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¿Qué leen los franceses?

El suplemento literario del diario “Le Figaro” publica la lista de los diez novelistas que más libros vendieron en el año 2005. Es un trabajo serio, hecho con una muestra amplia que incluye a todas las redes de distribución y tanto a los libros de bolsillo como de tapa dura. El resultado tiene que sorprender a los amantes de la literatura francesa que la siguen desde fuera a través de los medios de comunicación.

Solo cuatro escritores vendieron más de un millón de ejemplares: Marc Levy (2,3 millones), Bernard Werber (1,2), Amélie Nothomb (1) y Anna Gavalada (1). Los críticos en los periódicos y revistas tratan sólo a Nothomb de escritora. Como es belga, podemos decir que no hay un escritor reconocido en Francia que venda más de un millón de libros al año. Levy escribe historias fantásticas (ha vendido un libro a Spielberg para su adaptación al cine), Werber mezcla investigaciones sobre crímenes con metafísica y Gavalda escribe historias de amor con un tono, una música como se dice en Francia, que apunta al mercado femenino.

Después vienen Fed Vargas (0,5), Christian Jacq (0,5); Christian Signol (0,4), Eric Schmitt (0,4), Michel Houellebecq (0,4) y Max Chattam (0,35). Otra vez, la critica solo reconoce a uno de ellos como escritor: Houellebecq, el gran perdedor de la temporada, pues se le escapó el premio Goncourt. Vargas y Chattam escriben novelas policíacas clásicas. Jacq se mantiene en la Egipcia antigua que vende en el mundo entero a través de traducciones. Intenta ampliar su mercado al publicar un libro sobre Mozart, lo que hizo también Schmitt, que escribe de manera regular para el teatro y ubica sus novelas alrededor de temas muy variados (Cristo, Hitler, intelectuales franceses del siglo XVIII, etc.). Signol es el sobreviviente de un género que fue muy poderoso: la novela del campo, con fuerte presencia de la naturaleza y una visión ligeramente cósmica de la vida en un pueblo o una finca.

Lo que comparten estos diez escritores es muy obvio: no hay ni uno que hable de Francia hoy en día o que se atreva a pintar un contexto francés para desplegar sus personajes. En un país que se obsesiona con su decadencia, esto se llama temor al espejo.

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13 de enero de 2006
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El escritor chapucero, la alegoría y el ropero

Detesté con toda mi alma la versión fílmica de Las crónicas de Narnia: El león, la bruja y el ropero. En realidad la culpa no es tanto de la película, que no deja de ser otra extravagancia de efectos especiales de las que abundan desde el éxito de El señor de los anillos, sino del relato original de C. S. Lewis. Comparto por completo la opinión del profesor J. R. R. Tolkien sobre la fantasía de su viejo amigo: se trata de una alegoría chapucera, que subestima a su público –empezando por los niños. Mucha gente (tanto artistas como público) supone que el género de la fantasía habilita al relator a recurrir a cualquier elemento que le venga a la mente, por disparatado que parezca. ¿Qué sentido tiene meterse a crear un relato fantástico, si uno no va a poner a prueba los límites de su imaginación? Pero con Narnia Lewis pasó por alto que un relato debe ser consistente con las reglas del juego que propone, y muy especialmente en el caso de un relato con elementos fantásticos. Cuanto más alocada la creación, más necesario el rigor del narrador. El universo debe evidenciar una lógica interna extrema para que el relato funcione como debe e imponga su verosimilitud aun cuando esté lleno de magia blanca, negra o mixta. Por eso narraciones como El señor de los anillos funcionan con tanta efectividad. Tolkien llegó al extremo de imaginar un background histórico y religioso apenas insinuado en el libro, creó varias lenguas que otorgan coherencia hasta a la confección de los nombres y recurrió a criaturas fantásticas de la mitología nórdica, como puede atestiguar cualquier estudioso del tema. Del mismo modo funcionan Matrix (la película original), Blade Runner y Metrópolis, por mencionar tan sólo ejemplos clásicos: estos relatos exponen un universo peculiar y respetan su lógica interna a rajatabla. Lewis, en cambio, parece haber improvisado sobre la marcha, recurriendo a cualquier elemento que le hiciese falta en el momento en que se le presentaba un brete. Castores y lobos que hablan, minotauros, grifos, cíclopes: todo vale en el gran guiso de Narnia. ¿Cómo salen los niños Pevensie de este peligro? A ver, déjenme pensar: ¿por qué no hacer que aparezca Santa Claus? Y ya que Santa Claus trae regalos, ¿por qué no aprovechar para que le entregue a los Pevensie sus armas? ¿Papá Noel regalando armas? ¿Qué nos queda para después: el rey mago Baltasar llamando a la jihad? El león, la bruja y el ropero carece de sentido como relato único, no tiene ni pies ni cabeza. Puede, eso sí, ser considerado un antecedente de la lógica de los videogames, en tanto hila una serie de peligros cuya superación significa el paso a otro nivel que no tiene nada que ver con el anterior, hasta llegar a una batalla final tan grande como innecesaria. Ojalá aparezca pronto una película con elementos fantásticos que tenga sentido (¿V for Vendetta, tal vez: la adaptación de la historieta de Alan Moore?), antes que los productores de cine confundan la parte con el todo y concluyan que la fantasía es necesariamente una pavada, el sucedáneo actual de las películas de Stallone y Schwarzenegger en los 80.

