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Pronósticos reservados

Anoche nos pasamos más de dos horas leyendo un libro con las predicciones del horóscopo chino para el 2006. Estábamos todos: mi padre, mis hermanos, mi mujer, mis hijas… Fueron tan sólo dos horas porque empezamos a leer al filo de la madrugada, si hubiésemos arrancado más temprano habrían sido tres, o más. Por supuesto, todo comenzó como un juego, ninguno de nosotros cree seriamente en los horóscopos, ni en los chinos ni en los de ninguna clase. Pero la simple posibilidad de oír algo aunque más no fuese parecido al futuro con que soñábamos nos mantuvo a todos unidos y en silencio, mientras mi hermano leía. Los búfalos oímos sobre nuestro porvenir (el 2006 es el Año del Perro, y para suerte nuestra perros y búfalos se llevan bien, aunque no tanto como los perros y los caballos), y después fue el turno de los conejos (una de mis hijas es conejo), de los caballos (mi mujer) y más tarde el de las cabras (esto es, mi hermana y otra de mis hijas). Cuando nos quisimos dar cuenta ya era tardísimo, todos empezaron a despedirse y a salir, pero aún así mi hija número tres se quedó en un rincón, desesperada por ponerse al tanto sobre la suerte de los chanchos. Ahora que lo pienso, olvidé preguntarle cómo se llevan chanchos y perros; por su propio bien, espero que de forma amigable. Supongo que los horóscopos tienen el atractivo del sendero preestablecido. Aun cuando nos prometan un camino escarpado, el hecho de que nos lo informen de antemano nos ayuda a relajarnos: una vez que sabemos que el cielo entero está en nuestra contra, ¿qué sentido tiene luchar a brazo partido? Yo no suelo consultarlos ni siquiera como juego, porque me conozco y sé que cuando lo hago es un signo inequívoco de que me estoy aproximando a algún borde, de que mis fuerzas están capitulando, de que necesito una ayuda que aceptaría aunque viniese desde lo alto: una suerte de Séptimo de Caballería, pero cósmico. Eso sí, cuando al fin me entrego a los hados prefiero hacerlo con cierto estilo. El único horóscopo que me divierte es el de Michael Lutin, que escribe para la revista Vanity Fair. Lo que me gusta de Lutin son dos cosas. La primera es el hecho de que a diferencia de sus colegas, que pronostican bonanza, alegría, riquezas y satisfacción sexual para todos los signos al mismo tiempo (¡el cliente siempre tiene razón!), si Lutin tiene que decirte lo peor, lo hace sin que la mano le tiemble un instante. Lo otro que me gusta es la forma ocurrente en que explica las cosas. La última vez que lo leí le dijo a los acuarianos como yo: “Si esto fuese la Antigua Grecia, jurarías que alguien te ha echado encima a las Furias”. Su consejo final habría sido desesperante, de no haber estado redimido por el humor: “Si quieres gritar, puedes hacerlo”. La única explicación que tengo para mi ocasional recaída en manos de Lutin es la siguiente: que en el fondo no creo en otro destino que no sea el que nos labramos con nuestras propias manos. Por eso, cuando la fe en mi propia voluntad flaquea y dudo, consulto un horóscopo que en lugar de dorarme la píldora me promete catástrofes y Furias, y por ende no me deja más remedio que mandar a paseo los horóscopos, bajar la cabeza y seguir arremetiendo. La experiencia de anoche debe haberme marcado más de lo que creía. ¿Bajar la cabeza? ¿Arremeter? Dios, ¡estoy hablando como un búfalo!

………………

Y ustedes, ¿de qué signo son?

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27 de diciembre de 2005
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El sitio perfecto

No conozco a Borris Mayer, ni me atreví a mandarle un e-mail para saber si Boris se escribe de verdad con dos “r” o con una sólo (tipo Boris Vian), pero sé que aquel BoRRis ha creado una maravilla de sitio (http://www.borris-mayer.net/onetti/onetti/onetti.html). Larsen, el personaje de Juan Carlos Onetti quería crear el prostíbulo perfecto. Mayer ha creado el sitio perfecto sobre Onetti. ¿Qué es el sitio perfecto sobre un autor? Es difícil responder, no es una enciclopedia, y tampoco es un fan-club. Es un sitio que transmite una cierta idea de la literatura. Respeto, conocimiento, datos al día, inteligencia: todo esto se puede ver en un sitio más allá de la calidad gráfica, de la ergonomía o de los ocho idiomas que se despliegan en la pantalla de éste.

