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El ser moral

Oímos discursos como el de la evocada Rita Braidotti y a veces nos callarnos ante el temor de parecer desubicados, ajenos a un tiempo dónde lo usual es aceptar que somos una especie entre otras especies, cuya singularidad no es en absoluto jerárquicamente diferente respecto a la singularidad, por ejemplo, del simio bonobo respecto del simio chimpancé. Hay sin embargo momentos e imágenes que sirven de contrapunto, trayendo a la superficie el rasgo irreductible de nuestra condición; rasgo abismado de ordinario bajo un lenitivo de querellas falsas, causas tan salvadoras como artificiosas y apuestas esperanzadoras que no resisten el juicio.

La imagen de un ataúd ubicado sobre una mesa rodante rectangular dirigida desde sus extremos por dos hombres enlutados que, tras los últimos adioses de un ser próximo al finado, se dirigen a la sala de incineración, esta evidencia de que el ser de palabra está llamado a dejar de ser tal…  genera inevitablemente esa certeza de desarraigo evocado por Octavio Paz (“saberse desterrado en la tierra, siendo tierra”); certeza de la que de inmediato huimos, como huimos de los sueños. Cuando no hay tal huida, ante el abismal destino que le espera como ser de razón, el humano recupera su ansia originaria por conocer y admirar, a la vez que su plena condición de ser moral.

El ser moral no confunde la astenia del cuerpo y debilidad del espíritu que devasta un día u otro a los seres de palabra, con la situación de indigencia y abandono de los empujados a los arcenes por un orden social generador de un mal contingente y gratuito. Fraternizando de inmediato con los ya marcados por la devastación inevitable, se exaspera ante la imagen de las víctimas del mal gratuito, maldiciendo la matriz que lo genera.

Percibiendo que Eurípides y Shakespeare hurgan en esa marca exclusiva del animal humano que es “la imposibilidad de vincularse sin sufrir”, el ser moral no rebaja la tragedia a un sórdido “suceso”, no reduce Medea a un caso de madre desnaturalizada, ni Otelo a prototipo de patriarca maltratador.

El ser moral, defensor ante todo de los seres que (en el relevo de las generaciones) garantizan la persistencia del lenguaje, no entiende la idea de amar aquello que eventualmente le es perjudicial, aprecia las especies animales que son sus aliados y deplora el triunfo de las que le son perjudiciales, a la vez que, en su relación con los demás humanos, se felicita del traspiés del enemigo, viviendo como fiesta propia la fortuna del amigo.

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27 de marzo de 2025
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Los mapas que imaginan

 

En la Galería de las Colecciones Reales hay un mapa que el virrey del Perú encargó en 1615, en tiempos de Felipe III, a Lucas de Quirós, en el que se muestra, acostada, toda la parte sur del continente americano.

La cartografía trataba de fijar un territorio inconmensurable, que seguía siendo demasiado huidizo e incomprensible para que sus misterios no se desbocaran hacia el prodigio y las invenciones; de allí que Felipe II mandara componer en 1569 una serie de mapas y portulanos que, por exactos, fueran de buen servicio a la navegación de la flota española, asediada por los holandeses primero, y los ingleses armados en corso después. Mal podría defenderse la corona con mapas mentirosos.

Para los cartógrafos que se asomaban al abismo de los mares vacíos y los cielos desconocidos, la invención se volvía una tentación constante. En el mapa mundi elaborado en 1500 por el piloto Juan de la Cosa, donde el Nuevo Mundo aparece por primera vez, coloreado de verde esmeralda, figura de manera prominente la isla del preste Juan, descendiente de los reyes magos, vigente desde el tiempo de las Cruzadas.

Más de un siglo después, en 1770, Juan de la Cruz Cano recibió el encargo de Carlos III de elaborar un mapa de la América del Sur. Gastó años y todos sus recursos en cumplir con la comisión real, y el resultado fue de una perfección como nunca antes se había visto.

Pero la perfección fue su ruina. Era tan exacto que servía de prueba para demostrar que España tomaba como suyos territorios que correspondían a Portugal. Así que, por verdadero, fue prohibido, y las planchas de impresión secuestradas.

Las novelas de caballería dieron pie para nombrar territorios que iban surgiendo de la nada para asentarse en los mapas. California, la isla de la reina Califa de Las sergas de Esplandán. O Patagonia, por el gigante Patagón, de Primaleón, pues Antonio de Pigafetta, quien acompañó a Hernando de Magallanes en su expedición alrededor del mundo, atestigua que vio allí gigantes.

Y el Amazonas, nombrado así por Francisco de Orellana porque en medio de la selva le salió al paso una tropa de mujeres aguerridas que le opusieron resistencia en su avance, igual a las que combatieron a Hércules en las riberas del mar Negro.

Lo que se quería ver pasaba a ser lo realmente visto. Esternocéfalos, que tenía los ojos, la boca y la nariz en el pecho, y hombres de un solo pie, que ya están en los escritos de San Isidoro de Sevilla, que clasificó a los seres fantásticos en portentos, ostentos, monstruos y prodigios.

Una corte de mentirosos, como una corte de los milagros, sacados de los retablos de Cervantes. Y la historia de América sería desde entonces una novela, o se contaría como una novela, donde la verdad tenía poca cabida, o gozaba de descrédito.