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13 de enero de 2006
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La extraña pareja

Me llena de satisfacción que cada día más gente lea y estudie los libros de Hannah Arendt, reeditados y traducidos sin descanso, y cada día menos gente lea y estudie a sus famosos contemporáneos alemanes. Todos tenemos manías. La mía es esa. Una de ellas. La independencia que siempre demostró, le valió ser odiada simultáneamente por los antisemitas y por los judíos fundamentalistas. Una proeza en aquellos tiempos maniqueos en los que todos los intelectuales corrían a protegerse bajo un paraguas u otro. No tenía pelos en la lengua. Si siempre me ha inspirado una simpatía inmediata, ahora esa simpatía se ve multiplicada tras leer su correspondencia con Heinrich Blücher, compañero de la filósofa desde 1936 hasta su muerte en 1970. Emocionante demostración de que treinta años de matrimonio no tienen por qué ser un peñazo. Ya sé que es raro, pero también pueden ser una larguísima conspiración entre secuaces. En sus cartas se les adivina riendo constantemente con malicia de bachilleres, como esa pareja que siempre acababa siendo expulsada de la clase. Ambos compartían una desconfianza colosal hacia la psicología y la sociología porque según ellos habían sido incapaces de decir nada inteligente sobre el totalitarismo y porque en tanto que ciencias eran inútiles para entender la libertad humana, asunto que Arendt trató con intensa bravura. En su correspondencia se burlan una y otra vez del Instituto que los frankfurterianos se habían llevado a los EEUU y al que tienen por uno de los fraudes más grandes del universo, después de Freud. Pero hay una frase inusitada sobre Horkheimer y Adorno que paso a copiar literalmente por si alguien desea usarla en alguna tesis doctoral: Adorno y Horkheimer, “that pack of bastards”. Una gran dama.

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13 de enero de 2006
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Demasiada maldad

