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Elogio del ingenio

Hace pocos días tuvo lugar en los suburbios de Buenos Aires uno de esos atracos que tan sólo ocurren en las películas. Un grupo de delincuentes ingresó en un banco privado de Acassuso por la puerta principal. Una vez dentro se colocaron máscaras y anunciaron el asalto. En un gesto de aparente buena voluntad, permitieron a los rehenes comunicarse con sus familias. En cuestión de un rato la calle se convirtió en un hervidero, entre los familiares que se desgarraban las vestiduras, la prensa y la policía. Mientras se negociaba una salida para preservar la vida de los rehenes, los delincuentes vaciaron las cajas de seguridad y se dieron a la fuga por un túnel que ya tenían preparado de antemano. Cuando los policías se dieron cuenta, ya era demasiado tarde. Habían mantenido un cerco durante varias horas alrededor de un sitio que los ladrones ya habían abandonado. Al tiempo descubrieron un bote de goma, en que los delincuentes habrían emprendido la ruta por el río. A eso se le llama tenerlo todo pensado. En estas sociedades que tanto dicen valorar la iniciativa privada, no puedo menos que admirar la artesanía del golpe. Esta gente trabajó largo y duro, y planeó mucho y bien. Nadie resultó lastimado. Y en su gran mayoría, los damnificados fueron individuos que atesoraban en cajas de seguridad sumas en efectivo que no habían declarado ante las autoridades impositivas. De hecho, a consecuencia del golpe son muchos (y por ende visibles, con sus conspicuos bolsos de gimnasia) los ciudadanos que ahora desfilan a diario por los bancos para extraer dinero de sus cajas de seguridad. Algunos de estos individuos están entregando su dinero a operadores ilegales para que concreten una operación que suele denominarse “cable negro”, por la cual transfieren sus bienes a una cuenta neoyorquina por vía electrónica, pagando entre el uno y el uno y medio por ciento de lo así transferido, según informó ayer el diario Página 12. Como los bancos han hecho saber que no compensarán a las víctimas de robo más de 50.000 dólares por caja de seguridad vulnerada, es lícito imaginar que aquellos que extraen sus bienes atesoran valores muy por encima de esa suma. Y la cantidad incesante de operaciones de “cable negro” que se ve estos días permite colegir, de igual modo, que se trata de gente que esconde del fisco dinero que no puede haber hecho de formas del todo sanctas. Por eso mismo, aun cuando entiendo que el atraco al banco fue un delito y que seguramente perjudicó a algunos trabajadores honestos, no siento nada parecido a la pena por aquellos damnificados que de víctimas tienen poco, y de honestos menos. Quien roba a un ladrón…

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25 de enero de 2006
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Porno

Cambiar de ordenador, como estoy haciendo en este preciso instante, es una recia experiencia que me devuelve a la adolescencia. Enfrentado con el nuevo objeto de deseo, pero con las piernas temblorosas, me pregunto: ¿qué le gustará? Le quito la funda. Observo. Espero a que se caliente un poco. ¿Qué significarán estos parpadeos? ¿Estará a punto? Voy haciendo pruebas. Pulso aquí. Regular. Aprieto un poco más arriba. No hay respuesta. ¿Y si apoyo dos veces? ¡Cielos, no le gusta! ¿Será por este otro lado? Vamos a probar con este botón. ¡Dios sea loado, se ha abierto de golpe! Seguiremos por esta senda. Así, muy bien. ¿Será bueno insistir? ¡Oh, no! ¡Maldición! ¡Horror! ¡Ha vuelto a salir Error Finalizar Ahora! Pura infancia. Algo de lo que es difícil conservar nostalgia. Quizás sólo nos suceda a los varones, esas criaturas oximorónicas, tan inseguras como chulescas. Seguramente por eso las chicas prefieren Apple.

