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Tormento con nombre propio

Suya era la noche, de María Ovelar

 

La voluntad de iluminar con luz directa las habitaciones sombrías del deseo femenino se vuelve cada vez más y más notoria, transmutada en tendencia tanto en la industria editorial como en la del entretenimiento, e incluso con más significación en las óperas primas. En pantalla, títulos como Creatura, Crudo, Babygirl, Sex Education. En papel, Pura pasión, I love Dick, Lo que hay, Mi marido; ríos de tinta a los que se sumaría Suya era la noche, la primera novela de la poeta y periodista María Ovelar. Victoria, una mujer joven, se deja arrastrar por una corriente de semen, rayas, pastillas y copas que la dejan amoratada cual pelota rebotando entre callejones oscuros y resacas superpuestas, en un intento infructuoso -y aunque resuene en nuestras cajas torácicas, algo penoso- de encontrar validación; esa urgencia juvenil de hacerse un hueco en el mundo desde donde patalear y gritar tu nombre, reclamar tu espacio, tu derecho a ser vista y escuchada. Cuando eres una mujer joven, recién salida de una adolescencia transitada entre los años noventa y los dosmil, heterosexual o bisexual -en cualquier caso con apetencia por los hombres-, a menudo ese espacio vacío lleva pronombres masculinos.

De escritura errática y precipitada, que brota incontrolable al igual que se escupe un verso que no puede concebirse desde otro lugar que no sea la urgencia -así entiendo la poesía-, Ovelar chapotea en las aguas estancadas de una identidad conformada por el deseo ajeno y la necesidad de pertenencia. Con Madrid como patio de recreo o personaje secundario, el texto, plagado de saltos al vacío, trata de reconstruir una genealogía terrorífica del mito del amor romántico. A través de la mirada de Mireia y su constante diálogo interior nos acercamos a Victoria: conocemos sus dualidades, contradicciones, deseos y adicciones. Mireia, que no es otra que Victoria, escribe un libro sobre su amiga perdida, quien le enseñó todo lo que hoy sabe sobre la supervivencia. En una narración arquetípica del descenso a los infiernos y su posterior resurgimiento, le habla y aconseja, abriendo pequeñas ventanas por las que mirar al futuro como un lugar que solo ella conoce.
Salpicada de referencias a una generación compartida que, para quienes la hemos habitado nos sitúan en el marco correcto -los soldados-naipe bidimensionales de la Alicia de Disney, Alcàsser, Fotolog y MySpace-, esta lectura resultará a la vez sorprendente y familiar. Algo así como la tendencia natural, mecánica e involuntaria de mirarse en el reflejo de un edificio o en la cristalera de una tienda y no reconocerse en el presente; de tardar un rato en darse cuenta de que quien te devuelve una mirada ojerosa y una melena sin peinar no es otra que una sombra de otro tiempo.

El tormento de Victoria tiene nombre propio: Adán, el antihéroe despojado de todo su atractivo, el indie asqueroso, el objeto de deseo, lo que parecía -porque siempre lo parecen cuando tienes veinte años y no no eres más que purita proyección- la encarnación de lo extraordinario no es más que la más triste de las realidades comunes; la del amor como jaula, como tijera o navaja, como máquina amputadora de miembros necesarios para el correcto desarrollo de una vida plena. A pesar de la bisexualidad de la protagonista, ésta aparece como un hecho aparentemente anecdótico, una especie de experimentación de la pérdida: la única relación con una mujer, previa a su llegada a la ciudad, se sitúa en una configuración antigua, un lugar en el pasado, algo (y alguien) que ya ha quedado atrás. Esta nueva morfología sólo existe si es reconocida, admirada y deseada en los encuentros con los hombres, siendo Adán el epicentro de estos topetazos.

Ovelar ha escrito una novela dejándose esquirlas de costilla y rastros de sangre en el teclado y la pantalla, vómito y bilis por los suelos y trocitos de alambre y plástico esparcidos por el escritorio. Un texto que ensucia y desordena, que marea y deja el cuerpo y la mente blanditos, mushy, como lo hace una resaca de esas que te hacen prometer que nunca volverás a caer.

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10 de julio de 2025
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Pensar en español es posible

Desde Charles Darwin los tratados científicos constituyen todo un género literario, y no es sencillo. Más complejos todavía resultan los que abordan el conocimiento de las humanidades, de la misma literatura a la historia cuya naturaleza narrativa ya nadie pone en duda a estas alturas. Pero de entre todas las disciplinas del saber, la más difícil de explicar para el común no es otra que la filosofía, cuyo relato tropieza con obstáculos tan profundos como abstrusos e incomprensibles incluso para el iniciado.