La última película del realizador brasileño Fernando Meirelles tiene razones de peso para interesar a los espectadores: el libreto es una adaptación de John Le Carré, el protagonista es el siempre elegante Ralph Fiennes, las locaciones son espectaculares escenarios naturales africanos, el tema de los abusos de las corporaciones farmacéuticas es atrayente y el género de suspenso conspirativo siempre da de sí. Y sin embargo, siento cierta incomodidad al abandonar el cine, una vaga decepción. Tal cosa no se debe, por supuesto, a que el equipo arriba enumerado carezca de calidad. De hecho, la cámara de Meirelles consigue ser virtuosa sin distraer de la historia, y todo tiene la armonía estética de una producción cuidada al detalle. No. Lo que ocurre, creo, es que no me creo la historia. No me malinterpreten. Sin duda las corporaciones farmacéuticas no se caracterizan por la dulzura de sus métodos. Pero es que en esta película, el jefe de la corporación es un canalla de modales perrunos y vocabulario soez, aliado con un canciller inglés que escribe cartas llamando “ramera” a una activista y “negro” a un africano, cuyo subordinado es un corrupto traidor ansioso por acostarse con la activista. Pero como si fuera poco, esta gran conspiración, en la que capitales suizos vinculan a matones en Alemania, sicarios en Kenia y diplomáticos en Inglaterra, es descubierta por una veinteañera impulsiva con un acceso a Internet de banda ancha. La anterior película de Meirelles, Ciudad de Dios, denunciaba la miseria material y moral de las favelas con un despliegue de talento técnico inusual en el cine social. Y resultaba estremecedora, porque todos los personajes oscilaban en el delicado equilibrio entre víctimas y victimarios. Así, la historia llegaba a donde el reportaje no alcanza. El caso contrario es el documental La pesadilla de Darwin: es tan brutal que sería inverosímil en la ficción. La fuerza de su denuncia radica en que es real, y va más allá de lo imaginable. Pero ¿Qué es lo que uno denuncia cuando dibuja una caricatura? En vez de mostrarla, la desbocada maquinaria del mal de Meirelles encubre la verdadera naturaleza de los problemas sociales. Su retrato de un montón de burócratas blancos sobándose las manos y pensando en lo rentable que les va a resultar el exterminio de inocentes (Ñaca ñaca, juar juar) es simplista, maniqueo y manipulador. En una de las escenas, un testigo describe el informe de la activista como “un montón de conjeturas inspiradas”. Ésa es la mejor descripción de la última entrega de Fernando Meirelles.

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13 de enero de 2006
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Rodolfo, el que se iba

Me emocionó un artículo que Lilia Ferreyra publicó el lunes en el diario Página 12. Lilia fue compañera del escritor Rodolfo Walsh durante los últimos años de su vida, que culminaron el 25 de marzo de 1977, cuando Walsh cayó en una emboscada y fue asesinado por un grupo de tareas de la Armada. En su texto Lilia recuerda haber viajado a España en 1982 desde su exilio mexicano, ocasión en la que conoció a Martín Grass, uno de los sobrevivientes de la ESMA. Grass fue uno de los pocos que vio el cadáver de Walsh: estaba tirado en el suelo como un trapo, sobre el cemento frío del campo de concentración. Según Lilia refiere, dice Grass que había visto otros cadáveres pero ninguno con tantos disparos: tenía el pecho “cortado por una diagonal de impactos”. Respecto del destino de su cuerpo, la tesis de Grass no deja lugar a dudas: no cree que lo hubiesen arrojado al río, sino más bien incinerado durante una práctica de lo que los verdugos, con cinismo sin par, solían denominar “un asadito”. Pero lo que más me emocionó fue otra cosa. Dice Lilia que Grass leyó parte de los textos de Walsh, que los secuestradores se habían llevado de su casa del Tigre, como ya narramos hace algunas semanas en este blog. El recuerdo de Grass era vago en general, pero sí recordaba haber leído el último cuento de Walsh, Juan se iba por el río. Lilia dijo de memoria las primeras líneas, y Grass la interrumpió para continuar el relato. “Yo leí ese cuento,” dice Lilia que Grass le dijo aquella madrugada madrileña, “lo leí allí, en la ESMA”. Juan se iba por el río fue lo que quedó del proyecto de una novela que Walsh decidió, o quizás entendió que no lograría, escribir. Según Lilia, es la historia “del argentino derrotado del siglo XIX, del último argentino antes de las grandes inmigraciones”. Un hombre simple que fue arrastrado de guerra en guerra, participando en batallas que le eran por completo ajenas, hasta que al final de su vida contempla el río, soñando con llegar del otro lado del Plata, y decide cruzar el lecho seco a caballo. Según Lilia, cuando Walsh le leyó el párrafo final (porque Walsh era de los que leía sus textos a aquellos oídos en los que confiaba), ella le preguntó si Juan llegaba al otro lado del río. “No sabemos,” dice Lilia que Walsh dijo, así, en la primera del plural, como si hubiese sido testigo de la vida de Juan en compañía de otras presencias innombradas. La indefinición de la forma verbal resulta apropiada. Juan no se fue, se iba, la acción seguía y sigue abierta. Walsh tampoco se fue, Walsh se iba. Nos gustaría saber dónde está ahora, al menos lo que queda de él. Pero no sabemos.

