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Un formal pedido de disculpas

Me pasé todo el día pensando en Kate Moss. Juro que lo hice por motivos profesionales, debía escribir un artículo sobre ella para una revista argentina, pero no pretenderé que la pasé mal. Lo que sí ocurrió fue que al ponerme a pensar sobre las modelos en particular y las mujeres en general, y al interrogarme sobre los motivos que llevan a millones de chicas a soñar con las pasarelas y las sesiones fotográficas (ser modelo es el anhelo du jour para buena parte del género femenino), se me vino el alma al piso. Nunca antes había percibido con tanta claridad la sumatoria de indignidades a que se someten las mujeres para parecerse a un ideal de belleza al que nunca se consagraron por propia voluntad; en todo caso se han resignado a él y tratado de estar a la altura con mucho (y casi siempre innecesario) esfuerzo. Así que se me ocurrió usar este espacio para pedirles disculpas. Formalmente y por escrito me disculpo ante todas las mujeres por haber alentado, aunque más no sea con mi silencio cómplice, prácticas dolorosísimas como las de depilaciones y dietas inhumanas que jamás habría tenido el coraje de intentar por mí mismo. Formalmente y por escrito me disculpo ante todas las mujeres por haber alentado, aunque más no sea con la mirada embobada que dirigí a televisores y revistas, el boom de las cirugías estéticas que corrigen formas y borran rasgos personalísimos, haciendo que tantas mujeres se parezcan artificialmente entre sí. Estamos convencidos de ser la summa de la civilización y la cima de la historia humana, y aún así toleramos que nuestras mujeres se presten a automutilaciones que no están nada lejos del dolor a que se sometían las orientales para evitar el crecimiento de sus pies, o las africanas que se colgaban rocas de labios y orejas: un experimento estético, sin duda, pero prescindible. Lo más detestable del fenómeno de las modelos es que estimulan una sexualidad que es tan sólo virtual: son imágenes inalcanzables, no sólo porque proceden de medios electrónicos, sino porque en buena medida ya han sido alteradas digitalmente, y por ende proclaman un imposible. Hace algún tiempo entrevisté a Naomi Campbell y a Claudia Schiffer y juro que no me movieron un pelo: eran chicas bonitas, pero infinitamente menos atractivas que en las fotos y en la pantalla. Tan estructuradas que no parecían vivas. De respuestas sacadas de un libro de repertorio. Si hubiese entrevistado a Kate Moss, al menos habríamos terminado bebiendo por ahí. Adorar a las modelos significa consagrar un modelo de perfección femenina que es tan sólo visual, y por ende prescinde de las maravillas del verdadero contacto: la proximidad física, el calor humano y la riqueza que deriva de todos los otros sentidos que no son el de la vista. (Hasta el del oído, porque aunque protestemos con asiduidad para no dejar de contribuir con el lugar común, nos encanta oír la voz de la mujer a quien amamos.) Mis sentidas disculpas. Su más sincero admirador,

F.

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28 de diciembre de 2005
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Macho peludo

