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Vidente

Sabía que Carlos Alcaraz iba a derrotar a Jack Draper en los cuartos de final del Masters 1000 de Roma por un confortable 6-4, 6-4. Lo supe ayer en uno de esos momentos de extrema lucidez, antes frecuentes y en la actualidad sumamente escasos. Cruzaba rápido la Avenida Oroel por el paso de peatones situado frente al convento de Las Benitas cuando, tras un episodio de tormentas, se abrió de improviso el cielo y vi claro el resultado, aunque no estuviera en ese instante pensando ni mucho menos en el tenis, sino en los términos en que era razonable que me dirigiera al público en el inicio del pregón que pronunciaré el 31 de mayo en la Feria del Libro de Zaragoza. Han pasado muchos años desde 1968, cuando Joaquín Marco Revilla, mi editor de La hora oval y mi profesor en la Facultad de Letras de la Universidad de Barcelona, entusiasta seguidor entonces de todos los recovecos de mi biografía, me preguntó, aparentemente muy interesado, sentados uno frente a otro en el jardín de su casa de aquel barrio sencillo de la parte alta de la ciudad, cómo conseguía ganar siempre al póquer, y a mi respuesta de que, a menudo, tenía la visión exacta de los naipes que se iban a servir del mazo, respondió con una carcajada a la vez estentórea y terrorífica. Incomoda, siempre se ha dicho, al hombre corriente, la proximidad del genio.

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19 de mayo de 2025

Tomás March

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Elogio del hombre afable

 

El mundo cada vez más acelerado de hoy olvida; abandona la meditación y la cordialidad. Un observar tranquilo y relacionarse con los demás mediante la educación, el respeto y un buen ánimo son, en cambio, las mejores cualidades del ser humano moral. Constituyen el carácter afable, y no es fácil encontrarse con personas que lo posean. Una de ellas se ganó mis respetos y cariño, mi lealtad como amigo también, y acaba de dejarnos. Tomás March, «joven», muy querido, a quien los lectores ubicarán entre Valencia y Sevilla, con incursiones artísticas en Madrid y por las playas mediterráneas de Benicàssim.

Digo joven de Tomás March, a pesar de sus setenta y pocos años, porque siempre se sintió como tal en su forma de vivir y comprender el mundo. Tomás pertenecía a la generación que propuso la batalla cultural del último tercio del siglo XX, tolerante y abierta, feminizada y alegre, liberal de espíritu y libre hasta donde se podía. Humanista. Fue joven estudiante de Filología Inglesa junto a quien iba a ser su compañera de por vida, Salomé Cadenas; con ella abriría un bar bohemio en los callejones de la calle de la Paz, «la calle más calle que he visto nunca» según le dijo Luis Cernuda a Gil-Albert asomado a uno de sus balcones . No era un local cualquiera. Rodeado de tascas castizas donde se tapeaba con patatas bravas y cañas desventadas, su Café Malvarrosa, lejos del mar, emulaba en la escala valenciana a los cenáculos de tertulias intelectuales y artísticas que marcaron la época anterior a las masas.

El Malvarrosa de Tomás y Salomé, y también de Toni Moll más tarde, no era el Gijón matritense, ni la Rotonde ni el Flore parisinos o els 4 Gats o el Almirall del modernismo barcelonés. Pero en su atmósfera de la Valencia de entonces era una ínsula de Barataria, dedicada a los gustos de sus promotores centrados en la poesía, la pintura, el flamenco y la tauromaquia. Tomás March siempre fue fiel a tales disquisiciones estéticas. Se convirtió incluso en editor. Por aquel Café Malvarrosa deambulaban a deshoras el maestro Paco Brines, los quites taurinos del poeta Carlos Marzal o Pepe Cardona el Persa, quien igual leía en voz alta a Paul Auster que recortaba papelitos bajo premisas kirigami. También la melena rojiza de Carmen Alborch o el collagiste Alberto Luna. La tribu de aquel café respondía a la nueva vanguardia de la ciudad.

En los 80, Tomás March abandonó la barra y las mesas de mármol y hierro forjado por una galería de arte contemporáneo en el jardincito de una calle de la antigua Xerea, la judería medieval. Como si fuera un pedazo de interior urbano berlinés, fecundó la galería Temple, inaugurada con una exposición de Xavi Mariscal, el compañero de viaje dibujante en aquellos años de Miquel Barceló. El cartel original de Mariscal en la Temple, abril del 83, se ha reimpreso como pieza de culto. Y no mucho después llegó Arco, la feria que propulsó Juana de Aizpuru y a la que March se entregó en cuerpo, alma y amistades.