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25 de enero de 2006
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La dictadora en miniatura

Hoy se inaugura en La Paz la feria de Alasitas, un mercado de miniaturas que refleja los deseos de los bolivianos para cada año que comienza. En cientos de puestos aglomerados en una quebrada, los comerciantes ofrecen pequeñas imitaciones de pasaportes, dólares, euros, títulos profesionales, casitas de artesanía. Para los chicos que necesitan novia se venden gallinas de cerámica. Para ellas, gallos. Este año se suman a la mercadería bombonas de gas -por los hidrocarburos- y ordenadores que representan el trabajo. Los bolivianos compran lo que desean recibir este año y lo llevan a otro puesto, donde lo bañan con pétalos de flores y lo colocan sobre unas estufas de carbón quemados con incienso. Así bendecidas, las miniaturas garantizan un 2006 lleno de viajes, dinero, trabajo y, sobre todo, vivienda. Tras visitar la feria, asisto a una conferencia a cargo de Domitila Chúngara, una leyenda de las luchas sociales de Bolivia. En 1967, Domitila sufrió la masacre de San Juan, en que el dictador René Barrientos mandó al ejército contra las comunidades mineras de Catavi y Llalagua. Ella misma, que estaba embarazada, fue apresada y torturada hasta que perdió su hijo. Posteriormente ayudó en la lucha contra la dictadura del general Hugo Banzer. En la Navidad de 1978, inició una huelga de hambre que terminó por derrocar al gobierno militar. A lo largo de su vida ha sufrido persecuciones, exilios y vejaciones de todo tipo, y su valor está completamente fuera de duda. Ahora que Bolivia inicia una nueva era, ella es el rostro de la dignidad indígena. Y sin embargo, conforme habla, ese rostro se ensombrece. La principal preocupación de Domitila es el voto cruzado. Dice que mucha gente ha votado a Evo para presidente, pero a otras opciones para las prefecturas regionales. Ella quiere acabar con esa actitud, que considera “peligrosa” para la revolución. Yo creo que el voto libre forma parte de la democracia, y que lo peligroso es suprimir esa posibilidad. Pero supongo que no es grave, que el de Domitila es un punto de vista polémico y nada más. Sin embargo, más adelante, Domitila expresa su preocupación porque las universidades, en vez de cumplir su función social, distraen a los jóvenes de sus obligaciones con la comunidad. Y lo mismo opina de los medios de comunicación. Según ella, la televisión dirige una campaña de alienación astutamente orquestada: las telenovelas distraen a las mujeres, los dibujos animados a los niños, el fútbol a los hombres. Tras esa argumentación, defiende la necesidad de “nacionalizar” la educación y los medios junto con los recursos naturales. Finalmente, la dirigente describe a la revolución como un reloj: según su metáfora, un reloj necesita que todos sus engranajes caminen en rigurosa organización. Si alguno de ellos avanza egoístamente hacia el otro lado, es necesario repararlo o retirarlo. Las personas y sus voluntades individuales son los engranajes. Domitila no explica quién es el relojero. Al salir de la conferencia vuelvo a pasar por la feria de miniaturas de Alasitas. Imagino a Domitila como una miniatura de dictadora, pero no tengo claro que eso sea lo que los bolivianos han comprado para este año. Al fin y al cabo, ella no forma parte de la jerarquía del MAS. Unos pasos más allá, en un quiosco, la prensa anuncia los primeros convenios energéticos de Bolivia con la Venezuela de Hugo Chávez. Con su oferta de asesoría técnica, un invitado sorpresa se suma a la mesa: Irán, que está desarrollando energía nuclear. Al lado, un par de curanderos leen la suerte en claras de huevo disueltas en cerveza o en rescoldos de plomo derretido. Para Bolivia, la suerte del año que viene ya está decidida. Depende de Evo Morales que su reloj sea más grande que los primeros y peligrosos engranajes con los que se va encajando.

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25 de enero de 2006
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El balcón de los comandantes

