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Descanso eterno y único

Ahora ya me puedo morir tranquilo. Según este anuncio de La Vanguardia hay un “cementerio único” a 15 minutos de Barcelona. Lo de anunciar un cementerio como si fuera un modelito de París, me parece un hallazgo. Imagino grandes posibilidades como “Extirpación única de tumores malignos” o bien “Confesiones católicas por sacerdote único”. La unicidad de este cementerio llamado “Parc Roques Blanques” no se explica con la necesaria contundencia, pero en cambio se nos anuncia que: “disponemos de nuevas Tumbas y Panteones y Columbarios, por ampliación de nuestra instalaciones”. Debe de ser una de las pocas empresas de este país que amplía instalaciones. También es cierto que por su materia prima tiene difícil la así llamada descolocación. Ciertamente, con un poco de iniciativa uno podría ser enterrado en Turquía o en el Tchad, en donde el terreno viene siendo más barato, pero aunque la idea sea razonable en términos económicos, es difícil que un negocio de exportación de cadáveres acabara dando altos rendimientos. Al final del anuncio, sin embargo, averiguamos en qué consiste la unicidad del cementerio: “Todos (tumbas, columbarios, panteones) están ubicados en amplios espacios rodeados de naturaleza”. Esto es admirable. Quienes vivimos en la ciudad más cara de España y una de las peor acondicionadas, con pisos de 30 metros cuadrados a cuarenta millones de pesetas, tenemos ahora la oportunidad de gozar tras la muerte de todo lo que nos fue arrebatado durante la vida. Ya tengo ganas de estrenar, no sé si tumba o columbario. Voy a pedir el folleto que se envía “confidencialmente y sin compromiso”, quizás porque es difícil comprometerse a morir y siempre es mejor no hacerlo en público, llamando al 936730535. Habrá que darse prisa.

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18 de enero de 2006
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El candidato

Viendo televisión peruana descubro en los informativos dominicales al exótico candidato presidencial Peter Koechlin. Su nombre es tan peruano como su imagen: un rubio de ojos claros. Y su metro noventa de estatura contrasta con su 0.90% en la intención de voto. Su eslogan es “tecnología y ecología”. O algo así. Koechlin lanza su campaña por todo lo alto, ya que aparece casi simultáneamente en los dos programas de televisión con más audiencia. En ambos insiste en que es un firme defensor de la democracia. Y tiene pruebas: en los años setenta, en plena dictadura militar, organizó un concierto de Santana. Como los músicos se mostraron claramente drogados desde su ingreso al país, el gobierno decidió expulsarlos. Los militares latinoamericanos, ya se sabe, nunca escucharon Black Magic Woman. En valiente respuesta, Koechlin tomó un avión y se fue del país por su propio pie. Pero antes, según dice, reunió a unos cincuenta muchachos y organizó la “única manifestación contra la dictadura que llegó a las puertas de palacio de gobierno”. Supongo que probablemente la policía no se dio cuenta siquiera de que ese grupo de marihuaneros rubios era una manifestación. El eje de la propuesta de Koechlin es combatir la corrupción con tecnología: quiere comprar computadoras que sepan dónde y cómo se está gastando el dinero del estado. Dice que así será imposible que los funcionarios públicos se roben el dinero. No dice, sin embargo, qué pasará si los que controlan esas máquinas son corruptos. No sería raro que alguien se las robe. Deben ser caras. Otra de las propuestas de Koechlin es acabar con el cultivo de coca, que además de ser el eje de la política norteamericana en la región, es un gran depredador natural. Divertida propuesta. Los campesinos cocaleros han resistido la erradicación violenta de sus cultivos y el enfrentamiento contra Estados Unidos. Han combatido y a menudo trabajado con narcotraficantes. Han estado en el ojo del huracán de la guerra entre el terrorismo y el ejército. Y en Bolivia, han llegado a la presidencia. Tienen aspiraciones políticas también en Perú. Pero Koechlin cree que dejarán de cultivar coca en cuanto se les explique que están envenenando los ríos. Según Koechlin, aún nadie les ha comentado ese punto. Lo peor es que este hombre es tomado en serio. Los periodistas le preguntan por sus vínculos con gobiernos y dictaduras, pero nadie cuestiona lo que él llama su programa de gobierno y sus antecedentes de luchador por la democracia. Simplemente, forma parte natural del paisaje. En el Perú hay 24 candidatos a la presidencia, la mayoría de ellos con partidos políticos nuevos que tienen nombres como Sí Cumple o Avanza País. El de Koechlin se llama Con Fuerza Perú. Todos saben que el hartazgo de los peruanos llega a tal punto, que es muy probable que gane las elecciones un perfecto desconocido. Y todos quieren ser el desconocido de turno. Si la candidatura funciona, los votos atraerán votos. Y tras los votos llegarán ávidos y solícitos los técnicos y asesores para formar un plan de gobierno. Ser candidato a la presidencia es una inversión con un 4% de posibilidades. Pero si ganas, te llevas la banca.