Ya como Tomás March en solitario, con Xisco Mensua, Manuel Sáez, Toni Domènech, Gerardo Sigler o Ana Prada en la formación de la galería, perdido Miguel Ángel Campano para siempre, se convirtió en epicentro de la feria del arte y de su siempre controvertido comité de selección. La «cuadra» de Tomás acogió también a los artistas sevillanos y andaluces de los 80 y 90, de Chema Cobo a Curro González, de Rafael Agredano y Fede Guzmán a Pedro G. Romero, no en balde nunca faltaba a la Semana Santa sevillana de la que vivía empapado o a alguna de las gigantescas corridas de la Maestranza, la caverna sagrada de los toros y sus silencios.

Junto al inseparable Norberto Dotor, el art hunter de la galería Fúcares en Almagro; de Juan Riancho, de la santanderina Siboney, o de Rafael Ortiz y Rosalía Benítez, de Sevilla, solían ocupar una de las «plazas» más representativas del pabellón 2 de Arco. Tomás March abría el primero y cerraba el último, acogía a todos mientras desprendía su buen humor de siempre. Y aunque pudiera departir una vez con Leo Castelli, para cenar era asiduo del Bogotá en la calle Belén de Chueca, el favorito de la vecina Aizpuru también. Y de allí a la tourné de la Gran Vía madrileña: Chicote, De Diego y el Cock, acodados ante la chimenea sin fuego del bar más memorable del país. Tomás era un fumador empedernido y bebedor social. A pesar de llevar siempre un gin-tónic en la mano jamás le vi perder la cabeza ni la lengua o la bonhomía. Y aguantaba hasta el final, la hora del cierre y un par de minutos más, como si fuera un pedernal, siguiendo las afiladas invectivas de Ricardo Meneu y las hermosas risas de Nieves Grau, al modo de una columna que sostuviera la sociabilidad de lo moderno español.

Con Tomás March organizamos algunas exposiciones inolvidables en el Club Diario Levante, artistas que él se encargaba de descubrir. Fue mi guía durante algunos años en ese mundo conspicuo de la contemporaneidad. Lo del flamenco y la tauromaquia me venía grande, prefería el fútbol. Él, en cambio, fue socio pionero del Valencia Basket de Juan Roig, al que valoraba con aprecio, y en su compañía acudí alguna vez al pabellón de la Fuente de San Luis, donde saludaba afectuosamente a casi todo el mundo. Tiempo después, su hija Salomé March, le llevaba de visita por los locales de música electrónica e indie, recordando los tiempos en que escuchaba por Biniaraix al hijo más pequeño de Robert Graves, Tomàs Graves y su sobrasada folk. También le hice de proel en su barquito de vela, el snipe, un delicioso verano solleric, disfrutando como niños.

Nunca perdió la media sonrisa, ni en los momentos dolorosos, que los hubo. La llevaba puesta, como la calma, en cuanto salía de casa. Hablé con él la última vez el miércoles día de Sant Jordi, quedamos a comer para la semana siguiente, con el mapa de Sevilla en la mano. Bromeamos sobre la mala salud de hierro tras su parkinson, que no le impedía acudir a todas las mascletás de las Fallas. Siempre afable, siempre gozoso, epicúreo. Murió en la madrugada siguiente. De madrugá, como insinúa un inexistente canon del ser. Tomás March es el mejor ejemplo que conozco del estar que existe fuera de sí, para los demás, criado en la juguetería familiar de la plaza del Ayuntamiento, su dasein, un atributo alemán.

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16 de mayo de 2025

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El mundo en un vinilo

Sin compararnos con los preparacionistas y sus kits de supervivencia para encarar la llegada del apocalipsis, los conspiranoicos que en todo atisban manos negras o los desconfiados de que cualquier tiempo futuro sea mejor, lo cierto es que nos embarga una sensación de colapso. Parece que nuestra cabeza, e incluso nuestro mundo, estén abarrotados como el buzón del correo, a punto de bloquearse. “No más acontecimientos históricos”, suplican algunos ciudadanos que sienten un pavor inclasificable. Cuanto más exaltamos los placeres sencillos, más sofisticada se pone la inteligencia, de forma que lo artificial parece poder superar gran parte de las limitaciones humanas, excepto la estupidez.