Se pueden leer textos de Onetti, claro, pero textos de Onetti hay en todas las librerías. Lo que hace el sitio deslumbrante es la actitud frente al autor. Onetti es un maestro. Aquí se le trata con pudor y sabiduría. Un ejemplo: la navegación en el sitio propone “fotografías” de Onetti; pero cuando se buscan, sólo aparecen catorce líneas y la famosa frase, colmo de la autoestima: “… en cuanto a mí, hace años que aprendí el arte de afeitarme al tacto, para evitar la opinión del espejo, para acudir al trabajo sin el peso de otra depresión.”

Tampoco, el sitio huye de sus responsabilidades. Todo lo que se debe saber del “demiurgo de Santa María” está allí. Un best-off de entrevistas, un interrogatorio a la manera de Proust, la lista de los cómplices (las dedicatorias de sus libros), los enlaces, unas citaciones y hasta el decálogo de consejos para escritores principiantes: “No busquen ser originales… No intenten deslumbrar al burgués… No sigan modas…Roben si es necesario… Mientan siempre… “

Por ser un decálogo de Onetti tiene once elementos. El undécimo me encanta: “No olviden que Hemingway escribió: ‘Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer’.”

¿Cayó Onetti? Nunca, ni en este sitio.

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27 de diciembre de 2005
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El impostor inverosímil Rodrigo Fresán

Rodrigo Fresán, escritor argentino radicado en Barcelona, ha sido elegido por el Financial Times como uno de los cinco mejores autores traducidos al inglés durante el 2005, por su novela Kensington Gardens. Ya que a Fresán no le hace la más mínima falta que yo lo elogie, dedicaré este artículo a contar historias que le he robado. Fresán está lleno de relatos surrealistas sobre sus encuentros con otros escritores. Según dice, una vez en Buenos Aires peleó con su novia y ella salió corriendo. Como siempre ocurre en estos casos, él salió corriendo detrás. Al doblar la esquina, afirma haber chocado contra “algo blandito” (sic), que como consecuencia se cayó al suelo. Fresán ya iba a continuar su carrera cuando alguien le dijo: “¡Che, es Borges!”. En efecto, la cosa blandita que se retorcía en el suelo era el autor de El Aleph. Fresán asegura que en ese momento, lo primero que pensó fue: “voy a pasar a la historia como el escritor que mató a Borges.” Pero no lo mató. En otra ocasión, siempre según él, almorzó con Susan Sontag, que comía gigantescos filetes de carne casi cruda. Fresán comentó: “Oiga, Susan, come usted como Pedro Picapiedra”. Susan Sontag no estaba acostumbrada a que nadie le hiciese chistecitos, y menos a que la comparasen con Pedro Picapiedra. Pero quizá por eso, le hizo gracia. La siguiente vez que lo vio, lo recordaba bien, y aún se reía de sus filetes Flinstone. Pero la más alucinante de las historias es la de Roman Polanski. Sostiene Fresán que un día, mientras desayunaba en un hotel de París, se le acercó Polanski, le dio un abrazo y se sentó a conversarle como si lo conociera de toda la vida. Fresán se sintió obligado a decirle: “Perdone, creo que se confunde usted. No nos conocemos.” Polanski repondió. “¿No? Bueno, de todos modos me quedaré aquí, que ya tenemos conversación”. Pasaron un rato conversando, hasta que Polanski le sugirió que fuesen a un bar sadomasoquista que conocía, no lejos de ahí. Fresán afirma haberse negado. Según su relato, Polansky insistió sin éxito. Esas son sólo tres de las miles de historias inverosímiles que tiene Fresán sobre sus encuentros con hombres y mujeres notables. Yo sólo quería decir en este artículo que estoy seguro de que todas son falsas. Pero son muy divertidas.

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27 de diciembre de 2005
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Humanos desechables

Una reseña de Santiago Roncagliolo sobre:

Kazuo Ishiguro. Nunca me abandones. Anagrama 2005. Panorama de Narrativas 618. 351 p.