Aquellos que desmentían los hechos imaginados sólo ganaban aversiones. Juan Pérez de Ortubia, enviado por Ponce de León delante suyo en la búsqueda de la fuente de la eterna juventud, dijo haber llegado a una isla que tenía “hermosas y cristalinas fuentes…pero que no había agua ninguna con la virtud de transformar los entorpecidos miembros de un anciano en los vigorosos de un joven". Nadie le creyó.

El emperador Moctezuma previene a Cortés del daño de las exageraciones: “os han dicho que yo era y me hacía dios...”. Y entonces alzó las vestiduras y le mostró el cuerpo, diciéndole: “Veis aquí que soy de carne y hueso como vos y como cada uno, y que soy mortal y palpable”.

La exageración, entre otras formas de la mentira, pasó a encarnarse en la literatura. Con la independencia, el héroe libertador traspasa los límites de la historia real para entrar en el territorio de la ficción, esa frontera difusa entre realidad e invención donde nace la literatura. Es imposible que se pueda atravesar la cordillera de Los Andes a la cabeza de todo un ejército, como Bolívar. Pero es lo que ocurre. Lo imposible es lo real.

En el texto de nuestras constituciones fundadoras tocamos con las manos la utopía nunca resuelta. Respeto a los derechos individuales, libertad de expresión, igualdad ante la justicia. Podemos leer esas constituciones como novelas, fruto de la imaginación.

La distancia contradictoria entre el ideal imaginado y la realidad vivida, entre el mundo de papel de las leyes y el mundo rural donde se engendra la figura del caudillo, entre lo que deber ser y lo que realmente es, entre modernidad derrotada y pasado vivo, es lo que crea el asombro que primero se llama real maravilloso, y luego realismo mágico.

El reinado de lo arcaico sobrevive en sus esplendores caducos y la historia entrega de cuerpo entero a los dictadores a la novela. Y la historia, que empezó a urdirse en los mapas y a asentarse en los pliegos y los memoriales de los cronistas, será, en adelante, escrita por los novelistas.

 

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24 de marzo de 2025
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Debra Paget

 

Hoy me he enterado de que Debra Paget sigue viva. Nació en Denver, Colorado, el 19 de agosto de 1933, se convirtió al cristianismo evangélico en la década de los noventa, dirigió un programa radiofónico evangelizante en la Trinity Broadcasting Network (TNB) y, en la actualidad, vive retirada, con sus hermanas, en Houston, Texas, y podría ser la menor de ellas.

Debra se asocia indefectiblemente a películas míticas como Demetrio y los gladiadores (1954), con Victor Mature, y Los diez mandamientos (1956), con Charlton Heston y, sin embargo, su aspecto exótico queda mejor realzado, aprovechado, puesto en valor, en el binomio El tigre de Esnapur y La tumba india, rodadas en 1958/1959 por Fritz Lang (Viena, Austria, 1899 – Beverly Hills, EE.UU, 1976), binomio conocido como Epopeya India.

Mantuve de 1961 a 1964 una estrecha relación erudita con Pedro Gimferrer Torrens (Barcelona, 1945), quizá la persona con mayor caudal de conocimientos sobre literatura y cinematografía, y con mayor capacidad memorística para manejarlos, de todas las que he tratado a lo largo de mi ya larga vida. Fueron años de gran intensidad con visitas diarias a librerías de nuevo y de viejo, a galerías de arte y a salas cinematográficas. Gracias a Pedro, llamado también El Sabio y, a veces, Potencia, lo de Pere/Pera vendría tiempo después, descubrí El tigre de Esnapur y La tumba india, dos cintas cercanas al concepto “cromo” rodadas por un Fritz Lang del que yo ya había visto El testamento del Dr. Mabuse (1933), La mujer del cuadro (1944) y Rancho Notorius (1952), estrenada esta última en España con el título de Encubridora.

Traigo ahora a colación estos datos porque acaba de fallecer Natalia Cidraque Castrobirlaque, mi fiel ayudante en los campos de la algoritmia y la ortopedia, a la que conocí en el vestíbulo del cine barcelonés al que acudí, con Pedro Gimferrer, en 1963, a visionar las dos coloristas cintas protagonizas por Debra Paget. Pedro, arrollador, como siempre, tropezó con Natalia en el patio de butacas al terminar la proyección, derribándola y saliendo rápido a la calle, quizá sin darse cuenta del accidente, quedando yo solo para pedir disculpas y acompañar a su casa a la perjudicada. Un acompañamiento que supuso el inicio de una gran amistad y de una colaboración en lo profesional que ha durado hasta estos días. Natalia sufría osteítis deformante, conocida también como enfermedad de Paget.

 

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20 de marzo de 2025
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Historias mínimas de Santiago de Chile

1. Tengo

“Tengo hambre”, murmuró el anciano al paso de un joven en la estación Cal y Canto del metro de Santiago.
“Tengo sueño”, pensó el joven, mientras miraba las posaderas de la chica de jeans ajustados que empujaba el molinete.
“Tengo asco de la mirada de este baboso”, escribió la chica en el Whatsapp de su grupo de amigas.
“Tengo que terminar con esto de una vez”, se dijo la mujer del abrigo raído, desesperada, hoy sí decidida a saltar.
“Tengo que anunciarles que, por un acto ajeno a la empresa, el metro se encuentra detenido”, anunció la voz del altoparlante.

2. Mirada torva

Cada día me siento ante la mesa del comedor, abro Zoom y aparecen las veinte caras, mirando con sueño, con fastidio, con sonrisas falsas. Es demasiada cercanía.
¿Por qué obligan a los empleados a abrir su intimidad al jefe, a la contadora, a la secretaria? El conjunto de caras me repugna. Sobre todo, el segundo de la primera fila.
Su mirada torva, su gesto vulgar, su boca fruncida en un rictus mediocre.
¿Por qué no apagará esa bendita cámara?
Y me mira. No deja de mirarme.
La segunda cara de la primera fila es la mía.

