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El invicto

Una vez acabado el curso, hace ya dos interminables años, vino a verme a la salida de una clase. Estaba confuso porque había terminado la carrera, era ya arquitecto, pero no quería enterrarse en un despacho y esclavizarse como sus compañeros. Le aconsejé que viajara, que perdiera un par de años. Dudaba, pero asentía con la cabeza mirando al suelo. “En realidad, lo que sucede es que quiero escribir” “Mayor razón para viajar”, insistí. Al cabo de muchos meses y cuando ya había olvidado la conversación, recibí una postal enviada desde Lochmaddy, en las Hébridas exteriores. Rocas peladas, cortinas de espuma marina, líquenes e invertebrados. Allí había ido a parar, tras un periplo tan incomprensible como el de la hormiga hacia el hormiguero. Trabajaba en un pub, cada día llevaba arenques a las focas y los pingüinos de la escollera. Leía a Shakespeare sistemáticamente. Hoy nos hemos reunido para tomar un café. Apenas ha cambiado. Sigue teniendo la misma cara de crío, a pesar de una barba recortada en la que apuntan algunas canas. Está trabajando en un despacho de arquitectos, pero en Inverness, al pie de los montes Grampianos, no muy lejos de las focas y los pingüinos que (me temo) son su única compañía. “No, la gente es muy amable, aunque no hay nada alrededor. Ni pueblos. Cuatro casonas no son un pueblo. Edimburgo cae a tres horas de tren. Trabajo de las ocho a las cinco de la tarde. El resto del día es para mi, para escribir y leer”. “Habrás escrito mucho” Con gesto augusto saca una gruesa agenda del bolsillo. Está toda ella cubierta por una letra microscópica, de una perfección agresiva, como una inscripción cuneiforme. Calculo que daría unas ciento cincuenta hojas Din A4. “¿Es una novela?” “Un relato. Tengo cinco como éste” Al hojear he pillado palabras sueltas, “recortes”, “sacerdote”, “desistir”. Quedamos en que ahora lo pasará en limpio y me lo dejará leer. Cuando se aleja calle abajo, pequeño, concentrado, tan similar a un anarquista polaco del siglo diecinueve, pienso en que me gustaría que todo quedara aquí. No leerlo. Pensarlo sí, pero no leerlo. No leerlo jamás. La perfección. Dios le bendiga.

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26 de diciembre de 2005
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Dos muertos para esta Navidad

Tres chicos, uno de ellos menor de edad y los otros dos casi, incendiaron esta semana a una mendiga en un cajero automático en el barrio de Sant Gervasi. Sus declaraciones a la policía aparecen en la prensa de hoy. Admiten que encontraron una garrafa de disolvente en un andamio y fueron al cajero a fastidiar a la mujer. Les pareció una idea divertida. Dedicaron un rato a burlarse de ella y luego, para asustarla, le arrojaron el disolvente. Y un cigarro. Según uno de los chicos, no le arrojaron el disolvente encima sino a un costado, hasta que formó un charquito. Pero “cayó la garrafa y explotó, y del susto nos fuimos corriendo… No avisamos a ningún servicio de emergencia por miedo, a ver si nos iban a decir algo a nosotros.” De hecho, su crimen fue tan estúpido que ni siquiera se les ocurrió en ningún momento que en los cajeros automáticos hay cámaras. Ayer, en el metro de Osaka, Japón, cuatro pasajeros mataron a otro a golpes. La víctima había estado metiéndole mano a una chica, que se quejó en voz alta. Y la gente del vagón se indignó con el acosador. En la siguiente estación, el hombre se bajó para evitar conflictos, pero lo siguieron y apalearon hasta la muerte. Estos hechos no ocurrieron en medio de una guerra africana ni en los miserables suburbios de la India. Los asesinos no eran delincuentes ni fanáticos. De hecho, ocurrieron en dos de los países más desarrollados y civilizados del mundo, en ciudades, y no precisamente entre marginales: uno de los chicos es hijo de un profesor universitario, y el acosador japonés era un hombre de negocios. Los dos muertos de esta semana, asesinados en dos extremos del mundo, nos muestran lo cerca que los seres humanos estamos de la brutalidad. Mientras caminamos por la calle orgullosamente, con nuestro traje y nuestro maletín, mientras pensamos en los regalos navideños para el niño, quizá estemos al borde –a sólo un cigarrillo, a una metida de mano- de la barbarie. Lamento que esta sea mi columna de hoy. Creo que nunca me gustó la Navidad.