Tantos debates estériles sobre energía, seguridad o aranceles nos distraen de un vacío que se agiganta. Entre mis amigos ha regresado la fantasía del pueblo, el huerto y las gallinas, una tendencia que siempre inspira más a los urbanitas que a los nativos rurales. Porque esa idealización del pan recién horneado y las sombras frescas en los empedrados esconde los hedores porcinos y la visión inclemente del campo yermo.

Desde hace algunos días he encontrado una chispa de alegría en los vídeos de una tienda de vinilos del Mercado de las Pulgas de París. Las paredes, cubiertas de portadas que nos recuerdan lo jóvenes que fuimos, acogen a sus visitantes que eligen viejos elepés mientras se mueven al ritmo de Lisa Stansfield o Womack & Womack. Por un instante, se borra toda marca de los pequeños dolores que se inscriben en el ánimo y ese cuchitril se convierte en un santuario de felicidad.

No hay un gesto de dimisión en el acto de comprar una radio de pilas –glorificadas por el apagón–, un tocadiscos o una máquina de escribir sino de autosuficiencia. Nos hemos hecho dependientes de una comodidad incómoda, y hasta pretendemos que el mando a distancia gradúe la intensidad de nuestras vidas como un medicamento regula la serotonina cada vez más insatisfecha.

Yo había olvidado cuánta dicha cabe en un vinilo mientras la aguja surca el disco negro y de repente tropieza con esa raya que nos hace recordar cuán imperfectos somos. Fluir es un verbo de moda que anula el compromiso. Girar, en cambio, es un desafío constante que abraza los temblores del alma y del cuerpo. Deja que suene la música.

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15 de mayo de 2025
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Tía Pilar

Mi infancia transcurrió en la Derecha del Ensanche, esa parte de la ciudad de Barcelona habitada entonces por una burguesía, reaccionaria, claro, pero menos que la menestralía y, en general, la pequeña burguesía de los barrios de Gracia y Horta. Nuestra vivienda, un enorme piso, situado en la casa de propiedad familiar paterna, un chaflán de la avenida José Antonio con la calle Gerona, albergaba, repartida en varias de sus plantas, una buena parte de la nutrida nómina de primos, tíos y demás siniestra parentela.

Quizá, uno de los más conspicuos miembros del clan era Tía Pilar, de hecho mi tía abuela Pilar, una devota mujer cuya única actividad conocida era asistir a determinados oficios religiosos en la iglesia, abierta al público, del convento de las monjas Reparadoras, Las Reparadoras, contiguo a nuestra casa. De niño, ya muy observador, pronto me llamaron la atención las continuas paradas de tía Pilar en su recorrido de ida y vuelta del portal de casa al portal de la iglesia, paradas que pudieran explicarse por su disminuida capacidad motriz, pese al auxilio del bastón, pero que una observación minuciosa arrojaba un singular resultado: las paradas de tía Pilar eran específicas, tía Pilar sólo se detenía ante los pocos coches estacionados junto a la acera; tía Pilar estudiaba las matrículas, era una fanática de la lectura de los números, investigaba cuál era la progresión, el aumento de matriculaciones, lento pero seguro, de los vehículos con el distintivo provincial B; como catalanista acérrima, sentía un placer orgiástico al atestiguar el incremento.

Yo, esta mañana, de vuelta de la visita diaria a los contenedores para echar la basura, única actividad al aire libre que, en la actualidad, practico, me he sorprendido deteniéndome ante los coches estacionados, muchos coches en los tiempos que corren, deteniéndome, digo, con la esperanza vana, a día de hoy, de hallar ya por fin alguno con la matrícula encabezada por N, la M demasiados meses señoreando el universo de las placas al disminuir las ventas, quizá por la crisis económica y las dudas de los potenciales compradores ante la oferta de nuevos coches chinos y el lío de los eléctricos, híbridos y atmosféricos.

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12 de mayo de 2025
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Margaritas sin Fausto

 

Fausto, el héroe de Goethe no se conformó con la sabia humanización del tiempo (evocada en la columna anterior) consistente en hacer posible la existencia de espacios de intersección que permiten prolongar los vínculos de palabra entre las generaciones, y se propuso simplemente vencer al tiempo, modificando en la propia persona el sentido de su flecha. Sabida es la consecuencia de tal desafío: Fausto queda excluido de la relación cabal con los otros humanos (la cual pasa por compartir el sentimiento coral de finitud) arrastrando en su destino a Margarita.