En la brillante generación de narradores ingleses nacidos durante la posguerra, cada quien ha ido delimitando su terreno. Martin Amis se ha hecho conocido por su don para la comedia delirante y por ser una ametralladora de metáforas sexuales refinadas. Ian McEwan ha desarrollado una prosa elegante y cargada de suspenso, como un bisturí para la disección de los miedos de Occidente. Julian Barnes ha convertido en un género propio las historias de amor, realidad e historia. Y Kazuo Ishiguro se ha especializado… en no especializarse. En efecto, el novelista de origen japonés es uno de los más parcos autores contemporáneos (sólo seis libros, menos de la mitad que Barnes, por ejemplo). Y, sobre todo, uno de los más inclasificables y camaleónicos. Puede asumir la voz de una japonesa de mediana edad (Pálida luz en las colinas), de un detective en Shangai (Cuando éramos huérfanos) o de un mayordomo inglés. Los restos del día, galardonada con el premio Brooker, mostraba un austero y sólido realismo, pero su siguiente novela, Los inconsolables, era un inesperado relato absurdo de estirpe kafkiana. Fiel al esquema de romper sus propios esquemas, la última entrega de Ishiguro es una historia de ciencia ficción. O algo así. El escenario de este libro no está lejos en el tiempo o el espacio, pero tampoco está situado en la Inglaterra actual. Es más bien un presente visionario, como el de las novelas de Ballard, un lugar que podría ser ahora y aquí, si y sólo si algunas cosas de nuestro pasado hubieran sido diferentes. Pero no muy diferentes. Isaac Asimov reunió una vez los mejores cuentos de ciencia ficción del siglo XIX. Al leerlos, sorprende la fascinación por las máquinas. Los autores describían los aparatos con cantidad de tétricos detalles, y sus relatos se hicieron obsoletos en cuanto aparecieron las máquinas reales y fueron, con mucho, más bonitas. En el otro extremo del siglo XX, sin embargo, es difícil que eso nos impresione. Usamos teléfonos con pantallas, trabajamos en los aviones con computadoras móviles y tenemos miles de satélites en desuso tirados por el espacio. Lo más impresionante que nos ha traído el futuro no es la creación de máquinas para extender las funciones del cuerpo humano. Lo impresionante hoy es la creación de humanos. Philip K. Dick en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? fue el primero en plantearse a los humanoides como sujetos con emociones. Pero sólo en los últimos años, a raíz de los primeros experimentos reales de clonación, el arte ha empezado a interrogarse constantemente sobre los límites de la humanidad y sus consecuencias éticas. El Houellebecq de La posibilidad de una isla prevé que nuestros replicantes serán tan infelices como nosotros. El Winterbottom que dirigió Código 46 pinta un mundo gobernado por la dictadura del genoma, en el que ni siquiera el amor es realmente libre. Las grandes historias sobre nuestro futuro tecnológico ya no rebosan detalles científicos, sino preguntas existenciales. Es ahí donde encuentra su lugar la nueva novela de Kazuo Ishiguro. Nunca me abandones no es un paseo por naves espaciales y laboratorios de pruebas. Los escenarios son más bien bucólicos. Praderas inglesas, un pueblo de Norfolk que es igual al pueblo de Norfolk, y hospitales que parecen hospitales. El lugar de los hechos de esta novela no es un sofisticado entorno científico, sino un jardín de niños sin padres ni hijos, de seres humanos desechables. Y la pregunta que atraviesa la novela es “¿Qué es el amor en un mundo así?” Porque a fin de cuentas, lo que el autor nos narra es simplemente un triángulo amoroso, la historia de un amor que dura toda la vida de sus protagonistas. Lo que anima el relato es lo que está detrás de él, el horror que Ishiguro –con su proverbial austeridad- sólo nos deja ver a retazos, pero que pesa sobre la historia como una lápida, hasta asfixiar a sus personajes y a sus lectores. Quizá, conforme cambia nuestro concepto de la vida, también cambian las razones para la muerte. En un mundo en movimiento resulta absurdo morir por un país, pero hay nuevos motivos –igualmente absurdos- para morir. Nunca me abandones explora esos motivos, y al hacerlo, traza el retrato de tres personajes buscando el misterio de su propia existencia. Pero como todas las buenas historias de ciencia ficción, su seducción no reside en su capacidad predicción del futuro, sino en el retrato que esboza de nuestro atribulado presente.