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23 de diciembre de 2005
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Nocturno

El taxi sube por la calle Aribau con suavidad; la sensación es aérea, con el casi imperceptible balanceo de un avión que alcanza los diez mil metros. La noche está particularmente tranquila y silenciosa, no hay nadie por las calles, parece un sueño. Las luces del alumbrado se deslizan con lentitud sobre el asfalto como haces de faro. Es una atmósfera submarina. Al llegar al cruce de Muntaner con Vía Augusta, sin embargo, se divisa un discreto grupo compacto, apiñado. Estamos detenidos ante la luz roja, los veo a lo lejos. Cuando cambia el semáforo advierto la moto tumbada junto a una ambulancia y dos coches de policía. Unas piernas de mujer, sin zapatos, salen por debajo de uno de los coches. Un grupo de hombres, en pie, inmóviles, podrían ser maniquíes. Las luces azules giran despacio, las luces amarillas destellan rápidas, nerviosas, las luces del semáforo se abren y se cierran. La ambulancia dispara su sirena pero no emprende la marcha. Nadie se mueve. Parece que algo va a suceder pero no sucede nada. Por un instante imagino que introduzco una moneda y la escena se pone en movimiento. El taxi continúa su camino. He viajado sin percatarme a los carruseles de mi infancia, a las ferias, a los farolillos azules, amarillos, verdes, rojos, a la sirena del tiovivo que anunciaba el primer giro. A los autómatas del Tibidabo. Quizás a un accidente olvidado. Se llamaban “atracciones”. En aquellos años no podía yo entender esa palabra, “atracciones”, y sigo sin entenderla.

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23 de diciembre de 2005
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Credo quia absurdum

Después de leer Un cuento de Navidad de Charles Dickens, Robert Louis Stevenson le escribió a un amigo cuyos datos se perdieron en la historia: “Lloré hasta que se me salieron los ojos, y tuve que presentar una pelea terrible para no sollozar. Pero oh, Dios mío, es tan bueno –y me sentí tan bien después de leerlo –tengo que hacer el bien y ya no perder más tiempo –tengo que salir y confortar a alguien… Oh, qué cosa más fantástica es para un hombre escribir libros como esos y llenar de piedad el corazón de la gente”. Yo no sé por qué escriben los demás escritores. Pero sí sé que yo escribo con el ferviente deseo de producir en el lector el efecto que Dickens produjo en aquel entonces sobre el duro Stevenson. Creo que la literatura no perdió el poder de conmover al lector, aunque tantos escritores hayan hecho su parte para que al lector sensible no le quede más remedio que recurrir al cine en busca de emociones. Y que conste que cuando hablo de conmover no me refiero sólo a las lágrimas, pero tampoco quiero dejarlas afuera. Las lágrimas suelen estar presentes en los momentos más inolvidables de nuestras vidas, los buenos y los malos; si la literatura huye de esos momentos, se pierde algo esencial. Ignoro en qué momento los sacerdotes de la alta literatura dictaminaron que lo excelso debía estar, de allí en más, divorciado de lo sensible. Durante siglos las grandes obras hablaron de los grandes temas, que estaban íntimamente ligados con los grandes sentimientos. Desde Homero hasta Cervantes, desde Shakespeare hasta Bellow, estas obras perduraron porque no costaba nada identificarse con los afanes de sus protagonistas. Todos amaban, temían, codiciaban, dudaban y al fin actuaban; triunfando o no, hacían algo en el mundo. Supongo que los abusos del romanticismo y la cruel experiencia de las guerras se conjugaron para que el siglo XX propendiera a los textos cerebrales y desesperanzados, textos que presentan la nada como programa y proponen la literatura como vía crucis, libros que parecen escritos por gente que nunca se enamoró ni se equivocó ni bailó ni hizo el ridículo: cabezas desgajadas del cuerpo, como las que recurren en Futurama, el dibujo animado de Matt Groening. Yo amo los libros que me hacen pensar, pero los amo más cuando además me hacen reír, llorar, amar, temer, maldecir, viajar en el tiempo y en el espacio. Detesto, en consecuencia, pensar que los escritores le cedemos el ancho campo de los sentimientos al cine, la TV y a los best-sellers de aeropuerto. Porque al cederlo estamos cediendo buena parte del poder movilizador de la literatura, y en consecuencia convirtiéndonos en escritores reaccionarios. Gente que se contenta con hacer alarde de su lucidez, suponiendo que se preserva así de la mierda en la que todos estamos inmersos. El mundo es un lugar complicado y la vida es un tránsito escabroso. En lo que a mí respecta, escribir ficción es mi intento de producir algo bello que sumar a lo bello ya existente, en la esperanza de contrarrestar, aunque más no sea en una mínima medida, la abundancia de tanta fealdad.