En la transcripción operística realizada por Gounod, Margarita, burlada, maldecida y sin fuerzas para asumir una nueva y terrible vuelta de tuerca en su calvario, mece en sus brazos el cadáver de su hijo, engendrado por Fausto, esperando en su desvarío que el cuerpecito responda a su canción con balbuceos o entreabriendo sus ojitos. Imagen punzante de imposible respuesta a un gesto humano, imagen que se reitera hoy en nuestras ciudades, cuando una mujer saca de su cochecito un caniche adornado y, tomándolo en sus brazos, lo balancea con la delicadeza y la ternura que, a todas luces, ni el destino, ni sus congéneres humanos, le han brindado a ella.

Margaritas sin Fausto que pueblan calles y terrazas sin alma de urbes europeas, las cuales, sin embargo, son mirífico faro para millones de desheredados provenientes de todos los puntos de la tierra, cuyo destino (de acceder a ellas y lograr afianzarse) será quizás ocuparse del can envejecido y a la par empujar la silla de la Margarita que perdura acompañada por un ser meramente vivo pero excluida de todo lazo mediado por la palabra.

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12 de mayo de 2025

'Calle Londres 38' de Philippe Sands. Anagrama, 2025

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Philippe Sands y el final de Pinochet: el poder literario de la justicia

¿Se puede ser un dictador jubilado? En 1998, Augusto Pinochet era lo más parecido a eso. A sus ochenta y dos años se paseaba por una gran capital occidental Londres como un pensionista distinguido: comía en restaurantes de lujo, iba de compras, hojeaba libros en la Hatchards, en Piccadilly, y aprovechaba para someterse a una operación de espalda. Por si fuera poco, posó para una sesión fotográfica y concedió una entrevista a The New Yorker, firmada por un biógrafo de Che Guevara (Jon Lee Anderson, Anagrama, 2010).

Fue una excepción inusual, fruto de la insistencia de su hija: si la gente entendía mejor a su padre, lo difamarían menos, argumentaba. El retrato muestra a un hombre sereno, vestido de civil, con el cuerpo ligeramente girado hacia la cámara y una mano apoyada en la mesa. Frente a él, cuatro copas de cristal destacan en una escena dominada por el claroscuro. Parece una imagen decimonónica de poder, si no anterior. Su rostro, sin embargo, permanece inescrutable.

¿Qué dictador se reconoce como tal? Ninguno. Prefieren otros títulos: caudillo, líder, duce.... Algunos incluso celebran elecciones. Pinochet, entonces, se definía a lo sumo como un ex "aspirante a dictador", pues, decía, "la historia enseña que los dictadores nunca acaban bien". Así respondía desde la atalaya de su inmunidad. Hasta que, al día siguiente de su intervención quirúrgica, lo arrestaron en la habitación 801 de una clínica privada. Era la primera vez que un antiguo jefe de Estado era detenido en otro país por un crimen internacional, como subraya Sands.

Reivindicar el Derecho

El retrato de Pinochet del New Yorker es una de las muchas imágenes que ilustran el último libro de Philippe Sands (Londres, 1960), que se lee como colofón de un tríptico formado orgánicamente junto a Calle Este-Oeste y Ruta de escape. Lo es porque están atravesados por el genocidio de la Alemania nazi y por la forma en que el Derecho Internacional ha respondido a los crímenes de lesa humanidad, y porque muestran cómo muchos criminales lograron seguir con sus vidas impunemente, en Europa o en otros "refugios", ampliando así el retrato de la atrocidad hacia simpatizantes y cómplices. Pero lo es también porque Sands reivindica el Derecho en literatura como una lente a través de la cual reflexionar sobre la condición humana, la culpa y los estragos del poder cuando este pisotea los derechos humanos.

En este caso, centra su atención en Walther Rauff (1906-1984), oficial de las SS que consiguió abandonar Europa y recaló en Santiago de Chile, y más tarde en Tierra del Fuego, tras pasar por Quito, donde frecuentó a un grupo de oficiales chilenos destinados en Ecuador, entre ellos Pinochet. Las credenciales de Rauff eran las de un Schreibtischtäter, o "criminal de escritorio". Entre sus contribuciones, la aceleración del Holocausto por balas en Europa del Este, mediante el uso de furgones manipulados para que los gases emitidos fueran inhalados por la carga humana hasta provocar su muerte en pocos minutos -es probable que familiares de Sands fueran asesinados mediante este método, tras su deportación al gueto de Lódz-, así como la primera deportación de judíos italianos a Auschwitz.