Así pues, la didáctica filosófica se convierte en una verdadera prueba de fuego que debe aunar conocimiento, narratividad y lengua con los que explicar conceptos y epistemologías, cultura y contextos históricos, genealogías y biografías… hasta dar con las claves de un pensamiento filosófico, siempre proferido por un filósofo (o no).

En tales lides se despachaba con brío Juan Arnau, un autor poliédrico: Astrofísico y orientalista, navegante y traductor de sánscrito, profesor de literatura española en Estados Unidos y prolífico ensayista así como escritor en suplementos culturales de prestigio. Su memorable Manual de filosofía portátil, emulando en su título al literario de Vila-Matas –y a Voltaire–, va por su cuarta edición en dos editoriales distintas, lo cual es toda una efeméride en la industria española del libro tan circunscrita al best-sellerismo.

Pues bien, dando un paso más allá de ese papel entre profesoral y periodístico que supone la alta divulgación, Juan Arnau (Valencia, 1968), ha producido una formulación propia en torno a una ontología y metafísica singularísimas. Lo hace tras publicar numerosos textos que incluyen traducciones y ediciones críticas de libros de filosofía oriental (de cuya disciplina es ahora titular en la Complutense de Madrid), de otros muchos temas como la física cuántica o la historia de la imaginación y la psicodelia, así como narraciones de ficción sobre algunos de sus pensadores de cabecera como Spinoza o Leibniz y también el menos conocido, George Berkeley, quien da nombre a la más famosa y radical de las universidades californianas.

Arnau se siente deudor de una parte de Ortega y Gasset –la menos sociológica y política– y de Xavier Zubiri, en el orden de crear sus propios postulados filosóficos, desafiando la tesis lingüística de Heidegger, quien minusvaloró el castellano o español (ante su entonces doctorando, el chileno Víctor Farías) como idioma válido para desarrollar filosofía, que solo sería factible en alemán según el supuesto del pensador solitario de la Selva Negra. El texto de Arnau se titula La meditación soleada (muy orteguiano), y lleva por subtítulo Propuestas para una cultura mental (alternativo y underground, más allá del ser sentiente zubiriano).

Pero ¿qué es la meditación soleada? No sé explicarlo muy bien, entre otras razones porque se trata de un concepto de naturaleza inmanente, vinculado al espíritu, a la energía, al menos desde nuestro espacio observacional. Arnau, quien ya dejó expuesto parte de su postulado metafísico en Materia que respira luz, del que ya hablamos en este blog, con el que refuta los principios básicos de la física mecánica y relativista y, con ella, los de la ciencia en general, recobra la tradición de lo fenomenológico al objeto de explicar el ser y el universo.

Otros textos de Arnau anteceden a esta idea de la meditación soleada, como En la mente del mundo, La fuga de Dios o La invención de la libertad que proyectan una tradición antimaterialista (de William James a Bergson y Whitehead), ensayos que nos conducen a este  nuevo compendio de ontología y astrofísica que en ocasiones se inspira en los pensadores presocráticos, a menudo tan olvidados pero cuyos principios e ideas sobre «las cosas» son útiles en tanto que suponen un modo de abordar los interrogantes de lo que nos rodea sin las fórmulas de la lógica a partir de Aristóteles.

Para Arnau, el universo es todo y uno. Retoma la idea de James Lovelock sobre Gaia, la Tierra como un organismo vivo, pero la transfiere a la realidad cósmica. Recuerden, la materia respira luz, además de emanar radioactividad. Al «ser» le resta observar y, lo que resulta más trascendente, «observar lo observado», es decir, despojar a las cosas de los pre-juicios y aprioris, en especial los lingüísticos, en busca del origen de las circunstancias. Una síntesis de antropólogo consciente, terapeuta liberador, viajero mental y genealógico. Ser es percibir, señala Arnau, y al mismo tiempo se es parte de la totalidad y se establece una relación de intercambios energéticos con aquello que observamos.

Estamos en el principio de los tiempos humanos, durante la construcción de arquetipos que se nos transfieren de modo epigenético. No nacemos en blanco, no partimos de la nada (Jung), y lo primero que aprendemos es el lenguaje, la lengua materna. Venimos al mundo y venimos al lenguaje, dice Arnau, cuya adaptación a la geografía y a la historia son determinantes. Estamos en Babel, no en la conciencia universal. «Ninguno abrimos el libro del lenguaje por la misma página. La historia no puede detenerse. No hay una primera letra del abecedario…». Tal vez estos condicionantes expliquen la actual zozobra provocada en el mundo político, con la globalización encallada y los intercambios entre las civilizaciones muy confusos y beligerantes.