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Siempre me gustó la frase con que San Agustín justificaba su fe frente a los escépticos: “Creo porque es absurdo”. Me parece un programa de acción para los creyentes, pero muy especialmente para aquellos que amamos la ficción. Feliz Navidad para todos, crean o no.

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23 de diciembre de 2005
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Jingle bells

“Lamento referirme al tema de la Navidad,” escribió George Bernard Shaw. “Es un tema indecente; un tema cruel y glotón; un tema borracho y pendenciero; un tema dispendioso y desastroso; un tema malvado, mentiroso, sucio, blasfemo y desmoralizador”. Hecha esta salvedad, lo confieso: ¡amo la Navidad!

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Las Navidades valdrían la pena aunque más no fuese por dos razones. En primer lugar, porque sin ellas Dickens no habría escrito jamás A Christmas Carol, y por ende no habría concebido a Ebenezer Scrooge y a Tiny Tim. La segunda razón es más frívola y por ende perecedera, pero hoy la he tenido muy presente. De no ser por las Navidades el papa Benedicto XVI no habría desempolvado ese gorro rojo con el cual anduvo paseándose por el Vaticano en estos días. Al ver el sombrerete (que se llama camauro, según dicen) coronando ese rostro viejo, de ojeras que traslucen obsesión, pensé: ¡el Grinch usurpó el puesto de San Pedro! Me reí mucho, y se me ocurrió que un mundo en que el Papa juega a ser Juan XXIII y le sale Jim Carrey no debía estar del todo perdido.

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Aborrezco como la mayoría de la gente las complicaciones que derivan de la fecha: las interminables sesiones de compras, los amontonamientos en los shoppings y en los supermercados. Pero llegadas las doce del 24 me olvido de todo, porque adoro la alegría de los míos y muy especialmente la ilusión de los más pequeños, su relumbrante fe en la ficción navideña. Imagino que son las bondades de esta ficción las que la han vuelto tan perdurable; y que esta durabilidad explica, a su manera, por qué la ficción literaria no se enajenará en el futuro por más experimentos, blogs y new media que surjan. Mi colega Fogel se cuestionaba ayer por la suerte del texto narrativo, que corre riesgo de fragmentarse en un medio interactivo como la web. Es cierto que la falta de tiempo para concentrarse en un texto extenso favorece la fragmentación, y que la modalidad democrática de la red permite que todo el mundo colabore con sus propios fragmentos, creando algo parecido a una obra múltiple, o comunitaria: sin dueño, y por ende sin responsables. Pero a no ser que la psique del hombre se fragmente también, seguiremos necesitando ficciones unificadoras, relatos que comiencen, se desarrollen, planteen un sentido y terminen, porque esa es la forma en que necesitamos interpretar nuestras propias vidas: como un gran relato único, que admite digresiones infinitas y cambios de registro, pero que siempre regresa al gran río madre que es nuestra vida una. La Navidad funciona porque es una ficción unificadora: lo tiene todo, nacimiento y muerte, humildad y gloria, pastores y reyes. Los humanos, los animales y el universo entero, en la forma de la estrella que guiará el camino de los Magos, se combinan en una historia que hace perfecto sentido, lo compartamos o no. Me complace además que la celebración incluya hoy como un componente insoslayable la alegría de los niños. (Dickens tiene su parte de culpa en este aspecto: al menos en Navidad, todos los críos son Tiny Tim.) Creo que no debemos culpar a la Navidad por el hecho de que el mundo deje de preocuparse por los niños los otros 364 días del año. El argumento es tan endeble como aquellos que desprecian la fiesta por comercial. Suelo escucharlos en boca de gente que gasta dinero de forma desenfrenada y caprichosa durante el año entero y al acercarse diciembre se pone piadosa.