Mi colega de blog Jorge Volpi escribió el viernes un artículo indignado por el machismo de la película King Kong, en la que la rubia es más poderosa que el gorila y, de hecho, prefiere al simio antes que al dramaturgo atractivo y sensible. Pero yo quiero, con el mayor de los respetos por Volpi, manifestarme en favor del mono. Porque, seamos honestos: si uno fuera Naomi Watts ¿de quién podría enamorarse en esa película? Está claro que no del cineasta. Para eso han puesto en el papel a Jack Black. Para que nadie cometa el error de enamorársele, ni siquiera al principio, cuando todavía parece un artista soñador e intrépido y aún no se revela su verdadera personalidad egoísta y repulsiva. Tampoco es cuestión de prendarse del capitán del barco. Está bien, es un hombre de mar valeroso y guapo con barbita de tres días perpetua. Pero no tiene personalidad. Más allá de ser un tipo duro e inmutable, es sólo un constante as en la manga. Que los aborígenes han atrapado a todos los personajes sin salida: el capitán aparece a rescatarlos. Que los gusanos carnívoros del pantano se van a comer a Adrien Brody: el capitán aparece de repente con su revólver salvador. Que hay que llevarse en el barco a un mono de diez toneladas: el capitán tiene suficiente cloroformo para dormir a un ejército. Para excitar a ese hombre habría que tener una emergencia nuclear cada diez minutos. El candidato más natural para el amor sería Jack, el dramaturgo. Jack es atractivo y tiene ese toque de fragilidad que le da ternura. O sea, es Brody: el hombre sensible que escribe una comedia para la mujer amada, el que no da importancia al dinero, el que, por una mujer, se enfrenta a unos murciélagos del tamaño de Pau Gassol, atraviesa un muro policial, escapa al ejército de los EEUU (hasta ahora, sólo Bin Laden lo había conseguido) y trepa a la cúspide del Empire State por la escalera de mano. ¿Se puede competir con eso? ¿Algún hombre puede ofrecer más? Sólo uno: King Kong. Si Brody se lía con los murciélagos, Kong se enfrenta no a uno, ni a dos, sino a tres tiranosaurios al mismo tiempo. Y no sólo se enfrenta: les parte la quijada. Si Brody se cuela entre un par de soldaditos, Kong destroza tres aviones y varios vehículos de combate. Si Brody trepa medio Empire State en el ascensor, Kong lo hace todo a mano y rompe la mitad del edificio. Y en ambos casos, luego de golpearse ese pecho poderoso mientras sus gritos estremecen la isla entera, coge a la chica, la acurruca en la palma de su mano y la lleva a ver la puesta de sol. Sólo le falta tocar el violín (cosa que Jack tampoco sabe hacer). Volpi ha señalado con agudeza que Kong ni habla ni tiene pene. Ahí precisamente radica su atractivo: reúne todas las ventajas del hombre protector y musculoso sin ninguno de los defectos que nos hacen comportarnos de un modo ridículo e infantil. Y además, tiene esos ojillos que transparentan un corazón de malvavisco. No sé si esta película es más machista que, por ejemplo, las de Tarantino, en que las mujeres amenazan a los hombres empuñando fálicos sables samurais. O las de Von Trier, cuya relación con los hombres incluye violaciones, padres mafiosos, esposos paralíticos o muertes por asfixia. Pero sí sé lo que late tras la crítica de Volpi: la envidia. Y no es una crítica. Yo también la sentí. Escritores enclenques como nosotros, sentados todo el día ante nuestras computadoras con la aspiración de ser inteligentes –ya que lo de ser fuertes nos ha quedado lejos desde la infancia- nos identificamos con Brody, que es un hombre como nosotros queremos ser, es el dramaturgo convertido en un aventurero sin perder su sensibilidad. Por eso, nada nos revienta más que ver a la rubia largarse con un monicaco gigante que no puede ni deletrear el título de un libro. Miles de tristes episodios infantiles se convocan a nuestra memoria y, en el fondo de nosotros, mientras King Kong agoniza en la cúspide del Empire State, estamos pensando “tírate de una vez, miserable mandril, esto te pasa por ignorante”. A fin de cuentas, pensamos con rabia mientras descienden los créditos finales, King Kong es el triunfo del intelectual, aunque sea como premio consuelo.

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28 de diciembre de 2005
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Un miserable

Ya conté, hace unos días, que la lectura del Dictionnaire égoïste de la littérature française (Diccionario egoísta de la literatura francesa) de Charles Dantzig es a la vez imprescindible e imposible. No existe un amante de la literatura francesa que no pierda su tiempo en sus páginas para salir feliz e irritado. Soy una de estas víctimas e iba leyendo los párrafos (ni llegan a conformar un texto ordenado) que expresan el ingenuo entusiasmo del autor para Les Miserables de Hugo, cuando me pregunté si, tal como Dantzig, Vargas Llosa opina que en la novela nada supera el capítulo titulado “Sabiduría de Tholomyés”.

Puede ser que me equivoque, pero Vargas Llosa no habla de este capítulo en su ensayo La tentación de lo imposible. Lo revisé sin encontrar una referencia. Pero descubrí que ambos autores han encontrado dos monstruos en Les Miserables. Los llaman “monstruos”, utilizando la misma palabra, pero no son los mismos. Para el ensayista peruano, los monstruos son Jean Valjean y el policía Jabert. Ambos son superhombres pero Jabert tiene que ser el malo pues es un hombre que respeta la ley pintado por un narrador romántico. “Dios mío, que fácil es ser bueno; lo difícil es ser justo”, dice Jabert en una frase que, según Vargas Llosa, lo resume.