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18 de enero de 2006
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De las lecturas inolvidables

Uno recuerda buena parte de los libros que leyó, al menos en términos generales. Pero en algunos casos recuerda además dónde los leyó, y cuándo. A veces es la historia narrada la que resignifica la circunstancia en que se la leyó. Y a veces es al revés: la circunstancia externa alteró o subrayó los sentidos de la historia durante su lectura. Para graficarlo con un ejemplo cinematográfico: vi Último tango en París por primera vez a los 18 años, ocasión en la que me pareció una buena película, loca, osada. Volví a verla a los 35, y entonces descubrí una película inmensa. La diferencia entre una y otra visión era, ni más ni menos, la que produce el haber padecido en carne propia la desolación del amor. Asocio El amante de Lady Chatterley al consultorio de mi padre, que guardaba un ejemplar de la novela de D. H. Lawrence en su biblioteca. Yo me escabullía cuando él no estaba, para leer las partes de sexo. Asocio Los tres mosqueteros a la casa de mi abuela: me veo leyendo una versión infantil de Editorial Bruguera, de esas que intercalaba una versión en historieta en medio del texto, mientras la lluvia caía torrencial. Asocio revistas de historietas como D’Artagnan, El Tony y Fantasía a la casa de mi madrina, que vivía a tres cuadras de un local de canje; yo cambiaba revistas como loco, a veces dos o tres veces en el mismo día, con la sensación de que el suministro de aventuras se volvía infinito. ¡Cómo me gustaba Terry y los piratas, de Milton Caniff! Quizás el recuerdo más vívido de una lectura sea el de Salem’s Lot, la novela de Stephen King. Yo era pequeño, estaba de vacaciones en un pueblo cordobés llamado La Falda. Me compré el libro porque me gustó la tapa y porque me atrajo el sumario de la historia, en ese momento no conocía a Stephen King, Salem’s Lot era apenas su segunda novela. Imagino que la inmersión en el pueblo provinciano, por una parte, y la circunstancia física de la lectura (otro día de lluvias torrenciales, a solas en un enorme chalet que hacía las veces de anexo del hotel), se conjugaron para producir en mí una emoción indeleble. Por supuesto, la maestría de King contribuyó con su parte: ese tiempo que se toma en presentar al pueblo y a sus personajes, en involucrarnos con sus historias tan parecidas a las de tantos conocidos, para después, ¡una vez que ya nos sentimos en casa!, sacudirnos con la irrupción de lo sobrenatural. Puede que King tenga mejores novelas, pero Salem’s Lot siempre será mi favorita.

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¿Es tan sólo mi impresión, o será verdad que los actos físicos de lectura que uno recuerda casi nunca son las de las obras maestras de la literatura? Quizás porque estos libros producen otro tipo de deslumbramientos, y los recuerdos más entrañables son siempre los de la infancia, los del descubrimiento, que están ligados a las historias más clásicas y los géneros más populares. No recuerdo dónde y cuándo leí La metamorfosis, pero jamás olvidaré dónde y cuándo descubrí a Dumas, a Terry (me veo leyendo en la escalera de mi casa paterna) y a ese señor tan, tan feo llamado Stephen King.