3. Ausencias del Mapocho

Bajo la luz oblicua de la tarde de otoño, el Mapocho se ve desnudo, desprovisto, vacío. Por las piedras angulares no baja el agua sucia. No bajan las bolsas de basura babosa. No corren las ratas en estampida. No se enroscan los remolinos de burbujas blanquiazules. Y de pronto, con una ausencia más antigua, empiezan a no flotar, cabeza abajo en la falta de corriente, los cadáveres de aquel septiembre que nunca existió.

4. Jeans con heridas de diseño

Carla y yo vimos el filón de inmediato: los jóvenes querían jeans de buena marca e impecable factura rotos por las rodillas, rastrillados en el costado, como gastados, ajados, pero de mentira. Mostrarse aventureros sin serlo. De ahí a las heridas en la cara y los brazos y las marcas de cuchillos y balazos había un paso: con el equipo de cirujanos, Carla pasó a ocuparse de cicatrices de operaciones no hechas y yo de heridas de peleas nunca acontecidas. Hasta que llegó el primero pidiendo que le sacáramos el navajazo de la mejilla.

5. Objeto y sujeto

Se acerca el funcionario municipal flanqueado por dos guardias de bototos de cuero duro y negro. Es de madrugada, el viento sacude la tela percudida del ruco de don Esteban.
“Usted es nuestro objeto de estudio. Tiene que contestar las preguntas del formulario”, declama el funcionario.
“Objeto”, protesta don Esteban. “Soy un sujeto”.
“Usted objeta”, sonríe el funcionario.
“Pero yo sujeto”, dice uno de los guardias.
Los dos mastodontes sujetan al ciudadano en situación de ruco y lo obligan a contestar las preguntas del formulario, transformándolo así en objeto de su estudio sobre el bienestar de la población vulnerable.

6. Un árbol desde mi ventana

Se yergue altivo, se ilumina, se viste de ocres y sombras, danza con el soplo de dioses antiguos, crece ciego a nuestro tiempo, espera la caricia de una ardilla, se alza sobre memorias de bosques olvidados. Mis sueños de libertad y de grandeza viajan hasta el árbol que veo desde mi ventana. Pero ahora él me mira con odio: el árbol de mi ventana se acaba de reconocer en esta mesa de lenca pulida en la que estoy escribiendo su epitafio.

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19 de marzo de 2025

Portada de 'Animales pequeños', editado por Tusquets

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Mapaches de dentadura redondeada

‘Me encantaría meter la cabeza debajo de la tierra como un ave monstruosa.’ Repaso con la vista esta frase, apenas veinticuatro horas después de haber pronunciado casi exactamente las mismas palabras pero en orden distinto y con la lengua entre los dedos, en un mensaje enviado a un amante: Ahora mismo me gustaría ser una avestruz y tener la cabeza bajo tierra.

Aunque resulte cansado leerse los pensamientos -una ya tiene suficiente con pasearlos arriba y abajo durante los devaneos diurnos y vespertinos-, encontrarse verbos propios en páginas ajenas suele venir acompañado de una momentánea sensación de hogar; sin embargo, ésta deja paso rápidamente a una devastadora resolución: nada tienes de especial, de rara ni de mágica.Tus dobles andan repartidas por el globo terráqueo haciendo, diciendo y resolviendo exactamente igual que tú. Todas venimos del mismo lugar; los ingenios, las frases redondas, las palabras más abandonadas incluso, rebotan en los espejos personales de una generación a la que la soledad, la desesperanza, el narcisismo, el amor y el aislamiento se nos apilan dentro como los filetes de un kebab a medio cocer: goteando sangre.

Cualquier niña de los noventa habrá entendido en algún momento de su existencia el sexo como mecanismo adecuado de validación; el deseo como un dispositivo proveedor de reconocimiento, una lente a través de la cual ser vista. O la disociación como un salvavidas al cual agarrarse y evitar el ahogamiento por una masculinidad atravesada en la garganta.

Mercedes Duque parece encontrar la imagen perfecta en frases simples pero contundentes y, a menudo, aniquiladoras. Un espíritu neo punk sobrevuela su primera novela: la búsqueda de la identidad personal empieza por quemar los puentes que cruzan a la orilla de nuestros orígenes; esto convive en armonía con la poca o nula necesidad de usar gafas de sol ante un futuro amenazadoramente gris. Los días en el Londres que tres mujeres comparten son similares, y en su lectura, la huella sin contornos definidos de una vida tirada a la basura te persigue como una sombra líquida y pegajosa.
Rita y Lis son mejores amigas, y Eva y Rita, hermanas. Unas viven juntas, tratando de honrar una pinky promise - permitidos los anglicismos por la autora- con unos meñiques que ya no responden, atrofiados por el frío y el tiempo. Las otras solo parecen compartir progenitores e infancia.