El domingo, cuando Evo Morales estaba en el balcón del Palacio Quemado para presenciar el desfile militar en su honor, Hugo Chávez entró en escena. No se asomó en un rincón, ni se limitó a saludar, sino que se instaló en el centro del balcón durante medio desfile, saludando a la gente, flanqueado por el vicepresidente y por el propio Evo, como si fuesen sus edecanes. Poco después, una gorrita marrón se arrimó al lado de Chávez, sobresaliendo apenas de la balaustrada. Bajo la gorrita se extendía brevemente el comandante Tomás Borge, miembro fundador del Frente Sandinista de Nicaragua. Al final, una mujer se metió en el cuadro y abrazó al presidente venezolano. Ya para entonces, entre el tumulto formado alrededor de Chávez, parecía que Evo estaba castigado en el rincón de su balcón, con la banda presidencial como la sábana del bebé regañado. Ayer en la mañana, en una reunión de partidos de izquierda latinoamericanos, logro ver de cerca a Borge, siempre con su gorrita, y a la mujer de ayer, que resulta ser su esposa. Borge llega a la reunión tarde y se sienta con los demás panelistas. A veces, conversa con ellos en voz alta sin importarle gran cosa el orador de turno. Hasta que llega su momento de hablar. Una vez más, apenas es una gorrita que se mueve en el estrado. Pero eso sí, una gorrita arrogante. Borge asegura que los sandinistas son leales a sus principios hasta la muerte, pero luego explica con picardía que se han aliado con la Iglesia nicaragüense y ahora todos los púlpitos les hacen propaganda. Como quien narra sus charlas de amiguetes, se refiere al presidente Torrijos de Panamá, cuenta chismecitos de sus conversaciones con Fidel, dice que Chávez lo ha invitado a Venezuela. Cada cierto rato, larga una arenga del tipo “patria libre o muerte” y la gente aplaude. Minutos después, veo a Borge aún más de cerca durante la conferencia de prensa. Una vez más, llega tarde. Mientras los demás hablan, exige un té y un vaso de agua. Luego suelta algunas soflamas más. De pie a su lado, su señora lo cuida, lo masajea, lo atiende. Es la izquierdista mejor vestida que he visto en toda Bolivia. Va decorada con aretes de motivos andinos y sortijas de amatistas, todo con aire de artesanía popular Gucci. Y su atuendo debe costar en conjunto la mitad del presupuesto nicaragüense. Pero lo peor es su prepotencia. Está tan encima de Borge que termina sentada en el sitio del delegado mexicano, quien acaba la conferencia de pie. Borge es una especie de aristócrata de la revolución. Habla del antiimperialismo como si fuera su hacienda privada, y siempre parece a punto de meterle mano a alguna empleada. Pero más allá de su odio por EEUU, es imposible arrancarle una sola idea, propuesta o programa. Y no es el único. Al salir de la conferencia, paso por una universidad donde la gente se aglomera para escuchar el discurso de Chávez. En el momento en que me acerco, el venezolano cuenta que de niño era monaguillo y su mamá quería que fuese cura. En la reunión de partidos de la mañana, he escuchado la palabra “izquierda” doscientas veces, y cada vez me ha parecido que se refiere a algo diferente. Algunos consideran que es el MERCOSUR y el frente energético, otros la asocian a la nacionalización de los recursos naturales, para otros es un movimiento autoritario, y no faltan los que la definen como la opción antisistema. Yo no tengo claro qué sea la izquierda, pero francamente, espero que no sea lo que creen los dos que ayer se encaramaban al balcón, como si la fiesta fuese suya.

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24 de enero de 2006
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La regla más importante

