16 de noviembre de 2017
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El refrán favorito de mi abuela

 

 

Lo decía cuando quedaba, pongamos, una croqueta o una manzana asada: «akitu ta bake» que viene a ser «acabar y paz». Muchos años después, supe que «akitu» («acabar» o, más literalmente, «acabado») es sumerio. Es el nombre de la fiesta de fin de año, cuando todos los destinos, que eran anuales, se renovaban. En acadio suele aparecer en plural: «akitim». Y en exvotos ibéricos lo leemos en caso partitivo: «akitike», un deseo de mejor destino.

 

La segunda palabra del refrán vasco de mi abuela, «bake», significa «paz», y es el imperativo sustantivado del mismo verbo «akitu», o sea, «quede acabada». La paz tiene por tanto un significado profundo que remite a la guerra inmediatamente anterior, y a la que se alude con una redundancia imperiosa de la que se espera que refuerce el efecto inmovilizador. Paz es el estado eventual de la guerra, conjurada mediante ese imperativo votivo que ordena y desea que siga parada. Y la guerra detenida, cualquiera lo sabe, Heráclito mío, es una magnitud negativa, mera discontinuidad que lo condiciona todo, como si los actores hubieran quedado fijados en su pose última. Se trata de una sabiduría antiquísima. Hace más de cuatro mil años que se extinguió el sumerio y todas las lenguas que hablamos hoy proceden de él.

 

Me he acordado al leer esto de Ruiz Quintano: «Venimos de un pueblo guerrero: no llevamos ni tres generaciones sin llegar a las manos».

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16 de noviembre de 2017
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