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18 de enero de 2006
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Más fuerte que la muerte

Yo creo que los libros tienen el poder de devolver la vida. No es algo en lo que haya creído desde siempre, sino una revelación que se me fue presentando de a poco, como quien no quiere la cosa. La primera vez que me ocurrió fue durante la escritura de mi primera novela, El muchacho peronista. (Horrible título, por cierto, que me sugirió el editor. Originalmente se llamaba Un barco lento hacia la China.) Por aquel entonces, digamos 1991, fui a la Biblioteca del Congreso a consultar diarios de 1938. La historia de El muchacho peronista comenzaba con la fuga de su relator, un niño de doce años que se escapaba de su casa el día de Año Nuevo, y yo quería datos de la época: noticias, la cartelera teatral, objetos de consumo como los cigarrillos Vuelta Abajo. Consultando un diario La Nación del 2 de enero de 1938, di con una noticia que me llamó la atención. Un niño de doce años, llamado Roberto Hilaire Calabert, había muerto el primer día de enero arrollado por un tren. Me pareció un signo. En primer lugar, yo había estado buscando un nombre para mi protagonista. Roberto Hilaire Calabert me pareció magnífico, uno de esos nombres que no podría haber inventado ni en el mejor de mis momentos: romántico, exótico y a la vez verosímil. En segundo lugar, el pobrecito Calabert de la vida real había muerto bajo las ruedas del tren, cuando yo contaba que mi protagonista empezaba a vivir en el momento en que se subía a uno de esos convoyes para lanzarse a la aventura. Me dije que se trataba de un pequeño acto de justicia poética, y así Calabert inició su segunda vida. Con Kamchatka volvió a ocurrir. La historia del niño que se fugaba de su casa con sus padres, perseguidos por la dictadura militar de los 70, reveló su verdadera intención cuando la escritura ya estaba muy avanzada. Entendí entonces que había concebido semejante historia para concederme la oportunidad de despedirme de mi madre, una oportunidad que la vida real me había negado. Y así la madre de Harry, a quien el niño llama jocosamente La Cosa en homenaje a The Thing, el personaje de Los Cuatro Fantásticos, se llenó de las características de mi progenitora: su férrea voluntad, su consumo compulsivo de cigarrillos Jockey Club, su amor por la película Picnic. Escribir la novela y el guión de Kamchatka me permitió llorar todo lo que no había llorado en su momento. Y hoy siento que de alguna forma ese encuentro imaginario, ese adiós, tuvo lugar en verdad; y mi alma está en paz. Con mi cuarta novela, aún inédita, se repitió la cuestión. Esta vez con un personaje menor, llamado Joaquín, que incluso apareció en una escritura tardía. (Como ven, las verdaderas intenciones de las historias deben luchar a brazo partido para imponérseme.) El Joaquín de la novela muere en la montaña como mi amigo Joaquín Ramón murió en la vida real. Fue otra muerte abrupta, que me privó de la posibilidad de despedirme y de asumir la pérdida. Quizás el gesto parezca inútil, pero la posibilidad de ver a Joaquín vivo otra vez, aunque más no sea durante el correr de algunas páginas, me produjo felicidad. Era un homenaje, sí, pero a la vez era mi única posibilidad de volver a pasar un tiempo en su compañía. Nadie premedita estas cosas. Las comento porque a esta altura se han vuelto una constante en mis ficciones. Imagino que algún psicoanalista, ya sea amateur o diplomado, tendrá algo que decir al respecto. Yo prefiero pensar que es un testimonio del poder que le confiero a la literatura. Las buenas ficciones, como tantas veces lo han probado escritores valiosísimos (quiero decir, escritores que no son Figueras), tienen tanto vigor que le tuercen el brazo a la muerte.