…………………

Este lunes que pasó habría cumplido 79 años.

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12 de enero de 2006
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El milagro del taxi

“¿Usted desea que le distraiga con un relato?”. Así comienza mi trayecto en taxi, por la zona de Pedralbes. “De ese modo el viaje se le hará más corto”, añade el amable conductor. Tiene un leve acento, no muy pronunciado, que conozco perfectamente. Le pido que emprenda la narración. Cuenta entonces una historia que se inicia en la entrada del Hotel Princesa Sofía, cuando un caballero bien trajeado pide que le conduzca al aeropuerto lo más deprisa posible porque lleva retraso. Mientras avanza la historia yo me fijo en la exactitud y elegancia de su lenguaje. Utiliza frases king size como “localidad colindante con el municipio de Belvitge” que ya no saben pronunciar ni los universitarios. Y también algunos giros que se han perdido en España, como “no le negaré que también influyó lo bien parecido que era aquel individuo”. Mi conductor es un hombre de cincuenta años, de tez café con leche, gruesos labios, nariz aplastada, y gasta gorra de béisbol. Cerca de mi destino, la historia finaliza con una pistola apoyada en la nuca del narrador, doscientos euros y el móvil perdidos (“para demorar la llamada: vea, era un eficaz profesional”), y el hombre bien parecido huyendo hacia el barrio de San Blas, donde la policía catalana procura no poner los pies. Hemos llegado. “¿Es usted cubano?”, le pregunto. “Así es, en efecto, fino oído, ¿cómo lo adivinó?” “Mi abuela era cubana” “¡Ah, qué alegría acaba de darme! ¡Somos hermanos, de algún modo! Y perdone la indiscreción, ¿ha vuelto usted por allí?” “No. Nunca he pisado la isla” En ese momento se volteó, como dicen allí, y mirándome a los ojos añadió con esa convicción que sólo tienen ya los exiliados: “¡Mejor! Volveremos cuando se haya impuesto la democracia y entonces aquel será el país más bello del mundo” “No me cabe la menor duda” Por mucho que insistí, no quiso cobrarme y tuve que abandonar el taxi por los bocinazos de los impacientes. ¡Lástima que ya no usemos sombrero! ¡Era la ocasión perfecta! Muere Fidel. Se impone la democracia en Cuba. Viajo para visitar la tumba de mi bisabuelo. Me encuentro con el taxista por las calles de La Habana. Sombrerazo.

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12 de enero de 2006
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Más de la misma historia