La meditación soleada es un libro profundamente español, en el sentido que utiliza esa lengua para pensar, de un modo poético a veces, como en una especie de salmodia con la que se describen las complejidades del ser y también del tiempo y el universo. Se cuestiona, por tanto, la tradición alemana que utiliza su idioma para construir mediante sufijos inéditos conceptos cada vez más enrevesados, o la inglesa que moldea sus verbalizaciones de un modo tan sintético como para facilitar la práctica del comercio y el canto colectivo –y por ende, el teatro y el cine. El poder narrativo del español se impone por esta vez (Cervantes), y nos facilita incluso la comprensión de los sujetos anímicos que la metafísica hindú es capaz de proporcionarnos. Todo un camino despejado. Hay que dejarse llevar, es la mejor opción en estos años de cólera cuando la tecnología nos vuelve a poner frente al dilema platónico, el de la transformación de la mente –de nuestras formas de observar– por mor del universo digital y la biblioteca «infinita» que imaginó Jorge Luis Borges: la que compendia la inteligencia artificial, poderosa y nueva circunstancia de la evolución. Darwin se ha mareado a bordo del Beagle.

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9 de julio de 2025
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Tecnologías

Cambiaron la semana pasada los cinco contenedores de basura (Envases, Vidrio, Papel, Orgánico y Resto), de los que sólo uno, Orgánico, se abría con tarjeta, por cinco contenedores más modernos que se abren por reconocimiento de voz y respuesta a preguntas de cultura general. Esta mañana he ido a echar siete botellas de vidrio vacías de anís Castellana y el contenedor me ha preguntado por la fecha de la muerte del emperador Diocleciano. La verdad es que en ese momento no la recordaba y, con rapidez, he ido a consultar en mi iPhone 16 Pro, pero con los nervios se me ha pasado el tiempo de respuesta, las botellas se han salido de la bolsa de plástico degradable y han rodado por la acera para finalmente invadir la calzada justo en el momento en que Juanito Obregón Lasaña salía del garaje conduciendo su flamante Tesla Model Y. De inmediato se han reventado las dos ruedas delanteras y parece ser que por ahorrarse unos pocos euros Juanito no concertó un seguro que cubriera este tipo de siniestros.

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8 de julio de 2025

'La aldea escondida' de Susanna Harutyunyán Ed. Armaenia

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Susanna Harutyunyán y el terrible drama armenio: un lugar fuera de la historia para curar la memoria

 

Una aldea armenia apartada del mundo y del tiempo, cerca de uno de los lagos a mayor altitud del globo, casi un pequeño mar, de la que nadie conoce cómo acceder a ella, ni siquiera de su existencia. Más que una aldea, es un arca de la salvación, un lugar de fuga y curación. Allí, sobre las ruinas de un asentamiento árabe, habitan supervivientes de las tragedias que han asolado a esta nación del Cáucaso Sur.

La aldea sin nombre es como un archivo viviente de la memoria armenia: cada persona carga con lo sufrido. Susanna Harutyunyán (Karchaghbyur, 1963) invoca en esta novela de tono bíblico la genealogía del trauma armenio, desde las masacres perpetradas por el sultán Abdülhamid II para reprimir a los cristianos armenios del Imperio Otomano, precedentes del genocidio de 1915, hasta la Segunda Guerra Mundial y la imposición soviética, vivida como una segunda forma de sometimiento.

Fue un tal Perch, alguien que logró escapar de las matanzas hamidianas, quien la fundó. Sólo él sabía salir y volver a la aldea, único contacto con el mundo exterior. Y después de él, hace lo propio Harut, su discípulo. Solo él sabe qué ocurre más allá de las lindes, que se guarda para sí. Y no regresa solo: "La aldea no crecía por el número de nacimientos, sino por el número de veces al año en que Harut entraba en contacto con el mundo exterior. En esas ocasiones, siempre descubría a alguien que se hallaba en una situación sin salida o que huía de la ley, de los turcos, de sí mismo...".

Con este tipo de premisa -una comunidad cerrada que permanece aislada del devenir histórico- esperamos que en algún momento u otro se romperá la salvaguarda. Porque los habitantes hacen sus vidas, custodios de las tradiciones y la memoria cultural armenia, "pero el terror no [los abandonaba]. Se agazapaba a su lado como un perro fiel, les lamía la mano, se frotaba en sus pies y, aunque las puertas se cerraran, tampoco se alejaba".

La autora encuentra en la joven Najshún o, mejor dicho, en su vientre, el caballo de Troya. La novela arranca con un parto, el de esta mujer violada por soldados turcos que ha sido acogida por Harut. Es un ser tan inocente que ni siquiera pensó en frotarse la piel con piedras y arena para hacerse pasar por leprosa ante los turcos o mentir diciendo que habían asesinado al padre armenio. "¿Quién iba a verificar el origen de las huérfanas?", se pregunta Harut, ante tantas pérdidas. Y aunque se le ha encomendado a la partera dar muerte al recién nacido, el nacimiento de una pareja de gemelas lo cambia todo. Esas nuevas vidas -apodadas con desprecio "las turcas"- son un recordatorio de la muerte, semillas de división en la comunidad de la aldea.