A veces la realidad conspira delante de nuestras narices. Hechos en apariencia aislados se confabulan para decirnos algo, o por lo menos intentarlo. El sábado me puse a ver los extras del DVD de El paciente inglés, en parte por curiosidad (amo esa película, y por ende me tienta saberlo todo sobre su gestación) y en parte como tarea educativa, en la inminencia del rodaje de mi primer cortometraje. De todo ese material, lo que más me interesó fue aquello en lo que había depositado las menores expectativas: la entrevista con Walter Murch, el editor de la película. Veterano de películas que yo también amaba, como La conversación y Apocalypse Now, Murch contaba las dificultades de montar un relato con tantos puntos de vista e idas y vueltas en el tiempo y en el espacio; casi inevitablemente, lo que el director y guionista Anthony Minghella había planteado en su plan original debió ser reformulado una y otra vez en la sala de edición. La intención del guión estaba clara en el papel, pero la realidad de lo filmado (la luz, la cámara, los actores, el tiempo de cada plano) les sugería a cada paso nuevos caminos narrativos. Lo anterior me hizo pensar en la soledad del narrador literario al enfrentarse a similares decisiones. Cuando uno escribe una novela o un cuento es a la vez productor, guionista, director, actor, fotógrafo, musicalizador y experto en efectos especiales. Los narradores del mundo anglosajón cuentan con la herramienta extra del editor literario, que en buena medida obra como el editor cinematográfico: ellos leen la totalidad del material y sugieren caminos alternativos, cortes aquí y allá, primeros planos o planos generales, para que el conjunto de la novela funcione mejor. Pero en el mundo literario hispanoparlante estos editores existen rara vez. Por lo general los textos originales sufren apenas correcciones de estilo. Esto deja al escritor en soledad, tratando de responderse la misma pregunta que en el cine se formulan a coro muchas voces calificadas: ¿cuál es la mejor manera de contar esta historia? Al caer la noche, haciendo zapping, descubrí que un canal de cable pasaba un documental sobre la edición cinematográfica llamado The Cutting Edge. Valía la pena, aunque más no fuese por sus muchos apuntes históricos. Al comienzo del cine, por ejemplo, la mayor parte de los editores cinematográficos eran mujeres. ¿O no se parecía el trabajo al corte y confección que en ese entonces se asociaba tanto al talento femenino? (Por suerte sigue habiendo editoras talentosísimas, como la Thelma Schoonmaker que es parte esencial del equipo de trabajo de Martin Scorsese.) Allí me enteré también de la existencia de un señor llamado Owen Marks. ¿Quién fue Owen Marks? Nada más y nada menos que el tipo que editó Casablanca, Al este del Edén y El tesoro de la Sierra Madre. El hecho de que nunca lo hubiese siquiera oído nombrar es un signo de lo poco que se valoraba a los editores en la era dorada de Hollywood. Por fortuna hoy en día se los aprecia de otra manera. El editor es el pobre Cristo que se enfrenta a miles y miles de metros de celuloide, piezas sueltas de un rompecabezas, con las que deberá responder a la pregunta sobre la mejor forma de narrar esa historia. La angustia de cualquier creador ante las combinatorias casi infinitas de esas piezas puede ser terrorífica, como cualquier novelista puede también atestiguar: ¡hay tantas miles de formas de contar la misma historia! Uno de los que daba su testimonio en el documental era, ¡otra vez!, el ubicuo Walter Murch. Por la tarde, cuando me preparaba para escribir estas líneas, recordé un libro sobre la edición cinematográfica que me habían obsequiado mis amigos de la maravillosa librería madrileña Ocho y Medio. No recordaba al autor, pero al encontrar el libro no me sorprendí: era Walter Murch. Al repasar su texto, titulado En el momento del parpadeo, encontré indicaciones de la enormidad del trabajo que suele caer encima de los editores: Coppola, por ejemplo, filmó 230 horas de celuloide para Apocalypse Now, lo cual significa que por cada minuto que acabó en la película hubo noventa y cinco que fueron a dar a la basura. Una vez atrapado por la lectura llegué al tramo en que Murch explica lo que denomina La regla de seis, esto es, y en orden descendente, la lista de los seis criterios más importantes que un editor considera a la hora de elegir tal plano y tal corte por encima de las demás posibilidades. Por supuesto, la mayoría de los criterios son técnicos: la dirección de las miradas, la ubicación espacial de los personajes… Pero el criterio principal, el número uno, el que incluso justifica que un editor se pase por el forro las consideraciones técnicas, es para Murch clarísimo: la emoción. “Lo último que se aprende en la escuela de cine, si es que se aprende,” dice Murch, es lo que más importa. No es extraño que debamos andar tanto para descubrir una verdad que conocíamos desde el comienzo, pero en la que no nos animábamos a confiar.

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24 de enero de 2006
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Metal y maleta

Al levantarme, leo la declaración del escultor Richard Serra. Aporta su apoyo a la dirección del museo Reina Sofía de Madrid que no sabe cómo explicar la pérdida de una obra suya. Se titula Equal-Parallel / Guernica-Bengasi, es de acero, pesa 38 toneladas y no se sabe nada de ella desde 1992.

Claro que la obra fue depositada en una almacén fuera del museo, que los responsables, tanto en el museo como en el Ministerio de Cultura cambiaron varias veces, que no se puede culpabilizar a una persona de manera específica, pero no se borra el dato inicial: un elefante de obra desapareció sin dejar ni una huella. ¿Fue fundida? Puede ser. Es bastante difícil esconder una obra como esta y conociendo el precio de las materias primas hay una especie de lógica económica en este proceso.