He seguido la discusión en este blog entre Fogel y Figueras sobre hasta qué punto el giro a la izquierda de América Latina es un cambio real o más de la misma historia. Y me ha recordado una anécdota: Hace un tiempo, como parte de una investigación periodística, hablé con un simpatizante de Sendero Luminoso. Después de un rato de entrevista informativa, apagué la grabadora y discutimos un poco más. Yo argumenté que las revoluciones comunistas habían fracasado en todos los sitios donde se habían intentado. Pero él respondió: “en este país, lo único que ha fracasado es lo que tú llamas democracia, porque en grandes zonas del campo no tenemos agua, ni luz, ni educación, ni salud. Porque la policía no inspira confianza sino miedo ¿Cómo vas a convencer a esa gente de que puede haber un sistema peor? ¿Qué quieres? ¿Qué voten a los conservadores? ¿Para conservar qué?” Ahora, en el Perú, crece la candidatura de Ollanta Humala. Significativamente, Humala duplicó sus votos a partir del día en que Fujimori cayó preso en Chile y su posible candidatura se extinguió. Porque muchos de sus votantes lo estaban esperando a él. Significativamente, su intención de voto más alta está en la Sierra Sur, la zona en que más creció Sendero Luminoso. Los simpatizantes de esas tres opciones son casi los mismos. No están pensando si eres de derecha o izquierda. Al contrario, quieren a alguien que no parezca un político. Creo que en la América Latina no hay más de lo mismo. Los gobernantes, incluso los autoritarios, han conseguido el poder en las urnas. Hace treinta años era otro el panorama. Pero al menos en los países andinos, los votantes no están satisfechos con lo que les ofrece la democracia tradicional. El propio caso de Toledo es sorprendente: en un país con una tasa de crecimiento sostenida y alta, mimado por el FMI, con estabilidad institucional, el gobierno tiene una desaprobación del 86%. Guste a quien le guste, hay un delicado equilibrio en juego. Los países andinos no quieren más de nada de lo mismo: ni revoluciones aventureras ni una democracia que profundiza los abismos sociales. Porque en el terreno –que no en nuestros deseos- quizá la alternativa real a Humala (o a Chávez, o a Fujimori) no sea Lula sino Sendero Luminoso.

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12 de enero de 2006
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Nunca más la misma historia