Rita se encarga de narrar el abismo por el que todas ruedan en direcciones opuestas, utilizando la primera persona para el presente y la segunda para el pasado, ambos enlazados en una trenza de dos cabos: la narrativa del yo y el género epistolar o el te escribo una carta en mi cabeza. Así, arañando la edad adulta y dejando retazos de queratina como caminito para volver a casa, se adentra en la maraña de los recuerdos infantiles y adolescentes, tratando de encontrar las manos a las que un día se agarró para evitar ser arrollada por un camión. Encuentra confort en la odiosa personalidad de las chicas de la serie Girls y, sin darse cuenta de que también forma parte de este club, esnifa cocaína, tiene sexo con desconocidos en cuartos de baño y callejones oscuros y sisa dinero de la caja del bar donde trabaja con la complicidad de su superior. Mientras tanto se le escapan las falanges escurridizas de Lis, quien hiberna al modo de los murciélagos: no del todo ciega, pero percibiendo solo los blancos y los negros.

En Animales pequeños hay poco sentimentalismo para el torrente desbordado que supone un coming-of-age; las imágenes de un aborto crudo y espontáneo -la madre está segura de haber expulsado a una niña, un feto de cabeza desproporcionada con las manos tapándole la boca, autosilenciada desde antes de llegar a ser- o de un ambiguo abuso sexual son retratadas con cierta asepsia, una higiene quirúrgica que nos deja el corazón a medio suturar: el vacío existencial y la necesidad de ser amada propia de los años de juventud transmutan en culpabilidad, excesos, rivalidades y celos, pero también desembocan en la evidencia de una belleza dicotómica en la tristeza: ‘Yo creía que todas las personas tristes eran feas’, dice Rita; no haber conocido el desconsuelo relativo al paso de los años y a la acumulación de la experiencia enmascara inevitablemente su toque de lindura, hasta el día en que lleves ‘la pena echada por encima como una bata de estar por casa’; pero eso sí, una bata de seda suave, llena de encajes y volantes.

Con tal de mantener los niveles de adrenalina necesarios para la supervivencia más puramente natural, Rita perpetúa exiguos actos de rebeldía auto destructiva, incapaz de dejar de arrancarse las costras, de permitirse cicatrizar; entretanto, su antes amiga, ahora relegada voluntariamente al estatus de compañera de piso, va perdiendo agua hasta convertirse en una pasa adherida a la barbilla de su novio. No parecen tener ni ganas ni capacidad para el reencuentro; solo en una brecha momentánea, un punto de inflexión narrativo, ambas colorean en silenciosa cadencia y por segunda vez -la primera fue durante el vuelo que las llevaría a presenciar su propio desmembramiento- las siluetas de dos mapaches.

Que la amistad no es una diagonal ascendente si no un circuito cerrado lleno de picos y valles, el tira y afloja de una goma elástica, un mecanismo que nos acerca y nos aleja cual fuerza gravitacional incontrolable puede parecernos ahora una obviedad; aún así, el instante en el que la certeza se nos instala en el cuerpo es siempre una bofetada: el mordisco de un animal pequeño.

 

Texto para el número 231 de la revista Mercurio, 'Nuestros fantasmas'

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19 de marzo de 2025

'Vivir en zapatillas' de Pascal Bruckner (Siruela, 2024)

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La vida en zapatillas

 

La relación entre enfermedad y literatura o entre la inmovilidad y el arte es tan prolija como fecunda. Jorge Herralde me contó en una ocasión que gracias a la tuberculosis pasó un año leyendo a Sartre, y esa lectura le ayudó a articular el malestar que sentía ante una sociedad frente a la que tenía muchas cosas en contra. El editor cortó con los amigos de entonces y emprendió una nueva senda: “Me adecué a la parte más levantisca de mi tiempo, versus la parte más convencional, burguesa o directamente facha”.

Mucho me ha intrigado el efecto desatascador que produce la convalecencia. De pequeña, idealizaba esos balnearios donde se refugiaban autores como Màrius Torres, Salvat-Papasseit, Katherine Mansfield, Chéjov o Gesualdo Bufalino para calmar sus crisis con toses ensangrentadas. Desde el asma de Marcel Proust hasta la columna quebrada de Frida Kahlo, quedarse postrados en un lecho, expulsados de la vida activa –también de todas sus servidumbres–, entraña el paradójico acceso a una lucidez que se antoja incompatible con la vida frenética y competitiva.

En una reunión de amigas, todas ellas muy exitosas, les conté que empezaba a identificarme con el título del último ensayo de Pascal Bruckner, Vivir en zapatillas (Siruela), que analiza la tentación –y el peligro– de renunciar al mundo actual y achicarse. Todas me miraron raro, y ya no me atreví a confesarles que, desde hace un par de navidades, mi lista de regalos deseados ha sido colonizada por sábanas blancas de 300 hilos, calcetines de cachemir o zapatillas forradas con pelo de borrego. Toda una declaración de intenciones y certidumbres: ¿cómo concebir una ráfaga de felicidad sin el placer de sentirse a salvo con un libro y los pies ca­lientes?

La democracia liberal sigue en shock ante la acometida de un trumpismo desatado y sin complejos, que hace apología de la ignorancia y la grosería. Sin olvidar la vileza. Cierto es que, mientras unas deseamos andar en zapatillas por la vida, sin necesidad de pasar por un sanatorio, otros se calzan botas de escalar para dominar el vértigo en las escarpadas pendientes. La tentación de alejarse del debate público es recurrente, pero ¿quiénes adiestrarán a la generación que posee la llave de un futuro que ahora mismo es aún más fungible que el presente?

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18 de marzo de 2025
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Un hombre tranquilo

 

 

Este hombre tranquilo, sencillo y afable, que no encarna para nada esa imagen de poder palaciego que tanto hemos padecido en América Latina, es el presidente legítimo de Venezuela, ganador por una inmensa mayoría de votos de las elecciones del 28 de julio de 2024 que le robaron con brutal descaro, y ahora se halla en el destierro en España.