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17 de enero de 2006
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El viejo Grey y el mar

Se publica una biografía de Zane Grey. Se titula Zane Grey: his life, his adventures, his women diciendo así que lo que hay que contar del autor más popular de los años veinte en EE UU es su vida, sus aventuras y sus mujeres. Claro que no voy a leer una biografía como esta. Zane Grey (1872-1939) no fue malo como novelista, fue malísimo. Su mala prosa le permitió vender a lo largo de su carrera diecisiete millones de libros dedicados a la conquista del oeste, con indios y pioneros, además de unas cien adaptaciones al cine de sus historias. Su heredero literario fue Louis L’Amour, otro novelista norteamericano, que a pesar de intentarlo con mucha energía no llegó al abismo donde se situaba el arte de Grey.

No lo digo con desprecio, pero si no puedo leer la biografía escrita por el profesor Thomas Pauly para “University of Illinois Press”, es por la insoportable ausencia de pescados en el título de su obra. Había que prometer algo como “Zane Grey: su vida, sus aventuras, sus mujeres y sus pescados”. Grey es un artista para pescado. No hice ningún caso a sus novelas tan abundantes en una librería de segunda mano de EE.UU., hasta una conversación, un día, en el puerto de Cojímar en Cuba. “El señor Hemingway no inventó la manera en que pescaba, me dijo una persona del pueblo, fue otro escritor, un yankee también, Sane Greí”. Me explicó que éste lo había inventado todo: la manera de pescar, la utilización del barco, el sillón donde el pescador se ataba para no ser arrastrado y el orgulloso despliegue de la víctima colgada por la cola frente a un fotógrafo.

No fue difícil comprobarlo: Zane Grey era un pescador fenomenal e inventivo. El primer hombre que sacó un pescado de más de mil libras con un anzuelo. Sin él nunca habría sido posible ni soñar remotamente la historia de El viejo y el mar que Hemingway ubica en Cojímar.

Unos años después oí otra vez el nombre de Grey en las mismas circunstancias, en la orilla del mar, pero en Cabo Blanco, en Perú. Es el sitio donde se hizo parte del rodaje de la película El viejo y el mar y otra vez escuché a alguien, esta vez el camarero de un hotel, contarme las hazañas de Grey, y pintar a Hemingway como alguien que se aprovechó de lo que había creado otro escritor. Lo mejor del novelista, pensé ese día, es el pescador.

Pero no se puede luchar contra la fama de un premio Nobel. Grey escribió, según todas las opiniones, los mejores manuales de pesca en el mar, pero nadie le hace caso. Lo entendí en una última conversación, en Cairns, en Australia. Tenía el papel del reportero y el alcalde o el jefe de la Cámara de Turismo, no me acuerdo, me explicaba que su ciudad era lo mejor que podía encontrar un pescador. Mejor que Cuba, Bahamas, Perú, me decía. Y al preguntarle por qué esto no se sabía, me contestó: “es que a Cairns le falta un Hemingway”, olvidando las varias visitas que Grey hizo a su ciudad.

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17 de enero de 2006
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Padres e hijos

El pasado verano, JA me contó una historia espeluznante. Hacía muchos años que no visitaba el pueblo de sus padres y decidió regresar para constatar los cambios del último decenio. Allí encontró viejos amigos y lo celebraron y hablaron de los tiempos del Instituto. Eran entonces muy fanáticos, admiraban a gente criminal y odiaban a la policía, paradoja que han tardado en resolver. Uno de la peña recordó que el hijo de un guardia civil cursaba con ellos en la misma aula y que se habían dedicado en cuerpo y alma a hacerle la vida imposible. “Pero el chaval aguantó, nunca se quejó, ni se chivó, debía de ser un tipo cabal”. En ese instante JA, que siempre ha sido un impulsivo, decidió ir a buscarle para pedir perdón. Los otros se disgustaron, no creían que mereciera la pena, ¿y cómo vas a encontrarlo?, han pasado tantos años, vete tú a saber... JA se mostró inflexible. No le costó localizarlo, venía en la guía de teléfonos, y con absoluta imprudencia se presentó en su casa. Le recibió él en persona y se reconocieron de inmediato. El antiguo escolar era ahora un hombre alto y fornido que le miraba desconcertado por encima de unas gafas de leer. Cuando por fin se sentaron a solas en el despacho, JA le soltó a bocajarro el motivo de su visita: venía a pedir perdón por todas las perrerías que le habían hecho cuando eran críos y que estaba arrepentido de corazón. “Éramos unos miserables, pero no lo sabíamos”, dijo. El hombre se emocionó. “Es la primera vez que alguien de aquí me habla de este modo”, dijo. Y añadió que lo habían pasado mal, pero que su padre no había querido irse del pueblo porque allí servía para algo. Había mucha gente en peligro. Mi amigo también se había emocionado y le rogó, tartamudeando, que repitiera sus palabras, por favor, a su padre, que lo sentía mucho, de corazón. El hombre respondió en voz baja y como excusándose. “No, no. Lo mataron hace seis años”. Estuvieron un buen rato sin hablar, llenando y vaciando los vasos.