Con el debido respeto, disiento profundamente con el texto que el amigo Fogel difundió ayer, martes 10 de enero. En su argumentación, el amigo Fogel pretendió definir los procesos por los que atraviesa hoy Latinoamérica toda con una sigla robada de las iniciales del ex presidente mexicano Miguel de la Madrid Hurtado: MDLMH. Sólo que en este caso, MDLMH significa más de la misma historia. En primer lugar, desearía que se me permitiese dudar de cualquier diagnóstico sobre América Latina escrito desde París, y basado en datos que provienen de “los sitios de información de Internet”, Fogel dixit. Por más avanzados que estén los medios de comunicación en el presente, lo pensaría dos veces antes de emitir juicio respecto de la realidad asiática, o de cualquier otra, basándome tan sólo en los datos de la red. Sabrán disculparme, pero sigo pensando que nada reemplaza la experiencia de primera agua: los datos fríos pueden ser correctos, pero el contacto con la realidad suele brindar un prisma invalorable –y siempre imprescindible- para el análisis de los mismos. En segundo lugar, los ejemplos que Fogel elige para concluir que en Latinoamérica todo lo que ocurre es más de la misma historia son cuanto menos sesgados. Se me ocurren muchos argumentos para cuestionar al actual presidente de Venezuela, pero ninguno de ellos pasa por la escasez de frijoles. Para Fogel, el hecho de que falten café, azúcar y frijoles de las tiendas venezolanas (dicho sea de paso, ¿cuál es la fuente de semejante información?; imagino que no provendrá de un medio chavista, pero me pregunto si provendrá de un medio al que se pueda respaldar por su objetividad) es suficiente para equiparar a Venezuela con “la Cuba socialista”. Digamos tan sólo que Cuba aislada es una isla pobrísima, mientras que Venezuela es un país que duerme cada noche sobre millones y millones de dólares mensurables en petróleo crudo. La diferencia entre ambos países, objetivísima, no podría ser mayor. Si Venezuela carece de frijoles debe ser por razones completamente distintas a las de Cuba. ¿Supone Fogel que, en caso de resultar elegida este domingo como presidente de Chile, Michelle Bachelet pretenderá reeditar el gobierno de Salvador Allende: más de la misma historia? Estoy muy lejos de ser un experto en la realidad chilena, pero me atrevo a aventurar que la mayoría de mis amigos de allende los Andes se sentiría ofendida ante semejante simplificación. Lo cual me lleva al tercer punto. Creo que Fogel erra fiero en su análisis no sólo porque lo hace desde París y confiando en la información que circula en la red (que está muy lejos de ser verdad revelada), sino porque se limita a observar a los gobernantes de Latinoamérica. Cualquiera que pretenda arribar a un juicio certero a partir de Cháves, Kirchner & Co. terminará meando fuera del tiesto, porque para fortuna nuestra, hace ya algunos años (pocos, pero aún así algunos) que Latinoamérica es mucho más que sus gobernantes de turno. Pensar que todo pasa por Cháves, Kirchner & Co. es reduccionista, en tanto ignora las experiencias y el doloroso aprendizaje que millones de latinoamericanos hemos protagonizado en las últimas décadas. Un dato tan evidente como el del reclamo pacifista que las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo vienen efectuando desde hace treinta años debería bastar para entender que en el terreno de los derechos humanos, la Argentina no depende tan sólo del humor de Kirchner. Es la gente, organizada de infinitas formas (casi siempre, vale aclararlo, en asociaciones no partidarias), la que ha tomado como responsabilidad propia la consecución de determinados objetivos. Sin la presión constante de los familiares y de las organizaciones piqueteras, jamás se habría condenado a prisión perpetua a un comisario de la otrora todopoderosa y por ende nefasta Policía bonaerense, tal como ocurrió este lunes 9 al culminar el juicio por los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán. Vale subrayarlo: aun satisfechos por el veredicto de la Justicia, los familiares de Kosteki y Santillán ya manifestaron que no regresarán a sus casas como si nada hubiese ocurrido, sino que seguirán presionando (¡pacíficamente!) para que ahora se investigue a los autores intelectuales del crimen. Si algo tiene en claro Kirchner (y pido perdón por la insistencia con Argentina, pero prefiero hablar de aquella realidad que conozco cara a cara), es que ningún gobernante de Latinoamérica puede hoy gobernar hoy de espaldas al reclamo popular. ¿Populismo? Llámenlo como quieran. Yo prefiero pensar que en naciones como las nuestras, con mayorías que padecen necesidades elementales a diario, atender a estos reclamos masivos no es demagogia, sino simple sentido común. No pretenderé que los actuales gobernantes simbolizan un proceso revolucionario de cambio. Pero eso no significa que deba aceptar juicios tan ligeros como el de Fogel. Kirchner no es el Che Guevara ni pretende serlo, y tampoco es Menem. Cualquiera que equipare a Kirchner con los años de la pizza con champagne está muy, pero muy mal informado. En primer lugar, porque la gente manifestó su repudio a esa concepción de la Argentina con millones de votos y hasta con su sangre, y no está dispuesta al regreso de nada parecido. (¿Recuerdan los muertos de diciembre de 2001?) En segundo lugar, porque Menem manipuló a una Corte Suprema que avaló el indulto a los genocidas de la dictadura y Kirchner hizo posible la formación de una Corte Suprema independiente que en pocas semanas más anulará ese indulto por anticonstitucional. Se me ocurren docenas de otras diferencias sustanciales, como lo que va del alfa a la omega, pero me abstendré de enumerarlas para no fatigarlos ya más con mi indignación. No pretendan que ignore las enseñanzas de nuestra historia reciente. Coincido en que tal vez estos líderes no sean todo lo que esperamos de ellos, pero eso me preocupa poco porque el cambio sustancial, el imprescindible, es el que se verifica en la gente. Al menos en la Argentina, la gente ha aprendido a manifestar sus deseos y a trazar límites de formas que van mucho más allá del voto cada cuatro años. Suponer que mi gente va a tolerar cualquier cosa de cualquier manera es ofensivo, aunque más no sea porque implica creer que tantas muertes, tanto dolor y tanta sangre han ocurrido en vano. Aquí ya nadie tolera más de la misma historia; mi país, en todo caso, es el país del nunca más. Si fuese a juzgar por lo que experimenté en mis viajes por Latinoamérica durante estos últimos años, juraría que la gente no sólo está dispuesta a buscar una historia distinta, sino que manifiesta día a día que la buscará dentro de la ley y repudiando todo tipo de violencia. Y esto, al menos en lo que a mí respecta, marca toda una diferencia. Otórguenos al menos el beneficio de la duda, monsieur Fogel. Somos humanos, lo cual implica que somos recalcitrantes, pero no necesariamente que somos idiotas.