La policía del condado de Hartfordshire en Inglaterra tiene el mismo temor con relación a una escultura de Henry Moore. Titulada “Reclining figure” fue robada el jueves 15 de diciembre del 2005, en la fundación dedicada al artista, en el pueblo de Perry Green. No hay duda de que fue un robo. Varios testigos vieron pasar la obra de noche, en un camión. Pesa dos toneladas. Es de bronce. Lo que hace pensar que se puede vender por 7.500 euros como metal fundido.

Con toda franqueza, historias como estas me ponen un poco feliz. Me siento avergonzado de reconocerlo, sí, soy un poco feliz, pues la literatura tiene tantas historias de manuscritos perdidos o quemados que es un alivio comprobar que los escritores no son los únicos que viven tragedias. Por mi parte, todavía deploro el robo de una maleta en una estación parisiense del ferrocarril en 1922. Hadley Hemingway iba para suiza a encontrarse con su marido y, con la idea de darle una sorpresa, se llevó todos sus manuscritos, incluyendo las copias con papel de carbón. Había cuentos inéditos y el principio de una novela. Todo esto producto del joven Hemingway, el mejor.

No soy el único que lamenta este robo. Un alemán nacido en 1948, es decir un cuarto de siglo después de ese crimen en contra de la literatura, escribió una novela sobre la maldita maleta. Leí la traducción inglesa Papa’s suitcase. Era emocionante y mala pero, por lo menos, después de leerla supe que alguien como yo daba cada día el pésame por la muerte de una obra de papel.

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24 de enero de 2006
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Confusión

Estaba yo con un notorio director de escena y comentábamos las muchas adaptaciones de novelas que se suceden en los teatros europeos. La ausencia de autores dramáticos es una catástrofe. Mi amigo buscaba desesperadamente un argumento dramatizable para la próxima temporada. Recordé entonces uno de los cuentos de Runaway, el último libro de Alice Munro, tan excelente como todos los anteriores, y se lo mencioné. “¡Ah, me gusta la Munro! ¿De qué va?” “No te lo puedo decir, toda la gracia del cuento se sustenta en un malentendido inesperado. Es fácil de dramatizar porque solo tiene dos escenarios y dos personajes. Léelo, se llama Pasión, ya me dirás” Al cabo de un mes recibí una llamada del director de escena. Por su voz comprendí que estaba en pleno ajetreo. Le noté nervioso, impaciente, como si hubiera interrumpido la labor un instante para hablar conmigo. “¡Oye, es fabuloso! No te he llamado antes para darte las gracias, lo siento, pero es que estoy en plena faena. La idea me cogió por sorpresa, ya me advertiste, ese automóvil arriba y abajo a toda velocidad por Canadá, la pareja encerrada en el coche... He pensado ya en tres o cuatro soluciones para la nieve y el lago, el suicidio, cuando lo tenga más avanzado te lo enseñaré. Pero no son dos escenarios, son diez o doce, mucho mejor de lo que decías” “Perdona, ¿de qué cuento hablamos?” “¿Alzheimer, tan pronto? De Pasión. Alice Munro. El otro día. En el Oxford. Sólo whisky” “Claro, claro, espléndido, me alegro, ya me llamarás, que haya suerte” Me había equivocado por completo. Abrí el libro de Munro y, en efecto, el cuento al que me refería se llama Tricks. La historia de una mujer que se enamora repentinamente de un montenegrino tras ver una pieza de Shakespeare, pero tienen que separarse durante un año... en fin, un cuento romántico. Jamás habría imaginado que Passion, una especie de road movie neurótica, pudiera adaptarse para la escena, pero seguro que mi amigo lo convertirá en una pieza deslumbrante, como todo lo que escribe. Así se pone en marcha una imaginación verdadera, gracias al error, al azar, a la irresponsabilidad de un informador equivocado, a lo imposible de prever, de planificar y de organizar. La creación verdadera no le debe nunca nada a nadie.

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24 de enero de 2006
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Google

Como todas las personas que han decidido escribir varias veces a la semana un artículo en su blog, empiezo con fuertes resoluciones. De política, ni hablar. Tal ha sido mi primera visión y tengo que reconocer lo difícil de mantener aquella línea teniendo en cuenta lo que ocurre en América Latina. ¿Hablar o no hablar del “Evo”? Es la pregunta que se me plantea al recibir varios mensajes de amigos o enemigos (dos especies muy cercanas a lo largo del tiempo) que me preguntan sobre lo que pasa en La Paz. Pero no, hoy voy a mantenerme callado sobre el “gran cóndor” de Bolivia.