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26 de diciembre de 2005
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Palabras que matan

A veces pienso que el uso indebido de las palabras debería ser penado por ley. Hace pocas horas, el ex presidente de la Argentina Fernando de la Rúa acusó al actual presidente, Néstor Kirchner, de haber puesto al país “en el peligroso umbral del fascismo”. ¿Cuál fue la causa de tan dura acusación? La semana pasada, Kirchner se prestó a un sketch humorístico en el programa televisivo de Marcelo Tinelli. Un imitador que interpretaba a De la Rúa visitó al presidente en la Casa Rosada. En medio del sketch, el ex presidente fue blanco de algunas de las bromas. Kirchner le enseñó la cama del dormitorio presidencial, recordándole al falso De la Rúa que allí había pasado la mayor parte del tiempo durante su breve gestión, y también le enseñó una mesa a la que calificó como “la mesa de los sobornos”, en relación al escándalo de las coimas que durante el gobierno de De la Rúa se habrían pagado a una gran cantidad de senadores para que aprobasen ciertas leyes. El caso sigue vigente en la opinión pública; sin ir más lejos, la semana pasada se dictó procesamiento firme contra varios de los implicados, incluida gente de la más íntima confianza de De la Rúa, como su designado jefe del Servicio de Inteligencia del Estado, Fernando de Santibañes. ¿Cómo explica De la Rúa que una broma pueda poner al país en el umbral del fascismo? Muy simple. Según De la Rúa, Kirchner no debió haberse “burlado de la institución presidencial”. El extraño silogismo delarruístico supone que si Kirchner participó de un sketch cómico en la casa de gobierno eso desmerece su cargo, y ese desmerecimiento pone al país al borde de la disolución. No niego que el razonamiento tiene su lógica, pero yo tiendo a suscribir otro razonamiento que también la tiene, y de forma un tanto más inapelable. Si algo puso a este país al borde de la disolución en los últimos años fue precisamente el desgobierno de De la Rúa, que profundizó en pocos meses la crisis económica que casi acaba con nosotros, demostró que a pesar de su origen legítimo era un gobernante corrupto, dictó un Estado de Sitio totalmente injustificado y terminó renunciando antes de tiempo, no sin antes autorizar una represión que costó la vida de 29 personas. El desastre que fue la administración De la Rúa produjo un vacío de poder peligrosísimo (recuerden que el episodio nos hizo padecer a varios presidentes distintos en el lapso de pocos días), y varios de sus tristes hechos siguen abiertos en la Justicia, tanto el caso de las coimas como el de los muertos por la represión. Uno tiende a creer que la persona responsable de tamañas tropelías debería pensarlo dos veces antes de acusar a otro de poner al país al filo del fascismo. Pero en fin, De la Rúa fue y es un político, y gran parte de los políticos (de los argentinos, al menos) están convencidos de que pueden usar las palabras arbitrariamente sin que se les vuelvan en contra. En cambio yo, que de político no tengo nada aunque use las palabras como parte de mi trabajo, soy un convencido de que todo vuelve, y de que las palabras que uno ha usado de manera inapropiada también, para morder la boca de quien las lanzó. De la Rúa es de la clase de personas que justifica la clásica cita de Clarence Darrow: “Cuando era chico me dijeron que cualquiera podía llegar a Presidente. Yo estoy empezando a creerlo”.

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26 de diciembre de 2005
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El invicto