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11 de enero de 2006
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Cómo (no) vender a los clásicos

¿Por qué los editores de libros clásicos se esmeran en hacerlos ver más aburridos de lo que son? Acabo de leer El jugador de Dostoyevski. La contraportada de la edición lo presenta así: “En medio de una galería de personajes desarraigados y trashumantes, la patética figura de Aleksei Ivanovich personifica el goce y la angustia del tipo humano que canaliza toda su capacidad de protesta en la pasión por el juego, vía de acceso a una libertad vorazmente deseada”. OK, es verdad. Y suena bonito. Pero ¿Alguien se ha enterado de qué se trata esta historia? Ya, de un tipo que juega ¿No? Pues resulta que en esta novela hay toda una familia de burgueses arruinados que fingen estar boyantes para casarse con un par de franceses ridículos mientras esperan que se muera la abuela. No son desarraigados y trashumantes, son rusos y son graciosos. Y la abuela, por cierto, no sólo está viva, sino que está como un roble y les grita a todos que no les va a dar un centavo mientras tratan de alcanzarla en su silla de ruedas. Ah, y luego se vuelve adicta a la ruleta. El sentido del humor ácido y caricaturesco de Dostoyevski forma parte esencial de su retrato de la sociedad del siglo XIX. Pero eso no se pone en las contraportadas ni en los comentarios. Los clásicos no son divertidos, son profundos, o sea, que sólo se puede hablar de ellos con palabras esdrújulas. Mi hermana adora a Tolstoi y a Dostoyevski, porque, según dice, “son como telenovelas de época pero mejores, con personajes más interesantes”. Uno de mis primos, al escucharla hablar así, se interesa por el libro. Pero lo coge, lee la contraportada y me lo devuelve. “No lo voy a entender” dice encogiendo los hombros. He ahí uno más ahuyentado de los clásicos gracias a sus propios editores.

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11 de enero de 2006
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Patrañas

¿Será cierto que vuelve a ser necesaria la “lucha contra el infame” que popularizó Voltaire? Durante el último medio siglo, el regreso de las fábulas religiosas y políticas (placebos para mitigar el miedo y la desesperación) parece imposible de detener y se multiplica a velocidad de rata. En su Tratado de ateología (Anagrama), Michel Onfray propone la relectura de Kant y en especial de su célebre opúsculo ¿Qué es la Ilustración? para percatarse de que el proyecto kantiano de salvar a los humanos de la minoría de edad es más urgente que nunca. Ni una sola de las metas propuestas en este escrito de 1784 se ha alcanzado. Y a veces olvidamos que sin los valores de la razón ilustrada la democracia es un fraude. No son únicamente los movimientos fundamentalistas de los EEUU o del Islam, los que dominan o agreden a la mayoría de la población mundial, son también las doctrinas totalitarias emergentes, los etnicismos, los mitos de la tierra, de la sangre, de la lengua, los nacionalismos, los que están arrasando la razón común con la colaboración de unos medios de masas que han encontrado en ellos el filón para llenar millones de horas de programación que ya no admitían más deportes o marranadas sentimentales. El sentido común, la razón, la ilustración, vuelven a ser bienes escasos y de combate contra el oscurantismo y la superstición, como antes de la Revolución Francesa. En esta nueva batalla del entendimiento contra los delirios de la fantasía, no hay izquierdas ni derechas. A un lado están los soldados de Dios, de la Patria, del Amo, muchas veces con la pretensión de ser “de izquierdas”. Al otro quienes combaten las mentiras envueltas en banderas y perfumadas con incienso. Que las últimas superventas de librería sean narraciones místico-históricas como el Código Da Vinci nos hace añorar aquellas novelas comerciales pero descreídas, escépticas, implacables e irónicas que se llamaban “novela negra”. ¡Quién pillara un Chandler o un Hammett de nuestros días!

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11 de enero de 2006
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El Boomeran(g)
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