Para Dantzig (que tiene apellido de héroe romántico), los dos monstruos de la novela son dos lectores: la mala, malísima Señora Thénardier, que ha leído muchas novelas, y Jabert, no por ser policía sino, apunta Dantzig, porque en sus momentos de ocio, según Hugo, “Leía a pesar de odiar los libros”. Un hombre que lee para nutrir su odio es, en el propio sentido de la palabra, tanto en castellano como en francés, un “miserable”.

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28 de diciembre de 2005
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Paraísos

La destrucción de los lugares aún silvestres o vírgenes es demasiado antigua como para que debamos sentirnos culpables los actuales arrasadores de lo que queda del mundo vivo. La melancolía es inherente al habitante de las ciudades. Y las ciudades las inventó Caín. El padre de Edmund Gosse fue uno de los más celebrados naturalistas de la era victoriana y enemigo ideológico de Darwin. Durante años estudió la fauna costera británica y pintó preciosas acuarelas de los pequeños crustáceos, caracolas, cangrejos, anémonas y otros habitantes del arrecife, con al ayuda de su hijo. Sus libros tuvieron un éxito loco hacia 1850 y gracias a ellos se extendió la moda de los acuarios domésticos. Aquello fue una catástrofe. Miles de curiosos londinenses cayeron sobre las costas como una plaga de termitas para cazar los pequeños y curiosos seres vivos que decorarían sus acuarios privados. En pocos meses la destrucción fue tan enorme que Gosse escribe en su célebre y excepcional autobiografía Father and son: “Los exquisitos productos de la selección natural fueron aplastados por la pezuña de unos individuos de bienintencionada aunque huera curiosidad (...) Nadie podrá ver nunca más las costas inglesas como yo las vi en mi infancia: aquella estampa submarina de oscuras rocas espejeando y titilando con infinitos colores, los sedosos estandartes púrpuras y carmesíes flotando como riachuelos sobre ellas” Así será también hoy, mañana y siempre, cada vez que alguien visite un lugar, lejos de la ciudad, donde alguna vez creyó haber sido feliz. 

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28 de diciembre de 2005
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Nace Jesús de Nazaret

La conversación circula suavemente por la mesa de reunidos navideños; quince personas, algún familiar y efectos colaterales. Runruneo apacible, discreción de la vida burguesa tan admirable como befada en los suplementos juveniles de la prensa altiva. De pronto alguien toca el asunto de la exposición de Caravaggio, en el Museo Nacional de Barcelona. “Maldición, pienso, llegó el momento del Arte”. Y, en efecto, de inmediato aparecen esas manías que nos definen como almas sensibles e intelectos sutiles. Disputas ingeniosas sobre el barroco del sur (los católicos) y el del norte (los protestantes). Una voz se levanta sobre las restantes. Tiene la nórdica melodía de una mujer vasca sumamente inteligente, y se queja. “No lo puedo soportar. No lo aguanto. Todos aquellos varones torturados, decapitados, castrados. Monjes esqueléticos, vírgenes tísicas. Esas mujeres humilladas, despreciadas, ese catálogo de horrores del Museo de Bellas Artes sevillano, machos masoquistas, hembras sádicas. No lo soporto”. Los varones, astutos, aducimos que mientras el sur mostraba cuerpos desnudos, parejas que simulaban la tortura pero en realidad copulaban; pasiones desatadas por la desesperación de pertenecer a naciones ignaras y salvajes, los del norte pintaban interiores burgueses, señoras haciendo calceta y las mercancías de un capitalismo a punto de comenzar a ganar la partida mundial. Pintura de vencedores. La disputa transcurre con la prestancia danzarina de un partido de tenis. Aquellos versos de Eliot: “In the room the woman come and go/ talking of Michelangelo”. Pero la armonía navideña se resquebraja cuando una voz, desde el rincón más oscuro, sin aviso ni advertencia, con un gruñido que empieza piano pero acaba fortísimo, comienza a gritar subiendo el tono en sucesivas oleadas: “¡Esbirros! ¡Todos ellos! ¡Los del norte y los del sur! ¡Sin excusa ni perdón! ¡Míseros esbirros, pintores, escultores, poetas, esbirros reptantes! ¡Puerca materia la que han ido acumulado, la que os permite hablar de ellos como si fueran otra cosa que esbirros y sanguijuelas! ¡Pretenciosos mayordomos!” Nos callamos durante apenas veinte segundos. Luego vuelve el run-run, como si nada hubiera sucedido. Personajes de Buñuel en El ángel exterminador.