El principal cometido de Harutyunyán es urdir un tejido narrativo en el que todos estos capítulos convivan en una suerte de presente eterno. Y si las gemelas son una fuente de recelo, el principio del fin vendrá por un hecho más fortuito, de mano de policías y soldados soviéticos siguiendo unas huellas.

Por una parte, esto supondrá la continuación de una historia de represión -la diferencia entre el destierro ruso y el turco es que en el primero los desiertos son de hielo, se dice-; por otra, la huida de una de las gemelas con un prisionero alemán que levantaba un puente (reconstruido más de una vez), la posibilidad de reconstruir vidas tras la devastación, la búsqueda de la esperanza y de algún tipo de redención o ruptura con el pasado. Un intento de escapar de los prejuicios y las limitaciones que, aunque con un buen fin, acaban condenando la aldea.

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8 de julio de 2025
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Alejados de la naturaleza… aspiramos a abrazarla

Es esta una de las contradicciones en las que se refleja el esencial desarraigo de nuestra época. Aspiramos a fundirnos con el entorno natural, pero estamos quizás más lejos que nunca del mismo. Punzante nostalgia de aquello mismo de lo que la marcha de nuestras culturas nos aleja.

Esas personas que pasean en cochecito a un cachorro de perro, comparten sus momentos de ocio con el mismo como si fuera un niño, lo acogen en sus brazos e incluso lo mecen como lo harían con su bebé, literalmente están negando la realidad natural, y en la medida en que subjetivamente han divinizado la naturaleza, aunque lo ignoren, están de alguna manera negando sus leyes. Y la naturaleza no dejará de reivindicarse utilizando esos mismos representantes de otras especies que al ser confundidos con la propia progenitura son negados en su naturaleza específica. Pues en caso de hambruna, los cachorros no dudarán en alejarse de esos falsos progenitores, ya impotentes a ampararlos, e incluso, como el ejemplo del oso muestra, se rebelarán contra los mismos devorándolos.

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4 de julio de 2025

El violín de Wallace Hartley, uno de los músicos del Titanic.

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Retrato de bisabuelo con violín

 

Un niño descalzo toca su violín en la penumbra del atardecer en la nave de la iglesia del caserío de Las Maderas, sobrevolada por los murciélagos. Tiene ocho años. Por la puerta mayor entra a ráfagas el viento de los llanos arrastrando briznas secas que vuelan como alfileres de oro hasta el altar apenas alumbrado por los pabilos de cera de Castilla. Una tropa de músicos forasteros llega a trote lento hasta la plaza donde sólo crece el monte en matojos, y subyugados por aquel violín solitario van apeándose de sus humildes cabalgaduras para entrar uno a uno a la iglesia.

Vienen de tocar en las fiestas patronales del Cristo Negro que se celebran cada 15 de enero en el poblado de Esquipulas, en las últimas estribaciones de la cordillera Isabelia, y si se resguardan en Las Maderas para pasar la noche es porque en los caminos merodean gavillas de desertores que viven del pillaje.

Deben seguir al alba siguiente su viaje hasta Masaya, con muchas leguas todavía por delante. Sus cabalgaduras son mezquinas, con el costillar a flor de piel, de alzada tan corta que los faldones de las albardas de cuero crudo cuelgan hasta los codillos de las bestias, y montan tiesos, como santos de palo, las piernas abiertas, llevando los estuches de los instrumentos por delante, y en las alforjas una muda de camisa, prendas interiores, y magras provisiones de boca.

El país rural y oscuro se desangra en la anarquía, mientras se prolonga la guerra civil entre el partido legitimista, los conservadores de la ciudad de Granada, llamados timbucos; y el partido democrático, los liberales de la ciudad de León, llamados calandracas.

El niño que toca el violín se llama Alejandro, nacido en 1841. Su padre se llama Serapio Ramírez, nacido por el año 1811. Ejerce de sacristán en esa iglesia donde no hay cura titular y que no tiene campanario. La campana cuelga de una armazón que parece más bien una horca. Y, acosado por la pobreza, o porque quiere dedicar al niño al oficio de músico, tras un breve parlamento conviene en cedérselos a los forasteros, y se lo llevan en ancas al amanecer, el violín envuelto en su cobija por única pertenencia.