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Dicho sea de paso, ¿por qué será que la gran mayoría de los escritores contemporáneos le escapan a la efusión de los sentimientos? Parecen pensar que cuanto más cerebral, árida y fría sea su narración, más literaria será. Pobre gente. (Ya volveremos sobre el tema.)

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Mi hija más pequeña nació un 24 de diciembre. Esa noche la pasé en el hospital, viviendo de la caridad del cuerpo médico, que se apiadó de mí y me convidó sidra caliente y sandwiches de miga. De regreso en la habitación, que como el hospital todo estaba en silencio, me asombraron los ruidos que se colaban a través de ventanas y paredes: era el sonido de una ciudad entera entregada a la celebración. Que era una celebración distinta de la mía… y a la vez era la misma. Esa Navidad no conté con la proximidad de un arbolito ni participé de fiesta alguna, pero tuve el mejor de los regalos. Como todas las buenas historias lo certifican, la llegada de un hijo nos cambia la vida. Así que si alguien tiene la intención de insistir con eso de que nada ni nadie cambia en Navidad, más vale que lo piense dos veces: yo soy la prueba viviente de que están equivocados.

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22 de diciembre de 2005
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Malas temporadas

A menudo, los medios de comunicación nos pintan a los inmigrantes como si fuésemos caricaturas. Algunos piensan que somos todos delincuentes, otros ponen énfasis en lo nobles y trabajadores que somos, aunque ambas cosas dichas así sean obviamente falsas. Hace como un año, un editor me dijo: “nadie mata como matan los sicarios colombianos. Nadie en este país sabía matar con tanta violencia. Pero yo no puedo poner eso en el periódico, porque es políticamente incorrecto”. En cambio, un redactor de otro medio me dice: “para mi editor, los asaltos cometidos por inmigrantes son noticia. Los que cometen los españoles, en cambio, no importan”. La verdad tiene muchas caras. Y los periodistas tenemos mucha cara. En la ficción también hay estereotipos. Si uno sólo conociese el mundo según las películas españolas, pensaría que todos los cubanos/as se buscan la vida con sus habilidades amatorias. Que todos los ecuatorianos son bajitos. Y que todos los argentinos son profesionales liberales, porque los actores argentinos no hacen de inmigrantes sino de gente. Por eso, me ha sorprendido la película Malas temporadas de Manuel Martín Cuenca, actualmente en cartelera en España. Entre los personajes, hay un cubano rico y un cubano piloto, que forman un triángulo amoroso con Leonor Watling. Ambos trafican con arte, y ambos están enamorados. Pero el hecho de que sean cubanos es un ingrediente de la historia que no los hace ser mejores ni peores. Es una cosa más que son, como guapos o ambiciosos o soñadores. Un adjetivo sin connotaciones de valor. También hay una trabajadora social que trabaja con inmigrantes, en particular con refugiados, y está hasta las narices. Una de sus representadas le miente para que saque de la cárcel al psicópata de su hijo. Otro no la deja en paz preguntando por el caso de su hermano, y llega a la violencia. Y todos esperan que haga milagros. Pero la película no saca conclusiones de ello. Como en la vida, en Malas temporadas las cosas ocurren casi porque no podrían ocurrir de otra manera. Porque si eres una madre o un hermano lo natural es que defiendas a los tuyos, y actuar de otra manera sería transgredir reglas mucho más profundas. Los personajes están arrastrados por sus vivencias y el “mal” es sólo la confluencia de intereses a menudo opuestos en situaciones desesperadas. Por supuesto, eso es lo obligatorio para una buena película. Y ésta es una buena película. Pero creo que además, Malas temporadas refleja el espíritu de una España que va acostumbrándose al inesperado aluvión migratorio de los últimos quince años. La integración comienza –y termina- en la cabeza de la gente, en la cultura. Y termina bien precisamente cuando los inmigrantes dejan de ser vistos como cuerpos extraños en una sociedad. Malas temporadas no es una película sobre extranjeros, aunque tenga personajes extranjeros, ni sobre españoles, aunque tenga personajes españoles. Es sólo una película sobre seres humanos.