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27 de diciembre de 2005
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Pronósticos reservados

Anoche nos pasamos más de dos horas leyendo un libro con las predicciones del horóscopo chino para el 2006. Estábamos todos: mi padre, mis hermanos, mi mujer, mis hijas… Fueron tan sólo dos horas porque empezamos a leer al filo de la madrugada, si hubiésemos arrancado más temprano habrían sido tres, o más. Por supuesto, todo comenzó como un juego, ninguno de nosotros cree seriamente en los horóscopos, ni en los chinos ni en los de ninguna clase. Pero la simple posibilidad de oír algo aunque más no fuese parecido al futuro con que soñábamos nos mantuvo a todos unidos y en silencio, mientras mi hermano leía. Los búfalos oímos sobre nuestro porvenir (el 2006 es el Año del Perro, y para suerte nuestra perros y búfalos se llevan bien, aunque no tanto como los perros y los caballos), y después fue el turno de los conejos (una de mis hijas es conejo), de los caballos (mi mujer) y más tarde el de las cabras (esto es, mi hermana y otra de mis hijas). Cuando nos quisimos dar cuenta ya era tardísimo, todos empezaron a despedirse y a salir, pero aún así mi hija número tres se quedó en un rincón, desesperada por ponerse al tanto sobre la suerte de los chanchos. Ahora que lo pienso, olvidé preguntarle cómo se llevan chanchos y perros; por su propio bien, espero que de forma amigable. Supongo que los horóscopos tienen el atractivo del sendero preestablecido. Aun cuando nos prometan un camino escarpado, el hecho de que nos lo informen de antemano nos ayuda a relajarnos: una vez que sabemos que el cielo entero está en nuestra contra, ¿qué sentido tiene luchar a brazo partido? Yo no suelo consultarlos ni siquiera como juego, porque me conozco y sé que cuando lo hago es un signo inequívoco de que me estoy aproximando a algún borde, de que mis fuerzas están capitulando, de que necesito una ayuda que aceptaría aunque viniese desde lo alto: una suerte de Séptimo de Caballería, pero cósmico. Eso sí, cuando al fin me entrego a los hados prefiero hacerlo con cierto estilo. El único horóscopo que me divierte es el de Michael Lutin, que escribe para la revista Vanity Fair. Lo que me gusta de Lutin son dos cosas. La primera es el hecho de que a diferencia de sus colegas, que pronostican bonanza, alegría, riquezas y satisfacción sexual para todos los signos al mismo tiempo (¡el cliente siempre tiene razón!), si Lutin tiene que decirte lo peor, lo hace sin que la mano le tiemble un instante. Lo otro que me gusta es la forma ocurrente en que explica las cosas. La última vez que lo leí le dijo a los acuarianos como yo: “Si esto fuese la Antigua Grecia, jurarías que alguien te ha echado encima a las Furias”. Su consejo final habría sido desesperante, de no haber estado redimido por el humor: “Si quieres gritar, puedes hacerlo”. La única explicación que tengo para mi ocasional recaída en manos de Lutin es la siguiente: que en el fondo no creo en otro destino que no sea el que nos labramos con nuestras propias manos. Por eso, cuando la fe en mi propia voluntad flaquea y dudo, consulto un horóscopo que en lugar de dorarme la píldora me promete catástrofes y Furias, y por ende no me deja más remedio que mandar a paseo los horóscopos, bajar la cabeza y seguir arremetiendo. La experiencia de anoche debe haberme marcado más de lo que creía. ¿Bajar la cabeza? ¿Arremeter? Dios, ¡estoy hablando como un búfalo!

………………

Y ustedes, ¿de qué signo son?