El caserío de Las Maderas, aislado en el páramo de tierra pedregosa, hostil a los siembros, está allí todavía, a la vera de la carretera panamericana que transitan los furgones de carga, atravesado por un río escuálido que se encharca entre las piedras calizas. Tierras arcillosas de tinte rojizo, que llaman sonsocuite, malas para los cultivos, pero no tanto para la ganadería, porque en toda la llanura, hasta el lago de Managua, crecen pastos cerriles.

Los músicos andariegos confiaron al niño bajo la protección del doctor Rosalío Cortés, jurista y político del bando legitimista. Mi bisabuelo llamaba padrino a su benefactor, y fue él quien lo dedicó a aprender solfeo y composición, y a cantar salmos y motetes, con los que pronto se estrenó en las iglesias, aún adolescente.

En Masaya las orquestas vivían en guerra. Se disputaban los toques de los oficios religiosos, los bailes de gala y las retretas municipales; enemistados a muerte, los músicos no se dirigían la palabra y más de una vez llegaban a las manos en bochinches que se escenificaban a media misa, o en las procesiones. En las barreras de toros se ofendían con sones en cuyos aires festivos se adivinaba la injuria por la elevación burlona del agudo juguetón del clarinete, o el resoplido de la bombarda que fingía el gruñido ronco de una chancha en brama.

Mi bisabuelo entró en la guerra musical a los dieciocho años, cuando fundó su orquesta Luces de Masaya, y empezó a usar las reglas de tonalidad, intervalo, fuga, y contrapunto, descritas en los métodos del padre Miguel Hilarión Eslava, que el doctor Cortés había hecho pedir a Barcelona. Sus adversarios se mofaban de aquellas innovaciones atrevidas, que calificaba de disparates.

Un viejo folleto, Músicos nicaragüenses de ayer, dice que “las espinas que le clavaron las apartó con paciencia, jamás tuvo una queja amarga para nadie ni supo el adjetivo para contestar un insulto”. Pero yo lo veo metido de cabeza en las riñas musicales, burlándose de sus enemigos artistas, maquinador entre bambalinas, e imponiendo, entre sarcasmos, las ideas reformadoras que aplicaba a sus propias composiciones, misas de gloria y de réquiem, responsos y marchas fúnebres, y a sus contradanzas, habaneras, barcarolas, mazurcas y valses.

En 1871 se casó en Masaya con María de Jesús Velásquez, una adolescente a la que doblaba en edad, y de aquel matrimonio, celebrado en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción con el acompañamiento musical de su propia orquesta, nacieron tres hijos, el primero mi abuelo Lisandro, en 1873, en un caserón de adobe al oeste de la iglesia de San Jerónimo, propiedad de un usurero que había estudiado para cura, pero ahora recibía joyas en empeño.

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2 de julio de 2025
James Joyce Division
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Veinte libros para el verano (que aún no has leído)

 

Durante muchos años fui fiel a varios semanarios de información general para no perderme los artículos de algunos de sus colaboradores. Entre otros, Jean-François Revel (Le Point), Bernard Frank (Le Nouvel Observateur) o  George Steiner (The Observer)… En L’Espresso, La bustina di Minerva, de Umberto Eco, pocas veces defraudaba.

  Eco inventó, junto con sus amigos semiólogos, traductores y el músico Luciano Berio el juego del ircocervo, animal híbrido (hircus, macho cabrío, y cervus, ciervo) con una larga tradición en el debate filosófico desde Diosdoro a Borges, pasando por Ockham, Wittgenstein, Quine o Carnap, sobre seres imposibles que sirven para definir los límites del lenguaje y la posibilidad, lo pensable y lo empírico. O no tan imposible, porque Benedetto Croce sostenía como una verdad irrebatible que el liberalsocialismo era un ircocervo. 

El juego de Eco consistía en fusionar los nombres de dos personajes conocidos, de modo que al nuevo se le asignara una obra inédita que, sin embargo, recordara algunas características de los dos personajes originales, y aún mejor si contenía alguna otra referencia ambigua. Por ejemplo, Aldous Joyce, autor de Brave new word. O imaginar obras de Klimt Eastwood, Clark Kant, Tagore Vidal, Arthur Rambo o Mohamed Dalí.

Los juegos literarios no suelen ser inocentes y pueden estar escritos con la pluma envenenada de Marcial o de los epitafios cubanos, como la injustísima lápida al gran Lezama:

Jamás viajó ni a Nueva York ni a Roma,

José Lezama Lima, vida vana,

entre nosotros, en su vieja Habana,

se dedicó a escribir, mató el idioma

o el dedicado al pobre Virgilio Piñera:

Yace Virgilio bajo esta losa fría;

ya no podrá contarnos sus dolores,

sus teatrales delirios y agonías.