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22 de diciembre de 2005
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Más allá del paraíso

Acabo de descubrir que a la editorial francesa Métailié no le gustaba el título de la novela de Mauricio Electorat: La burla del tiempo. No se podía vender así a los franceses. En Francia, el libro se titula: Sartre et la Citroneta. Se supone que la mezcla del apellido de un filósofo famoso con el apodo latino de un carro es más atractivo. Digo atractivo pues, de entender este título, ni soñarlo. Una “citroneta” hace pensar en francés a una bebida con limón, a una película neo-realista italiana, a un líquido para fregar el suelo con sabor a cítricos, a todo menos a lo que para los franceses se llama una “2 chevaux”, una “deuche”, aquel carro Citroën con su inagotable motor de dos cilindros.

Después de arremeter contra la estupidez de los editores, voy a desplegar la mía. De manera irracional siempre relacioné a Mauricio Electorat con Carlos Franz. Ambos son chilenos, sus talentos no tienen nada parecido, pero ambos publicaron novelas cuyo título hacía referencia al paraíso. El Paraíso tres veces al día para Electorat y El lugar donde estuvo el paraíso para Franz. Esta última es una maravilla extraña: un libro que podría tener a Graham Greene como autor, lo que provoca una mezcla de admiración por su calidad y de dudas sobre su autenticidad. Aun más después de leer la ultima novela de Franz, El desierto, que no se parece de ninguna manera a este “lugar donde estuvo el paraíso”.

El desierto tampoco tiene algo que ver con La burla del tiempo, pero leer una novela lleva a recordar la otra. Esta vez sí puedo vincular a los dos autores, pues ambos libros cuentan la historia del retorno de un exiliado: Laura en la obra de Franz, Pablo en la de Electorat. Ambos tienen una resonancia externa: Berlín y París. Ambos se basan en los fallos de la memoria después de los tiempos de la dictadura. Franz es un novelista clásico, con un dominio fuerte de un relato largo; Electorat es un corredor de fondo que compite en la categoría “collage” con mezclas de tonos y de escrituras. Sus falsas cartas de intelectuales franceses movilizados en contra de la dictadura son, para un francés, lo mejor, lo más cómico de su novela.

No hay que dudar, lo mejor de Francia no es Sartre, es la citroneta. Pero en el caso de Chile y de su tragedia, los dos libros establecen una verdad única del desierto del norte a la capital: todos perdieron con la dictadura. Todos. Los que se quedaron, los que se fueron, y Chile.

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22 de diciembre de 2005
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La Balcells

El martes pasado fui hasta la Universidad Autónoma de Barcelona para asistir al doctorado honoris causa de Carmen Balcells. El salón del rectorado estaba lleno a rebosar. Si alguien hubiera puesto una bomba habría desaparecido un sesenta por ciento de la edición y un cuarenta por ciento de la literatura española. Los discursos oficiales fueron más distendidos y simpáticos de lo que suele ser habitual en estos sucesos. La respuesta de Carmen Balcells, antológica. A ella le gusta presentarse como una chica de pueblo que inadvertidamente ha montado un pollo tremendo en la mejor casa de putas de la ciudad. Y se excusa con una falsa timidez perfectamente imitada. No es una chica de pueblo. La conozco desde que comenzó a convencer pacientemente a los escritores de que cobrar por escribir era de izquierdas. Si uno compara la situación legal de los escritores de entonces con la de ahora, hay una distancia similar a la que media entre vivir en Mogadiscio o en Zurich. Esa distancia se ha recorrido, en buena medida, gracias a ella. Los editores dicen que la odian, pero la aman a escondidas porque saben que también ellos se han beneficiado con los cambios. Ya sé que eso nada tiene que ver con la calidad y que cuando Valle Inclán, Onetti o Benet cobraban miserias, eran artistas de un coraje superior a cualquiera de los actuales. No hablo de la decadencia de occidente, no soy Spengler, sino de la dignidad de unas personas que secularmente habían vivido de la mendicidad. Antes, en invierno, los escritores se ponían periódicos debajo de la camisa para protegerse del frío. Ahora ya pueden comprar camisetas de lana. Me parece un avance tan considerable como el de la penicilina. Y nadie vaya a creer que lo digo porque soy cliente suyo o por amistad. Lo que más admiro en Carmen Balcells no es su talento comercial sino su vida. La batalla de aquella muchacha paternalizada por Carlos Barral que comenzó defendiendo a cuatro escritores desconocidos y ha acabado recibiendo ofertas milmillonarias de un agente neoyorkino cuyo nombre no recuerdo, y me alegro. Viene a ser como la historia de Ronaldinho, pero con gente alfabetizada, en género femenino, y con más ropa encima. Una novela que nadie escribirá porque ya se encargaría ella de que no la publicara ni dios.