Una vez acabado el curso, hace ya dos interminables años, vino a verme a la salida de una clase. Estaba confuso porque había terminado la carrera, era ya arquitecto, pero no quería enterrarse en un despacho y esclavizarse como sus compañeros. Le aconsejé que viajara, que perdiera un par de años. Dudaba, pero asentía con la cabeza mirando al suelo. “En realidad, lo que sucede es que quiero escribir” “Mayor razón para viajar”, insistí. Al cabo de muchos meses y cuando ya había olvidado la conversación, recibí una postal enviada desde Lochmaddy, en las Hébridas exteriores. Rocas peladas, cortinas de espuma marina, líquenes e invertebrados. Allí había ido a parar, tras un periplo tan incomprensible como el de la hormiga hacia el hormiguero. Trabajaba en un pub, cada día llevaba arenques a las focas y los pingüinos de la escollera. Leía a Shakespeare sistemáticamente. Hoy nos hemos reunido para tomar un café. Apenas ha cambiado. Sigue teniendo la misma cara de crío, a pesar de una barba recortada en la que apuntan algunas canas. Está trabajando en un despacho de arquitectos, pero en Inverness, al pie de los montes Grampianos, no muy lejos de las focas y los pingüinos que (me temo) son su única compañía. “No, la gente es muy amable, aunque no hay nada alrededor. Ni pueblos. Cuatro casonas no son un pueblo. Edimburgo cae a tres horas de tren. Trabajo de las ocho a las cinco de la tarde. El resto del día es para mi, para escribir y leer”. “Habrás escrito mucho” Con gesto augusto saca una gruesa agenda del bolsillo. Está toda ella cubierta por una letra microscópica, de una perfección agresiva, como una inscripción cuneiforme. Calculo que daría unas ciento cincuenta hojas Din A4. “¿Es una novela?” “Un relato. Tengo cinco como éste” Al hojear he pillado palabras sueltas, “recortes”, “sacerdote”, “desistir”. Quedamos en que ahora lo pasará en limpio y me lo dejará leer. Cuando se aleja calle abajo, pequeño, concentrado, tan similar a un anarquista polaco del siglo diecinueve, pienso en que me gustaría que todo quedara aquí. No leerlo. Pensarlo sí, pero no leerlo. No leerlo jamás. La perfección. Dios le bendiga.

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26 de diciembre de 2005
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Dos muertos para esta Navidad

Tres chicos, uno de ellos menor de edad y los otros dos casi, incendiaron esta semana a una mendiga en un cajero automático en el barrio de Sant Gervasi. Sus declaraciones a la policía aparecen en la prensa de hoy. Admiten que encontraron una garrafa de disolvente en un andamio y fueron al cajero a fastidiar a la mujer. Les pareció una idea divertida. Dedicaron un rato a burlarse de ella y luego, para asustarla, le arrojaron el disolvente. Y un cigarro. Según uno de los chicos, no le arrojaron el disolvente encima sino a un costado, hasta que formó un charquito. Pero “cayó la garrafa y explotó, y del susto nos fuimos corriendo… No avisamos a ningún servicio de emergencia por miedo, a ver si nos iban a decir algo a nosotros.” De hecho, su crimen fue tan estúpido que ni siquiera se les ocurrió en ningún momento que en los cajeros automáticos hay cámaras. Ayer, en el metro de Osaka, Japón, cuatro pasajeros mataron a otro a golpes. La víctima había estado metiéndole mano a una chica, que se quejó en voz alta. Y la gente del vagón se indignó con el acosador. En la siguiente estación, el hombre se bajó para evitar conflictos, pero lo siguieron y apalearon hasta la muerte. Estos hechos no ocurrieron en medio de una guerra africana ni en los miserables suburbios de la India. Los asesinos no eran delincuentes ni fanáticos. De hecho, ocurrieron en dos de los países más desarrollados y civilizados del mundo, en ciudades, y no precisamente entre marginales: uno de los chicos es hijo de un profesor universitario, y el acosador japonés era un hombre de negocios. Los dos muertos de esta semana, asesinados en dos extremos del mundo, nos muestran lo cerca que los seres humanos estamos de la brutalidad. Mientras caminamos por la calle orgullosamente, con nuestro traje y nuestro maletín, mientras pensamos en los regalos navideños para el niño, quizá estemos al borde –a sólo un cigarrillo, a una metida de mano- de la barbarie. Lamento que esta sea mi columna de hoy. Creo que nunca me gustó la Navidad.

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23 de diciembre de 2005
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Nocturno

El taxi sube por la calle Aribau con suavidad; la sensación es aérea, con el casi imperceptible balanceo de un avión que alcanza los diez mil metros. La noche está particularmente tranquila y silenciosa, no hay nadie por las calles, parece un sueño. Las luces del alumbrado se deslizan con lentitud sobre el asfalto como haces de faro. Es una atmósfera submarina. Al llegar al cruce de Muntaner con Vía Augusta, sin embargo, se divisa un discreto grupo compacto, apiñado. Estamos detenidos ante la luz roja, los veo a lo lejos. Cuando cambia el semáforo advierto la moto tumbada junto a una ambulancia y dos coches de policía. Unas piernas de mujer, sin zapatos, salen por debajo de uno de los coches. Un grupo de hombres, en pie, inmóviles, podrían ser maniquíes. Las luces azules giran despacio, las luces amarillas destellan rápidas, nerviosas, las luces del semáforo se abren y se cierran. La ambulancia dispara su sirena pero no emprende la marcha. Nadie se mueve. Parece que algo va a suceder pero no sucede nada. Por un instante imagino que introduzco una moneda y la escena se pone en movimiento. El taxi continúa su camino. He viajado sin percatarme a los carruseles de mi infancia, a las ferias, a los farolillos azules, amarillos, verdes, rojos, a la sirena del tiovivo que anunciaba el primer giro. A los autómatas del Tibidabo. Quizás a un accidente olvidado. Se llamaban “atracciones”. En aquellos años no podía yo entender esa palabra, “atracciones”, y sigo sin entenderla.