Tampoco unas palabras sobre el fin de la demanda contre el novelista turco Orhan Pamuk. Estaba amenazado con tres años de cárcel por “desprestigio público de la identidad turca”. Su caso correspondía al articulo 301 del código penal que castiga “los insultos en contra de la turquicidad, la república, y las instituciones y órganos del estado”. Su crimen (no era delito, sino crimen): haber declarado a un diario suizo que “un millón de armenios y treintamil kurdos murieron” en Turquía. Es decir: Pamuk había repetido lo que se lee en las enciclopedias de todos los países menos en las de Turquía. Bueno, no voy a decir nada más, pues cada uno tiene ahora que reflexionar sobre el concepto de “turquicidad” con relación a Armenia y al Kurdistán.

Bueno, la verdad es que voy a hablar de política, pero de la de verdad, de la que compromete nuestro futuro: la política de Google. Su motor de búsqueda tiene el 80% del mercado mundial del acceso en línea al saber. Y me puse enfermo al descubrir un artículo en la London Review Of Books (http://www.lrb.co.uk/v28/n02/lanc01_.html). Una buena reseña de dos libros que he leído: The Google Story de David Vise (Macmillan), y The Search: How Google and Its Rivals Rewrote the Rules of Business and Transformed Our Culture de John Battelle. El primero es la historia oficiosa de Google, el segundo una historia casi-oficial. Ambos libros son buenos y malos, insuficientes, imprescindibles y tampoco llegan a satisfacer al lector por completo. Ambos se parecen a Internet y a Google, el Alma Mater de la red universal. Pero ninguno de los dos puede ser una oportunidad para poner en duda de manera indirecta a Google, atacando de perfil la herramienta que todos utilizamos. Lo que vivimos con Internet es sencillo: hubo una historia del texto hasta Gutenberg. Hubo una segunda historia después, con el texto estable, producido por un autor y una difusión en millones de ejemplares. Viene la tercera historia, la del texto con el lector en posición de actuar, la función cortar y pegar, y la función búsqueda. No voy a negar, lo dice mi blog cada día, que lo único que me importa de verdad es la literatura. Pero no voy a escribir que el texto llegó a su colmo hace más de cuatrocientos años y no puede mejorar. Me encanta poner versos en Google y descubrir de qué poema salen unas palabras perdidas en mi cabeza.

John Lanchester, el autor del artículo lleno de sospechas sobre Google, dice que vivimos una época similar a la de la llegada del tren. No se sabía entonces, dice, que el tren permitiría la creación de los suburbios. Equivocación absoluta de una mala metáfora: Google no viene con suburbios de una remota metrópolis sino con una biblioteca universal donde todos pueden entrar. Lo sé: es peligroso para el negocio de los libros, para los derechos de autores y para las librerías. Pero, por favor, ¿quién va a pretender no utilizar la biblioteca universal si se la ponen en su mesa de trabajo, frente a su teclado?

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23 de enero de 2006
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Un sueño