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17 de enero de 2006
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La mirada de Oriente

La exposición “Occidente visto desde Oriente” podría llamarse más exactamente “Europa vista por los árabes”. Las imágenes que reúne –fotos, pinturas, libros ilustrados- representan diez siglos de contacto entre ambas civilizaciones. Algunas de esas imágenes, que ahora están expuestas en Valencia, son sorprendentes: un antiguo libro muestra un dibujo de Jesucristo admirando el cadáver de un perro. El Mesías cristiano y sus discípulos aparecen vestidos como colonizadores portugueses. Un grabado de principios del siglo XX ilustra ya entonces la discusión entre partidarios y opositores al velo de las mujeres. Una fotógrafa iraní representa a Occidente con una serie sobre mujeres censuradas. Como manda la ley de prensa de ese país, las piernas y brazos femeninos descubiertos se tachan con rotulador negro. Pero para mí, lo más interesante son las salas de video. No los videos artísticos sino los de televisión. Uno de ellos es un reportaje emitido por una cadena emiratí. El periodista selecciona a varios americanos y les muestra un grupo de fotografías de árabes. A continuación, les pide que “descubran” quiénes son terroristas en esas imágenes. Una de las encuestadas responde al estereotipo “rubia tonta”. Ella encuentra terroristas en todas las fotos. A los niños los considera “futuros terroristas”. A los ancianos los considera “terroristas jubilados”. A los barbudos los da por terroristas sin duda. Pero también a los lampiños con cejas gruesas. Para esa chica, que perfectamente podría formar parte del Ejército americano, son sospechosos todos. Pero hay otra que tiene un aire más ilustrado y una insobornable cara de demócrata. Ella, según dice, no ve “terror, sino una profunda tristeza” en cada uno de los personajes de esas fotos. Le parecen llenos de “humanidad y sabiduría oriental”. Hay uno que posa con una espada y un cadáver, pero ni siquiera ése le parece violento. Al contrario, le parece un hombre que posee una aguda filosofía sobre la muerte. Para bien o para mal, ninguna de las dos mujeres ve seres humanos en esas fotos. Cada una ve sólo lo que ya sabía que iba a ver. Sus prejuicios se alzan ante sus ojos, pero ni siquiera como un filtro, sino como un muro. Otras salas muestran ejemplos de lo mismo pero al revés: hay un video de propaganda a favor de Al Qaeda que insulta a los occidentales en clave de rap. Y un spot libanés sobre las torturas de Abu Ghraib que toma imágenes de La Pasión de Mel Gibson. Nuestra mirada nunca es pura. En los albores del siglo XXI, vemos el mundo a través de un vitral diseñado con colores de ambas culturas, y de muchas más. Pero es curioso cómo sólo vemos lo que nos han dicho que veamos. La exposición “Occidente visto desde Oriente” es una excelente muestra no sólo de las relaciones entre dos culturas, sino de la compleja interacción entre cultura y política.