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23 de diciembre de 2005
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Credo quia absurdum

Después de leer Un cuento de Navidad de Charles Dickens, Robert Louis Stevenson le escribió a un amigo cuyos datos se perdieron en la historia: “Lloré hasta que se me salieron los ojos, y tuve que presentar una pelea terrible para no sollozar. Pero oh, Dios mío, es tan bueno –y me sentí tan bien después de leerlo –tengo que hacer el bien y ya no perder más tiempo –tengo que salir y confortar a alguien… Oh, qué cosa más fantástica es para un hombre escribir libros como esos y llenar de piedad el corazón de la gente”. Yo no sé por qué escriben los demás escritores. Pero sí sé que yo escribo con el ferviente deseo de producir en el lector el efecto que Dickens produjo en aquel entonces sobre el duro Stevenson. Creo que la literatura no perdió el poder de conmover al lector, aunque tantos escritores hayan hecho su parte para que al lector sensible no le quede más remedio que recurrir al cine en busca de emociones. Y que conste que cuando hablo de conmover no me refiero sólo a las lágrimas, pero tampoco quiero dejarlas afuera. Las lágrimas suelen estar presentes en los momentos más inolvidables de nuestras vidas, los buenos y los malos; si la literatura huye de esos momentos, se pierde algo esencial. Ignoro en qué momento los sacerdotes de la alta literatura dictaminaron que lo excelso debía estar, de allí en más, divorciado de lo sensible. Durante siglos las grandes obras hablaron de los grandes temas, que estaban íntimamente ligados con los grandes sentimientos. Desde Homero hasta Cervantes, desde Shakespeare hasta Bellow, estas obras perduraron porque no costaba nada identificarse con los afanes de sus protagonistas. Todos amaban, temían, codiciaban, dudaban y al fin actuaban; triunfando o no, hacían algo en el mundo. Supongo que los abusos del romanticismo y la cruel experiencia de las guerras se conjugaron para que el siglo XX propendiera a los textos cerebrales y desesperanzados, textos que presentan la nada como programa y proponen la literatura como vía crucis, libros que parecen escritos por gente que nunca se enamoró ni se equivocó ni bailó ni hizo el ridículo: cabezas desgajadas del cuerpo, como las que recurren en Futurama, el dibujo animado de Matt Groening. Yo amo los libros que me hacen pensar, pero los amo más cuando además me hacen reír, llorar, amar, temer, maldecir, viajar en el tiempo y en el espacio. Detesto, en consecuencia, pensar que los escritores le cedemos el ancho campo de los sentimientos al cine, la TV y a los best-sellers de aeropuerto. Porque al cederlo estamos cediendo buena parte del poder movilizador de la literatura, y en consecuencia convirtiéndonos en escritores reaccionarios. Gente que se contenta con hacer alarde de su lucidez, suponiendo que se preserva así de la mierda en la que todos estamos inmersos. El mundo es un lugar complicado y la vida es un tránsito escabroso. En lo que a mí respecta, escribir ficción es mi intento de producir algo bello que sumar a lo bello ya existente, en la esperanza de contrarrestar, aunque más no sea en una mínima medida, la abundancia de tanta fealdad.

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Siempre me gustó la frase con que San Agustín justificaba su fe frente a los escépticos: “Creo porque es absurdo”. Me parece un programa de acción para los creyentes, pero muy especialmente para aquellos que amamos la ficción. Feliz Navidad para todos, crean o no.

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23 de diciembre de 2005
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Jingle bells

“Lamento referirme al tema de la Navidad,” escribió George Bernard Shaw. “Es un tema indecente; un tema cruel y glotón; un tema borracho y pendenciero; un tema dispendioso y desastroso; un tema malvado, mentiroso, sucio, blasfemo y desmoralizador”. Hecha esta salvedad, lo confieso: ¡amo la Navidad!

