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Una oportunidad desperdiciada

Por 7 de febrero de 2006 Sin comentarios

Marcelo Figueras

No existe nada más difícil de crear que una bella historia de amor. Por infinidad de motivos, pero en especial por los más obvios: porque se trata de relatos que sólo funcionan si uno consigue involucrar a lectores y público en la ensoñación de los enamorados, tan distante de la lógica que impulsa la vida real; y porque la ficción ha abusado del género, probando todas sus variantes imaginables. Los géneros populares siguen tratando de convencernos de que sus odres viejos contienen vino nuevo, y nos ofrecen, ¡como si no lo hubiesen hecho ya mil veces!, romances entre ricos y pobres, entre gente de izquierdas y de derechas, entre delincuentes y víctimas, entre gente del presente y del pasado (o del presente y del futuro), entre negros y blancos… ¿Cuánto falta para que algún productor olfatee que el relato del momento debería narrar el amor entre un musulmán y una mujer occidental, o viceversa?
Pero aún así uno sigue creyendo en las historias de amor, básicamente porque sigue creyendo en el amor. Creo porque es absurdo, decía San Agustín cuando trataba de justificar su fe en Dios. El cantante Lloyd Cole lo ponía de forma parecida en Forest Fire: “Creo en el amor. Creo en cualquier cosa”. Quizás sea por eso que la película Brokeback Mountain me decepcionó tanto: porque no logré creer en ella.
Para empezar, diría que no está a la altura de su infinita promoción. Es apenas una película correcta: una media hora inicial promisoria, después de la cual la montaña rompe-espaldas del título se convierte en una butaca rompe-espaldas. Creo que Brokeback Mountain funciona mucho mejor como concepto (dos cowboys que se involucran en un amor maldito) que como relato. Podría esbozar múltiples explicaciones, pero creo que alcanza con aplicarle las reglas que rigen a los buenos relatos románticos: si yo, como público, no siento que esos personajes se aman de verdad, la historia no funciona. Alguien dirá que en el caso de Brokeback Mountain el amor entre Ennis y Jack debe ser reprimido, y que por eso es lógico que los personajes lo disimulen y escondan. Pero como lo prueban tanto la historia de la literatura como el cine desde sus tiempos mudos, nada funciona mejor en el relato amoroso que el deseo postergado. Los besos señalan un climax posible, pero los momentos en que sentimos el amor verdadero con su intensidad más arrasadora son, precisamente, aquellos en los que el amado y la amada deben tragarse sus sentimientos; disimular; sonreír aun cuando su alma llora. Y en los largos años que Ennis y Jack pasan separados no logramos sentir su dolor; Jack llega a decirlo con palabras, pero las imágenes lo muestran apenas aburrido, burgués e insatisfecho. (Y víctima, dicho sea de paso, de pelucas, patillas y bigotes que lo convierten en una caricatura de sí mismo.) Quizás si los personajes femeninos tuviesen algún espesor la historia de Jack y Ennis se recortaría mejor, pero su pintura es tan esquemática (¿o debería decir misógina, sin temor alguno?) que lejos de ayudar a dar textura, lo achata todo.
Si en vez de la estética Marlboro que la fotografía de Rodrigo Prieto resalta se hubiese apelado a la luz descarnada de Midnight Cowboy; si los protagonistas se hubiesen parecido algo más a los muchachitos feos y desdentados del relato original de Annie Proulx (o cuanto menos al Ratso Rizzo de Midnight Cowboy); y si en vez de Ang Lee hubiese dirigido John Schlesinger, o dado que Schlesinger ya ha muerto digamos Wong Kar-wai, es posible que Brokeback Mountain hubiese sido la película de la que todos hablan. Pero no lo es.
Todavía recuerdo la época en que quedaba mal hablar de una película que denostaba a los militares de la dictadura, porque si la causa que defendía era buena, la película debía serlo también. Por fortuna ese tiempo pasó, al menos en la Argentina. Aunque la existencia de Brokeback Mountain sea beneficiosa en términos sociales y políticos, por los debates que genera y la conciencia que despierta, muchos de los que disfrutamos del buen cine seguiremos esperando la llegada de la próxima película romántica inolvidable –esa película que Brokeback Mountain, sin dudas, no es.

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Marcelo Figueras

Marcelo Figueras (Buenos Aires, 1962) ha publicado cinco novelas: El muchacho peronista, El espía del tiempo, Kamchatka, La batalla del calentamiento y Aquarium. Sus libros están siendo traducidos al inglés, alemán, francés, italiano, holandés, polaco y ruso.   Es también autor de un libro infantil, Gus Weller rompe el molde, y de una colección de textos de los primeros tiempos de este blog: El año que vivimos en peligro.   Escribió con Marcelo Piñeyro el guión de Plata quemada, premio Goya a la mejor película de habla hispana, considerada por Los Angeles Times como una de las diez mejores películas de 2000. Suyo es también el guión de Kamchatka (elegida por Argentina para el Oscar y una de las favoritas del público durante el Festival de Berlín); de Peligrosa obsesión, una de las más taquilleras de 2004 en Argentina; de Rosario Tijeras, basada en la novela de Jorge Franco (la película colombiana más vista de la historia, candidata al Goya a la mejor película de habla hispana) y de Las Viudas de los Jueves, basada en la premiada novela de Claudia Piñeiro, nuevamente en colaboración con Marcelo Piñeyro.   Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País.   Actualmente prepara una novela por entregas para internet: El rey de los espinos.  Trabajó en el diario Clarín y en revistas como El Periodista y Humor, y el mensuario Caín, del que fue director. También ha escrito para la revista española Planeta Humano y colaborado con el diario El País. Actualmente prepara su primer filme como director, una historia llamada Superhéroe.

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