(Por fin descansan él y sus lectores)

Hay juegos que son humorísticos y cariñosos, como el mote que vistió un tiempo el escritor maño Ignacio Abríguez de Visón, amigo de los palíndromos («amar da drama»), como lo fue Cortázar. Cortázar no haría ircocervos: uniría unicornios con cronopios y jugaría al unicronio. Con ese mismo espíritu, continúo el juego y planteo veinte libros para el verano (que nadie escribirá) y después malicio qué reproches harían hoy cinco personajes a sus creadores,  parodio  informes de lectura de influencers para necios y, por último, imagino querellas y diálogos imposibles entre autores. 

Se admiten sugerencias.

  1. Italo Calvin Klein: Seis propuestas para el milenio otoño-invierno
  2. Elon Easton Ellis:  American Ego
  3. James Joyce Division: Ulysses will tear us apart
  4. Satie Smith:  Martha y Hanwell en el Gym Nº 1
  5. Clarice Lispector Gadget:  La pasión según GPS
  6. J. K. Ballard: Harry Potter y el crash de lo real 
  7. Philip K. Dickinson: ¿Sueñan los androides con Emily? 
  8. Truman Cipote:  Otras voces, otros gemidos
  9. Jonathan Franzenstein:  Las correcciones del ser artificial
  10. Chimamanda NGoogly Adichie: Todos deberíamos ser subvencionados
  11. Jorge Luis Bourgeois:  El útero de Ariadna
  12. John Lenin: El LSD, fase superior del despertar colectivo
  13. David Lunch: Macallan dry
  14. Billy Holiday Inn: Strange suite
  15. Umberto Ecofriendly: Apocalípticos y reciclaje
  16. Meryl Streep Tease: El diablo se desviste en Prada
  17. Stephen Queen: Carrie: I want to kill free
  18. Immanuel Cunt: Coito, ergo sum.
  19. Shakira Kurosawa: Los samurais no lloran
  20. ICloud Debussy:Prélude à l'après-midi d'un GigaByte

5 personajes contra el autor 

Ofelia

Sí, claro, mueres, y el texto sigue. Yo, eco decorativo escrito por un hombre. Hamlet duda, y eso es filosofía. Yo sufro, y eso es patología. Él tenía que decir Nymph, in thy orisons be all my sins remember’d y el público aplaudir la frase, mientras yo flotaba entre los restos de una locura que no era mía.

Molly Bloom

Porque yo no hablé así, James, sin signos de puntuación, ni pausas, sin interrumpir el texto. Yo respiraba, James. Respiraba como respiran las mujeres de verdad y me hiciste desvestirme frente a los cuatro intelectuales que te leen, sólo para cerrar tu novela con un orgasmo metaliterario. Escúchame bien, James, la próxima vez que noveles a una mujer, déjala sentarse a la mesa antes de llevarla a la cama.

Moby Dick

A él llámale Ismael o como quieras. A mí, ¿sabes lo que es ser perseguido por la obsesión de miles de profesores que nunca han nadado libres en el océano, una plaga,  un ejército en busca de créditos universitarios? Ahab al menos me miró. Tú, Herman, me escribiste con los ojos llenos de culpa y de Biblia.

Madame Bovary

¿Cómo te atreves a decir que eres yo? ¿Condenarme a no tener un deseo sin castigo, para que tú puedas quedar incólume?

Anna Karenina

Reservas la redención a los hombres que se arrepienten y a las mujeres ¿sólo nos queda el tren?

Informes de lectura de un influencer de necios

Naomi Klein. Logo

El narcisismo hecho marca

Thomas Bernhard. Extinción

¿Hay algo que le guste al autor?

J.M. Coetzee. Disgrace

No necesitamos otra novela sobre un hombre blanco problemático en Sudáfrica.

Samuel Beckett. Molloy, Malone, El innombrable…

Dice que no puede seguir escribiendo... pero sigue y sigue. Página tras página, página tras página.

Juan José Saer. El entenado

Una novela de caníbales sin sangre.

Laszlo Krasznahorkai. Melancolía de la resistencia

Otra distopía húngara sin párrafos.

León Tolstói. Anna Karenina

Demasiados personajes con nombres similares. Subtrama agrícola sin interés para el lector actual.

Honoré de Balzac. Papá Goriot

Descripciones exhaustivas de muebles, vestidos y calles.

Hélène Cixous. La risa de la Medusa

¿Podríamos pedirle que escriba algo más narrativo? Algo con protagonista, por ejemplo.

Maurice Blanchot. El instante de mi muerte

La historia no empieza, ni acaba, ni existe. ¿Está terminado el texto? ¿Está vivo el autor?

Franz Kafka. El proceso

La burocracia no es un género literario.