Desalentaría la noción de que los sueños de los artistas difieren de aquellos que visitan al común de los mortales cada noche. Entiendo que resulte lógico conjeturar que un profesional de la imaginación debería soñar sueños más creativos, o más desaforados que los del promedio. Pero en esto el viejo Sigmund es muy claro: el sueño es un acto psíquico impulsado por un deseo, y los deseos de los escritores son idénticos a los del resto de los humanos. Aunque siempre subsista la posibilidad de una vuelta de tuerca. Anoche soñé un sueño cuya estructura me es recurrente. En esencia es el viejo y popular sueño del niño o adolescente que llega a la escuela para descubrir que lo espera un examen del que no sabía nada, o que olvidó oportunamente: una efectiva invitación a la angustia, sólo que en este caso, adaptada a mi mundo de adulto. Como viene ocurriéndome en los últimos meses, sueño que estoy trabajando en el mismo diario donde trabajé durante los años agónicos del ya difunto siglo XX. De inmediato siento malestar, porque descubro que sigo allí aun cuando no quiero estarlo: mi deseo de dedicarme por completo a la escritura de ficciones es fortísimo aun en pleno pasaje onírico. El relato suele adquirir entonces el tono de una pesadilla amable, me encuentro atrapado por una red de la que ya creía haberme liberado pero que se cuela en mis sueños para reclamarme como su víctima. A veces aparecen viejos colegas, ante los que trato de disimular que he olvidado que trabajaba allí, y por ende descuidado mis tareas. Pero el sueño de anoche tuvo un twist que me causó mucha gracia. Apenas llego a la redacción, alguien me ofrece el tubo de un teléfono. Atiendo. La voz del otro lado me dice, lacónica: “Roth”. En ese instante recuerdo que me habían asignado una entrevista con el escritor Philip Roth (el de El lamento de Portnoy y La mancha humana), de la que me había olvidado por completo. Sintiéndome indigno, al recibir el llamado de un gran escritor sin haber siquiera pensado algunas preguntas para hacerle, no atino más que a cortar. ¡Le corto la comunicación a Philip Roth! Y así acaba el sueño, ahorrándome la indignidad de lo que hubiese sido un justo despido. ¿Significa el sueño que siento culpa ante Philip Roth porque nunca terminé de leer American Pastoral? ¿Significa el sueño que deseo comunicarme con mi amiga Cecilia Roth? El sueño es tan modesto que ni siquiera da pie a excesivas especulaciones. Si los artistas nos diferenciamos en algo, es en todo caso por nuestra propensión a soñar despiertos. Son esos sueños los que marcan la diferencia.

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23 de enero de 2006
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Solitudo

Aunque ahora mismo no se me ocurre ninguna, alguna causa habrá para que la literatura francesa se honre con espléndidos delincuentes. El último vástago de la familia patibularia de Villón y Genet, Emmanuel Loi, cayó preso en 1976 y estuvo encerrado hasta 1981 por varios atracos a mano armada. Admitió su culpa, penó, y desde entonces escribe historias de criminales, de fugitivos, de asesinos, con notable éxito. Quince volúmenes lleva ya editados. Cuando lo encerraron, Loi recordó haber leído fervorosamente los fragmentos de Spinoza que figuraban en un curso de filosofía, durante su bachillerato. Las prisiones francesas son tan hipercultas como sus escuelas y en la biblioteca de la penitenciaría figuraba un ejemplar de la Ética. Allí Loi encontró lo que buscaba, el modo de... “...no sucumbir al terror de la exclusión, no dar importancia al abandono, guardar para uno mismo una fuerza secreta (...) y, sobre todo, rechazar cualquier compromiso con las creencias inútiles, el ilusionismo de las ideologías consoladoras” (Je devrais me taire, Exils, 2004) ¿Es posible que Loi no lo conociera? Bernard Malamud ya había escrito sobre la fuerza que dispensa Spinoza a quienes viven recluidos en una soledad destructiva. Era en 1966, en su novela The Fixer, el mismo año en que Loi, nacido en 1950, leía los fragmentos escolares de Spinoza. También Gilles Deleuze citaba a Malamud en su libro sobre Spinoza, pero eso era en el año 1970, cuando Loi se dedicaba a asaltar bancos y seguramente leía lo justo. Spinoza proporcionó al recluso Emmanuel Loi el secreto de la supervivencia cuando todo invita al suicidio. Sin embargo, un amigo mío, JE, usó una estrategia distinta. Cayó preso en tiempos de Franco, unos años antes que Loi y por motivos políticos. Una vez en el calabozo de la comisaría, tuvo la misma sensación de exclusión y abandono, la misma tentación de acabar de una vez, pero llevaba consigo un remedio. No era la Ética de Spinoza, sino una pastilla de LSD que había ocultado entre los dedos de los pies. Tras su paso por Spinoza y la soledad, Emmanuel Loi se dedicó a la literatura y hoy es una de las figuras de la novela francesa. Tras su paso por el LSD y la soledad, mi amigo se dedicó a las matemáticas y hoy es un prestigioso investigador. Caminos cruzados. De la geometría moral de Spinoza, a la literatura. De la alucinación lisérgica, a la matemática. Inversiones del trayecto, cruce de caminos, reacciones químicas contrarias que se producen en el sorprendente laboratorio de la soledad. Este es el novelista convicto.

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23 de enero de 2006
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El Boomeran(g)
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