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27 de diciembre de 2005
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El sitio perfecto

No conozco a Borris Mayer, ni me atreví a mandarle un e-mail para saber si Boris se escribe de verdad con dos “r” o con una sólo (tipo Boris Vian), pero sé que aquel BoRRis ha creado una maravilla de sitio (http://www.borris-mayer.net/onetti/onetti/onetti.html). Larsen, el personaje de Juan Carlos Onetti quería crear el prostíbulo perfecto. Mayer ha creado el sitio perfecto sobre Onetti. ¿Qué es el sitio perfecto sobre un autor? Es difícil responder, no es una enciclopedia, y tampoco es un fan-club. Es un sitio que transmite una cierta idea de la literatura. Respeto, conocimiento, datos al día, inteligencia: todo esto se puede ver en un sitio más allá de la calidad gráfica, de la ergonomía o de los ocho idiomas que se despliegan en la pantalla de éste.

Se pueden leer textos de Onetti, claro, pero textos de Onetti hay en todas las librerías. Lo que hace el sitio deslumbrante es la actitud frente al autor. Onetti es un maestro. Aquí se le trata con pudor y sabiduría. Un ejemplo: la navegación en el sitio propone “fotografías” de Onetti; pero cuando se buscan, sólo aparecen catorce líneas y la famosa frase, colmo de la autoestima: “… en cuanto a mí, hace años que aprendí el arte de afeitarme al tacto, para evitar la opinión del espejo, para acudir al trabajo sin el peso de otra depresión.”

Tampoco, el sitio huye de sus responsabilidades. Todo lo que se debe saber del “demiurgo de Santa María” está allí. Un best-off de entrevistas, un interrogatorio a la manera de Proust, la lista de los cómplices (las dedicatorias de sus libros), los enlaces, unas citaciones y hasta el decálogo de consejos para escritores principiantes: “No busquen ser originales… No intenten deslumbrar al burgués… No sigan modas…Roben si es necesario… Mientan siempre… “

Por ser un decálogo de Onetti tiene once elementos. El undécimo me encanta: “No olviden que Hemingway escribió: ‘Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer’.”

¿Cayó Onetti? Nunca, ni en este sitio.

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27 de diciembre de 2005
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El impostor inverosímil Rodrigo Fresán

Rodrigo Fresán, escritor argentino radicado en Barcelona, ha sido elegido por el Financial Times como uno de los cinco mejores autores traducidos al inglés durante el 2005, por su novela Kensington Gardens. Ya que a Fresán no le hace la más mínima falta que yo lo elogie, dedicaré este artículo a contar historias que le he robado. Fresán está lleno de relatos surrealistas sobre sus encuentros con otros escritores. Según dice, una vez en Buenos Aires peleó con su novia y ella salió corriendo. Como siempre ocurre en estos casos, él salió corriendo detrás. Al doblar la esquina, afirma haber chocado contra “algo blandito” (sic), que como consecuencia se cayó al suelo. Fresán ya iba a continuar su carrera cuando alguien le dijo: “¡Che, es Borges!”. En efecto, la cosa blandita que se retorcía en el suelo era el autor de El Aleph. Fresán asegura que en ese momento, lo primero que pensó fue: “voy a pasar a la historia como el escritor que mató a Borges.” Pero no lo mató. En otra ocasión, siempre según él, almorzó con Susan Sontag, que comía gigantescos filetes de carne casi cruda. Fresán comentó: “Oiga, Susan, come usted como Pedro Picapiedra”. Susan Sontag no estaba acostumbrada a que nadie le hiciese chistecitos, y menos a que la comparasen con Pedro Picapiedra. Pero quizá por eso, le hizo gracia. La siguiente vez que lo vio, lo recordaba bien, y aún se reía de sus filetes Flinstone. Pero la más alucinante de las historias es la de Roman Polanski. Sostiene Fresán que un día, mientras desayunaba en un hotel de París, se le acercó Polanski, le dio un abrazo y se sentó a conversarle como si lo conociera de toda la vida. Fresán se sintió obligado a decirle: “Perdone, creo que se confunde usted. No nos conocemos.” Polanski repondió. “¿No? Bueno, de todos modos me quedaré aquí, que ya tenemos conversación”. Pasaron un rato conversando, hasta que Polanski le sugirió que fuesen a un bar sadomasoquista que conocía, no lejos de ahí. Fresán afirma haberse negado. Según su relato, Polansky insistió sin éxito. Esas son sólo tres de las miles de historias inverosímiles que tiene Fresán sobre sus encuentros con hombres y mujeres notables. Yo sólo quería decir en este artículo que estoy seguro de que todas son falsas. Pero son muy divertidas.