Nos encontramos por primera vez. Está sentado al fondo de esta cafetería de unos de los barrios de Madrid, donde hemos convenido vernos, y se adelanta con los brazos abiertos para recibirme. Edmundo González, quien nunca deja su humilde sonrisa, aparenta lo que realmente es, un diplomático de carrera, ensayista autor de varios libros, y profesor universitario de larga trayectoria.

Y como no pocas veces ocurre en un continente donde todo se trastoca, está aquí solo, sin asistentes, ni asesores, ni fanfarrias, después de haber derrotado en las urnas al dictador Nicolás Maduro con el 70% de los votos, según el recuento verdadero, avalado por el Centro Carter.

No puedo dejar de recordar, al abrazarlo, que hace muchos años, siendo estudiante, me senté también a compartir un café en San Isidro de Coronado, Costa Rica, con otro prócer en el exilio, el profesor Juan Bosch, uno de los grandes cuentistas de América Latina. Hablamos esa vez de dictaduras y democracia, y de literatura. Ameno y didáctico, todo el mundo lo llamaba el profesor. Tras la muerte del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo llegaría a ser electo presidente de la República Dominicana en 1962, también por mayoría abrumadora, sólo para ser depuesto 9 meses después por el ejército trujillista, que seguía allí.

Fraudes colosales, golpes de estado descarados. ¿Cuál es la distancia entre Trujillo y Maduro, salvo la del tiempo, pues han pasado más de 60 años y estamos en otro siglo? Ninguna. ¿Y la distancia entre Somoza y Ortega? Ninguna tampoco.

Y aún podemos ir más atrás. En 1947, el viejo Somoza, matrero consumado, como se hallaba impedido de reelegirse, organizó unas elecciones amañadas para que las ganara su candidato, el doctor Leonardo Argüello, quien le guardaría la banda presidencial para mientras reformaba la constitución. El fraude se consumó, pero su propio candidato, apenas se vio en el despacho presidencial lo destituyó del cargo de jefe del ejército. Él, a su vez, destituyó al presidente, que se fue al destierro. Fraude y golpe de estado en jugadas sucesivas.

Al año siguiente, en 1948, los militares venezolanos derrocaron al presidente constitucional, el novelista Rómulo Gallegos, electo 9 meses atrás, golpe que abrió paso a la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez.

Los presidentes democráticamente electos obligados al exilio, y las mafias armadas que consuman la burla, instaladas en los palacios presidenciales. Se quedan en espera de que el mundo se olvide del fraude, mientras dentro de las fronteras imponen el terror y el silencio.

Maduro confía en que la irrupción de Trump, al desordenar cada día que amanece el panorama internacional con chantajes y amenazas a sus propios socios y aliados, creando incertidumbres y zozobra, terminará por hacer que Venezuela pase a la cola de los temas que merecen atención. La normalidad de facto, que termina siendo, al fin y al cabo, lo que las dictaduras necesitan. Que las olviden, que nadie se ocupe de sus desmanes, que no se metan con ellas.

Más inquietante y perturbador para Europa es que Putin gane la guerra de Ucrania, una amenaza letal para su integridad, o el destino de la franja de Gaza y su población, clave en el futuro del Medio Oriente, que la permanencia de un dictador tropical, que, por muy torpe que sea, puede sobrevivir mientras tenga en sus manos las llaves del petróleo, y sus vecinos miren hacia otro lado.

Maduro tiene un sueño dorado, y es que, si las dictaduras y los gobiernos autoritarios se convierten en los mejores aliados de Estados Unidos, y Rusia en el socio preferente del gobierno de Trump, Putin pueda extender sus alas protectoras sobre él, sobre Ortega en Nicaragua, y hasta sobre Diaz Canel en Cuba; y en esta nueva repartición mundial de poderes, lograr que se les otorgue, a los tres, una patente de corso.

Mientras tanto, las cárceles seguirán llenándose de prisioneros, y los destierros se multiplicarán. Y el presidente legítimo Edmundo González, se convierte en otra de las tantas víctimas de la represión, que lo castiga a él y castiga a su familia, porque el orden legal no es sino mofa.

Su yerno, Rafael Tudares, me cuenta, fue secuestrado el 7 de enero de este año en Caracas, por paramilitares encapuchados y vestidos de negro. Sus dos niños, que los acompañaban, quedaron abandonados en plena calle cuando se llevaron al padre.

Toman de rehén a su yerno, para que él se calle. Es lo que le han mandado a decir. Despojado del triunfo legítimo que obtuvo, despojado de su patria, ahora quieren despojarlo de la palabra. Pero no todo lo pueden las dictaduras.

Contra la dignidad de este hombre tranquilo, nada pueden.