Sands traza así tres líneas paralelas que en ocasiones se cruzan en un océano de datos, declaraciones, documentos y pistas, por el que guía al lector con el rigor del jurista que rehúye la divagación libérrima del novelista: el litigio por la extradición de Pinochet impulsado por Baltasar Garzón, la vida de Rauff en Chile y su posible implicación en la represión de la dictadura militar, y la propia investigación de Sands, tanto sobre el terreno -a veces siguiendo los pasos de Chatwin- como en archivos, entrevistando a todos los testigos, participantes y víctimas posibles. Un laberinto complejo que Sands recorre con pulso firme, aunque a veces el ritmo se vea algo lastrado.

Es entonces cuando el lector debe recordar la importancia de establecer los hechos y de no dar rumores o pruebas posibles por buenos o irrefutables. "El presente relato no es una versión completa, ni la única posible", advierte Sands en el prólogo. Aun así, es gracias a esta minuciosidad y a su empeño -la conexión familiar antes mencionada no es la única razón- que salen a la luz hechos hasta ahora no probados, como la implicación de Pinochet en la Caravana de la Muerte o la existencia del dosier elaborado por la embajada chilena que instruía sobre cómo escenificar deterioro de salud y demencia.

La memoria de la literatura

Calle Londres 38 es la dirección santiaguina que da nombre al título, antigua sede del Partido Socialista de Chile convertida en centro de detención y tortura de opositores tras el golpe de Estado. Es parte de una "siniestra geografía" por varios continentes y épocas, pero centrada en el extremo del cono sur americano: el genocidio selknam, la colonia de cristianos alemanes -centro de pedofilia y tortura de presos políticos (véase Colonia Dignidad, 2020, Netflix)- o los campos de Isla Dawson, un "Auschwitz en miniatura" por su diseño.

Más que un intento de retratar a criminales, lo que deja una huella más profunda es la cadena de complicidades, encubrimientos, consentimientos tácitos y permisividad que los rodearon. Rauff, no lo olvidemos, falleció de muerte natural, como Pinochet, sin haber sigo juzgados ni extraditados, gracias al mismo sistema de garantías que ellos habían despreciado. ¿Qué justicia queda cuando un país no quiere, no puede o no se atreve a sentar en el banquillo a sus propios criminales o ampara a otros por simpatía ideológica? ¿Qué trampas esconden las reconciliaciones en nombre de la convivencia? ¿Y la inmunidad?

Sands realiza un ejercicio notable de claridad al desentrañar procedimientos enrevesados en los que se intenta encontrar una coherencia interna entre ordenamientos jurídicos nacionales, tratados internacionales, acuerdos bilaterales y las leyes vigentes en el momento de los crímenes. Y, a veces, la diferencia la marca una pequeña omisión: como la que permitió a Garzón enviar su solicitud de extradición a Londres, amparándose en la definición de genocidio que los juristas franquistas introdujeron en el código penal hasta 1971, según el Convenio de 1948.

Si algo sobrevuela este libro más que en los otros dos títulos citados es un elogio a la literatura (chilena) como vía de restitución y justicia. A veces, la única capaz de mantener viva la luz de la memoria cuando nadie quiere avivarla. Solo con ella puede cumplirse la condición que escribió el jurista italiano Cesare Beccaria en 1764, y que Sands escoge como epígrafe: "La persuasión de no encontrar un palmo de tierra que perdonase los verdaderos delitos sería un medio eficacísimo de evitarlos".

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6 de mayo de 2025

Caída del muro de Berlín en 1989

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Desde el fondo del abismo de la historia

 

Hace medio siglo emprendí el camino que de manera ritual hacen a Europa los escritores latinoamericanos en ciernes, sólo que mi destino fue Berlín, y no París, o Barcelona, como era usual entonces. Tenía treinta años y un cargo burocrático muy prometedor en Costa Rica, recién electo secretario general del consejo de universidades de Centroamérica; pero creía firmemente que mi destino era la literatura, de modo que en 1973 renuncié al puesto y acepté una beca del programa de artistas residentes de Berlín Occidental, que convocaba a artistas plásticos, George Hamilton y Edward Kienholz ese año, y cineastas, músicos, escritores de todas partes del mundo, entre ellos no pocos de Europa Oriental, la que entonces se hallaba del otro lado del “telón de acero”, entre ellos mi amigo el poeta Marin Sorescu de Rumanía, ya muerto.