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27 de diciembre de 2005
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Humanos desechables

Una reseña de Santiago Roncagliolo sobre:

Kazuo Ishiguro. Nunca me abandones. Anagrama 2005. Panorama de Narrativas 618. 351 p.

En la brillante generación de narradores ingleses nacidos durante la posguerra, cada quien ha ido delimitando su terreno. Martin Amis se ha hecho conocido por su don para la comedia delirante y por ser una ametralladora de metáforas sexuales refinadas. Ian McEwan ha desarrollado una prosa elegante y cargada de suspenso, como un bisturí para la disección de los miedos de Occidente. Julian Barnes ha convertido en un género propio las historias de amor, realidad e historia. Y Kazuo Ishiguro se ha especializado… en no especializarse. En efecto, el novelista de origen japonés es uno de los más parcos autores contemporáneos (sólo seis libros, menos de la mitad que Barnes, por ejemplo). Y, sobre todo, uno de los más inclasificables y camaleónicos. Puede asumir la voz de una japonesa de mediana edad (Pálida luz en las colinas), de un detective en Shangai (Cuando éramos huérfanos) o de un mayordomo inglés. Los restos del día, galardonada con el premio Brooker, mostraba un austero y sólido realismo, pero su siguiente novela, Los inconsolables, era un inesperado relato absurdo de estirpe kafkiana. Fiel al esquema de romper sus propios esquemas, la última entrega de Ishiguro es una historia de ciencia ficción. O algo así. El escenario de este libro no está lejos en el tiempo o el espacio, pero tampoco está situado en la Inglaterra actual. Es más bien un presente visionario, como el de las novelas de Ballard, un lugar que podría ser ahora y aquí, si y sólo si algunas cosas de nuestro pasado hubieran sido diferentes. Pero no muy diferentes. Isaac Asimov reunió una vez los mejores cuentos de ciencia ficción del siglo XIX. Al leerlos, sorprende la fascinación por las máquinas. Los autores describían los aparatos con cantidad de tétricos detalles, y sus relatos se hicieron obsoletos en cuanto aparecieron las máquinas reales y fueron, con mucho, más bonitas. En el otro extremo del siglo XX, sin embargo, es difícil que eso nos impresione. Usamos teléfonos con pantallas, trabajamos en los aviones con computadoras móviles y tenemos miles de satélites en desuso tirados por el espacio. Lo más impresionante que nos ha traído el futuro no es la creación de máquinas para extender las funciones del cuerpo humano. Lo impresionante hoy es la creación de humanos. Philip K. Dick en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? fue el primero en plantearse a los humanoides como sujetos con emociones. Pero sólo en los últimos años, a raíz de los primeros experimentos reales de clonación, el arte ha empezado a interrogarse constantemente sobre los límites de la humanidad y sus consecuencias éticas. El Houellebecq de La posibilidad de una isla prevé que nuestros replicantes serán tan infelices como nosotros. El Winterbottom que dirigió Código 46 pinta un mundo gobernado por la dictadura del genoma, en el que ni siquiera el amor es realmente libre. Las grandes historias sobre nuestro futuro tecnológico ya no rebosan detalles científicos, sino preguntas existenciales. Es ahí donde encuentra su lugar la nueva novela de Kazuo Ishiguro. Nunca me abandones no es un paseo por naves espaciales y laboratorios de pruebas. Los escenarios son más bien bucólicos. Praderas inglesas, un pueblo de Norfolk que es igual al pueblo de Norfolk, y hospitales que parecen hospitales. El lugar de los hechos de esta novela no es un sofisticado entorno científico, sino un jardín de niños sin padres ni hijos, de seres humanos desechables. Y la pregunta que atraviesa la novela es “¿Qué es el amor en un mundo así?” Porque a fin de cuentas, lo que el autor nos narra es simplemente un triángulo amoroso, la historia de un amor que dura toda la vida de sus protagonistas. Lo que anima el relato es lo que está detrás de él, el horror que Ishiguro –con su proverbial austeridad- sólo nos deja ver a retazos, pero que pesa sobre la historia como una lápida, hasta asfixiar a sus personajes y a sus lectores. Quizá, conforme cambia nuestro concepto de la vida, también cambian las razones para la muerte. En un mundo en movimiento resulta absurdo morir por un país, pero hay nuevos motivos –igualmente absurdos- para morir. Nunca me abandones explora esos motivos, y al hacerlo, traza el retrato de tres personajes buscando el misterio de su propia existencia. Pero como todas las buenas historias de ciencia ficción, su seducción no reside en su capacidad predicción del futuro, sino en el retrato que esboza de nuestro atribulado presente.