 

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12 de marzo de 2025
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La historia según Casandra

Atenas en invierno… La mejor estación para visitarla. Hay turistas, pero se trata de pequeñas hordas desnortadas. Aún no han llegado las masas con su poder de devastación y puedes tomar un café con cierta calma, mientras miras a tu alrededor. Esta vez llevo conmigo los libros de Ana Iriarte, que me ayudan a ver la Grecia de la antigüedad con ojos nuevos. Miro la Acrópolis, el ágora, el mercado, las calles industriosas, y retrocedo hasta la Atenas de Platón: a sus hombres, sus mujeres, sus niños, sus esclavos. ¿Un ejercicio de anacronismo? No; más bien un ejercicio de memoria, pues esas figuraciones del pasado que describen los libros de Iriarte están basadas en hechos y en textos concretos. No son una especulación novelesca. Veo en su mirada un equilibrio fundamental, que me permite acercarme a Grecia con amplitud teórica: la necesaria para respirar y abrir de verdad las puertas del pasado. Todo está cotejado y demostrado, pero la mirada se ensancha en lugar de cerrase. Iriarte expande la interpretación, poniendo en juego el pasado y el presente, y abriendo puertas. Es experta en localizar omisiones en el relato griego, y sabe en qué momentos estratégicos los griegos niegan la figura de la mujer. A veces la omiten cuando resulta más inverosímil: en el momento de la creación de una ciudad o del mundo. La creadora ausente de la creación, como vino a decir Nicole Loraux.

Ana Iriarte se educó en la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, donde la historia y la antropología estaban tan vinculadas que eran en realidad la misma materia. La historia se podía abordar como un conjunto de estructuras, en las que contaba todo: la paz, la guerra, el parentesco, los esclavos, el sexo, las presencias, las ausencias, los mitos, los ritos, la religión, la política, recorriendo todo el espectro formal del fenómeno. Y de esa manera, trabajó durante ocho años junto a Nicole Loraux, su tutora, si bien estilísticamente Iriarte es más expresiva que su maestra, y ya desde el principio evitó toda forma de barroquismo lacaniano. Es una excelente narradora, sin por eso quebrar las leyes de la ortodoxia universitaria, que acaba siendo una exigencia en el mundo en el que se mueve.

Mientras tomo café griego en un establecimiento decimonónico de la plaza Omonia, recuerdo su primera obra: Las redes del enigma. Es un libro sobre los vínculos de la mujer con la palabra enigmática, centrados en la figura de Casandra. Siempre he creído que en Ana Iriarte se trataba de una cuestión personal, además de general, y que veía en Casandra algo más que una profetisa obligada a vaticinar con acierto y a no ser creída. Ana veía en Casandra una metáfora de la condición femenina de cualquier época, y fundamentaba su visión en pruebas textuales, demostrando que el saber de los profetas griegos se basaba en una técnica que no era reconocida en las mujeres que se dedicaban al mismo oficio. Las mujeres no profetizaban sirviéndose de una gramática específica, ellas lo hacían guiadas por el frenesí, por la posesión, por el entusiasmo, según los antiguos griegos. Circunstancia que implicaba negar a la mujer un saber propio, acercando su figura a las dimensiones de la locura y al ardor de la posesión.

En Democracia y tragedia: la era de Pericles, su segundo libro, muestra la ciudad tal y como se representa en el escenario del teatro de Dioniso. Es el libro más próximo a las visiones de Nicole Loraux, pero Iriarte deja más claro que Loraux el vínculo entre teatro y democracia, dos sistemas de representación paralelos que solo se iluminan si atendemos a la relación especular que los vincula. En De amazonas a ciudadanos, su tercer libro, descodifica el poder masculino en Grecia, a la vez que cuestiona la historicidad del matriarcado vasco, si bien lo hace desde la premisa de que todos los pueblos acaban creando su propia mitología.

Su último ensayo, Feminidades y convivencia política en la antigua Grecia vivifica mi viaje de invierno por Grecia, porque destruye el tópico literario de la reclusión de la mujer, de su estatismo y su pasividad. Una revelación que también transforma el universo masculino. Ana Iriarte demuestra que las mujeres de la antigua Grecia llevaban una vida callejera bastante activa, y que en el hogar había mucha elasticidad en el reparto de espacios, de forma que hombres y mujeres frecuentaban con naturalidad los mismos lugares de la casa, alejándonos de la creencia de que las damas permanecían todo el tiempo en el gineceo. La división del mundo urbano entre un espacio interior femenino y un espacio exterior masculino queda desmentida tanto por el texto de Iriarte como por las representaciones pictóricas y literarias que la autora invita a ver. Revisando los textos canónicos, la autora muestra que, en muchos momentos, no era raro que el lecho conyugal estuviese habitado por las llamas del deseo. El reencuentro de Ulises y Penélope es la mejor definición de ese deseo tan carnal como definitivo.

Pienso en ello mientras me pierdo por calles populosas y calles desiertas, en el lento y enrojecido atardecer. Iriarte me ayuda a reconocer la doble negación de la mujer griega que se ha observado en los historiadores y los escritores, proclives a mostrar una imagen sencillamente absurda de la feminidad helena. El problema de visiones tan erradas es que le quitan mucha viveza a la historia. Si te hacen creer que las mujeres no podían salir a la calle, llega a ti una imagen muy pobre de la ciudad. Acercarse a Atenas desde este libro es ver una explosión de vida plural, es ver otra Atenas, me digo a mí mismo cuando me acerco al Mercado Central, de aspecto oriental y pródigo en toda clase de artículos: cientos de corderos despellejados, toneladas de pescado

fresco, frutas de la tierra… Las voces de mezclan, se agreden, se elevan a mi alrededor como en un coro en el que destacan los timbres femeninos. Salgo del mercado por la calle Eviripidou, y me dejo envolver por la fragancia de las especias y las voces femeninas ofreciéndome azafrán, espliego, canela. ¿Fue siempre así? El libro de Iriarte nos indica que el antiguo mercado de Atenas estaba gobernado por las mujeres. Algunas de ellas pasaron a la historia. O a una historia que quedaba en la penumbra de lo indefinido, y que solo ahora empieza a iluminarse con verdadero contenido y verdadera materia: la de la vida misma, con todo su colorido, con toda su grandeza.