Mi primera experiencia de Europa fue la de vivir en una ciudad partida por el muro levantado en 1961 por el gobierno de la República Democrática Alemana, el país creado tras el final de la segunda guerra mundial en el territorio que había tocado a la Unión Soviética en el reparto; un muro que, a su vez, trazaba una línea divisoria entre dos mundos opuestos, y dos maneras radicalmente diferentes de concebir la vida, la sociedad y a los seres humanos.

Parte de esa experiencia era explorar el otro lado, Berlín Oriental. ¡Cuidado, está dejando usted Berlín Occidental! Sarro sobre el rótulo donde se hallaba escrita la advertencia, esqueletos de edificios, ventanas clausuradas con tablones, puertas tapiadas con ladrillos, calles partidas por la mitad, paredes aún enteras en pie como un decorado de teatro, las mujeres que se asomaban a los balcones de los edificios grises a cada lado para mirarse de lejos; en el baldío junto al muro, la tierra de nadie, la cerca de obstáculos en cruz, las torres de vigilancia, y el muro como el largo convoy de un tren de carga detenido para siempre en las vías, pintarrajeado del lado occidental por manos anónimas, y marcado por las cruces que recordaban a quienes quisieron atravesarlo y perecieron rafagueados en el intento.

 La caída de ese muro en 1989 representó todo un cataclismo geopolítico que volvió a cambiar la geografía, como había ocurrido en 1945 en Potsdam, y los países de Europa Oriental fueron siendo atraídos hacia la entidad que conocemos hoy como la Unión Europea, incluidas varias de las repúblicas que formaron parte de la Unión Soviética, que no sobrevivió a aquel cataclismo. Pero, aún reducida geográficamente, resurgió la de todas maneras inmensa Rusia imperial, con un nuevo zar que revive la ambición hegemónica frente a occidente en Ucrania, la nueva frontera divisoria en disputa.

Dos años intensos y aleccionadores vividos en Berlín Occidental, una ciudad que, siendo una isla dentro del territorio de la RDA, funcionaba como un brillante escaparate de las virtudes de occidente, y también de sus miserias, en medio de los fuegos artificiales de la guerra fría; la vieja ciudad trepidante de la república de Weimar que prefiguraba la Metrópoli distópica de Fritz Lang, y patente en la novela Berlín Alexander Platz de Alexander Döblin, y en las pinturas expresionistas de Max Beckmann o Ernst Kirchner; la ciudad luminosa y perversa en cuyo centro, atravesado por el muro, aún crecía la hierba entre las ruinas del Reichstag, y que resucitaba en la película Cabaret, basada en la novela Adiós a Berlín de Christopher Isherwood, en cartelera en los cines durante toda mi estancia allí.

Una ciudad abierta a todos los vientos, donde aún vibraban en el aire los enconados debates ideológicos prendidos por el movimiento estudiantil de 1968, que había sacudido a Alemania tanto como a Francia; y en los salones y los corredores de la Universidad Libre de Berlín se alineaban las mesas donde se distribuían hojas volantes y folletos de las decenas de tendencias políticas de la izquierda, como en un bazar, y en los mítines, los jóvenes cabecillas de los bandos intelectuales en pugna, que debatían sobre la lucha de clases, se sentían triunfantes cuando lograban sentar en el presidio a algún obrero de verdad.

A Berlín llegaban para entonces en oleadas los trabajadores temporales, los Gastarbeiter, y Kreuzberg y Neukölln comenzaban a convertirse en los barrios de los inmigrantes turcos. Llegaban también trabajadores yugoeslavos, y en otras partes de Alemania se asentaban portugueses, italianos, griegos, españoles, cuando el fenómeno de la migración, que luego se volvería global, se daba dentro de Europa misma, desde el sur más pobre hacia el norte más próspero.

 Norte y sur estaban entonces a mano, eran territorios vecinos que se tocaban. Tras la caída del fascismo y el fin del tercer Reich, apenas 30 años atrás, era en el norte europeo donde florecían las democracias de la postguerra, inseparables del estado de bienestar, mientras en el sur europeo aún sobrevivían las dictaduras, como piezas vivas de museo, pero que en esos años empezaban a desaparecer, como puso en evidencia el asesinato de Carrero Blanco en Madrid en diciembre de 1973, en la antesala del fin del franquismo. Y me recuerdo marchando por la Kurfürstendamm hacia Wittenbergplatz, en las multitudinarias manifestaciones reclamando la caída de Franco, o para celebrar la revolución de los claveles en Portugal en abril de 1974, y el derrumbe de la dictadura de los coroneles en Grecia en julio de ese mismo año, en medio de las voces de los trabajadores emigrantes que clamaban ¡eleutería í tánatos!, ¡libertad o muerte!