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26 de diciembre de 2005
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Palabras que matan

A veces pienso que el uso indebido de las palabras debería ser penado por ley. Hace pocas horas, el ex presidente de la Argentina Fernando de la Rúa acusó al actual presidente, Néstor Kirchner, de haber puesto al país “en el peligroso umbral del fascismo”. ¿Cuál fue la causa de tan dura acusación? La semana pasada, Kirchner se prestó a un sketch humorístico en el programa televisivo de Marcelo Tinelli. Un imitador que interpretaba a De la Rúa visitó al presidente en la Casa Rosada. En medio del sketch, el ex presidente fue blanco de algunas de las bromas. Kirchner le enseñó la cama del dormitorio presidencial, recordándole al falso De la Rúa que allí había pasado la mayor parte del tiempo durante su breve gestión, y también le enseñó una mesa a la que calificó como “la mesa de los sobornos”, en relación al escándalo de las coimas que durante el gobierno de De la Rúa se habrían pagado a una gran cantidad de senadores para que aprobasen ciertas leyes. El caso sigue vigente en la opinión pública; sin ir más lejos, la semana pasada se dictó procesamiento firme contra varios de los implicados, incluida gente de la más íntima confianza de De la Rúa, como su designado jefe del Servicio de Inteligencia del Estado, Fernando de Santibañes. ¿Cómo explica De la Rúa que una broma pueda poner al país en el umbral del fascismo? Muy simple. Según De la Rúa, Kirchner no debió haberse “burlado de la institución presidencial”. El extraño silogismo delarruístico supone que si Kirchner participó de un sketch cómico en la casa de gobierno eso desmerece su cargo, y ese desmerecimiento pone al país al borde de la disolución. No niego que el razonamiento tiene su lógica, pero yo tiendo a suscribir otro razonamiento que también la tiene, y de forma un tanto más inapelable. Si algo puso a este país al borde de la disolución en los últimos años fue precisamente el desgobierno de De la Rúa, que profundizó en pocos meses la crisis económica que casi acaba con nosotros, demostró que a pesar de su origen legítimo era un gobernante corrupto, dictó un Estado de Sitio totalmente injustificado y terminó renunciando antes de tiempo, no sin antes autorizar una represión que costó la vida de 29 personas. El desastre que fue la administración De la Rúa produjo un vacío de poder peligrosísimo (recuerden que el episodio nos hizo padecer a varios presidentes distintos en el lapso de pocos días), y varios de sus tristes hechos siguen abiertos en la Justicia, tanto el caso de las coimas como el de los muertos por la represión. Uno tiende a creer que la persona responsable de tamañas tropelías debería pensarlo dos veces antes de acusar a otro de poner al país al filo del fascismo. Pero en fin, De la Rúa fue y es un político, y gran parte de los políticos (de los argentinos, al menos) están convencidos de que pueden usar las palabras arbitrariamente sin que se les vuelvan en contra. En cambio yo, que de político no tengo nada aunque use las palabras como parte de mi trabajo, soy un convencido de que todo vuelve, y de que las palabras que uno ha usado de manera inapropiada también, para morder la boca de quien las lanzó. De la Rúa es de la clase de personas que justifica la clásica cita de Clarence Darrow: “Cuando era chico me dijeron que cualquiera podía llegar a Presidente. Yo estoy empezando a creerlo”.

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26 de diciembre de 2005
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El Boomeran(g)
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