Feminidades y convivencia política en la antigua Grecia es un libro que también resulta clave para ahondar en el proceso antropológico que ha ido caracterizando a nuestra sociedad, ya desde la invención del “individuo ciudadano”, que tiene como origen la figura del páter o “sujeto social” con todas sus prerrogativas diferenciales y todas sus potestades, y sobre el que se va a apoyar la democracia. Iriarte muestra que el tapiz deseante de Atenas se rompía por muchas partes, dando cabida a formas de identidad sexual que iban más allá de la dicotomía hombre/mujer. El culto al deseo en Grecia, así como la búsqueda del placer, fue mucho más plural de lo que creemos. Para empezar, el homoerotismo y la heterosexualidad confluían a menudo armónicamente, configurando un mundo de múltiples sexualidades que recuerda más nuestro presente que nuestro pasado cristiano.

Está oscureciendo cuando dejo atrás las inmediaciones del mercado y me sorprendo en medio de una calle por la que pululan los travestís. La noche se llena de figuraciones andróginas bajo las luces cetrinas y rojas, entre música desfalleciente y palabras resbaladizas. ¿Algo nuevo? No. El libro de Iriarte obliga a abrir la mirada a formas de sexualidad intermedias, flotantes y desconcertantes, que se desplegaban en la antigua Grecia, por el ancho espacio que dejaban las fronteras entre la masculinidad y la feminidad canónicas y, por otro lado, va indicando cuáles fueron los modelos que se irían imponiendo entre nosotros.

La selección de textos con la que Iriarte cierra el libro me permite ver cómo la “ideología griega” se abrió a planteamientos igualitarios, a matrimonios llenos de deseo que aspiraban a la “fusión integral”, a la revocación de los espacios domésticos demasiado encorchetados, a los vínculos entre matrimonio y polis, al planteamiento de formas de divorcio igualitarias, a la emergencia de todas las formas de sexualidad, y a la aparición periódica de mujeres que negaban los repartos hegemónicos de los roles sexuales, sociales y hasta militares.

Iriarte me informa del continuo juego de negación/afirmación de la naturaleza femenina que caracterizó la mirada política griega, así como sus deslizamientos y sus fronteras, cuya perfecta exposición me obliga a un continuo ejercicio de reflexión. En sus momentos más conclusivos, señala que, de todos los modelos que flotaban en la seda social, solo triunfaría y se afianzaría el más duro, vinculado al poder del páter, quizá porque ideologías posteriores reforzaron lo que ya estaba ahí, dándole aún más atribuciones y potestad. Pocos libros he leído tan esclarecedores sobre Grecia, y a la vez tan oportunos como el que acabo de comentar.

El día de mi partida de Atenas, me acerco al teatro de Dioniso, pisando con emoción en las piedras que tantos pisaron antes que yo. Bajo el sol de invierno me detengo ante el círculo mágico, y dejo volar mi imaginación. De pronto, empiezo a escuchar el rumor del público de la antigüedad, cuando llega la escena culminante de la tragedia Agamenón de Esquilo. Casandra proclama que el rey va a ser asesinado, en un lenguaje sincopado y exclamativo, como si estuviese en trance:

–¡Morada detestada por los dioses! ¡Cómplice de crímenes y suplicios innumerables! ¡Degollación de un marido! ¡Suelo humedecido por la sangre!

Pero Agamenón no la oye; ha sobrepasado las puertas del palacio y avanza hacia la muerte. Desde el principio, Ana Iriarte vio en Casandra una clave de la historia, vinculada a la desconfianza que provoca la palabra de la mujer. Nadie mejor que Casandra representó ese papel en la mitología griega. Iriarte nunca ha dejado de lado a Casandra. Es una figura totémica que le cuenta al oído la historia. Y claro, la historia en voz de Casandra es otra historia.

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10 de marzo de 2025
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Endemoniados en Morella

Cuando el erudito y profesor Sergio Beser (1934-2010) nos invitó a comer, en su casa de Morella sonaba el disco Lágrimas negras, con Bebo Valdés y Diego el Cigala. Era marzo de 2004. Semana Santa. Mucho ha cambiado la estimación pública del cantante, pero la imagen que recuerdo no encerraría tantos significados sin la melancolía que desprendía su voz en aquel disco. De hecho, era la encarnación de la melancolía en un salón vacío de una confortable casa de pueblo mientras el anfitrión acababa de preparar la pasta para un amigo venido de Londres al que hacía varias décadas que no había visto y su acompañante.

Por los motivos o cálculos que sean, los algoritmos me han devuelto algunas de las canciones de ese disco en una plataforma digital de reproducción de música. Tal vez sean los mismos motivos que me llevaron a abrir una caja todavía intacta desde la última mudanza. Allí encontré Tres días con los endemoniados, de Alardo Prats y Beltrán, recuperado en una edición de Ad litteram de 1999. No lo leí cuando Sergio Beser me lo regaló durante la visita a Morella en marzo de 2004.

Alardo Prats y Beltrán (1903-1984) trabajó en periódicos como La Libertad o El Sol. Tras la Guerra Civil, en su exilio, pasó por Francia y La Habana hasta que se estableció en México. En Tres días con los endemoniados, Prats y Beltrán describe su viaje desde Madrid a "tierras del Maestrazgo", al Santuario de la Virgen de la Balma, en la población de Zorita. Desde antes de iniciarlo, se muestra escandalizado por el poder de la superstición, el fanatismo y el analfabetismo que provocan que todavía en 1929 se hable de endemoniados. Y que se organicen rituales para liberar a los posesos. Y que los rituales convoquen a miles de personas en una verdadera celebración tan macabra como liberadora.