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Las Navidades valdrían la pena aunque más no fuese por dos razones. En primer lugar, porque sin ellas Dickens no habría escrito jamás A Christmas Carol, y por ende no habría concebido a Ebenezer Scrooge y a Tiny Tim. La segunda razón es más frívola y por ende perecedera, pero hoy la he tenido muy presente. De no ser por las Navidades el papa Benedicto XVI no habría desempolvado ese gorro rojo con el cual anduvo paseándose por el Vaticano en estos días. Al ver el sombrerete (que se llama camauro, según dicen) coronando ese rostro viejo, de ojeras que traslucen obsesión, pensé: ¡el Grinch usurpó el puesto de San Pedro! Me reí mucho, y se me ocurrió que un mundo en que el Papa juega a ser Juan XXIII y le sale Jim Carrey no debía estar del todo perdido.

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Aborrezco como la mayoría de la gente las complicaciones que derivan de la fecha: las interminables sesiones de compras, los amontonamientos en los shoppings y en los supermercados. Pero llegadas las doce del 24 me olvido de todo, porque adoro la alegría de los míos y muy especialmente la ilusión de los más pequeños, su relumbrante fe en la ficción navideña. Imagino que son las bondades de esta ficción las que la han vuelto tan perdurable; y que esta durabilidad explica, a su manera, por qué la ficción literaria no se enajenará en el futuro por más experimentos, blogs y new media que surjan. Mi colega Fogel se cuestionaba ayer por la suerte del texto narrativo, que corre riesgo de fragmentarse en un medio interactivo como la web. Es cierto que la falta de tiempo para concentrarse en un texto extenso favorece la fragmentación, y que la modalidad democrática de la red permite que todo el mundo colabore con sus propios fragmentos, creando algo parecido a una obra múltiple, o comunitaria: sin dueño, y por ende sin responsables. Pero a no ser que la psique del hombre se fragmente también, seguiremos necesitando ficciones unificadoras, relatos que comiencen, se desarrollen, planteen un sentido y terminen, porque esa es la forma en que necesitamos interpretar nuestras propias vidas: como un gran relato único, que admite digresiones infinitas y cambios de registro, pero que siempre regresa al gran río madre que es nuestra vida una. La Navidad funciona porque es una ficción unificadora: lo tiene todo, nacimiento y muerte, humildad y gloria, pastores y reyes. Los humanos, los animales y el universo entero, en la forma de la estrella que guiará el camino de los Magos, se combinan en una historia que hace perfecto sentido, lo compartamos o no. Me complace además que la celebración incluya hoy como un componente insoslayable la alegría de los niños. (Dickens tiene su parte de culpa en este aspecto: al menos en Navidad, todos los críos son Tiny Tim.) Creo que no debemos culpar a la Navidad por el hecho de que el mundo deje de preocuparse por los niños los otros 364 días del año. El argumento es tan endeble como aquellos que desprecian la fiesta por comercial. Suelo escucharlos en boca de gente que gasta dinero de forma desenfrenada y caprichosa durante el año entero y al acercarse diciembre se pone piadosa.

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Dicho sea de paso, ¿por qué será que la gran mayoría de los escritores contemporáneos le escapan a la efusión de los sentimientos? Parecen pensar que cuanto más cerebral, árida y fría sea su narración, más literaria será. Pobre gente. (Ya volveremos sobre el tema.)

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Mi hija más pequeña nació un 24 de diciembre. Esa noche la pasé en el hospital, viviendo de la caridad del cuerpo médico, que se apiadó de mí y me convidó sidra caliente y sandwiches de miga. De regreso en la habitación, que como el hospital todo estaba en silencio, me asombraron los ruidos que se colaban a través de ventanas y paredes: era el sonido de una ciudad entera entregada a la celebración. Que era una celebración distinta de la mía… y a la vez era la misma. Esa Navidad no conté con la proximidad de un arbolito ni participé de fiesta alguna, pero tuve el mejor de los regalos. Como todas las buenas historias lo certifican, la llegada de un hijo nos cambia la vida. Así que si alguien tiene la intención de insistir con eso de que nada ni nadie cambia en Navidad, más vale que lo piense dos veces: yo soy la prueba viviente de que están equivocados.

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22 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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