En Europa se pasaba página a las dictaduras, y en América Latina seguían reverdeciendo. Llegué a Berlín en agosto de 1973, y un mes después se daba el golpe militar en Chile que ponía fin al gobierno de Salvador Allende. Decenas de exiliados empezaron a arribar en Alemania, sacados con salvoconductos de las embajadas donde se habían asilado por gestiones de Willy Brandt, entonces canciller federal.

 No lo conocí entonces, sino años después, una de las figuras que construyó el siglo veinte europeo, y la Europa que conocemos hoy, y que dejó en mí una huella indeleble. Pocos años atrás, en diciembre de 1970, durante una visita a Polonia en busca del acercamiento de aquellas dos Europas entonces tan opuestas, en un sorpresivo acto de coraje se había puesto de rodillas frente al monumento que conmemora el levantamiento de los judíos en el gueto de Varsovia. "Desde el fondo del abismo de la historia alemana y bajo el peso de millones de muertos, hice lo que los seres humanos hacen cuando las palabras fallan”, escribió luego en sus memorias.

El 24 de abril de 1974, Günter Guillaume, su secretario personal, fue detenido bajo el cargo de espía de la Estasi, los servicios secretos de Alemania Oriental. Dos semanas después, el 6 de mayo, Brandt anunció su renuncia al cargo.

Su rostro entonces en las portadas de los periódicos era sombrío, un hombre derrotado por los juegos secretos de la guerra fría. Pero la figura suya que sobrevive es aquella de su foto de rodillas, pidiendo perdón por el genocidio perpetrado por el nazismo, que un día había logrado entronizarse en su país. Pedía perdón por el pasado, para que no volviera a repetirse. Sin gestos como el suyo, la Europa de hoy, enfrentada a nuevas amenazas, no sería posible.

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5 de mayo de 2025

Friedrich Nietzsche

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Por un saber alegre (Elogio a la Gaya Ciencia)

Ir llorando por el camino de la verdad

tiene menos mérito que ir sonriendo”

-Ramón Eder, Ironías-

¿Por qué no podemos plantearnos un saber alegre?

¿Por qué adoptamos una actitud trágica ante el drama del saber y al referirnos a él lo relacionamos que el sufrimiento y hasta con la desesperación? ¿Porqué su camino no tiene fin? Tampoco tiene fin la ignorancia, y la ignorancia sí que es un precipicio lleno de agujeros negros.

Al fin y al cabo el único puente que nos tiende el abismo es el conocimiento, y sólo a través del conocimiento el abismo empieza a esclarecer algunos de sus misterios. Pero ese esclarecimiento no tendría que ser visto como una horrible bajada a los infiernos del que nadie puede regresar riéndose. ¿Ni siquiera de sí mismo?

Pero recapacitemos. ¿Por qué se describe tan a menudo el camino del saber como un viaje muy doloroso y en buena medida inútil, algo parecido a un sendero lleno de zarzas y sepulcros? ¿Para apartarnos de él?

Los que lo han podido experimentar, saben el placer que da entregarse al pensamiento, fuera de los horarios y los trabajos ordinarios, especulando sobre los hechos de la vida cotidiana y los hechos de la historia casi al mismo tiempo, adentrándose en el misterio del hombre y sus contradicciones… No es un camino de dolor: nunca lo ha sido. Es una camino lleno de emocionantes sorpresas, lleno de fuego y de deseo, que te obliga a descender al infierno para casi al mismo tiempo elevarte al cielo.

Nada hay más placentero que permanecer días enteros en las moradas filosóficas.

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30 de abril de 2025
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Suburbio para zancos vivientes

 

“Sentía vértigo al ver bajo mis pies, y sin embargo en mí, como si tuviera leguas de altura, tanta cantidad de años (…) Como si los hombres se hallaran fijados como zancos vivientes que crecen sin cesar, a veces superando en altura a campanarios, lo que hacía que el andar se hiciera difícil y peligroso, por lo cual de repente, esos hombres acaban por desplomarse” (Marcel Proust Le temps retrouvé,  Gallimard La Pléiade tomo IV p. 624.-625).