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17 de enero de 2006
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Promesas, promesas

Poco tiempo atrás, Javier Cercas reflejó en el dominical de El País la polémica que el historiador Gotz Aly desencadenó en Alemania con su libro El Estado popular de Hitler: robo, guerra racial y socialismo nacional. Según Aly (esto es, según Cercas cuenta de Aly), la explicación al hecho de que tantos alemanes hayan sucumbido a la retórica enajenada del nazismo no radica tanto en los argumentos habituales (la humillante experiencia de la Primera Guerra y de su corolario en Versalles, la crisis económica, el aparato propagandístico), sino en las ventajas económicas que el régimen distribuyó. Tal como lo refiere Cercas, “los alemanes fueron sometidos a una suerte de soborno masivo: a cambio de su colaboración con el régimen… obtuvieron abundantes beneficios sociales y económicos, resultado del expolio sistemático e indiscriminado del patrimonio de los judíos asesinados y del de los países ocupados por la Wehrmacht”. Me resultó inevitable asociar esta tesis al proceso que la Argentina vivió durante los años de la dictadura. Más allá de las peculiaridades de cada caso, es indiscutible que la Alemania nazi y la Argentina dictatorial tienen múltiples puntos de coincidencia. Así como lo hicieron en su momento millones de alemanes, una parte vital de la sociedad argentina (vital por su número, y por su rol dentro del contexto social) toleró en silencio el exterminio de decenas de miles de compatriotas, con excusas que recorrían el breve espinel que iba del algo habrán hecho al yo no sabía nada. Sería tranquilizador encontrar datos que permitiesen aplicar la tesis de Aly a la experiencia argentina, poniendo en negro sobre blanco los beneficios económicos que obtuvo la clase media en ese tiempo. Pero no los tengo a mano ni creo que existan. En el terreno económico, los militares garantizaron a los poderes establecidos y a la clase dirigente tradicional que iban a poder seguir robando igual que siempre. El único soborno que la numerosísima clase media de entonces obtuvo fue una promesa, la de conservar sus simples privilegios: la gente se conformó con saber que no llegaría la tan temida dictadura del proletariado, y que en consecuencia nadie expropiaría sus casas ni autos ni sus negocios. Treinta años después, lo que equivale a decir al cabo de treinta años de aplicación del mismo plan económico que inició la dictadura con el ministro de Economía Alfredo Martínez de Hoz, los restos de la clase media argentina deberían entender hoy que colaboraron con el régimen y aun así salieron trasquilados: lo perdieron todo o casi todo, y los fantasmas de los desaparecidos no dejan de acosarlos. Sólo que, a diferencia del fantasma del rey Hamlet, estos espectros no reclaman venganza, sino apenas justicia. La clase media argentina (¿sería más apropiado decir la ex clase media?) está muy lejos aun de asumir su rol cómplice en aquellos tiempos, y por ende de formular su mea culpa. Treinta años debería ser tiempo más que suficiente para ganar perspectiva. A esta altura debería estar claro que la única forma de avanzar en la vida es aprendiendo de los errores propios y ajenos, pero existen millones de argentinos que prefieren seguir aferrados a sus mecanismos de negación como a un salvavidas de plomo.

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16 de enero de 2006
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Un hombre