Dante. La Divina comedia.

Escenas de impacto, canibalismo, incestos, satanismo, psicodelia, pero su infierno es poco inclusivo. Demasiados personajes para llevarla al cine. Ofrecerle un podcast.

Querellas y elogios

Dostoyevski a Tarantino

Confundes el abismo con los charcos de sangre.

Catulo a Gil de Biedma

Llamas amor a la melancolía cuando ya te ha dejado

Descartes a Bruno Latour

Si todo es red, nadie piensa.

Jean Rhys a Anne Carson

Qué pena que hagas arqueología emocional con bisturí filológico.

Janis Joplin a Amy Winehouse

Te esperaba. Tienes la voz y la sombra.

Wilde a Borges

Tus laberintos son tan impecables que nadie vive en ellos.

Duchamp a Nancy Cunard

Fuiste arte sin museo.

Pizarnik, Camus, Artaud, Bolaños

—Yo solo quería callarme. Pero las palabras me seguían como perros.

—Aquí todos fuimos mártires de algo.

—Yo, de mí mismo.

—Yo, de las palabras que no osé terminar

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30 de junio de 2025
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De nuevo el alguacilillo

Llevaba sin verlo (llevábamos sin vernos) más de setenta años. Patrullaban los alguacilillos los cristales de aquella inmensa habitación de la casa familiar barcelonesa de la Avenida José Antonio, aquella habitación que daba a la calle Gerona y también a un solar no edificado en altura; alguacilillos que aparecían con el buen tiempo, no muchos ejemplares, dos, como mucho tres, dado su carácter territorial, a la caza de moscas y otros pequeños insectos voladores atrapados en las cristaleras. Porque el alguacilillo es una especie de araña, también llamada alguacil de moscas, de unos seis milímetros de largo, de patas cortas y vibradores quelíceros, que caza, a la carrera y al salto, sobre superficies lisas preferentemente verticales. Un pequeño artrópodo, compañero de mi infancia en aquellas largas horas de aprendizaje de la vida en la soledad de la vivienda hoy perdida, que ahora regresa a despedirse gracias a unas temperaturas insólitas que, como a las salamanquesas, le permiten colonizar nuevos territorios antes fríos, inapropiados para ellos, pero que han sido los míos durante muchos, quizá demasiados años, y que ahora abandono.

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28 de junio de 2025
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El segundo apellido

 

En el 2000, tras 150 años de Registro Civil en España, una ley modificó el privilegio de imponer el apellido paterno al materno en pos de la igualdad. Parece que no ha habido demasiado interés en alterar la tradición, pues hoy se estima que solo un 17% de las parejas han inscrito a sus hijos con el apellido de la madre primero.

A algunos les parece justo que se anteponga el de ella, la que “da a luz”, pero la mayoría aducen razones de sonoridad o el socorrido peligro de extinción de un patronímico, y luego está lo enojoso que puede resultar para la criatura ser llamado en clase Caldito o Porquet. Cierto es que los apellidos acaban vaciando su significado, y los Calvo o Gordo neutralizan su semántica porque se asocian a la persona que se adueña del nombre, no al revés.

Mis abuelas se llamaban Mercè Pujol y Joana Arqué. Perdí sus apellidos aunque permanezcan sus genes, sus mimos, sus cacahuetes o sus preguntas siempre chocantes. Hemos naturalizado este extravío, que la huella patronímica de tantas mujeres se haya borrado para siempre, a no ser que seas aristócrata y encadenes apellidos como perlas de un collar. A pesar de la libertad actual para apellidar, a muchos les sigue pareciendo una afrenta invertirlos: un asunto beligerante que para algunos cuestiona la paternidad. Y es que cuesta ganar privilegios, pero mucho más perderlos.

Otra cosa es el Camprubí del abuelo inscrito en mi DNI, y que mis hijas ya no han heredado. Una vez, un agente de fotógrafos enojado porque no estaba de acuerdo con el presupuesto, me espetó: “Porque te llames Bonet Camprubí no te creas que eres alguien”. Frené la risa sin entretenerme en explicarle mis modestos orígenes, aunque uno de mis primos está convencido de que emparentamos con Zenobia.

El caso es que, por la rama materna, en pocos años hemos perdido a dos Camprubís, mientras mi adorada tía Mari Carmen ha sido engullida por el silencio del alzheimer. Aunque de los cinco hermanos que fueron, queden tres –mi madre, ella y el tío Martín–, siento que se desdibujan los márgenes físicos del segundo apellido, esa familia que tuve de chica cuando aquellos jóvenes Camprubí llegaban al pueblo en sus coches lustrosos desde Galicia, Almería o Madrid junto a sus novias (Justi, Maica y Lola), que fumaban cruzando las piernas con sus medias blancas o de cristal.