El concepto de tiempo se vincula a una modalidad de cambio (cifra del cambio “según lo anterior y lo posterior”, señala Aristóteles). Pero este cambio tiene dos flechas, y el tiempo designa tan solo una de ellas, la del cambio destructor, de tal manera que temporal no es el proceso por el cual la simiente se convierte en planta, sino el proceso por el cual la planta decae, literalmente degenera, se arruina. Para el primer proceso (generación) se necesita energía exterior, mientras que para el segundo (corrupción, des-composición)…la planta se basta sola.

Sabedores únicos entre los seres vivos de la implacable necesidad natural que supone la ruina de sus cuerpos (y con ellos de la palabra que en los cuerpos se sostiene), los humanos renuncian a escapar al tiempo, pero buscan esa provisional neutralización del mismo que constituye una gestión sabia del relevo de las generaciones; neutralización que pasa por suponer un lugar de intersección, de vida compartida, entre los que están, los que están creciendo y los que ya se van.

Para los que ya se van, ese espacio de intersección supone mantener vivo un rescoldo de los momentos afortunados en los que se sentían suspendidos a la comunidad y escoltados por ella. Momentos de intersubjetividad que constituyen la esencia de las pequeñas alegrías, pero asimismo la esencia de la fiesta, colectiva por definición. Fiesta, esa cosa rara, consistente en que lo dado y reconocible (la frase de una sencilla melodía) mute en lo irreductible, y el conjunto de los “yos” empíricos devenga coral, sin necesidad de soporte en acuerdos objetivos.

A esta intersección (rasgo en general  de las  comunidades agrarias y signo mayor de una civilización digna de tal nombre), a esta suerte de paréntesis en lo implacable del relevo generacional,  hace contrapunto el trazado de barreras horizontales en la línea vertical del tiempo; barreras  cuyo espesor se agranda con la elevación, siendo ya infranqueable la que separa a los situados a gran altura, abocados a relacionarse exclusivamente entre ellos, en esos aparcaderos eufemísticamente llamados residencias de tercera edad,  o a buscar asténico sustituto en artefactos  o en animales sobre los que se proyecta la respuesta a la propia interpelación que, en  tiempos más afortunados, se recibía de los seres de palabra. Ya solo queda entonces la acentuación del vértigo:

Los zancos vivientes se elevan sin obstáculo, pese a que su depósito es un lugar de clausura. Clausura a cielo abierto, contrapunto de los perdidos “domoi”, donde el frío era vencido por la alianza del fuego y la palabra; lugar postrero de tránsito, donde las luces, más que iluminar el entorno de los confinados, sirven, como las señales en las casas de judíos acusados de la muerte negra, para acentuar la angustia terror en los que sienten la inminencia del traslado:

“Antes del cementerio la ciudad clausurada de los viejos mantenía sus lámparas permanentemente encendida en la bruma” (Marcel Proust, Idem, p.556).

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29 de abril de 2025
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Neumático fatal

Luego se dijo que fue un neumático, que explotó el neumático de un tráiler por el calor o por un exceso de carga. La verdad es que daba igual la causa de la explosión. Lo importante es que me despertó y, con ello, se interrumpió el sueño, un sueño sustancial, diría que decisivo, como todos los de estos últimos años en que parece que se me acaba el tiempo, que es urgente poner en circulación todo el material onírico, que en cuanto yo haya muerto no tendrá utilidad alguna. Pues verán, esto era lo que sucedía en el sueño: en el planeta Tierra la religión no existía, ni siquiera la palabra que la designa, la religión no se había inventado. Y a mí me sorprendía porque estaba recién llegado a la Tierra, a esa tierra; quizá venía de otra tierra o de la misma en una fase anterior. Me preguntaba pues cómo serían las artes plásticas, la literatura, la arquitectura, al estar desprovistas de un asunto tan sólido y notable. Y, sobre todo, cómo sería la actividad humana, carente de la candidez de los crédulos y de la altivez de los incrédulos. Y cuando iba a salir de casa, a recorrer las calles, a hablar con la gente, a visitar museos, a husmear en las bibliotecas, llegó la explosión, me desperté, y se interrumpió el sueño. Ahora, en la vejez, ya no dispongo de la facultad de enlazar los sueños, de recuperar el anterior, aunque sólo sea en el punto de ruptura, y continuarlo prosiguiendo la historia, conociendo las respuestas, por ejemplo en el caso que nos ocupa, a tantas preguntas fundamentales, averiguando cuál es, de primera mano, la situación en este nuevo mundo.

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27 de abril de 2025
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El Boomeran(g)
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