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22 de diciembre de 2005
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Qué risa

Curiosa, la contraposición que establece Cioran entre Beckett, poeta del Fin del Mundo, y Nietzsche, profeta de la Aurora de un Mundo Nuevo. De un retrato de 1970, uno más de los muchos que dedicó a su amigo, copio este párrafo:

“La más descabellada de todas las utopías es la del superhombre. Anunciando en la parte fastidiosamente «constructiva» de su obra un nuevo tipo de humanidad, Nietzsche cayó en el ridículo y mostró su ingenuidad; no hace falta ser en absoluto profeta para ver con claridad que el hombre ha agotado ya lo mejor de sí mismo, que está perdiendo la compostura, si es que no la ha perdido ya. «El universo entero apesta a cadáver», dice Clov en Fin de partida, esa respuesta a Zaratustra”.

¡Caramba! Nunca habría pensado que Beckett respondiera a Nietzsche. Seguramente Cioran lleva el agua a su molino y el superhombre nietzscheano no es lo que él imagina. Los ingleses de la época decían que el superhombre nietzscheano era Margaret Thatcher. Me parece cierto, sin embargo, que la obra de Beckett es una rotunda negación del valor de la vida. Los personajes de Beckett, sin duda, creen preferible no haber nacido, como los coros de Sófocles. Una posición que hoy sería abucheada. En eso, se advierte que pertenece a otro siglo. ¡Qué contraste con nuestro coro habitual! A pesar de las quejas y agravios, nuestro mundo es oficialmente interesante, ameno, bondadoso, comprometido, lúdico, solidario, en fin, el mejor de los mundos posibles. Una desesperación trágica como la de Beckett sería hoy considerada reaccionaria o resentida. Pero la seriedad de Beckett se sustenta sobre una indiscutible ironía, un humor pletórico. En tanto que la diversión oficial es de una severidad tediosa, lacrimógena, de señoritas del Sagrado Corazón. ¡Cuánto más vitales son los negativos suicidas de Beckett que los afirmativos vitalistas hodiernos! Aunque, eso sí, los humanos hemos agotado lo mejor de nosotros mismos. Un amigo dice que lo agotamos en cuanto se acabó el imperio asirio babilónico, último momento realmente serio de la humanidad.

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21 de diciembre de 2005
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El texto, ¿cuál texto?

En el movimiento acelerado que provoca la distribución de herramientas digitales dentro de la audiencia, no hay un sitio con mayor protagonismo en el mundo que http://www.myspace.com. Allí se resuelve el encuentro tan difícil entre un creador y su público. Hasta tal punto que ya se piensa en lo que parecía imposible: la fragmentación de la cultura popular de masa convertida en una suma de pequeñas creaciones donde lo peor convive con lo mediocre.

Un artículo de Los Angeles Times, es decir del diario de la capital mundial de la industria del ocio, lo toma muy en serio y merece ser estudiado si uno lee el inglés: http://www.calendarlive.com/printedition/calendar/cl-ca-mass18dec18,0,2714783.story?coll=cl-calenda

Aún más interesante es la visita del propio sitio myspace.com donde la creación utiliza un número limitado de formas: blogs, foros, músicas y, claro, fotografías. Los profetas que anunciaban la desaparición del texto en un mundo poblado de pantallas se equivocaban. Pero con una monotonía implacable, el texto utiliza el fragmento y el diálogo como formas. No existe otra arquitectura para agrupar frases. Me pregunto si se camina así rumbo a la matanza de la escritura o, al contrario, a la exportación exitosa de la literatura hacia otro soporte.

Los papeles del sonido y de la imagen no cambian de manera significativa cuando se utiliza Internet para su difusión. Queda por demostrar lo que pasará con el texto. ¿Va a perder su amplitud al salir en pantalla o va a inventar un género nuevo? Por el momento, como francés, cada vez que leo blogs y foros, pienso en lo que habría dicho Jacques Chardonne (1884-1968), novelista y editor, que solía decir al recibir manuscritos en su editorial Stock: “il faut décourager les beaux-arts” (hay que desanimar a las bellas artes).

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21 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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