Trajeron acentos diversos, costumbres modernas. Sí, ya se me escapan los ángulos iluminados de aquellas mesas regadas de champán en las que siempre se rompía alguna copa y mi abuela se santiguaba y los niños deseábamos recitar nuestro poema. En esa florida idealización de la infancia, pensaba que todos envidiaban a una familia como la mía de ingenieros, maestras y músicos siempre chistosos.

En una feria del libro, el tío Ramón vino a verme a la caseta, y posó ufano en la foto con el pulgar levantado: “Lo he hecho, porque así parece que la cosa va bien de ventas”, me dijo cómplice. Y cuando el tío Juan me llevó a comer pulpo a feira por última vez, pensé lo arduo que habría­ sido para él hacer apellido en A Coruña, las veces que tendría que deletrearlo. O el primer día en que les dijo a sus hijos: campo de rubí, eso es lo que significa.

Mi madre todavía no ha advertido –o ha hecho mutis– que servidora ha recuperado su segundo apellido en la firma de todo aquello que escribe. Hace tiempo que la abrevié por economizar palabras, aburrir menos. Hoy me interpela: tantos años leyendo y escribiendo sobre feminismo y yo, a mis limones, contando sílabas.

No es tarde para que, mientras mi madre me siga leyendo, vea la rúbrica completa, la parte simbólica de mi hijidad, aunque nunca le haya importado.

“Escribir un deseo es un acto de confirmación”, dice Camila Sosa en El viaje inútil (Tusquets). De ahí el impulso de esbozar estas letras respondiendo al deseo de asir fuerte esa ráfaga de los Camprubí, la fosforescencia de su espíritu, disfrazados de Don Juan Tenorio o cantando boleros y tangos, el abuelo al piano, como si la vida no tuviera fin.

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27 de junio de 2025

'Lluvia pequeña' de Garth Greenwell

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Garth Greenwell: leves fogonazos de poesía en la cruda enfermedad

 

Aunque toda la acción de Lluvia pequeña ocurre dentro de un hospital, en boxes de urgencias, camas de la UCI o salas de imagen médica, en el periplo del protagonista, atendido por un insoportable dolor abdominal, un poeta y profesor de mediana edad afincado en Iowa con su pareja granadina (el solícito y comprensivo L.), reconocemos algo de la tradición clásica del viaje del héroe, aquel que abandona el mundo conocido (el de los sanos), atraviesa pruebas (médicas), se enfrenta a lo desconocido y regresa transformado.

Garth Greenwell (Louisville, 1978) escribe una versión contemporánea y trágica de un itinerario que explora tanto el cuerpo enfermo como el cuerpo social, zarandeado por la pandemia. Un viaje interior a un territorio que no es mágico ni épico, sino corporal y frágil, acosado por enemigos invisibles: la debilidad, la culpa, la vulnerabilidad, el pudor o la dependencia.

Esta novela es ante todo una respuesta a un determinado espacio el de los hospitales donde operan un tiempo, unas pautas y un idioma propios. Con esfuerzo documental, no ahorra en detalles de cada uno de los procedimientos para adivinar qué le ocurre al poeta, convertido en caso de estudio: su diagnóstico, un evento vascular de pronóstico letal, no es propio de alguien tan joven.

Así, mientras su cuerpo, conectado a las máquinas y los goteros, tratado con antibióticos de alto espectro ("bombardeo de saturación", según la jerga), auscultado por especialistas, enfermeras y estudiantes de medicina, produce datos, imágenes y gráficas a la espera de una explicación (¿el origen sería una sífilis mal tratada en Bulgaria?), el poeta se entrega, postrado, a la única "máquina" de la que dispone: el lenguaje y sus limitaciones.

Lluvia pequeña es el flujo de conciencia de un individuo obligado a enfrentarse, en un lugar hostil y en momento de crisis global, a sus errores, su pasado (el cuerpo no deja de ser un archivo sintiente de lo vivido), sus expectativas y todo lo que debería haberse tomado más en serio. Que no es sino ese punto medio que describió Schopenhauer entre el cuidado que prestamos al presente y el que dedicamos al futuro. Y en ambos casos, se encuentra L., sinónimo de hogar, amor y conexión.

Por supuesto, siendo el enfermo un poeta, en este ad interim alienante el autor nos regala momentos luminosos. Pequeños gestos de humanidad irrumpen a contrapelo de la inercia burocrática, así como la comprensión profunda del arte como medio de revelación. "Tal vez sea el valor de la poesía", reflexiona, "hay aspectos del mundo que solo resultan visibles a la frecuencia de ciertos poemas".

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26 de junio de 2025
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El Boomeran(g)
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