Es todo un carácter. Habla pausadamente, da profundas caladas al cigarrillo, sólo se interrumpe para sorber un poco de whisky. Las dos mujeres que nos acompañan le escuchan con indisimulado respeto. “Era una pareja del norte, daneses, si no me equivoco, padre e hija, y estaban haciendo fotos sobre las rocas en la playa del Orzán, en La Coruña. Querían un recuerdo del temporal. Desde luego que no lo olvidarán. Una ola de cuatro metros se los llevó al agua. El padre trató de agarrarse a las rocas nadando frenéticamente. Mala cosa”. Se interrumpe en momentos bien elegidos y aprovecha para dar una calada al pitillo, quitarse una brizna de tabaco de la boca y sorber un poco de whisky. “Es lo peor que puedes hacer y lo que hace todo el mundo. Las olas le golpeaban una y otra vez contra las rocas como si fuera un corcho, hasta que otra más fuerte le partió el cráneo”. Vuelve a sorber su whisky y a quitarse una brizna de tabaco con el índice. “La hija conservó la sangre fría y en lugar de ir hacia las rocas, se internó mar adentro. Nadó despacio para no perder fuerzas, ni se quitó los zapatos, se dejó flotar, eso es lo que hizo, ahorrar energía y calor”. Otro trago, otra calada, otra hebra. “Al cabo de un cuarto de hora la recogimos con la zodiac, estaba medio congelada, al borde del colapso, pero viva”. Ha mantenido los ojos bajos durante todo el relato y ahora levanta la cabeza y mira fijamente a Diana. “Piénsalo. A veces lo que te parece más seguro es lo que te va a costar la vida. Hay ocasiones en que lo único seguro es el riesgo. Donde crece el peligro también crece la salvación”. Sin dejar de mirar a Diana, se quita otra brizna de tabaco de la lengua. “!Ah, vaya!”, dice Diana, azorada. En ese momento caigo en la cuenta de que el tipo está fumando cigarrillos con filtro.

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16 de enero de 2006
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Las luces y los penes

Durante mi visita a Valencia, una señora –ya mayor ella- me recomienda el museo de San Pío V. Dice que tiene una excelente colección de pinturas antiguas. Como tengo poco tiempo, opto por el Museo de Arte Moderno. Al saberlo, ella frunce el ceño. No le gusta el Arte Moderno. Dice que no entiende las obras ahí expuestas. En cambio, le gustan las clásicas, porque las comprende. Le muestran cómo era el mundo antiguo, le muestran figuras de cosas reales. Cuando finalmente voy al Instituto Valenciano de Arte Moderno, encuentro dos exposiciones que con seguridad no le gustarán. La primera de ellas, de Miquel Navarro, muestra casi trescientas piezas de los últimos cuarenta años. Algunas son instalaciones compuestas por miles de piezas de madera que reproducen ciudades fantasmales, como grandes viñetas de ciencia ficción. Muchas otras están dedicadas a la luna, constante fuente de fascinación para este artista. El otro motivo obsesivo de su obra es el falo. En las esculturas y pinturas de Navarro, el falo se convierte en arma de combate, en eje de diseño urbano, en puente, en templo, en fuente. Sus personajes empuñan penes, los idolatran, los recorren. Algunos de ellos son sólo grandes penes con brazos. La obra de Navarro es un juego con la masculinidad como principio ordenador de la realidad, una diversión simpática, perversa y a menudo chocante. El otro artista expuesto es el diseñador Ingo Maurer. Así como un ebanista trabaja con madera y un pintor con los colores, la materia prima de Maurer es la luz. Maurer convierte la lámpara en una obra de arte. Sus sistemas de iluminación adquieren la forma de vajillas estallando, de vías lácteas, de corazones con patas de gallina. Sus lámparas colgantes tienen forma de gigantescas cúpulas monócromas invertidas, bajo las cuales uno se siente absorbido por el color. Con seguridad, mi amable señora no comprendería las luces y los penes que copan las exposiciones de Navarro y Maurer. Pero es que hay poco que comprender. No tratan de representar una realidad material o trascendente, como las pinturas del siglo XIX o el arte sacro. En realidad, el arte moderno no reproduce objetos, los crea. Maurer y Navarro generan atmósferas nuevas, cosas sorprendentes, imágenes inéditas para un mundo que ya tenemos demasiado visto. Y al hacerlo desafían los límites de la realidad, se imponen ante las estrechas posibilidades de lo existente. No es una casualidad que este concepto de arte haya nacido con las vanguardias del siglo XX, aparejado con otra cosa que a la señora no le gusta nada: las utopías políticas. Estas planteaban que el hombre podía concebir y crear un mundo mejor. Aquellas proponían que el mundo iba más allá de lo que nos mostraban nuestros sentidos. La insatisfacción ante la insuficiencia de la realidad produjo estas revoluciones en el arte y la política: las dos grandes herencias de un siglo en que el hombre jugó a ser Dios.

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16 de enero de 2006
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