A lo largo del libro, el atónito narrador cuenta los ritos de exorcismo que llevan a cabo las "caspolinas", temibles mujeres procedentes en su mayoría de la localidad de Caspe, capaces de ahuyentar al maligno atando lacitos en los dedos de los poseídos. Además, someten a sus clientes a tocamientos y zarandeos que el pudor no siempre permite reproducir ni detallar al periodista.

Los endemoniados beben una execrable mezcla de agua bendita –extraída de una pila en la que miles de personas han introducido sus dedos con anterioridad– y puñados de tierra sagrada. Mayoritariamente, los endemoniados son mujeres, aunque tampoco faltan los niños a los que las multitudes les gritan que mejor habría sido que no hubieran nacido. Las mujeres se retuercen en el suelo, gritan y se desgarran la ropa. Superan en poco los treinta años. Algunas son observadas por los maridos a distancia mientras las caspolinas realizan rituales por las que algunas han acumulado verdaderas fortunas. Me pregunto hasta qué punto algunas de las endemoniadas podrían compartir diagnóstico con las pacientes de Freud, cuántas de ellas eran melancólicas. En la Balma, las mujeres dejan que les supere su angustia, sus gritos son el centro del espectáculo que es motivo de una verdadera romería de más de 10.000 personas que por la noche llenan de pequeñas hogueras las montañas del Maestrazgo. Asegura el periodista que en esos fuegos reside ciertamente la amenaza de la posesión del maligno.

Cuando los rituales, ofrendas, exvotos y procesiones en el santuario acaban, todo el mundo regresa a su casa, a sus pueblos de Castellón, Teruel o Tarragona. Muchas mujeres han conseguido dejar atrás a los demonios gracias a las caspolinas. El libro está ilustrado con fotografías firmadas por J. Pastor. No están, sin embargo, los testimonios de las mujeres y los niños volviendo a sus quehaceres habituales. Algunos llevaban poseídos tres, cuatro o cinco años. Sería reconfortante saber cómo se vive sin los demonios, cómo se recupera el ánimo y la voluntad para que de nuevo la comunidad vuelva a verlos como personas limpias, renacidos que ya nada tienen que ver con quienes se retorcían en la cueva de la Balma después de beber agua bendita mezclada con tierra sagrada. Saber qué queda de la melancolía.

Alardo Prats y Beltrán acaba el libro dando fe de su exacerbación y de la objetividad de su testimonio "después de haber permanecido tres días en esta montaña de las pesadillas viviendo un monstruoso sueño de locura".

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6 de marzo de 2025

'Despejado', de Carys Davies (Libros del Asteroide, 2025)

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Carys Davies y los últimos ecos de un mundo perdido

Todavía quedan rastros de un oscuro capítulo de la historia escocesa en las Tierras Altas y sus islas. Esqueletos de piedra de las comunidades rurales que durante las clearances (desalojos, expulsiones) fueron despojadas de sus tierras, que habían cultivado durante generaciones, porque los terratenientes, para aumentar su rendimiento, quisieron dedicarlas al pastoreo. Aquello supuso, entre los siglos XVIII y XIX, una hemorragia demográfica -la emigración forzada al sur o al extranjero- y la destrucción de una cultura y una lengua, el nórnico.

La galesa Carys Davies solapa estas circunstancias con la Gran Ruptura en la iglesia escocesa, ocurrida en 1843, año en el que se desarrolla la trama de Despejado. Entonces un grupo significativo de ministros se rebelaron contra el sistema de patronazgo por el que esos mismos terratenientes escogían a quienes dirigían las parroquias en sus propiedades. La disidencia les supuso también la expulsión y la pobreza.

Uno de esos clérigos rebeldes, John Ferguson, será enviado, a cambio de una retribución, a una remota y minúscula isla, entre las Shetland y Noruega, para desalojar al último residente, Ivar. Tiene un mes para hacerlo, cuando el barco que lo llevó lo traiga de vuelta. Sin embargo, el encuentro es un tanto accidentado, pues Ferguson, no muy preparado para el lugar, cae accidentalmente e Ivar se lo encuentra tendido "pálido y brillante a la luz del sol" como "una enorme medusa".

Será la cura del recién llegado lo que iniciará una amistad improbable y un acercamiento al lugareño a través de la lengua que habla y que no entiende del todo. Recopila esas palabras, recipientes de la idiosincrasia del lugar, especialmente rica y variada en la descripción de los matices del mundo natural: "rugido del mar, especialmente cuando cambia el viento" (fester), "niebla ligera, especialmente con claros, a través de los cuales se ve el azul del cielo" (groma), etc.

Despejado explora el poder de la lengua, el vínculo entre extraños en un territorio aislado y el anhelo de pertenencia. Un objetivo ambicioso que se queda corto en cuarenta y dos breves capítulos. Lo sublime y la emoción solo asoma puntualmente. Tal vez es pedir mucho a dos seres humanos en treinta días, porque además de trabar amistad, Ferguson, recordemos, ha ido allí para convencerlo de que abandone la isla. El "registro" lexicográfico, supuestamente el puente entre dos mundos, acaba diluyéndose sin dejar un poso convincente.

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6 de marzo de 2025
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El Boomeran(g)
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